Nada más que el amanecer hizo que las puntas de los árboles más altos de la colina parecieran cerillas encendidas, Dudley se levantó de la cama dando un traspié. Tenía los pies enredados en el borde del edredón y cuando la uña del dedo gordo se deshizo del escurridizo tejido, casi se cae sobre la silla del escritorio. Estuvo a punto de gritarle al estorbo, pero aquello probablemente habría despertado a su madre. Quitó el edredón de en medio de una patada tan fuerte que se dobló la uña de su grueso dedo gordo y después encendió el ordenador. Tenía que escribir. Era más urgente que nunca; se había dado cuenta de que no era capaz de crear una historia nueva para la revista hasta que se quitara a Shell Garridge de la cabeza.
¿Cuánto tiempo más la iba a culpar de aquello? Si no le hubiese robado su espacio en la revista, su historia ya estaría publicada, antes de que nadie pudiera haberlo impedido. También tenía la culpa de la noche que había pasado y también la tenía Patricia Martingala, quien le había sometido a más presión y le había hecho perder la mayor parte de la tarde llevándola desde la colina al camino de la estación. A veces era suficiente el solo hecho de imaginar qué podía haber pasado, pero esta le había dejado tan frustrado que, nada más ver que el tren se la llevaba fuera de su alcance, había vuelto a casa y había intentado escribir a pesar de las interrupciones de su madre. ¿Le parecía que Patricia se lo había pasado bien? ¿La volvería a invitar? Era una chica agradable e inteligente, ¿verdad? ¿Habían encontrado algo en común aparte de la revista? Finalmente, después de ofrecer la callada por respuesta a todas aquellas preguntas y algunas más, se había escapado a su habitación, donde se dio cuenta de que aquel interrogatorio le había quitado las ganas de escribir. Vio algunos vídeos de las películas de Vincent con la esperanza de que le reavivaran el ingenio, ya fuese para darle ganas de continuar con su colaboración o simplemente para ayudarlo a relajarse. Se sintió mucho menos reavivado por el documental sobre Lez y los Keks, un grupo de chicas con pelos de fregona, como homenaje a los Beatles y por un corto premiado en el que una joven prostituta negra tenía sueños, o quizá más que sueños, en los que aparecía vestida de vigilante. El último vídeo le hizo tener más ganas de animar a Vincent a que grabara una historia mucho más realista (una de Dudley), pero lo único que le había provocado fue un dolor de cabeza. No era capaz de inventar nada que no tuviera algo que ver con Shell.
Finalmente se había tirado en la cama y se había tapado con el edredón para seguir forzando a su cerebro. Cada vez que el sueño conseguía envolverle, su mente recobraba la conciencia. No sabía cuántas vueltas le había dado a sus ideas antes de aceptar la única respuesta: si no era capaz de escribir nada para la publicación mientras Shell siguiera en su cabeza, entonces primero tendría que escribir sobre ella. Nadie podría llegar a leer la historia nunca si no la imprimía y quizá ni siquiera tendría que conservarla una vez terminada. El ordenador se iba despertando a la vez que los rayos de sol, que, como sirope derramado, avanzaban lentamente entre los árboles y mientras él intentaba sacarse una mota del ojo con algunos parpadeos.
Asesinada por el Mersey, Callada por el Mersey, Farfullando en el Mersey, Liquidada para bien. Todos los títulos le provocaban más de una sonrisa en los labios y la elección del nombre la agrandaba aún más hasta escocerle como los ojos.
– ¿Creíais que iba a haber un puñado de hombres meando ahí fuera? -gritó Mish, mirando cómo la lluvia caía sobre la ventana del bar.
– Ni siquiera saben hacer eso bien, ¿verdad, chicas? Tienen que hacerlo de pie, como los perros que son todos. Al igual que no pueden quedarse un momento sentados porque les puede el ansia de tragar más cerveza o de ver porno o pegarle patadas a una pelota o cualquier otra cosa que sepan hacer esos pobres pequeños patéticos. Mean cerca de los lugares donde saben que estamos nosotras y eso también es un insulto. La próxima vez que alguna de nosotras se encuentre a uno meando sobre una pared creo que debería cortarle la meada.
