12

Mientras seguía a Dudley por la gran columnata de ladrillo, Kathy vio que había mirado de soslayo más de una vez las opacas aguas del muelle Albert. Instintivamente sabía que pensaba en la chica que se había ahogado. Su sensibilidad era otra de las cualidades de su hijo de la que se sentía orgullosa, aunque eso significara avergonzarse ante todos los que se enteraran de que había renunciado a su primera publicación en la revista para hacerle hueco a un homenaje. Fuera de la galería Tate fingió sorprenderse ante el cartel de una exposición de imágenes violentas (se veía una cara tan atroz que parecía que de tanto gritar había perdido hasta el género), para que él caminara delante. Con su traje de verano gris pálido, que ella le había insistido en que se comprara, parecía tan elegante como se había imaginado. Aunque le preocupaba ver que aún no se había repuesto de la cojera. Le persuadió para que le confirmara que aquello había sido el resultado de la primera pelea que había tenido con la novia, a la que se alegraba no haber conocido nunca y que también le había obsequiado con unos arañazos en la mano. Quizá al no seguir con Trina, pudiera conocer a alguien mejor para él, ya que ahora se codeaba con gente casi tan creativa como él. Lo alcanzó en la puerta del Only Yoko's. Mientras él enseñaba su entrada en la puerta del restaurante japonés, no pudo evitar decir:

– Es Dudley Smith.

– Como si es el mismísimo Jack el Destripador, encanto -dijo el portero-, siempre que tenga una invitación.

Cuando se detuvo en el umbral, la envolvieron unas risas. Mientras no se rieran de Dudley, no pasaba nada. La alargada e inesperada profunda sala estaba llena de gente conversando y comiendo sushi en mesas minimalistas, bebiendo cerveza o pasándose unos a otros los decantadores de porcelana de sake. Todo aquello los distrajo de la inmediata sensación de que el aire acondicionado estaba puesto a tope. Cuando le llegó el frío a la desprotegida espalda sobre el vestido de seda negro largo hasta los tobillos, entonces se percató del alboroto y la confusión que Patricia Martingala estaba provocando vestida con sus vaqueros y su camiseta con el jovial dibujo de una boca y una lengua en forma de río.

– Dudley, estoy deseando que nos leas en voz alta -dijo casi gritando-. Kathy, estoy segura de que usted también o, ¿acaso le lee a usted en casa?

– Ojalá lo hiciera. Quizá en un futuro lo haga. Mi idea era que leyera esta noche para que no os olvidarais de él.

– Me alegro de que se le ocurriera -dijo Patricia mientras un hombre alto, bronceado, vestido con unos caros pantalones y una camiseta como la de ella caminaba entre la multitud.

– Aquí llega el hombre al que estábamos esperando -declaró.

– Y esta es Kathy, la madre de Dudley.

– Walt Davenport. Dudley, ¿ves dónde está Vincent? Los medios también han venido esta noche por ti. Pide una bebida por el camino y déjame a mí pedirle una a la dama que impulsó tu carrera.

Kathy aceptó un pequeño cuenco de porcelana mientras miraba a Dudley caminar entre la muchedumbre y reunirse con un hombre de cara redonda y gafas, que estaba en medio de un grupo de periodistas con libretas de apuntes.

– ¿Le importaría si voy a escucharlos? -dijo ella siguiendo a su hijo.

El hombre de las gafas parecía ser el que más hablaba. Mientras caminaba sobre el suelo de piedra entre la multitud que la hacía dar tumbos con una lentitud frustrante, le pareció que el frío artificial y el calor que desprendían tantas personas jugaban con ella a un juego que ninguno ganaba. Aún no había alcanzado al grupo cuando un periodista gritó:

– ¿Dejamos esto para la rueda de prensa? No me estoy enterando ni de la mitad Con todo este alboroto.

– Asegúrate de quedar bien, Dudley.

Kathy no había dicho aquello para que todo el mundo lo oyera, pero se lo podía haber dicho a solas si no llega a ser porque un hombre de camisa naranja y vaqueros azules se lanzó hacia él como un futbolista intentando hacer una entrada.

– ¿Quién vive ahora de su nombre? -gritó-. Me alegro por ti, hijo.

