18

Dudley no estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido observando la oficina de empleo desde el banco metálico. El implacable sol de la montaña en el cielo azul sobre los ásperos bordes de cemento de los tejados parecía intentar concentrar toda su luz sobre su cráneo, haciendo que sus pocos pensamientos se le resecaran en el cerebro. ¿Cómo le iba a ayudar espiar la oficina a escribir? Aunque tenía muchas ideas, no pasaban de ser meros deseos, demasiado coartados por la furia como para que terminaran siendo una historia. Quizá la inspiración estaba allí mismo, pero ¿cómo podría reconocerla en medio de toda aquella gente y seguirla hasta donde pudiera utilizarla? Mientras miraba a su alrededor buscándola, se dio cuenta de que lo observaban.

Un guardia de seguridad lo observaba desde la puerta de una tienda a menos de cien metros y también había otro que no le quitaba ojo desde la entrada de Woolworth, aún desde más cerca. Al devolverles la mirada, pudo vislumbrar algo de recelo por lo que se dio cuenta fácilmente de que estaban hablando por sus micrófonos. ¿Lo tomaban por un criminal? Eran los guardias que no habían hecho nada cuando el asalto de aquel hermano de la mujer que le había hecho la vida bastante difícil. Quizá estaban avisando a Lionel porque este salió de la oficina de empleo para echar un vistazo a la multitud. Antes de que Dudley pudiera pensar en si reaccionar o no, empezó a sonar el teléfono.

Aquello le dio la excusa perfecta para agacharse y pasar desapercibido para Lionel. Cuando contestó: «Sí», sonó apenas un silbido.

– Oye, parece que estás liado en la oficina, aunque el mensaje que acabamos de leer parecía urgente.

– Lo era. Y ahora, aún más.

Para culpar a Walt y a la vez entretenerlo, continuó:

– Ya no estoy en la oficina. Solo me voy a dedicar a escribir.

Aquello no fue lo suficientemente acusador así que dijo de repente:

– El periódico dice que os habéis dado por vencidos.

– No me gusta la forma en que he quedado.

– Ahí dice que harás cualquier cosa para complacer a la estúpida familia de la chica que lleva muerta años porque también era demasiado estúpida y que no estarán satisfechos hasta que impidas que se haga la película.

– Eso no va a ocurrir, te doy mi palabra de honor.

– Entonces, ¿qué vas a hacer?

– Nos gustaría que le echaras un vistazo al guión. ¿Te lo podemos enviar por correo electrónico?

– Será mejor que sí.

– Sería genial que pudiéramos incorporar en el guión la historia que estás escribiendo ahora. ¿Podrás hacerlo?

– Ya veremos.

La mirada de Dudley siguió a una joven madre que empujaba un cochecito de bebé hasta que la pared de Woolworth la ocultó. De pronto se dio cuenta de que tenía que ponerse a escribir de inmediato su siguiente historia.

– Lo haré -dijo.

– Antes de que te pongas con ello, hay alguien que quiere hablar contigo. Va a escribir a tiempo completo.

Mientras Dudley asimilaba su último comentario, su padre dijo:

– ¿Dud? ¿Qué es lo que ha dicho el jefe, vas a unirte a los artífices de la palabra?

Aquello le sonó inapropiado a pesar de la presencia de su padre en la revista.

– Ya lo soy desde hace mucho tiempo -objetó Dudley.

– Entonces, ¿vas a dejar el trabajo? Espero que lo sustituya alguien que sepa lo que es estar en el paro. No te lo tomes como algo personal pero tú solías tratar con tipos normales como yo, ¿es eso justo? Supongo que tienen derecho a esperar que cualquiera que maneje los trabajos sea de su misma clase. Es mi opinión -dijo Monty-. Ahora tendrás tiempo para fijar tu imagen.

– ¿Qué tiene de malo?

Dudley se acercó al pasillo más cercano con la intención de que nadie lo escuchara cuando hiciera su próxima llamada, pero había unas chicas que lo estaban llenando de bolsas de basura.

– No sé adónde quieres llegar -se quejó.