Ella seguía gritándole a la ventana con la esperanza de que alguien que estuviese fuera en la tormenta la escuchase a ella y a las demás mujeres que se reían. Bebió un trago de su cerveza, porque ahora a las mujeres se les permitía beber pintas y no era lo mismo que cuando un hombre lo hacía y…
Cuando el dedo de Dudley se dirigía hacia la última tecla, la palabra se extendió a seis consonantes antes de quitar la mano. Su madre había salido de su dormitorio. Ya sabía que no debía invadir su cuarto sin permiso, pero si lo había escuchado teclear, le pediría entrar y echar un vistazo y él no podía hacer nada sin distraerse para responder. No se dio cuenta de que su presencia en el piso de arriba lo distraía hasta que escuchó los ruidos que comenzó a hacer en el cuarto de baño. Quizá el diálogo que había puesto en boca de Mish le había dejado demasiado sensible, pero tuvo que taparse los oídos con los dedos para no escuchar los sonidos y las imágenes que amenazaban con aparecer. Al escuchar que Kathy volvía a abrir la puerta del cuarto de baño, se quedó inútilmente quieto mientras ella bajaba al piso de abajo, escalón tras escalón. Tras escuchar que sus pisadas se alejaban sobre el linóleo de la cocina, empezó a borrar las letras e hizo lo que pudo para escribir más rápida y silenciosamente.
[…] gritó:
– ¿Me oye algún hombre? Mejor será que vigiléis vuestras meadas. El que está detrás de la barra no tiene nada que temer porque es nuestro esclavo por esta noche. Hazlo todo bien y te dejaremos entero. Para los demás: habla Mish Mash, especialmente para los que estáis escondidos ahí fuera. ¡Venid a dar la cara si os atrevéis! Acabaréis meándoos en los pantalones.
Algunas mujeres parecían un poco confusas. Quizá pensaban que había bebido demasiado, aún siendo una mujer.
– Seguid riendo, es gracioso -les gruñó-. Hay un hombre al que todas odiaríais mucho más que al resto si leyeseis sus historias. No os preocupéis, he impedido que se publiquen para que nadie pueda leerlas. No me sorprendería que se ahorcara por ahí fuera por lo que hice. Espero que se haya asfixiado y que sienta como si alguien hiciese piiiiiiii
– ¿Dudley? -Su madre lo volvió a llamar desde las escaleras-. ¿Estás ya levantado?
– Sí, por segunda vez, sí -gritó Dudley teniendo que limpiar la pantalla.
– ¿Tardarás mucho? Te estoy haciendo el desayuno.
– Intento escribir.
– ¿Disculpa? No te entiendo si hablas entre dientes.
– No lo hago. Mish Mash es la que lo hace -dijo Dudley entre dientes, pero en voz alta y varias veces-. Intento escribir.
– ¿Cuándo crees que tardarás en hacer un descanso?
Era casi tan mala como Shell, o sin el casi. Le había hecho perder el final de la frase. Lo único que veía era el subrayado del corrector de ortografía bajo la alargada pero incompleta palabra en color rojo chillón como una sierra ensangrentada. Casi olvidó guardar el documento antes de cerrar el ordenador. Arrastró la silla contra la cama.
– Ya no puedo escribir -bramó-. ¿Estás contenta ahora?
– Oh, no digas eso. Sabes que interrumpirte es lo último que quiero. No lo habré hecho, ¿verdad?
– Lo he dejado. Voy al cuarto de baño.
