33

Dudley iba pensando cuál sería la forma más entretenida de hacerle saber al paquete que había llegado a casa cuando vio a Brenda Staples en la puerta. Seguramente estaba buscando a su madre, a menos que finalmente hubiese comprendido que valía la pena conocerlo. No podía sospechar nada, pero se escondió entre las dos casas mientras pensaba en un saludo apropiado que sonara inocente. Antes de poder hacerlo, ella lo vio.

– Dudley -lo llamó, como si fuese su profesora.

Se cobraría lo insufrible de su comportamiento con el paquete. Al parecer se creía con derecho a estar frente a la puerta de su casa con los brazos cruzados y a preguntarle:

– ¿Dónde te escondías y de quién?

– Olvidé algo.

– Parecía que no querías encontrarte conmigo.

– Tengo muchas cosas que hacer, eso es todo.

Aquello estaba agravando aún más la furia que el falso señor Matagrama le había provocado.

– ¿Qué quiere? -dijo.

– No tienes por qué hablarme así. Estoy segura de que a tu madre no le gustaría.

Después de soltarle aquello, continuó:

– ¿Hay alguien trabajando en vuestra casa?

– Yo. Ya sabe lo que soy, escritor.

– Me refiero a trabajar de verdad, el trabajo que hacen los obreros.

No importaba lo que dijese con tal de quitarse a la anciana de su camino y mandarla de vuelta a su casa.

– No hay nadie. No necesitamos nada.

– Bueno, estoy segura de que hay alguien ahí dentro.

– No hay nadie -dijo Dudley con la terrible idea de que Kathy hubiese llegado a casa-. ¿Por qué lo dice?

Brenda Staples levantó la cabeza. Pensó que su mirada fija era la única respuesta que le iba a dar, pero entonces vio el gesto con el que señalaba a su casa.

– ¿Cómo explicas eso? -dijo.

Se trataba del paquete. Seguramente estaba dando patadas a los laterales de la bañera. Mientras que cesaran los golpes para poder convencerla de que aquel ruido no venía de su casa, ella creyó que su silencio se debía a la confusión.

– ¿Habrá entrado alguien? -dijo sin estar muy convencida-. ¿Llamo a la policía?

– No -espetó Dudley intentando reír-. ¿Para qué íbamos a necesitar a la policía? Solo les haríamos perder el tiempo.

– No intentes impresionarme con tu virilidad. Quizá no puedas con quien haya dentro. La mitad de esa gente anda metida en drogas.

– Sí puedo.

Ahora los golpes se hallaban en su cabeza, por lo que pensó que se había escapado de la casa.

– Solo es algo que me dejé enchufado.

– ¿Enchufado? -dijo Brenda Staples mirándolo con una incredulidad que no pudo contener-. ¿Ahora me vas a decir también que escuchas esa clase de ruidos mientras escribes?

– ¿Por qué no?

No sabía si lo que aumentaba era el ruido o su percepción de él.

– Cualquier cosa que me ayude a escribir está bien -dijo, casi gritando.

– Bueno, pero no lo está para el resto de nosotros. Estoy segura de que tu madre no lo soportaría si estuviese aquí.

– ¿Cómo sabe que no está? -dijo Dudley por si podía serle de ayuda.

– He llamado al timbre y no ha venido a abrir. He llamado muchas veces. Ella no está tan absorta en su propia mente como otros.

Brenda Staples volvió a mirar abajo antes de añadir:

– Según me dijo, estaría fuera el fin de semana. Supongo que por eso estás armando todo este barullo.

Apenas podía fingir ser amable.

– ¿Por qué se lo dijo?

– Probablemente para que le echara un ojo a la situación.

– ¿Cómo?

Su apretada sonrisa apenas dejaba pasar las palabras.

– ¿Qué situación?

– Vuestra casa.

Frunciendo el ceño y agitando o, más bien, torciendo la cabeza, comentó:

– Me sorprende que a tu edad llames música a esa clase de jaleo. Algunos críos conducen con eso puesto en sus coches y nos lo hacen escuchar al resto, pero no es propio de nuestra vecindad.

Tras realizar el esfuerzo de soltar una carcajada para acompañar la sonrisa, dijo:

– Yo no lo llamo música.