– ¡Es una pena! Dar vueltas por la acera, eso es malo, ¿crees que estoy acabado? No me volveré loco, bueno, solo un poco. Debería buscar un lugar, si no lo tuviera no sería tu papá. Esto podría empezar una moda, mejor lo escribo en mi memoria.

Después de haberse quedado sin rimas, al parecer, Monty dijo:

– Solo quiero ayudarte a conseguir un nombre.

Dudley apareció en un patio de cemento cuyas paredes eran las partes traseras de las tiendas.

– Ya tengo uno -protestó.

– Está bien, tienes el mío. Creo que nos podrían poner a ti y a mí en algún viejo espectáculo.

La improbabilidad de que aquello ocurriera hizo que Dudley dijera de pronto:

– ¿De qué tipo?

– Mejor que el último que diste. Créeme, la primera actuación es siempre la peor.

Monty se detuvo como si buscara más rimas y dijo:

– La asociación de pensionistas quiere que actúe una noche para ellos. ¿Te gustaría ser la segunda parte del acto? Seguro que a muchos de ellos aún les encanta un poco de suspense. Les podrías leer una historia o dos que no sean demasiado fuertes. Es por caridad, pero puede ayudarte a dar buena imagen.

Dudley no sabía por qué debía de hacer aquello, pero ahorrar tiempo era más importante.

– ¿Cuándo es?

– A finales de este mes. ¿Puedo decirles que cuento contigo? Tendrán que hacer los carteles.

– De acuerdo -dijo Dudley ya que no podía pensar en ningún otro modo de terminar la conversación.

– Guay. Será la primera de muchas veces, ¿vale? Seremos una empresa familiar.

Dudley interrumpió la conexión y marco el número de un directorio de información. Primero lo saludó una de las muchas voces indias con sus respectivas fórmulas.

– Liverpool -tuvo que decir primero- Eamonn Moore -dijo después.

– ¿Puede deletrearlo, por favor?

– Eamonn. Eh mon. Aim on.

Ninguna de esas sílabas le sirvió para deletrearlo dos veces. Igual que Moore. ¿Y si Eamonn no quería que diesen con él y hubiera ocultado su nombre de la lista? Sin embargo, los murmullos de las voces extranjeras le gritaron al informante de Dudley los datos.

– ¿Quiere que le conecte? -preguntó.

¿Haría aquello que su número fuese menos identificable? No estaba seguro y no quería correr el riesgo. Le colgó y se concentró en retener el número en la memoria mientras pulsaba las teclas para ocultar el suyo. El teléfono de Eamonn sonó varias veces y otras más, así que Dudley tuvo que recordarse a sí mismo que no debía hablar con el contestador automático. Entonces la voz de una mujer contestó:

– ¿Diga? -dijo con una voz más entrecortada que de bienvenida.

– ¿Es la señora de Eamonn Moore?

– Soy Julia Moore, sí.

– Debo pedirle disculpas. -Por muy irracional que encontrara su actitud, podría sacarle partido-. No necesito hablar con su marido si usted es también señora de la casa.

– De todas formas no podría hacerlo. Y sí, lo soy.

Comenzó a visualizarla: Tenía el codo del brazo que sostenía el auricular apoyado sobre la otra mano, en una postura de agresividad, con las piernas abiertas, como los hombres y la nariz y la barbilla en señal de desafío. Todo aquello le vino a la mente cuando ella dijo:

– ¿Con quién hablo?

Estaba listo para aquello, por eso sonreía.

– Mi nombre es Killan, señora Moore.

– Nunca había oído ese nombre antes.

– Es real, se lo prometo. Es irlandés.

En su mundanal vida pasada, una vez había tenido un cliente con aquel nombre.

– ¿Me puede decir para qué llama, por favor?

Estaba tomando aire para empezar su interpretación cuando escuchó un ruido detrás de ella: el lento zumbido y el traqueteo de un tren eléctrico alejándose.

– ¿Está cerca de una estación? -preguntó esperanzado.

– Sí, estamos cerca. No me diga que vende cristales dobles.

– No, señora Moore. ¿Tienen hijos usted y su marido?-fingió no saber.

– Dos pequeñas, ¿por qué?