No se movió hasta que ella había regresado a la cocina con toda la lentitud de un doliente en un funeral. Entonces dio una carrera y cerró el pestillo una vez dentro. Ahora que estaba solo, tenía la esperanza de poder pensar, pero su cuerpo no se lo permitía. El estómago le dio un retortijón mientras hacía la tarea que Kathy solía llamar: sentarse en "el trono y hacer lo propio de la realeza. Al cepillarse los dientes solo consiguió ver las muecas y la espuma de la boca. Cuando se metió en la bañera, su piel estaba tan nerviosamente tirante por el esfuerzo de capturar los pensamientos de Mish que no supo definir la temperatura del agua. Se retiró a tiempo de evitar quedar escaldado, pero el ataque de agua helada tampoco le fue de utilidad. Se secó todas las partes del cuerpo que se habían mojado y se roció dos veces las axilas con el desodorante en espray antes de regresar corriendo a su habitación. Miró de forma fulminante a la pantalla en blanco del ordenador y se vistió para ir a la oficina. Su mala cara fracasó en su intento por exprimir cualquier pensamiento. Quería que el desayuno fuese la recompensa por el trabajo, pero aquellos olores le estaban distrayendo de nuevo y finalmente acabó bajando haciendo aspavientos.
– ¿Va todo bien? -preguntó su madre enseguida.
– Te he dicho que los huevos no toquen las alubias. Sabes que así no me los puedo comer.
Una vez que quedó satisfecho de la barrera de salchichas y bacón que le hizo ella, dijo:
– Ya no voy a escribir nada más.
– ¿Quieres decir antes de irte a trabajar? Me refiero a tu otro trabajo. Estoy segura de que te pondrás con ello cuando vuelvas a casa.
– Sigues estando segura de todo, ¿no? Eso es todo lo que pasa.
– Sabes que no es verdad. ¿Quieres que llame y diga que estás enfermo?
– No serviría de nada. Ya es demasiado tarde. No puedo escribir.
– No sigas diciendo eso, Dudley. No querrás que te dé un golpe en la cabeza, ¿verdad? Le levantó el tenedor por encima del escaso desayuno que se había preparado para ella.
– Vas a escribir esa historia para la revista -le informó-. ¿Puedes adelantarme algo sobre ella?
Dudley se llenó la boca con media salchicha con la esperanza de que su pregunta se hubiese atrofiado para cuando terminara de masticar, pero sus ojos permanecían a la espera.
– No -dijo, a la vez que se metía en la boca otro bocado.
– ¿Tienes miedo de que no puedas escribir si le cuentas la historia a alguien antes? ¿Incluso a mí? Supongo que no debería leer lo que llevas escrito.
– Supones bien.
– Solo quiero ayudar, no quiero entorpecer tu trabajo.
Después de esperar en vano una respuesta, dijo:
– ¿Vas a asesinar a otra chica?
– Si te refieres al señor Matagrama, sí.
– Entonces no te has quedado sin chicas.
Aquel comentario le hizo sentir incómodo, casi desconcertado, porque no sabía decir por qué le molestaba.
– Nunca se quedará sin ellas; hay muchísimas -dijo.
– ¿Sigues creyendo que puedes ver las cosas desde su punto de vista?
– Claro que puedo -dijo Dudley.
Pero su mente se burlaba de él al no dejarle terminar la frase de Mish repitiendo una y otra vez: piiiiipiiiiipiiiii, como un coche en una rima infantil.
– ¿Qué hay de malo en eso? -preguntó.
– Nada, si tú lo dices. Tengo una idea por si te has quedado bloqueado. Si tienes problemas para que se te ocurra algo relacionado con el punto de vista de una mujer, quizá yo pueda hacer algo al respecto.
Enseguida se preguntó si su convicción de que tenía que escribir sobre Shell antes de poder continuar era simplemente una excusa, una forma de posponer lo que sabía que tenía que hacer. No tenía ni idea de por qué Kathy lo miraba así.
– ¿Qué? -gritó.
– Quizá yo podría intentar escribir algo si quieres.
– ¿Quieres decir en mi ordenador? ¿En el ordenador de mi habitación?
– Si me dejas. Lo que te venga mejor.
– Lo que me viene mejor es que me dejes en paz; cien por cien en paz.
– Eso es lo que crees que necesitas para escribir, pero no significa que deba ser así.
Durante los instantes que tardó en comerse el bocado de huevos, pareció haber capitulado, pero entonces continuó:
– Después de todo, estás colaborando con el director de cine.
– Se suponía que me ibas a dejar en paz.
Mientras retiraba la silla de la mesa, el ruido del pino sobre el linóleo le crispó los nervios.
– Tengo que trabajar -se quejó.
– Aún no vas tarde, come algo más.