Aunque el hombre se volvió de cara al público, mostrando cómo sus orejas competían en prominencia con las de Dudley, Kathy no podía creerse lo que estaba presenciando, o quizá simplemente no quería creerlo. A pesar de la repentina pausa, apenas moderó la voz al proclamar:

– Que todo el mundo sepa que es mi hijo, soy el padre de Dud.

Kathy se quedó mirando fijamente su cara abigarrada y rojiza, coronada de gris, con unos ojos pequeños que harían que la nariz y la boca parecieran demasiado grandes y aplastadas en contraste, y se preguntó cómo pudo haber estado enamorada de él. Aquello no se resolvía girándose hacia su hijo y gritándole:

– ¡Démonos un abrazo!

Y en vez de abrazarlo, fingió pegarle un puñetazo y después haber recibido otro.

– Me ha engañado -gritó tambaleándose hacia atrás.

Dudley estaba visiblemente desconcertado, sin saber ni siquiera cómo moverse. Kathy avanzó hacia él, cosa que distrajo su atención de Dudley.

– ¿Es esa Kath? -pareció preguntar Monty a toda la concurrencia-. Estás muy arreglada. Nunca te había visto así antes, ¿verdad?

– No. El vestido tiene menos de quince años.

– Oh, eso ha sido un golpe bajo. Llamad a la poli porque me han atacado.

El padre de Dudley se dobló hacia delante a medida que decía aquello y de pronto se puso derecho.

– Su madre ha querido que todos os enterarais de que no he estado con ellos tanto como debería haber estado, pero no me habría perdido esto, ni ella tampoco.

– Solo más de la mitad de su vida -dijo Kathy casi para sí misma.

– No he estado ausente tanto tiempo, ¿verdad, Dud? Solía llevarte a los sitios antes de empezar las giras. De todas formas, ahora he vuelto al lugar adonde pertenezco, estoy descubriendo mi lado liverpuliano.

Kathy pensó que su intermitente y creciente acento de Liverpool era casi tan insoportable como el hecho de verlo al lado de su hijo, especialmente porque Dudley parecía helado por la incomodidad que sentía.

– ¿Adónde dices que perteneces? -no pudo resistirse a preguntar.

– Le corresponde a él decirlo, ¿no, Dud? ¿Crees que tengo algo que ver con lo lejos que has llegado?

Dudley se aclaró la garganta y farfulló algo. Después volvió a intentarlo:

– Supongo que tú me animaste a empezar a escribir.

– Díselo a ellos. Soy parte de ti, así que nunca llegué a irme del todo -dijo su padre girándose por completo hacia el público-. Por si alguien se pregunta quién es el imbécil pelón que está armando todo este jaleo, soy Monty Smith, el poeta, orgulloso de escribir versos en liverpuliano -añadió, aumentando su acento y llevándose el puño al corazón-. Los poemas deberían tratar sobre lo que siente la gente real y no sobre mariquitas que se pavonean entre las flores y se bañan en los lagos.

En medio del resentimiento que sentía, Kathy se quedó consternada al escuchar lo ordinario que se había vuelto desde que se habían separado. Tuvo la esperanza de que parte de las risas y los aplausos que había provocado fuesen irónicos, al igual que el grito de Walt desde el otro lado del restaurante:

– ¡Deberías escribir para nosotros! ¿Te has traído alguno de tus poemas?

– Tengo algunos memorizados. Aquí va uno dedicado a una empresa de tarjetas de crédito.

Monty adoptó una postura pugilista y recitó:


Por favor quitadme las deudas.

Aumentadme las cuentas.

¿Por qué no usáis la caja?

Idos de aquí y haceos una paja.


Kathy podía haber fingido no escuchar el alborozo de su alrededor si no llega a ser porque Dudley no dudó en unirse a los demás por educación. Lo que más la desconcertaba era ver a Walt reírse con la cabeza echada hacia atrás. No sabía qué hacer para atraer la atención de Dudley y entonces la voz de una mujer dijo:

– Ese le encantaba a Shell.

– Prefiero oír eso a ser el poeta vaquero. Ya sabéis a qué me refiero, el poeta del lazo -dijo Monty.