– Entiendo por qué no desearía tener cristales dobles si eso significa no poder oírlas.

– Y si podemos, ¿para qué vamos a quererlos?

– Exacto. ¿Y qué diría de un nuevo y revolucionario sistema de insonorización que puede conectar y desconectar cuando lo desee?

– No tengo ni idea de qué me habla.

– No lo sabrá hasta que no lo vea funcionar. Le garantizo que no puede ni imaginarse la tranquilidad que le proporcionaría.

Con total convencimiento, sin haberlo ensayado antes, dijo:

– ¿Puede oír ahora a sus hijas?

– Claro que no, están en el colegio.

– Discúlpeme. Claro que lo están. Debería haber pensado que usted no es de la clase de las que las mantiene al margen.

Su absoluta convicción de que todo iba bien le hizo arriesgarse a preguntar:

– ¿Prefiere esperar a que todo el mundo esté en casa? ¿Será el señor Moore el responsable de la decisión?

– ¿De qué decisión habla?

– Le hablo de la demostración que les haré con mucho gusto.

– Yo soy completamente capaz de ocuparme de ello.

– Eso es lo que quería oír. Estoy en la zona de Aigburth, puedo llegar donde usted en una hora.

– No.

– ¿Cuándo le vendría bien? Por desgracia, solo estaré en este distrito hasta esta tarde.

– Entonces, no le entretengo. Buena suerte en su búsqueda de otra persona.

Dudley respondió antes de que ella hubiera terminado porque estaba claro por su tono que no le estaba deseando ninguna suerte.

– No tiene ninguna obligación por su parte, señora Moore, pero le puedo prometer personalmente una verdadera experiencia especial. Tiene usted mi palabra de que no puede imaginarse lo que es hasta que lo haya comprobado por usted misma.

– No debería sorprenderme puesto que no tengo ni la menor idea de lo que me está hablando.

– Entonces, ¿se lo enseño? No le robaría demasiado tiempo y, créame, cambiará su forma de vida.

– Somos completamente felices con ella, gracias. Debería haberle dicho mucho antes que nunca invitamos a ningún vendedor a pasar. Ahora debe disculparme, realmente tengo que…

– ¿Le podemos enviar información, al menos? Podrá ver mejor lo que está en oferta en vez de decírselo yo por teléfono. Puede tirarla a la basura si lo desea, pero le probaré que estoy haciendo mi trabajo.

– No tiramos el papel a la basura, lo reciclamos. Nos llega mucha propaganda de empresas como la suya. Por cierto, ¿cuál es el nombre?

Dudley tuvo que idear uno.

– Silencio Mortal -dijo antes de pensarlo-. Todo lo que usamos es reciclado.

– Algo es algo, aunque no es un nombre muy atractivo, ¿verdad?

Aquellas parecían ser sus últimas palabras hasta que suspiró y añadió:

– De acuerdo, envíenos la propaganda, supongo que eso no le hará daño a nadie.

– Me aseguraré de que reciba todo lo necesario.

Aunque no le hizo ninguna gracia decir aquello, era mucho más importante decir:

– ¿Me da su dirección, por favor? Parece ser que no está registrada en el sistema.

– Desford Road -dijo, más el número y el código postal.

Muerte en Desford Road

Aunque no dijo aquello, su sonrisa dificultó la pronunciación de su siguiente frase:

– Muchas gracias por su ayuda.

Quizá ella malinterpretó su comentario como sarcástico. Le colgó sin decir nada más. Él cerró los doloridos ojos y levantó la sonrisa al cielo abierto y después se dirigió hacia el pequeño callejón que terminaba enfrente del edificio del bingo. A medida que se apresuraba a pasar por allí y por los baños en dirección a la estación, se preguntaba si alguna vez volvería a verlos. Tenía la sensación de dejar algún asunto pendiente: ¿por qué no habría copiado las direcciones de los clientes que le habían dado problemas? Solo había seguido una única dirección desde el trabajo, por lo que se pasó de la vieja casa y fue entonces cuando vio dos coches abollados en el camino. Ahora ya no tenía que sentirse frustrado una vez conseguida la dirección de Julia Moore. Estaba seguro de que habría puesto a Eamonn en contra de él, pero nadie podría establecer ninguna conexión. No se había dado cuenta de lo amplia que era su sonrisa hasta que sobresaltó a uno de los empleados de la oficina de billetes de tren.