Al tirar el cuchillo y el tenedor sobre el plato, los cubiertos se hundieron en la ciénaga leguminosa.
– Al menos tómate el zumo de naranja -dijo-. Empieza el día de forma sana.
Agarró el vaso y se lo vació en la boca. Aún no había terminado de tragar, cuando el ácido se le mezcló con la bebida. Se apresuró hacia la puerta y se desvió del camino con el tiempo justo de escupir lo que tenía en la boca detrás del jardín abandonado. Cuando se puso derecho de nuevo, vio a Brenda Staples, una de las hermanas ancianas que vivían en la casa de al lado, inmóvil tras la ventana del piso de abajo sosteniendo la gran cortina que estaba abriendo. La rabia contenida que sintió ante el atrevimiento que la mujer exhibía le empujó a continuar avanzando por el camino. Antes de que pudiera levantar los dedos de la puerta, Kathy fue tras él.
– Podrías intentar escribir en la hora del almuerzo, ¿no?
No sabía si quería tranquilizarle a él, a ella o a ambos.
– Quizá también durante los descansos.
– No -dijo Dudley-. No.
Y lo repitió por toda la calle que conducía colina abajo. Se imaginaba a sus compañeros leyendo sus cosas detrás de él e incluso inventándose historias para llevarlo hasta la sala de personal. Deseó haberle permitido a Kathy que le contara a la señora Wimbourne que no se sentía bien, aunque no era así. Quizá podía fingir en el trabajo y así lo enviarían a casa.
– Piiii, piiii, piiii…
Su mente repetía aquella melodía. Cruzó la calle para evitar escuchar a los madrugadores compradores del supermercado y comenzó a salmodiar aquella sílaba con un tono lo suficientemente estúpido como para avergonzarse y dejar de hacerlo.
– Pis en su cabeza -gruñó con algo de inspiración-. Quería que alguien hiciera pis sobre su cabeza, esa estúpida y vengativa zorra sin imaginación.
El problema era que se sentía así, o al menos como si el sinsentido cayera por su cabeza, gota a gota, lentamente y apagara todos sus pensamientos. Seguramente aquello se debía a la falta de sueño. Lo único que necesitaba era algo que le despertara del todo.
Consiguió guardar silencio cuando llegó a la estación. Cuando el tren partió, el ritmo de las ruedas le hizo repetir:
– Su cabeza, su cabeza, su cabeza…
La joven que estaba sentada enfrente retiró las rodillas de su lado y se quedó con la mirada perdida más allá de él. Antes de poder unir cualquier pensamiento, una voz metálica anunció Birkenhead Park. Se bajaba en la siguiente parada y no tenía sentido seguir intentando pensar mientras estaba enterrado en medio de aquella masa de gente que no tenía ni idea de quién era él. Su alrededor cada vez era más confuso y monótono cuando de pronto una frase atrajo su atención. Decía: «La película sobre el asesinato».
El periódico estaba tres asientos más allá de él. Tuvo que forzar sus ya cansados ojos para poder estar seguro de que se trataba de aquellas palabras. El recordatorio del titular estaba tapado por un pulgar, pálido como una oruga, con un corazón carmesí. El pulgar temblaba como si estuviese a punto de retorcer el periódico, pero al final se deslizó hacia un lado para pasar la página. La parte trasera de su cabeza, una masa de paja ingeniosamente despeinada, casi no dejaba ver a Dudley el titular completo: «La familia de la víctima condena la película sobre el asesinato».
Estuvo a punto de gritarle que no pasara la página. ¿Quién más estaba leyendo aquel periódico? Cuando ya había terminado de revolverse sobre el asiento, ignorando las tonterías que la joven estaba haciendo para que sus rodillas no se contaminaran al tocar las suyas, localizó tres copias. El tren seguía con la charla sobre el tema que había en su cabeza mientras las luces incrustadas en las paredes del túnel penetraban en su visión con más rapidez de la que era capaz de formar pensamientos. Intentó no agarrar el periódico más cercano mientras se dirigía a las puertas. Cuando se separaron, se llevó los dedos a los carnosos labios y corrió hacia el otro lado del andén.