– ¿Entonces qué demonios se supone que es?

Estaba a punto de echarle la culpa a la televisión cuando pensó que a lo mejor podía haber espiado por la ventana del salón y haber visto que estaba apagada.

– El ordenador -dijo en el momento en que le llegó la idea a la cabeza.

– ¿Me estás diciendo que hace ese ruido cuando no lo estás utilizando? Ahora me explico por qué escribes lo que escribes.

– No, claro que no lo hace -respondió dándose cuenta de que el ruido le impedía pensar.

– Es, es una… ya sabe a lo que me refiero, una alarma. Un programa de alarma. Me avisa de que me olvidé de apagar el ordenador.

– Entonces me parece que se te olvidó. Esperaré aquí mientras lo haces.

Se apartó lo suficiente para dejarle paso y se giró para observar su progreso.

– No hay necesidad de que lo haga -dijo a través del poco espacio que se forzó a abrir entre los dientes.

– Insisto. Me quedaré fuera escuchando por si haces algún otro ruido.

Seguramente el golpeteo había aumentado porque se hallaba más cerca de la casa. Sacó las llaves y estuvieron a punto de caérseles cuando se dio cuenta de que el ruido era el de una puerta cerrándose. Le habría gustado que hubiese sido por culpa del viento, pero la tarde estaba tan en calma que toda la atención se dirigía hacia aquel sonido. Hundió la llave en la cerradura y la giró. El ser observado lo paralizaba. Las dudas solo empeoraban la situación. Abrió la puerta y entró en la casa.

El recibidor estaba vacío. El ruido venía del piso de arriba. Se volvió hacia Brenda, que había dado solo un paso tras él.

– Buenas noches -dijo cerrando la puerta.

El sonido hizo eco arriba. Mientras subía las escaleras corriendo, el ruido del golpeteo de la puerta del cuarto de baño pareció mezclarse con el de algunas pisadas. Agarró el pomo y este se retorció como un insecto moribundo. Empujó la puerta e irrumpió en la habitación.

El paquete se echó hacia atrás. Esperaba que se debiese tanto al miedo como a la falta de equilibrio. La parte trasera de las piernas del paquete golpeó el borde de la bañera y se quedó sentado sobre la montaña de objetos que había colocado allí. Terminó con los hombros y la cabeza en el sillón, apoyado sobre la esquina de los grifos y reposando sobre las torcidas puertas del armario. Al menos parecía no haber roto nada. Los débiles intentos del paquete por ponerse derecho le provocaron un excitante disgusto y sintió muchas ganas de intensificarlo. Estaba decidido a sacar algo de provecho del día para compensar el resto. El paquete todavía no había experimentado lo que era la verdadera indefensión y aún tenía que luchar con mucho más entusiasmo antes de que todo terminara. Entonces una oleada de frustración que le despegó los labios de los dientes apretados: vio un problema. No podía dejar al paquete demasiado inutilizado, no podría llevarlo adonde tenía la intención de disponer de él ahora que Brenda Staples podía estar observando. Tendría que poder caminar.

En aquel momento parecía incapaz de levantarse. Sus inútiles intentos le enfurecían.

– Sal de ahí, zorra inútil -le gruñó-. ¡Mira el lío que has armado!

Lo agarró por los hombros y tiró de él por la habitación hasta la esquina donde terminaba el espejo. Puso el bulto de la cabeza del paquete frente a su propio reflejo y lo dejó allí como a un sospechoso esposado mientras llevaba el sillón hasta el rellano de la escalera y apoyaba las puertas del armario contra el pasamanos sobre el hueco.

El paquete intentaba retirarse de la pared. No sabía que estaba frente a su propia imagen y aquello era tan bueno como irracional. Fuese lo que fuese alguna vez, ahora apenas le parecía humano. Pronto dejaría de serlo por completo, pero primero tendría que pasar las horas que le quedaban de alguna manera.

– Vuelve a tu agujero -dijo a la vez que lo sostenía por los hombros y lo empujaba hacia la bañera.

Apenas podía caminar. El paso lento arrastrando los pies no se correspondía con la velocidad a la que lo instaba a cruzar la habitación. Aquello no le serviría de nada cuando tuviera que llevarlo afuera.