El ascensor se abrió en el andén a la vez que lo hicieron las puertas del tren. En menos de diez minutos, Dudley estaba en la Central de Liverpool. Mientras subía por una escalera mecánica y después bajaba por otra hacia la línea Norte, reflexionaba sobre su título. Muerte en Desford Road se dejaba mucho atrás; al igual que Asesinada en Aigburth. Le llamaba la atención el de Matanza en los suburbios, pero quizá no debería establecer un título hasta que tuviera el material. Aunque aún no estaba acostumbrado al proceso de búsqueda de un tema antes de poder escribirlo en vez de escribir para fijar sus recuerdos y así mejorar cualquier elemento insatisfactorio, podía hacer que aquel método funcionara. Después de todo, era un profesional.

Lo único que parecía estar bien era que un tren iba trazando la línea del andén al pie de la escalera. Estaba solo en el vagón y también en la estación de Aigburth, donde subió algunos pasos hasta la oficina de billetes. Se puso de espaldas a la ventanilla donde había un empleado mientras asentía con la cabeza ante el cartel que prohibía el comportamiento antisocial en las vías del tren. De hecho, estaba de acuerdo con aquello. Había demasiada gente que no sabía comportarse en público en aquellos días.

Fuera de la estación los coches aparcados lo saludaban con la ausencia de sus conductores. Más allá del aparcamiento tampoco había nadie que lo observara. A su izquierda, al otro lado de un puente, que una señal describía como en mal estado, unos gritos y golpes secos hacían eco en un campo de fútbol. A su derecha, dos pares de casas llenas de guijarros conducían a una calle sin salida: Desford Road.

Los Moore vivían a mitad de camino en el lado que estaba de espaldas a la vía del tren, a la izquierda de las dos casas que compartían fachada y que parecía una playa pedregosa de color rosa palo. Dudley pasó de largo por dos casas más antes de darse la vuelta. En la carretera, al lado del porche de cristal, había un solitario coche y espacio para otro más. Sobre el grueso y bajo muro del jardín de baldosas color plata pudo ver una habitación llena de espejos a través de la única ventana que había en la planta baja de la casa. Oía a niños que jugaban en algún sitio detrás de las casas, un detalle que le sugirió lo inocente que le podría parecer a cualquiera que le observara. Cruzaba la calle absolutamente convencido de que los acontecimientos de los próximos minutos estarían a su favor cuando, entonces, vio algo de actividad reflejada de un espejo a otro. Antes de poder reaccionar, una mujer abrió la puerta y salió al porche.

– ¿Busca a alguien? -preguntó.

Era más baja y ancha de lo que había sonado por teléfono. No sabía decir cuál de los dos tonos, el de su piel o el color castaño rojizo de su pelo, había variado para estar tan parejos, especialmente cuando la camiseta y los pantalones cortos de color rojo aún confundían más el tema. Llevaba en la mano un vaso largo repleto de agua o limonada con gas. Recordó que no podía decir su nombre en voz alta ni hablar nada hasta estar lo suficientemente cerca como para que ella no elevara la voz.

– ¿Está Eamonn en casa? -se divirtió preguntando mientras abría la cancela de madera sin pintar.

– Me temo que no.

Miró a Dudley igual que si hubiera saludado a un niño que no era bienvenido.

– ¿Le conozco? -preguntó.

– Eso es cosa de él, ¿no? Soy un viejo amigo.

– Tan viejo que habéis perdido el contacto, ¿no?

– Puede que sí, durante un tiempo. ¿Por qué?

– Si hubiese sido de otra manera, habría sabido que está en el trabajo. ¿No debería estarlo usted también?

– Lo estoy -dijo Dudley-. Mezclando negocios y placer -se deleitó al añadir.

En aquel momento ya tenía un pie puesto en el porche y podía oír el burbujeo de su bebida. Cualquiera que hubiese estado observando la conversación podría haber visto a una figura con traje gris, un visitante sin descripción, como si fuese invisible.