Podía haber subido corriendo los noventa y nueve escalones que había hasta la calle si el ascensor no hubiese estado abierto y a la espera. En el momento en que vio la luz del día, Dudley se escabulló entre la gente, salió por las puertas y corrió por la agostada y desnivelada calle. Los coches pitaron cuando cruzó como una flecha la calle principal. Pasó corriendo por el edificio del bingo dirigiéndose hacia el callejón donde estaba el puesto de periódicos de al lado de la oficina de empleo. «Artículo: Insuficientes policías nuevos en Mersey», rezaba el cartel del puesto, el cual no tenía nada que ver con él. Cogió el primer periódico del montón y se obligó a sí mismo a entretenerse hasta que el hombre sin afeitar y vestido con pantalones cortos le dio el cambio de la moneda de una libra, por si la prisa lo traicionaba de alguna manera. Pasó las páginas casi a arañazos mientras se dirigía hacia el banco más cercano.
La falta de candidatos para entrar en la policía ocupaba la página delantera. Sin embargo, el tema de la película no era ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto… Aquel titular no podía tener nada que ver con él si estaba tan en el interior del periódico. Al abrir la siguiente página y agacharse sobre ella volvió a sentir el retortijón en el estómago.
La familia de la víctima condena
la película sobre el asesinato
La familia de Angela Manning, que murió atropellada por un tren en la estación de Moorfields en agosto de 1997, ha criticado los planes que hay para hacer una nueva película sobre los alrededores del Mersey.
Basada en una novela sin publicar del escritor Dudley Swift, la película va a incluir una escena en Moorfields donde un asesino en serie arroja a una chica al tren.
En nombre de Producciones Polywood, el empresario americano Walt Davenport ha dicho que la escena puede que no aparezca en la película. Es improbable que esto vaya a contentar a la familia de Angela.
«Dicen que no tiene nada que ver con Angela, pero al eliminar la escena lo están confirmando, comenta su padre, Bob Manning. En la película aparece un hombre que asesina a una chica como ella. Esto no nos va a dejar llorarla en paz y también hará que se extienda la idea de que los alrededores del Mersey están llenos de criminales.»
Dudley supuso que si se refería a que la zona estaba llena del señor Matagrama, debería tomárselo como un cumplido. Pero le enfurecía que le pusieran la etiqueta de criminal, pero no tanto como que se refirieran a él con un nombre equivocado. Le resultó difícil mantener los dedos quietos para llamar a La Voz del Mersey. Le respondió una máquina con la voz de Patricia Martingala.
– Soy Dudley -protestó-. Dudley Smith. Que alguien me llame cuando lleguéis.
Cerró el periódico y se dirigió hacia la papelera más cercana. Nada más llegar, escuchó a la señora Wimbourne decir:
– Dudley, no lo tires. Yo me lo quedaré.
– No -murmuró mientras lo tiraba en el cubo de cemento.
Se quedó abierto por la historia que hablaba de él. Se agachó sobre el cubo con tanta prisa que los bordes de su campo visual se quedaron en blanco al igual que los bordes de una vieja fotografía. Nada más cerrar el periódico, la señora Wimbourne estaba a su lado.
– ¿Me lo das ahora? -preguntó.
Debió haberse imaginado que intentaba ponerlo fuera de su alcance. Tuvo la precipitada idea de que si él lo dejaba allí, ella cambiaría de parecer solo porque era una mujer y lo cogería. Había una lata de cerveza medio llena sobre el borde de cemento y la vació sobre el periódico.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó la señora Wimbourne.
– No querrá que un niño se la beba, ¿verdad? De todas formas pensé que no quería el periódico para nada.
Le dedicó una mirada lo suficientemente larga para dejar claro que era una muestra de desaprobación y después giró el tacón.
– Ya he perdido bastante tiempo contigo. Ven conmigo enseguida y asegúrate de que haces algo útil.
Seguramente no le gustaría saber lo útil que era para algunas cosas. Se le estaban ocurriendo algunas cosas mientras miraba su rechoncha espalda cuando vio a Trevor, Vera y Colette mirando desde la puerta de la oficina de empleo. Se dieron la vuelta cuando la señora Wimbourne metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta, se retiró con gran dignidad.