Enseguida escuchó la respuesta que había esperado para bajar el tono:

– Entonces, ¿conocía bien a Shell?

– Mejor que nadie -dijo una mujer regordeta de pelo gris desde una esquina-. Yo era su madre.

– Aún lo es, encanto. Siempre que alguien la recuerde, lo es y nadie la va a olvidar nunca. Esa es la noticia más triste que he escuchado este año. Una gran liverpuliana que vio su carrera truncada demasiado pronto. Decía la verdad y nos hacía reír y si eso no es lo que se supone que debe hacer un liverpuliano, entonces yo soy un árabe y acabo de poner una bomba -dijo.

Se frotó el ojo derecho con tanta fuerza que se le enrojeció la mejilla y perdió su forma natural. Después, pareció calmarse.

– Trabajar con Shell fue un honor para mí y el estar ahora en la misma habitación con la mujer que nos la trajo al mundo también lo es. Es un honor para todos los presentes esta noche. Creo que sabrá cómo hacérselo saber.

Aunque su padre empezó a aplaudir, Dudley pareció no estar seguro de si unirse o no al aplauso. ¿No le importaba la forma en que el público había perdido el interés en él? Cuando Vincent, con sus anteojos, comenzó a aplaudir también, a Dudley le pareció bastante fácil imitar el gesto.

– Debo decir que hemos dedicado este número a Shell -gritó Walt.

– No me dejéis acaparar vuestro espectáculo, aunque todo lo que dije me salió del corazón. No pude contenerme.

– Estoy seguro de que nadie habría querido que lo hicieras. Ha sido una historia fantástica -les dijo Walt a los periodistas-. Nuestra revista ha hecho que padre e hijo vuelvan a estar juntos. Y ahora, aquí viene lo que todos habéis estado esperando.

Aquella era la clase de anuncio que daba paso a Dudley. ¿Era tan modesto que no se había dado cuenta de que hacía referencia a él? Kathy permanecía muda, pero animando a que Dudley o Walt hablaran cuando escuchó un ruido como si alguien se hubiese desmayado y después otro golpe. Se dio la vuelta y vio dos montañas de revistas que un mensajero había depositado en el interior del restaurante.

– Que nadie se vaya sin una revista gratis -instó Walt.

Con el cuchillo que una camarera con kimono le había dado, cortó la cinta de ambos montones. Dudley fue adonde Walt estaba quitando los envoltorios de plástico. Sin dudarlo, le dio un ejemplar a Dudley, que tenía la mano extendida.

– ¿Dónde está la parte que habla sobre mí? -preguntó Dudley enseguida.

– En la trasera. La próxima portada será para ti, te lo prometo.

Cuando Kathy se unió a ellos tuvo el tiempo justo, antes de que Dudley pasara la última página, para ver la fotografía de la portada en la que se veía Liverpool al amanecer con la silueta de la estatua del ave Liver sobre un gigantesco sol. La página estaba ocupada por un resumen de su obra y encabezada por el titular: «El mes que viene, gran historia de ficción del ganador de nuestro concurso: Dudley Smith». Le habría gustado regodearse en el elogio pero él siguió pasando las páginas hacia atrás. Se detuvo en una fotografía.

Mostraba la cabeza en forma de bala y los hombros de la chica que había ocupado las seis páginas centrales, quitándole algunas a Dudley, pensó Kathy con un poco de vergüenza. Tampoco estaba contenta con el titular: «Conociendo a Shell», impreso el doble de grande que la leyenda de Dudley. Le dio la impresión de que Shell miraba a la cámara sin compartir con el público el chiste que le había provocado la sonrisa en los labios. ¿Sería aquel el motivo por el que Dudley parecía estar enfrentándose a la foto? Antes de que Kathy pudiera preguntárselo, Dudley se dirigió hacia las páginas que reproducían la actuación de Shell. Rápidamente negó con la cabeza como si rechazara las líneas que estaba leyendo y después se acercó más la revista. Fuese lo que fuese lo que estaba leyendo, le tenía tan preocupado que el manuscrito de su historia empezó a resbalarse fuera del sobre de papel manila que tenía bajo el brazo, pero Kathy los rescató a ambos.

– No has cambiado nada -dijo bruscamente.

– Mejor así.