– ¿Qué negocio? -preguntó.

– Investigación.

– No hay nada que investigar aquí, me temo. Nunca respondo ningún cuestionario.

– No esa clase de investigación, usted no tendrá que hacer nada.

Aquello no era del todo cierto y, durante un momento de distracción, pensó que su mirada había identificado la falacia hasta que respondió:

– Es usted, ¿verdad? Es quien creía que era.

No importaba lo que ella pensara, porque a ella tampoco le importaba y pronto importaría aún menos.

– ¿Quién es ese? -dijo él de todas formas.

Sonrió cuando ella miró hacia el recibidor color beis, gesto que implicaba que había creído que se refería a alguien que hubiese aparecido detrás de ella.

– El escritor -dijo de nuevo frente a él-. Volviste a ponerte en contacto con él la semana pasada y ahora sales en los periódicos. Dudley Smith, ¿no es así?

– Así es.

Al sostenerle la mirada, Dudley se dio aún más cuenta del escalón que había en la puerta y sobre el que sus tobillos no tenían demasiada resistencia. Un buen empujón y caería redonda sobre la alfombra color champiñón mientras él cerraba la puerta de golpe tras ellos, pero tenía que preguntar:

– ¿Qué le contó Eamonn sobre mí?

– No tengo tiempo de ponerme a contárselo -dijo la esposa de Eamonn-. Pregúntele a la chica que envió a entrevistarlo. Ya le contó a ella todo lo que tenía que contar.

– Yo no la envié -objetó Dudley.

– Entonces fue su gente, ¿no? Los que van a publicar su historia y están invirtiendo dinero en la película -dijo, a la vez que fruncía el ceño-. Espero que no esté investigando esas cosas por aquí. No quiero que mis hijas crean que ocurren esa clase de cosas donde vivimos.

El sonido de los niños estaba aún más distante. El coche de al lado del porche emitió un sonido metálico parecido al golpe final de un péndulo.

– Pueden ocurrir en cualquier parte -dijo.

– En mi calle, no. Ni en cualquier sitio que esté cerca de aquí si no quiere tener problemas con mucha gente que sabe cómo hacerse escuchar. Ahora, me temo que debe disculparme -dijo y se giró para entrar en la casa.

Aún podía escuchar el burbujeo de la bebida; un sonido crispado como la promesa de un cristal que está a punto de romperse. Esperaba que el borde y algunos fragmentos adicionales le abrieran la garganta de un corte cuando se cayera sobre el cristal. Había perdido la cuenta del número de gargantas que había visto cortar o destrozar en las películas, pero estaba seguro de que el hecho real podría ser diferente y merecedor de ser presenciado.

– ¿Puedo dejarle a Eamonn un mensaje? -dijo avanzando hacia el porche.

– Supongo que sí -le dijo-. ¿De qué se trata?

Estaba a punto de ser ella y era una pena que no se diese cuenta.

– ¿Tiene algo para que pueda escribírselo? -preguntó.

– ¿No tiene usted nada? Pensé que era un escritor.

Se le dio bien combinar impaciencia y renuencia a la vez, mientras se dirigía hacia una mesa de patas arqueadas que había al lado de las escaleras gruesamente acolchadas y sacó un bloc de notas de al lado de un teléfono que imitaba a los antiguos.

– ¿La cierro? -dijo Dudley a la vez que cerraba la puerta tras él.

Tras el ruido sordo de la puerta ella empezó a moverse, pero ya era demasiado tarde para cualquier cosa que hiciera. Aún llevaba el bloc de notas en la mano. Mientras Dudley se acercaba a ella, observaba su decisivo progreso en un espejo que tenía a mano derecha y, lo que era más importante, que no había nadie en la calle que se percatara de él. En cuestión de segundos ya estaba fuera del alcance de cualquier espejo y a la distancia de un brazo de la mujer de Eamonn.

– Aquí tiene su material de escritura -dijo, al parecer queriendo que sonara a chiste.