– Ve adonde te he dicho -le gruñó a la vez que le daba empujones en la parte trasera de las piernas contra la bañera.

Cuando el paquete comenzó a inclinarse, lo dejó ir y se cayó de golpe.

Tuvo la esperanza de que aquello lo dejara sin algo más que respiración durante un rato. El golpe pareció haber dejado aturdido y quieto al paquete, pero no por mucho tiempo. El bulto marrón de una cabeza se elevó hacia él mientas el cuerpo reptaba para quedarse sentado apoyado contra el extremo de la bañera. El bulto dejaba adivinar sus facciones lo suficiente para parecer estar mirándolo con un gesto de desafío ciego. ¿Se imaginaba el paquete que sentándose podría evitar que lo cubriera con la tapadera? Aquello lo único que demostraba era su insensatez.

– No importa lo que quieras parecer. Recuerda lo que le ocurría a la chica en las historias -le advirtió, dándose cuenta de que ella no había leído la suya propia.

Enseguida supo cómo podrían pasar el tiempo hasta que oscureciera.

Primero quiso comer algo. También le habría gustado dormir algo. Sería más que injusto que el paquete le sorprendiera dormido después de haber permanecido despierto para asegurarse de que no escapaba. Al menos no comería nunca nada más. Salió de la habitación sonriendo sin hacer el menor ruido para que creyera que seguía allí observándolo. Bajó corriendo y cortó una rebanada de la barra que había en el frigorífico. Después la puso en un plato con un pedazo de cheddar y trajo el envase de la mantequilla, que Kathy tanto había insistido en que cambiara por margarina. Cogió un cuchillo del escurridero para untar el pan y mientras se apresuraba a regresar al baño, se acordó de que tenía que echar el cerrojo a la puerta para evitar a intrusos.

Por lo que veía, el paquete no se había movido. Esperaba que tuviera miedo de hacerlo. Se encorvó para llevar su cabeza cerca del objeto que una vez había sido lo mismo y se alegró al ver que se sobresaltaba cuando gritó:

– ¡He vuelto! No te has enterado de que me había ido.

Cuando terminó de hablar, para su frustración, se dio cuenta de que se había calmado y no estaba tenso en absoluto. No podría permanecer tan tranquilo dentro de su envoltorio una vez que él comiera. Se sentó en el inodoro con la tapadera bajada y puso el paquete de la mantequilla sobre el lavabo mientras cubría el pan con una gruesa capa.

Mordió un poco y después le dio un bocado al queso.

– Apuesto a que no sabes lo que estoy haciendo ahora mismo -dijo después de tragárselo todo.

¿Y si pensaba que se estaba masturbando? No supo si reírse de su error o enfadarse por la presunción de pensar que pudiera provocarle aquel efecto. Abrió el grifo del agua fría y le salpicó al paquete. Al oscurecerse la mancha en su pecho abultado, dio un satisfactorio respingo antes de poder recuperar el control.

– ¿Te imaginas lo que es? -gritó-. Apuesto a que te han salpicado más de una vez en tu vida.

Aquella idea le quitó el apetito. Tuvo que respirar profundamente y tragar con más fuerza para recuperar el hambre. El esfuerzo por hacer que el bocado bajase aumentó su odio e inflamó sus pensamientos.

– ¿Por eso querías que contratara al señor Matagrama? -preguntó-. ¿Esperabas que él te lo hiciera?

La idea de que ella hubiera arruinado la película por aquel motivo le hizo desear que el cuchillo que sostenía estuviese afilado. Podría utilizarlo para sacarle un ojo, o los dos, pero para eso tendría que desenrollar el paquete antes de tiempo. Tenía que recordar que no debía hacer nada que pudiera entorpecer el deshacerse de él sin que nadie se diera cuenta, pero quería una respuesta.

– ¿Sabes de lo que te hablo? Si no, mejor será que me lo demuestres.

El paquete no se movió. ¿Se atrevía a desafiarlo?

– Muévete algo mientras puedes -gritó-. ¿Sabías que el actor quería echar a perder mi película?

El bulto de la cabeza se ladeó un poco. Si asentía, le provocaría alguna expresión. Al poco se movió de un lado a otro, con la suficiente energía como para convencerlo de su respuesta.