– Volveré enseguida -dijo-. Entrad.
Nadie dijo nada hasta que Trevor cerró la puerta tras ellos, dejándolos atrapados en el opresivo calor. Entonces pronunció:
– ¿Qué has hecho para ponerla de tan mal humor, Dudley? No hace falta que nos lo pongas más difícil al resto de nosotros.
– No estaba pensando en vosotros.
– ¿Ni siquiera en Colette? -le respondió Vera.
– ¿Por qué has tirado a la basura ese periódico? -preguntó Colette interesada, o al menos para interrumpir.
– ¿Piensas que la gente debería leer tus cosas en vez de eso? -sugirió Vera-. ¿Cuándo vamos a hacerlo?
– La familia de la chica verdadera les pidió que no publicaran la historia, ¿recuerdas? -dijo Colette-. Podrías entender cómo se sienten, Dudley.
– ¿Por qué tienen que sentirse así?
Apenas tenía conciencia de lo que estaba diciendo mientras veía a la señora Wimbourne comprando un periódico en el puesto.
– ¿Quién dice que deban sentirse así?
– Lo que yo quería decir es -intervino Vera-, ¿por qué no nos traes la historia para que podamos juzgarlo por nosotros mismos?
Podía haberle preguntado que quiénes eran ellos para juzgarle a él, pero en ese momento se encontró con la mirada de la señora Wimbourne mientras entraba.
– Gracias, Dudley, por la molestia y el gasto -dijo.
Colette se dirigió hacia el lavabo de señoras mientras que sus compañeros siguieron a la señora Wimbourne a pesar de las palabras de reprobación de Trevor en defensa de Vera. Todo lo que a Dudley le importaba era mantener vigilado el periódico hasta que pensara en algo para impedir que ninguno de ellos descubriera el último de sus contratiempos. Cuando la señora Wimbourne se sentó en la silla, él tomo el asiento de enfrente y miró la página en blanco del techo. Desde su ángulo de visión pudo comprobar que ella cambiaba el orden en el que pasaba las páginas y aquello no le dejaba pensar. Pasaba de una en una o de dos en dos en cualquier momento.
– Siento que haya tenido que comprar otro -dijo-. Yo se lo pagaré.
– Creo que no, gracias. Así yo haré lo que quiera con él.
Estaba llegando a estar tan desesperado como para considerar prometerle regalárselo, cosa no iba a resolver nada, cuando reapareció Colette. La señora Wimbourne cerró el periódico antes de soltarlo en la mesa y dirigirse hacia el servicio de señoras. Apenas había cerrado la puerta cuando Trevor se abalanzó desde el otro lado de la mesa para cogerlo.
– Déjalo ahí -gritó Dudley-. Ya la habéis oído, es suyo.
– No sabía que le tuvieras tanto miedo.
– No tengo miedo de nadie. Deberían… -Tuvo que dejar de alardear para enfrentarse a Vera-. ¿Qué es tan gracioso?
– Solo el pensar que hay alguien de quien sí tienes miedo.
– ¿De quién?
Aquello pilló por sorpresa a Dudley y este intentó contener la voz.
– ¿Qué estoy? ¿Asustado? ¿De quién?
– Quizá un poquito de Colette.
– ¿De ella? No siento nada por ella. Ya sé de qué te reías; se trata de un chiste.
Se quedó mirando al suelo fijamente con la esperanza de que se dieran cuenta de que necesitaba estar solo. Sin embargo, aunque Trevor sí se marchó al servicio de caballeros, Vera se quedó allí como si quisiera proteger a Colette. Cuando Trevor regresó, un sabor tan rancio como el calor de la habitación invadió la boca de Dudley y fue entonces cuando Vera fue al servicio de señoras seguida de Colette que se quedó a la altura del mostrador. Trevor se sentó a la mesa y esperó a que Dudley lo mirase.
– ¿Qué te pasa hoy, tío? ¿No vas a estar contento hasta que nos hayas mosqueado a todos?