De hecho, lo era. Dudley estaba cautivado por los pensamientos y el hecho de darse cuenta de que estaba representando el papel del personaje que Vincent le había pedido que creara para él. No se sentía inclinado por evitar el atrevimiento que aquello implicaba ya que el personaje le había ayudado a llegar hasta la casa de Eamonn. Lo único que tenía que hacer era deslizarse hacia ella como si quisiera apoyar el bloc sobre la mesa y entonces ya estaría a su espalda. Sintió una exquisita presión en el estómago y una deliciosa sequedad en la boca. Tendió la mano izquierda y dio unos pasos hacia la escalera para que ella pusiera el vaso sobre la mesa para ofrecerle un lápiz.

Casi le quitó el vaso de las manos para lanzárselo, pero justo a tiempo se acordó de que no podía tocar nada con los dedos. Hizo el ademán para cogerlo con el bloc en la mano y sostuvo el vaso a través del papel.

– Aquí tiene -dijo a la vez que se sentía como si le ofreciese un brindis final por ella.

Al aceptar el vaso, se extendió un parpadeo por su pequeña y rechoncha cara, haciendo que su nariz y su boca se retorcieran a la vez con desagrado. Se había dado cuenta de cómo había evitado dejar sus huellas en el cristal, lo que hacía que su destino fuese aún más inevitable. En menos de lo que tardó en respirar, ya estaba sobre ella y había dejado caer el bloc de notas sobre la mesa. Ella giró la cabeza hacia el sonido y la mano izquierda de él se puso fuera de su vista para agarrarla por la nuca. Aún no la había agarrado cuando la puerta del recibidor se abrió de par en par, como una trampa, dejando pasar el sonido de los juegos de los niños en el jardín y la figura de una mujer, al menos tan rechoncha como la mujer de Eamonn con un vestido que le recordaba el dibujo de un parterre.

– Julia, quieres que yo… -dijo antes de bajar la voz-. Oh, no me había dado cuenta de que tenías compañía.

– En un minuto estaré sola. No te vayas, Sue. El señor Swift estaba a punto de marcharse.

– No es cosa mía -dijo la mujer con la sonrisa lista para guardar el secreto-. ¿Qué estabas haciendo?

– Buscando algunas herramientas para el negocio del señor Swift.

– No digo tú, sino tu amigo. Parecía dispuesto a darte un masaje, si queréis que me vaya para continuar…

– De ninguna manera -dijo la esposa de Eamonn girándose para mirar a Dudley de frente-. ¿De qué está hablando?

Primero pensó en cometer un acto doble, pero la recién llegada no traía nada de cristal y, ¿qué tendría que hacer con los niños? Ocuparse de ellos le llevaría más tiempo del que era seguro, especialmente porque se había quedado sin ideas. La situación había llegado a un punto tan frustrante que apenas era capaz de fabricar o pronunciar una respuesta.

– Solo buscaba el lápiz -murmuró.

– ¿Así es como lo llamas? -dijo la mujer floreada, como si una versión de la inocencia le agrandara los ojos-. Yo diría que iba tras de ti, Julia.

– ¿Más investigaciones suyas, señor Swift? Intentaba averiguar si una mujer podría descubrir a alguien como usted merodeando a sus espaldas. Bueno, yo sí lo hice.

– ¡Cielos! ¿Por qué habría de estar yo interesado en eso?

– Al señor Swift le gusta considerarse un narrador de historias. Aunque no de las que nos gustan; historias desagradables según lo que cuenta Eamonn.

– ¿Hemos oído hablar de ti, señor Swift? ¿Tiene algo publicado?

– No es Swift, es Smith. Smith. Smith. Smith. Smith.

Cada vez que lo repetía, lo enfatizaba aún más agitando los puños, alejándose de las dos mujeres y de la risa de los niños.

– Dudley Smith -gritó aún más fuerte-. Hay gente que no quiere que se me conozca, pero lo soy.

– Realmente tiene carácter, ¿verdad Julia? Esperemos que lo acompañe con talento.

– No tengo ninguna intención de averiguarlo. ¿Al final no va a escribir nada?