– Ya me lo parecía -dijo Dudley generosamente-. ¿Solo pretendías ayudarme? No te preocupes, lo has hecho.

Aquello se merecía alguna reacción, pero el paquete no hizo nada. Su cara eliminada podría estar presentándole una indiferencia muda o tal vez podría estar burlándose de él. Aquel secretismo le provocó que dijera con una voz que hizo que le dolieran los dientes tanto como los ojos:

– Ambos sabemos que solo existe un verdadero señor Matagrama, ¿verdad? ¿Quieres saber lo que ha estado haciendo durante todo el fin de semana?

El bulto, sin llegar a ser una cara, le miró. Pronto lo parecería sin todas aquellas envolturas; un objeto desprovisto de sus rasgos. Tenía que acordarse de escribir aquello en alguna de sus historias.

– De acuerdo, te lo contaré -dijo-. Solo deja que termine de cenar.

Cuando terminó, el bulto estaba apoyado sobre la pared alicatada. Iba a animarlo. Llevó el cuchillo, el plato y el envase de la mantequilla al rellano y se apresuró a imprimir sus últimos relatos. El papel olía como si el calor del día se hubiese concentrado en él.

– Deberías estar orgullosa -dijo mientras se reunía de nuevo con su público-. Estas son sobre ti.

No parecía especialmente orgullosa, aunque el nombre que había en todas ellas era el de Patricia. Quizá había olvidado ya cómo se llamaba. Al principio mantuvo la cabeza levantada como si quisiera oír su historia, pero antes de que hubiese terminado de leer lo de Patricia en la bañera, el bulto se echó hacia atrás. Aquella actitud le resultó insultante: ya había tenido más tiempo que él para descansar hoy. Aunque ya había oído parte del relato cuando no tuvo mucho éxito al representarlo en directo, no podía admitir aquello como excusa. Además se mostraba bastante insensible ante el destino de la chica sin extremidades, la ciega y la sorda. Intentó gritar un poco más y acercarse a su embrionario oído. Aquellos métodos tampoco hallaban respuesta siempre y en cualquier caso, los efectos que causaban no eran los que se conseguían en las historias, lo cual era injusto para él y para su trabajo. Intentó contener su rabia acordándose de que estaba leyendo los relatos para hacer tiempo. Pronto estaría lo suficientemente oscuro para necesitar encender la luz del cuarto de baño, pero no lo suficiente para poder arriesgarse a sacar el paquete fuera de la casa. Estaba a punto de volver a leer todas las historias cuando encontró otra alternativa.

– También puedes escuchar las demás -dijo, saliendo disparado hacia su habitación.

Primero leyó la historia de Greta en Moorfields, aunque aquello le recordó los obstáculos que había encontrado en su carrera. Cambió el nombre de la chica por el de Patricia, pero al acordarse del enfado de su público y el impedimento para que su historia fuese publicada, cambió el nombre del personaje por el de Paquete. Empezó a utilizar aquel nombre también en las otras historias a medida que oscurecía tras la ventana que había por encima del lavabo. Mucho antes de que terminara, había empezado a sentir que los ojos también se le oscurecían, pero no sucumbió a la tentación de leer más rápido, a pesar de la indolencia de su público mientras él hacía todo el trabajo. Fue reduciendo la voz hasta que aquello le empezaba a recordar a una cinta de audio y entonces gritaba o se acercaba más al paquete, o hacía ambas cosas a la vez siempre que quería asegurarse de que no se durmiera. Finalmente, cuando la última Patricia fue eliminada, recogió todas las páginas esparcidas por el suelo del cuarto de baño. Las apiló en su cama y asomó la cabeza por la ventana.

Algunas farolas iluminaban la calle desierta. Sobre la brillante cima de la colina verde, el cielo habría parecido tan sólido como el carbón si no llega a ser por las estrellas. No había luz en la casa de las Staples ni en las demás que alcanzaba a ver. Eran casi las dos de la madrugada y sonrió al pensar que todos sus vecinos se hallaban durmiendo profundamente, como animales en sus corrales teniendo sueños sosos, si es que soñaban algo, sin tener ni idea de su identidad ni de sus aventuras. Cerró la ventana con cuidado y se dirigió al cuarto de baño.

