28

El Piquete Político era un gran edificio de la época victoriana situado en la cima de Everton. Los pasos que había entre las rejas acabadas en punta que conducían cuesta abajo hacia la acera habían sido reemplazados por una rampa de cemento. Kathy se ofreció a ayudar a un anciano en silla de ruedas a subirla, pero él le respondió con un gruñido de rechazo. Mientras esperaba a que el anciano terminara la tarea, contempló el centro de Liverpool al otro lado del río. Más allá, el sol se hundía en la península, sobre la que podía ver el observatorio que había por encima de su casa. Dejó volar su imaginación y pensó que el sol estaba iluminando a Dudley sobre el esfuerzo que estuviese realizando este fin de semana; y lo que era mejor, que la luz de su creatividad era la que iluminaba al mundo. Se dirigió hacia la rampa con la esperanza de que se hallara en el club, con todo terminado.

La puerta principal permanecía abierta gracias a un tope. Tenía el mismo color rojo intenso que las grandes ventanas sin cortinas que había a la izquierda. La mayor parte del edificio se encontraba en ese lado de la gran escalera, donde todas las puertas de la planta baja conducían a una única sala, varias en el pasado. Kathy siguió al hombre de la silla de ruedas a través de la puerta más cercana y este fue recibido con un brindis que continuó después de su aparición. La sala estaba casi llena, de hombres que sobrepasaban la edad de la jubilación en su mayoría. Aquellos que no estaban agrupados en torno a la barra del bar situada en la pared del fondo, estaban sentados alrededor de unas mesas que más que de un bar, parecían haberlas sacado de una cafetería antigua o dos. Las paredes estaban adornadas con estandartes con leyendas como: «Detened la guerra. Marcha por el trabajo» y también con algunas fotografías de demostraciones enmarcadas, algunas de cuando ella era una niña o incluso anteriores. No localizaba a Dudley aunque aquello podía deberse en parte a todo aquel humo. El grupo al que el hombre de la silla de ruedas se había unido estaba dándole tal bienvenida arrastrando los pesados taburetes acolchados por el suelo para dejarle espacio, que no se había percatado de la presencia de Monty hasta que este le habló al oído.

– Al final no lo has traído.

Pudo adivinar que había bebido por su aliento y las manchas grises de su calva.

– No sabía que se suponía que debía hacer tal cosa -dijo ella.

– No deberías hablar así por aquí, Kath. Harás que piensen que eres una extranjera.

Él arqueó las cejas y abrió más los ojos, pero seguían siendo demasiado pequeños para su nariz chata y su boca aplastada. Cuando terminó de bromear, dijo:

– ¿Has hablado con él desde que me llamaste?

Quizá debía haberle comentado que no había intentado llamarlo, especialmente porque parecía que él estuviera teniendo aquella conversación para impresionar a algunos de sus amigotes que resoplaban detrás de ellos, bien por el tabaco o bien por la falta de respiración.

– Veo que has hecho lo que te pedí -dijo-. No lo has molestado.

– No creo que él piense que su viejo padre sea mucha molestia. Si lo que me estás preguntando con eso es si yo lo he llamado, aún no.

Oh, Monty, no finjas que no puedes hablar correctamente.

Pero en vez de eso, murmuró:

– Entonces no lo hagas. Estoy segura de que ya sabes que él cumple con su palabra.

– No he tenido oportunidad de averiguarlo en este tiempo, ¿verdad?

– Parece ser que crees que puedes recuperar el tiempo perdido -le reprochó Kathy antes de que él entrecerrara los ojos empequeñeciéndolos aún más.

– ¿Intentamos llevarnos bien ahora que ha venido toda esta gente a verlo? -sugirió ella-. No tenemos por qué arruinarle la noche, ¿verdad?

– Todo el que quiera va a actuar aquí esta noche, ¿no has leído eso?

Se refería a un cartel que ella había supuesto antiguo. «Versos varicosos de nuestros apasionados pensionistas. Presentador invitado: Monty Smith y su hijo, que también leerán».

– No parece que merezca la pena que interrumpa su trabajo por esto, ¿verdad? -objetó ella.

– Tendrá que oír lo que la gente real opina de él y de lo que escribe.

– ¿Cuándo le toca leer?

– En la segunda parte.

– En ese caso, todavía hay menos prisa para que abandone lo que le mantenga ocupado en casa.

En vez de provocar otra discusión, añadió:

– Espero que pueda hacerme con una copa.

– No hay nada para traerlos de vuelta como darles de beber, ¿eh? -dijo Monty sin referirse a nadie en particular, sacando su cartera y tendiéndole un billete de cinco libras-. Quédate con la vuelta y recíbelo cuando aparezca. Es hora de que empiece el espectáculo.

No se esperaba que la invitara a la copa. Arrugó el billete en la mano de camino a la barra. Mientras le pedía un gin-tonic al camarero, que llevaba una cola de caballo gris y cuyos brazos estaban llenos de tatuajes, Monty ocupó su lugar en el fondo de la habitación, con una pinta en la mano.

– Tomen asiento, jóvenes, o no les daremos melocotones -gritó.

Antes de que hubiera algo parecido al silencio, comenzó a gritar más fuerte:

– Puedo ver a muchos tipos que parece que se hayan tragado un melocotón y a algunas damas también. Ahora tenéis la oportunidad de demostrar que aún estáis vivos y que será mejor que se den cuenta. ¿Qué sois? No os oigo. ¿Qué sois?

Mientras la sala resonaba con la respuesta, Kathy encontró un asiento.