– Estoy tratando de pensar en una historia -gritó Dudley-. Necesito que os calléis y os alejéis de mí.
Trevor lo miró con una cara que parecía soportar el cansancio de toda una vida.
– No estoy de acuerdo con la jefa en muchas cosas, pero quizá deberías dejar en casa parte de lo que haces.
– Yo sé quién soy. No creáis que lo sabéis todo sobre mí.
Mientras Dudley se esforzaba por no dejar salir a la luz más verdades, la señora Wimbourne salió del servicio de señoras.
– Es hora de que vayamos al mostrador -anunció-. Y eso va por todos, incluidos los genios novelistas.
Trevor se levantó con las manos en los bolsillos y se dirigió hacia la puerta.
– Será mejor que muevas las piernas. Suena como si una mujer quisiera verte.
Se detuvo en la puerta y le dedicó una mirada dudosa que hizo que Dudley se sintiera inmóvil por los nervios. Tan pronto como Trevor se marchó, Dudley se abalanzó sobre el periódico y arrancó la ofensiva hoja para esconderla de todos, también con la que estaba pegada a ella. Tardó unos segundos en ordenar los restos de papel antes de arrugar su premio formando una bola y metérselo en el bolsillo trasero del pantalón mientras se dirigía hacia el mostrador.
– Voy al servicio -le informó a la señora Wimbourne.
– De aquí en adelante, por favor no lo dejes para el último momento.
Estuvo a punto de contestarle que era por su culpa y por la de todos los demás. No se molestó en cerrar la puerta del solitario cubículo como preámbulo para tirar la bola de papel de periódico al inodoro. Orinó encima de ella, como buena medida, y tiró de la cadena. Después, caminó hacia el mostrador reprimiendo una sonrisa. Ocupó su lugar en el mostrador mientras la señora Wimbourne abría la puerta para dejar pasar a Lionel y al público representado por un hombre que, después de beberse un botellín de cerveza, lo depositó en el contenedor de cemento y caminaba dando tumbos detrás del guardia. Dudley pensó que podía presenciar algo de violencia, pero enseguida el hombre adelantó a Lionel y salió disparado hacia el servicio de caballeros.
No había nada que pudiera encontrar y ciertamente ninguna razón para mencionarle a nadie que él sí lo había encontrado. Dudley intentó quitarse de la cabeza la amenaza mirando la pantalla en blanco del ordenador; entonces lo encendió y el hombre volvió a aparecer. Se fue derecho hacia la puerta, lo que alivió a Dudley de aquel sabor a rancio. Casi había alcanzado la calle cuando Lionel lo abordó:
– ¿No busca empleo? No somos un baño público.
– Esto es un edificio público; debería serlo ya que es el público el que paga sus sueldos.
El hombre tenía ya un pie en la acera cuando se detuvo para añadir:
– De todas formas, lo he dejado como lo encontré. Alguien ha tirado hojas de periódico en el retrete y se ha atorado.
– Yo no he sido -informó Trevor a quien le pudiera interesar.
La señora Wimbourne se levantó de su cabina y echó un vistazo a todas las mamparas.
– ¿Dudley?
Se quedó mirando la pantalla a la espera de que los iconos pudieran ofrecerle algo de inspiración.
– ¿Cómo iba a hacer yo eso?
– Precisamente eso me gustaría saber -dijo dirigiéndose hacia la sala de personal.
Escuchó una oleada de cuchicheos que le puso en la mente de una rata envenenada atrapada por las convulsiones en su nido y después cómo su pesada pisada se acercaba a él mientras veía su reflejo en el cristal que separaba las cabinas. Su perfume llegó a la par que el ácido en su garganta, cuando dijo:
– ¿A qué has estado jugando con mi periódico?
– Me ofrecí a comprárselo.
– Muy bien.
Su regordeta mano apareció a la altura de su hombro, dejando la palma hacia arriba sobre el mostrador. Movía las yemas de los dedos en señal de que se diera prisa en contribuir. ¿Cómo se retorcerían y sacudirían si le clavara un bolígrafo en la mano y siguiera empujando hasta que la punta metálica atravesara la carne hasta llegar a la madera? ¿Cómo gritaría y suplicaría? Demasiado ruido habiendo testigos. Alguien o todos ellos intentarían detenerlo antes de concluir. Sacó algo de cambio y lo contó en su mano. Sin embargo, no se deshizo de ella con aquello; lo que hizo fue levantar el puño lleno de monedas por encima de la cabina y decir:
– Lionel, ¿podrías traerme un periódico?