A pesar de la pregunta, Dudley se sentía más inclinado a continuar con su retirada, pero ¿y si ella le contara a Eamonn el truco para colarse dentro de la casa? Su vida ya era bastante complicada. Se dirigió hacia la mesa y garabateó: «Siento haberte perdido, estaremos en contacto». Estaba firmando la nota cuando la mujer de Eamonn se agachó para leerla.

– No merecía la pena gastar un papel, ¿no? -preguntó-. Ni siquiera son frases completas.

Jamás se daría cuenta de cómo la presencia de su amiga la estaba protegiendo.

– Deberías guardarlo -dijo-. Quizá algún día le puedas sacar mucho dinero.

Las mujeres se taparon la boca como si quisieran esconder su risa en un acto de civismo. Aquello también era una práctica de ventrilocuismo, porque las niñas escondidas de pronto estallaron en risas.

– Pensé que… -dijo Dudley provocado antes de poder controlarse-. ¿No deberían esas niñas estar en el colegio?

– Solo por la mañana -le dijo Sue-. Aún son muy pequeñas para estar todo el día.

La mujer de Eamonn seguía mirándolo con severidad a la vez que hablaba.

– ¿Fue usted quien me llamó esta mañana?

– ¿Yo? -dijo Dudley demasiado tarde, en vez de decir simplemente que no.

Su mirada no cesaba.

– Fingió ser un vendedor.

– ¿Por qué iba yo a hacer eso?

– Eso mismo me pregunto yo. ¿Lo hizo? ¿Por qué?

El espacio que hubo entre las preguntas fue tan pequeño que ni siquiera se molestó en disimular.

– Veamos si usted es capaz de averiguarlo por sí misma -dijo.

– Investigación.

Por si aquella palabra era insuficiente para contentarlo, añadió:

– Estaba representando el papel de un criminal, por eso sostenía así el vaso. Creo que Eamonn tiene razón, de verdad tiene que estar enfermo.

Con mucho esfuerzo, Dudley consiguió restringir su respuesta a algunas palabras y una sonrisa que le escocían casi tanto como los ojos.

– Apuesto a que piensa que lo estoy, pero si es así como viven los que no lo están, me alegro de estarlo.

– Bueno, yo no voy a leer ninguno de sus libros -escuchó que Sue prometía mientras cerraba la puerta tras él.

Salir a la luz del sol fue como escaparse por suerte. ¿Y si Eamonn hubiera relacionado de alguna forma el destino de su mujer con Dudley; con la forma en que ella le habría hecho avergonzarse de aquella amistad? Dudley tenía que encontrar alguna manera para que nunca sospecharan de él y le atribuyeran algún motivo para utilizarla para su investigación, y pronto.

El problema estaba en que no podía esperar a que ella se presentara por sí sola. Se apresuró hacia la estación, ya sin preocuparse por esconder su cara del empleado de la taquilla. Mientras avanzaba por el desierto andén, escuchó unas risas infantiles por encima del otro lado de la zanja, por lo que tuvo que repetirse a sí mismo que ni los niños, ni el cielo, ni ningún dios podría estar mofándose de él. Finalmente llegó el tren, descuidando las puertas delante de él. En cuanto subió a bordo, su teléfono comenzó a sonar.

– Dudley Smith -respondió, más que como saludo, como desafío.

– Dudley, no quiero interrumpirte si estás ocupado -dijo Walt-. ¿Dónde estás?

– Intentando investigar.

– Te dejo para que continúes. Solo queríamos que supieras que Vincent te ha enviado el guión.

– De acuerdo -dijo Dudley sin darse cuenta de lo irónico que estaba siendo.

– Y Patricia quería estar presente en tu sesión de audiciones. Pensamos que podíamos publicar todo el proceso de producción.

– Patricia.

– Patricia Martingala. Nuestra periodista que siempre desea lo mejor para ti.

– ¿Eso cree? -dijo Dudley-. Eso está bien. Estoy en el metro ahora.

– Estaremos en contacto, pero ¿puedo decirle a Patricia que está bien?

– Sí. Gracias por llamar.

Dudley cerró el teléfono móvil entre sus calientes palmas mientras las agitaba.

– Patricia -murmuró.

Y casi experimentó un ápice de arrepentimiento mientras el tren aumentaba su velocidad hacia la secreta oscuridad.

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