– De acuerdo, se acabó la espera -dijo.

Creyó que el bulto de la cabeza no sabía si levantarse o acobardarse. Por supuesto, no sabía lo que le estaba proponiendo.

– Es hora de dejarte marchar -dijo-. Hay que ponerte los zapatos.

El paquete se agachó y tendió las muñecas hacia donde él estaba. Al observar la fuerza con la que agitaba las manos, vio lo que se había imaginado o esperado.

– No, no lo harás tú -dijo con una sonrisa que estuvo a punto de traicionarlo-. Los traeré.

El paquete no se sentó enseguida. Estaba a punto de pincharle un tacón en el pecho cuando, de mala gana o exhausta, se cayó hacia atrás. Le puso unas zapatillas de deporte en los cálidos y poco atractivos pies y ató los cordones con lazadas tan fuertes como las que Kathy solía hacerle a él antes de ir a la escuela de secundaria.

– Levanta las piernas -dijo-. Vamos a separarlas, a menos que ya no te acuerdes de lo que es.

Por alguna razón que desconocía, el paquete no tenía voluntad.

– ¿No quieres salir caminando de aquí? -tuvo que gritarle.

Solo las levantó unos centímetros. Agarró un tobillo y se las subió hasta que encontró el final de la cinta. Hundió la uña bajo el pegajoso borde y despegó la cinta adhesiva. Las seis vueltas que tenía. Tenía la misma cantidad en las muñecas y en la cabeza. Consiguió quitarse la maraña de las manos sin perder el temperamento y la tiró al cubo de la basura de debajo del lavabo. Después acercó su cara a la enrollada.

– Ya puedes levantarte -dijo.

Quizá el paquete no podía hacerlo sin ayuda. Sus esfuerzos, aunque eran entretenidos, no tardarían mucho en enfurecerlo ya que había perdido muchas horas de sueño. Lo agarró por el omóplato y lo empujó hacia los pies.

– Levántate -urgió con impaciencia-. Sal de la bañera.

Parecía que tenía que volvérselo a repetir y esta vez utilizando la pierna, a menos que estuviese intentando frustrarlo deliberadamente. Finalmente, el pie izquierdo llegó al borde del lateral de la bañera y salió por fuera. Él lo sostuvo por el hombro mientras salía el otro pie detrás. En el momento en que ambos pies estaban sobre el colchón, lo soltó.

– No te vas a caer, ¿verdad? -dijo-. Aún no -musitó.

Le colocó una mano sobre el hombro, que se movía como dolorido, por si el paquete perdía el equilibrio al salir del colchón. Aunque tembló cuando sus pies tocaron el suelo, no se fue hacia delante. Abrió la puerta y llevó al paquete por el otro hombro fuera de la habitación. Aceptó su guía hasta las escaleras, pero uno de sus pies tocó aire en vez de suelo, retrocedió tan violentamente que tuvo que dar un salto hacia atrás para evitar que su cuerpo rozara el suyo.

– No te preocupes, no voy a dejar que te caigas por las escaleras -dijo-. No quiero más alborotos en casa.

El paquete se tomó su tiempo y el de él, que era más importante, para bajar las escaleras. Más de una vez se sintió tentado a darle un empujón en vez de sostenerlo por el hombro, pero todavía no podía arriesgarse a herirlo. Una vez que estuvo a salvo en el recibidor, abrió la puerta unos cuantos centímetros y miró a ambos lados de la calle. Se encontró con una melosa brisa que hacía que los árboles de la colina se movieran en suaves oleadas, lo que le hizo imaginar que el cielo era una masa de agua negra. Aparte de la brisa, no había ningún otro signo de vida fuera de la casa. Llevó su carga al sendero y cerró la puerta. Después condujo al paquete a empujones hasta el otro lado de la calle y hasta lo alto del camino de hierba. No aminoró el paso hasta que pudo observar las casas desde los árboles; aunque tenía que ir animando a andar al paquete hablándole con los labios casi rozándole la oreja.

– Te voy a dejar ir -dijo.

Aquello era bastante cierto: en lo alto del borde sin vallar de la pendiente sobre la carretera que iba por la parte más alta de la colina.

– No volverás a verme -dijo.

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