– Aquí tiene, querida -dijo una mujer con una sonrisa que no dejaba ver sus dientes.

Kathy tomó el otro asiento en la pequeña mesa redonda oxidada cuando Monty anunció:

– Aquí llega Pat McManus de Anfield para comenzar el espectáculo.

– Es una de mis odiosas odas -dijo el nervudo y solitario anciano, con una postura agachada debida a la artritis.

Su poema estaba dedicado a la bolsa de una colostomía y el compañero de Kathy se reía tanto que se le movía uno de sus dientes. Kathy hizo lo posible para sonreír al menos cuando Monty presentaba a los artistas, Ancianos que leían versos sobre muestras de orina, o cancioncillas sobre la pérdida de las instrucciones de un viejo erector, o la trova cuyo autor tuvo que deletrear en voz alta: La Seguridad Infernal. Por el contrario, un músico tocó la armónica durante varios minutos más del número de notas que repetía mientras las acompañaba con fuertes golpes a un tambor que llevaba atado al cuello. Al menos Monty cerró la primera parte del espectáculo declamando un extracto sobre los impuestos con el estribillo:

– Devolvednos nuestro maldito dinero.

Y se deslizó hacia Kathy por medio de la multitud pegada a la barra.

– ¿Qué creerá que está haciendo? -preguntó-. ¿Mantenernos en suspense?

– Bueno, es lo que hace.

– Debería estar haciendo lo que le prometió a su padre.

Monty abrió su teléfono móvil.

– ¿Cuál es su número?

– ¿Qué le vas a decir?

– Para empezar quiero averiguar dónde está, a lo mejor necesita instrucciones para llegar.

– ¿Y si está tan absorto en su trabajo que no ha salido de casa?

– Aún podría llegar si toma un taxi. ¿Cuál es su número?

– Si alguien tiene que hablar con él, soy yo.

Monty se quedó mirando fijamente su mano extendida y después la miró a ella antes de darle el teléfono móvil.

– A ver si le dices lo que yo acabo de decir.

Ella tenía la intención de decirle sus propias palabras. Tecleó el número de Dudley y presionó el delgado aparato contra su oído para evitar el ruido del club. Tras seis tonos, oyó la voz de Dudley, pero solo era una cinta.

– Soy una máquina. Deja tu mensaje.

– Dudley, soy Kathy. Perdona si te molesto. No me respondas si oyes esto mientras estás trabajando, yo solo…

Monty parecía estar a punto de agarrar el teléfono, pero fue Dudley quien la cortó al poco.

– ¿Qué quieres?

– Solo nos preguntábamos dónde estabas.

El no dijo nada y ella intentó escuchar el sonido del teclado.

– ¿Con quién estás?

– Tu padre y, bueno, tú público si lo quieres.

– Dios -dijo Dudley con tanta brutalidad que pareció decírselo a ella-. Se suponía que debía estar con él, ¿no?

– ¿Estás ocupado?

Monty extendió la mano, pero ella se dio la vuelta llevándose el teléfono más lejos de su alcance mientras Dudley decía:

– No puedo irme ahora. Estoy en una parte importante.

– Bueno, presentaré tus disculpas. La mayoría de esta gente parecen escritores amateur. Estoy segura de que lo entenderán.

Aunque quería dejarlo trabajar, no pudo evitar preguntarle:

– ¿Qué ha sido eso?

– Habrá sido algo donde estáis. Hay tanto ruido que apenas puedo oírte.

– No creo que haya sido aquí.

Al momento volvió a oír el sonido de gemidos a través del teléfono.

– Parece como si alguien tratara de gritar -dijo.

– Estaba viendo la televisión para relajarme un poco -dijo intentando parecer molesto-. Entonces tuve una idea y vine aquí para escribirla. La dejé encendida.

– ¿Y no es mejor que la apagues? Yo no sé a ti, pero a mí me distraería.

Se tranquilizó al oír que una puerta se cerraba y el sonido desaparecía.

– Te dejo con tu creatividad -dijo ella-. ¿Crees que habrás terminado para mañana?

– Debería. Aún quiero probar algunas ideas.

– Tómate el tiempo que necesites. Tenía la esperanza de poder volver a casa el lunes después del trabajo.

– Espero que así sea. Debería tenerlo todo listo para entonces.

– Buena suerte y sé ingenioso -dijo Kathy, dejándolo.

Estaba a punto de volverse hacia Monty cuando se le ocurrió una estratagema. Pulsó el botón de rellamada para borrar el número de Dudley dígito a dígito antes de devolverle el teléfono.

– Dice que lo siente, pero que no puede dejar lo que está haciendo ahora mismo de ninguna de las maneras.

La cara de Monty se puso aún más roja de forma dispareja.

– ¿Quieres decir que esto no le merece la pena?

– Tendrás que preguntárselo tú mismo. Pero no ahora.

– No tienes por qué quedarte aquí sin él -dijo Monty, cerrando el teléfono como si se tratase de una trampa-. Supongo que no lo sueles hacer. Estamos un poco por debajo de ella -le dijo a la mujer de la mesa, que desplegó una sonrisa sin dientes.

– Tampoco quiero retrasar más tu trabajo -pudo decir Kathy antes de darle la espalda.

Una vez que estuvo fuera del edificio, respiró el aire de la noche mientras miraba al otro lado del río. El sol había desaparecido detrás de la montaña como una sierra luminosa llena de sangre. Se sintió feliz al tomárselo como un buen augurio. Quizá era el color de la última inspiración de Dudley.

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