Había hablado la madre de Shell. Kathy no entendió ni su comentario ni por qué miró a la señora Garrett con algo más que disgusto, ni tampoco la respuesta que le dio Walt:

– Pensamos que nadie podría imaginarse de quién se trataba.

– ¿Me da una? -preguntó Kathy.

– Claro que sí -dijo Walt, aunque después de un gesto de duda que ella no malinterpretó.

Apenas había empezado a leer por encima el texto de la última actuación de Shell, cuando el frío y el alboroto de las conversaciones parecieron apiñarse a su alrededor como un suave pero irregular bloque de hielo. La mitad de la página estaba llena de burlas sobre un funcionario que había sido atacado por el hermano de una de sus clientes. Algunos de los comentarios eran tan vergonzosos que se negó a tenerlos en cuenta, pero sí lo hizo al ver la palabra «imbécil» al lado de la de «Dud».

– ¿Se supone que eres tú? -preguntó ella con la esperanza de que tardara en contestar.

Dudley miró la página con no menos disgusto.

– Quizá.

Después de aceptar una copia de la revista, Monty se volvió hacia él.

– ¿Es esto lo que se supone que debe hacer una persona de Liverpool? -preguntó ella entre dientes-. ¿A esto llamáis verdad?

– Eh, me estás salpicando.

Se frotó los ojos, intentando parecer cómico.

– ¿Qué?

Le hizo una seña para que la leyera fuera. Caminó con paso nervioso y con una rabia frustrada.

– ¿Crees que habla de Dud? -preguntó.

– Deja de llamarlo así. Le hiciste sentir tan inseguro de sí mismo que ahora ni siquiera es capaz de contarle a su madre que se ha visto envuelto en un acto de violencia.

– Eso no es violencia; son dos jóvenes discutiendo en la calle. No hay duda de que pensó que no merecía la pena gastar saliva.

Sin embargo, Monty miró hacia el restaurante.

– Ven aquí un momento, hijo -gritó.

Dudley dobló la revista en la mano con tanta fuerza que Kathy sostuvo la suya de forma protectora. No entendió por qué se mostró tan dispuesto a contestar:

– ¿Qué?

– Tu madre dice que no te llame Dud. No te fastidia que lo haga ¿verdad?

Dudley contuvo la emoción.

– Ya no quiero que me llamen así.

– Me parece justo si eso significa que vamos a seguir manteniéndonos en contacto. Haré cualquier cosa que pueda para extender tu buena reputación. Y escucha, no dejes que lo que Shell dijera te toque las narices. Solo aprovechó una idea, como solía hacer siempre. Deberías sentirte orgulloso por haber sido parte de su actuación. Quizá no necesites ser un esclavo del Estado ahora que van a publicar tu historia.

Kathy se tomó aquello como un ataque personal también hacia ella, pero había temas más importantes a los que hacer frente.

– Dudley, ese incidente del que hablaba, ¿es por lo que has tenido problemas para caminar?

– ¡Ay! -dijo Monty con un sincero gesto de dolor.

– Estoy bien -murmuró.

– Si tú lo dices… ¿Por qué me contaste que habías tenido una pelea con tu novia?

– Porque siempre estás encima de mí -dijo Dudley mirando a su padre.

Ella intentó no pensar que le era desleal.

– Pensé que intentabas esconder lo que te había hecho porque no querías que pensara mal de ella. No creo que puedas decir que siempre estoy encima de ti; ni siquiera te lo mencioné al principio.

Estaba muy furiosa porque hablaba a la vez que intentaba impresionar al padre con aquello.

– Aunque el fin de semana pasado sí tuviste una pelea con ella, ¿verdad?

Mientras se tapaba los arañazos con la mano libre, miró a la señora Garrett con aversión. Kathy había hablado demasiado alto, claro, y él se sintió avergonzado. La mayor parte de su respuesta se quedó tras sus dientes apretados.

– Eso dije.

– Cielo santo, hijo, parece que has tenido peor suerte con las chicas que conmigo.

– También dijiste otras cosas, Dudley.

Estaba tan ocupada ignorando a su padre que la visión de dos personas saliendo del restaurante tuvo poca importancia para ella.