Mientras el guarda cogía el dinero, Dudley se agachó al sentir un pinchazo en las tripas. El reflejo de la señora Wimbourne estuvo a punto de ocultar la visión de Lionel corriendo hacia el puesto de periódicos para después regresar con otro ejemplar.
– Gracias, Lionel. Quizá ahora podamos averiguar por qué ha pasado todo esto -dijo la señora Wimbourne a la vez que pasaba las páginas por encima de la cabeza de Dudley. Los ruidos parecían estar aplastándole el cráneo al igual que el silencio que siguió hasta que la voz de la señora Wimbourne añadió más peso:
– Al final, tu comportamiento lo dice todo, Dudley. Ya sabes exactamente lo que tienes que hacer.
– No sé lo que me está pidiendo.
– Me temo que si quieres continuar trabajando aquí, vas a tener que guardarte tus historias para ti. Y eso incluye lo de la película.
– No puede decirme que haga eso. Dijo que se lo tenía que preguntar a los jefes de arriba.
– No necesito hacer nada de eso. Es decisión mía y Londres me apoyará en lo que decida. Supongo que llevarás el teléfono encima, como es habitual en ti.
– Puede ser.
– Esta vez lo vas a usar aquí. Quiero escuchar lo que le dices a tu americano.
Dudley se agarró al borde del mostrador para mantener sus quisquillosos dedos quietos.
– ¿Qué está esperando que haga?
– Me da igual lo que tardes en alcanzar el resultado mientras sea el que se te pide.
Ella se acercó para asegurarse de que Dudley no podía escaparse y le humedeció la nuca con la respiración.
– Podrías explicarle que estás dañando nuestra reputación. Cualquier cosa que hagas está relacionada con nosotros ahora que sales en los periódicos.
Tuvo la sensación de que le estaba ofreciendo ayuda. Pensó hablar con Walt en sus términos y después llamarle para aclarar aquel sinsentido, pero el panorama era tan degradante que todo su cuerpo retrocedió ante aquello. Seguramente ella también se había retirado o no estaba tan cerca como le sugería su sudoroso cuello, porque la silla no consiguió tirarla al suelo cuando la lanzó hacia atrás y la giró para ponerse frente a ella.
– ¿Qué clase de reputación cree que tenemos? -preguntó.
– Quizá me lo podrías decir tú.
– Sosa. Sin imaginación. No solo usted, sino todos. Si supieseis la mitad de lo que yo soy ninguno se atrevería a hablarme de la forma en que lo hacéis. Deberíais estar orgullosos de que se os relacione conmigo. La gente quizá pueda pensar que sois hasta interesantes.
– Vaya por Dios -dijo Vera con una risa de desdén que arrastró también la de Colette y la de Trevor.
La señora Wimbourne relajó la cara un poco para dejar que Dudley viera las reacciones que había provocado con sus comentarios antes de decir:
– Te voy a dar una última oportunidad. Haz la llamada que te he dicho o da la noticia inmediatamente.
– No voy a hacer ninguna de las dos cosas.
Se acercó al mostrador y levantó la tapa con un impacto parecido al de una claqueta. Si sentía la boca seca y rancia era por culpa de todo aquello de lo que estaba escapando al final. Cuando salió a la luz del día, se dio la vuelta para mirar a Trevor, Vera y Colette en sus cabinas de cristal, figuras que no parecían mucho más animadas que el inmóvil ventilador que tenían detrás, mientras Lionel los vigilaba y la señora Wimbourne permanecía de pie con ellos doblando el periódico como si así pudiera poner todo en orden después de lo de Dudley. Parecía que ninguno de ellos se creía que habían presenciado su dimisión y quizá no lo habían visto todo.
– Gracias por ayudarme a escribir -gritó sonriendo.