– De todas formas no vamos a discutir ahora -dijo levantando la mano para detener a las dos jóvenes-. Todavía no se van, ¿verdad? Dudley Smith está a punto de leer.

– Buena suerte a quienquiera que sea -dijo una mientras se escapaban de Kathy por ambos lados-. Esperábamos a Shell Garridge.

– No era tan noticia como ella pensaba -comentó Dudley.

Kathy tuvo la esperanza de que la señora Garrett no hubiese escuchado aquello a través de la puerta.

– ¿Les decimos que se preparen para escucharte antes de que se vaya alguien más?

– Ya no me apetece leer.

– Mira cómo has hecho que se marcharan -le dijo a Monty, casi gritándole.

Pero decir aquello era tan poco útil como culparse a sí misma.

– No te vengas abajo -le dijo a Dudley-. La revista quería que vinieras; sé que no te gustaría decepcionar a nadie.

– Lo arreglaré -dijo Monty dirigiéndose hacia el restaurante-. Walt, ¿les digo yo que va a leer o se lo dices tú?

– Mejor se lo dices tú, que quede en familia.

Aquello empujó a Kathy a entrar en el restaurante con tanta rapidez como pudo azuzar a Dudley delante de ella.

– Silencio -gritaba Monty-. Silencio para Dudley Smith.

– ¿Quién? -preguntó alguien a quien a Kathy le habría gustado localizar.

– Una patata frita de la zona antigua, solo eso. Una patata sin pescado, ¿Qué vas a leer, hijo?

Kathy contuvo la respiración hasta que Dudley dijo:

– La historia que habrían publicado si no llega a ser por Shell.

– Saldrá en el próximo número -gritó Walt.

– Entonces nos estás dando un adelanto, ¿cómo decías que se llamaba?

– Los trenes nocturnos no te llevan a casa -articuló Kathy mientras Dudley hablaba.

– Porque las compañías ferroviarias anteponen los beneficios a las personas. Ese debería ser el eslogan: «Beneficios antes que las personas», ¿verdad? Por el tiempo que los trabajadores y los pasajeros emplean en el transporte público, si me preguntáis mi opinión. Bueno, ya habéis tenido bastante conmigo esta noche. Aquí está Dudley.

Kathy oyó el trabajo que le costó pronunciar la última sílaba de su nombre. Pensó que aquella fue una de las razones por las que Dudley titubeó sin alejarse mucho de la salida hasta que Patricia se apiadó de él:

– Podrías colocarte aquí -dijo señalando la esquina más lejana de la puerta-. Después puedes sentarte, si quieres.

Algunas personas también se dirigieron hacia allí a medida que Dudley buscaba un taburete. Ahora parecía más decidido y con más ganas. El público ya estaba en silencio cuando sacó el manuscrito del sobre. Kathy no habría sido capaz de distinguir las primeras palabras que dijo si no las hubiese leído antes.

– Espera -dijo Monty-. Grita un poco más, hijo.

– Los trenes nocturnos no te llevan a casa, por Dudley Smith. Cuando el tren llegó a la estación, empezó a hablar…

– No se oye nada -anunció la señora Garrett, aunque pareció más un triunfo que una queja.

– No leas tan rápido, Dudley -dijo Kathy-. Y un poco más alto, no querrás que nadie se pierda nada, ¿verdad?

La miró con cara de pocos amigos aunque podría habérsela ahorrado para la señora Garrett. Entonces volvió a su tarea.

– Los trenes nocturnos no te llevan a casa, por Dudley Smith. Su primer error fue pensar que estaba loco. Cuando el tren llegó a la estación, empezó a hablar en voz baja y apasionada…

Quizá había intentado convencerles de su voz baja, pero ciertamente no de su pasión. Pasó de leer el texto aturulladamente a reducir a la mitad su velocidad, y su monotonía amenazaba con ser un plomo. Aún peor, aún seguía leyendo aunque no había visto las palabras antes. Alzó un poco la voz al llegar a: «…sacaba del bolso el último éxito galardonado de Dudley Smith», pero aquello solo provocó un revuelo de vergüenza y algunas risitas. Su frente había comenzado a brillar, aunque Kathy tuvo que contener sus temblores.

– Creí oírte decir que ya te había dado lo que me habías pedido…

Y su mirada se alzó por fin de la página. Tres personas le decían adiós a Walt mientras recogían sus revistas de camino hacia la salida.

Dudley parecía estar atrapado por aquella visión e incapaz de hablar.

– Vamos, hijo -le urgió su padre-. Los he visto peores en el sur.

– Cambió de posición y se colocó de espaldas a él…

Dudley tartamudeó y habló con monotonía hasta el final de la página, que deslizó dentro del sobre. Quizá aquello fue una demostración de cuánto le quedaba aún por leer porque cuatro personas se dirigieron hacia la salida mientras él recuperaba la página para acordarse de por qué frase se había quedado.

– Todo el mundo se agarrará fuerte a la silla cuando lea la escena de Greta y la banda -prometió Kathy echándole una mano a su hijo.

Pero a medida que leía el diálogo, la lectura cada vez era más monótona.

– Debe estarlo, dijo el hombre del medio escupiendo después en medio del pasillo. Está leyendo un libro…

Walt tosió y después de leer la mitad de aquella página, tosió aún más fuerte.

– Bueno, tal vez…

Kathy estaba a punto de gritar que deberían darle a su hijo una segunda oportunidad ya que su padre se había cansado de su actuación, cuando Patricia dijo:

– Quizá necesitaría una voz femenina, Dudley. ¿Podría narrarlo una chica?

Dejó de mirar el manuscrito y vio su cara en el otro lado de la habitación.

– ¿Quieres decir que quieres leer las cosas que dice ella?

– O toda la historia si te resulta más fácil. Solían decir que no se me daba mal el teatro.

Dudley frunció el ceño y después sus ojos se abrieron para dejar paso a la aceptación.

– De acuerdo, deberías ser capaz de hacerlo, ya la has leído antes.

Kathy pensó que la gente confiaba más en ella de lo normal. Le tendió el manuscrito a Patricia y se colocó junto al público.

– ¿Empiezo otra vez desde el principio? -preguntó.

– Empieza por donde Dudley lo dejó -sugirió su madre.

El suyo y varios gruñidos más le harían saber que había gente ansiosa por saber qué ocurriría después, pensó Kathy. Patricia leyó en voz alta y clara, modificándola sutilmente cuando Greta o el joven hablaban y caracterizando a los hombres de la banda con sosa monotonía liverpuliana. Cuando Kathy llegó hasta su hijo, esta vez sin problemas, lo encontró tan cautivado por Patricia, que llegó a mirarla con mala cara cuando esta le tocó el brazo. A veces los oyentes se distraían, pero él era uno de los que no. Hubo algunos gritos satisfactorios cuando Greta fue empujada bajo el tren y un silencio al final del último párrafo seguido de aplausos. Kathy habría pedido una segunda ronda si no llega a ser porque la señora Garrett habló por encima de ella:

– Por eso pensaron que Shell era más importante que esto, ¿verdad? Bien hecho. Es una vergüenza que tengan que publicar ambas cosas.

– No te lo tomes en serio, hijo. Seguramente echa de menos a su hija.

El padre de Dudley lo miró con más sinceridad de la que Kathy pensaba que tenía derecho a mostrar y especialmente cuando dijo:

– ¿Quieres buscar tus raíces como hice yo?

Kathy se dirigía también a él y a cualquiera que lo necesitara cuando levantó la voz para decir:

– Gracias, Patricia. Gracias por hacerle justicia a Dudley.

Vincent, con sus gafas, caminaba entre la multitud que empezaba a disiparse.

– Esto ha sido inspirador -le dijo a Dudley-. La mejor parte de la obra. Me ha dado una gran idea para la película.

– ¿Y de qué se trata?

– He pensado en la profesión del asesino.

– ¿A qué crees que se dedica? -le preguntó Dudley con un recelo que a Kathy le pareció indebido.

– Espero que te guste. Podemos pasar ya a trabajar en el guión. Incluso podrías encargarte de hacerlo tú -Vincent sonrió antes de seguir-. Dinos cómo consigue atrapar a la gente, Patricia. ¿Cómo crees que actúa un asesino? Quizá tú estés demasiado unido a él para verlo, Dudley. Un escritor de crímenes como tú, por eso nadie sospecha de él.

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