20

Dudley se repetía a sí mismo que no tenía ningún sentido planear nada. Lo único que conseguía era sentir la cabeza vacía de ideas. Las cosas se abrirían camino como siempre y lo único que tenía que hacer era sentarse a esperar. Una vez que conociese al hombre que haría de él en la película, podría pensar en el diálogo que le serviría al personaje. Tenía que dejar que el trabajar con Vincent aliviara un poco la presión que sentía. Si a Vincent se le ocurría algún truco lo suficientemente inteligente para que el señor Matagrama lo llevase a cabo, a Dudley no debía molestarle el simple hecho de que no fuese suyo. Sin embargo, la espera lo frustraba tanto que no podía dejar de recorrer el andén de la estación de arriba abajo con la esperanza de que le llegara la inspiración, mientras soportaba que la luz del sol utilizara su cabeza como receptáculo vacío. El tren de Kirby Oeste partió hacia Birkenhead Norte y él seguía sin ideas.

Estaba lleno de pensionistas que viajaban con sus abonos. Con la espalda apoyada en el motor, tuvo la impresión de que desfilaba ante él un pedazo de mundo para que él le diese su aprobación. Se imaginó a sí mismo empujando a alguien a las vías justo delante del tren, pero ¿a quién? Buscó con la mirada entre las caras pálidas y rechonchas, algunas de ellas incluso parecían no tener ya un sexo definido (tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que una de las figuras calvas era una mujer). Entonces su atención se centró en el fondo del vagón, como si los lados del tren la hubiesen fijado en aquel punto. Desde el último asiento del vagón, lo observaba Patricia Martingala.

Cuando sus miradas se encontraron, Patricia cambió la expresión que tenía por una sonrisa. El tren estaba aminorando como anticipación de su llegada a Birkenhead Park. Cuando la pareja que se tambaleaba en medio del vagón pudo poner los pies en el suelo, Patricia le señaló los asientos vacíos. Recorrer el tren para unirse a ella pareció una de aquellas escenas de las películas que le gustaban a su madre y en las que los personajes corrían a abrazarse. Sin embargo, él sonrió. Recuperó el control de su boca, se sentó frente a ella y objetó:

– No sabía que vivieses por aquí.

– Quizá podamos compartir algunos secretos si me dejas escribir sobre los tuyos.

Una vez que conociese su secreto, no podría escribir sobre él. Sintió algo de nostalgia ante la posibilidad de que no podría leer en ningún sitio la apreciación que habría hecho de él. Guardó silencio mientras el tren se aproximaba a Conway Park, donde la señora Wimbourne ya no podría rebajarlo más a su nivel. Patricia se acercó a la luz y preguntó:

– ¿Tienes ya algo de la historia?

Intentó no sonreír al darse cuenta de que tenía enfrente la respuesta a aquella pregunta.

– Estoy trabajando -dijo.

– ¿Hay alguna posibilidad de que esté para mañana o antes? Si no tenemos nada para mañana, habrá que dejarla para el siguiente ejemplar.

– Este es el siguiente ejemplar.

– El siguiente a este, quiero decir. Quizá mientras más tiempo mantengamos a la gente esperando, más interesados estarán en tu trabajo.

La luz retrocedió tras ella a medida que el túnel se cernía sobre él. Volvía a sentir cómo su mente chirriaba y soltó la pregunta con mucha severidad:

– ¿Y tú has terminado de escribir sobre mí?

– Casi.

– ¿Cuándo lo podré ver?

Una copia de su artículo podría probar que él sería la última persona que podría haber querido hacerle daño, así que se quedó mirándola hasta que ella dijo:

– Me quedan algunas cosas por terminar y cuando lo tenga quizá puedas echarle un vistazo.

El rugido del túnel a través de la ventana abierta la hizo callar. Lo miró solo alguna que otra vez a medida que el tren aumentaba la velocidad hacia Hamilton Square bajo el río de Liverpool. A él no le importaba la forma tan cercana de observarlo; lo único que ella podía ver era un escritor famoso. Abandonó el tren delante de él en James Street y entró también delante en el monótono ascensor, que no era más que una caja metálica gris tan apretada que ella casi estaba sobre él. Los subió hasta un pasillo demasiado corto como para ser útil, fuera del alcance de la vista del revisor, pero no lo bastante de las escaleras mecánicas ni del andén. Había un segundo ascensor varias veces mayor que el primero, pero que aún estaba más cerca del personal. En cualquier caso, la estación sería volver a repetirse.

Al final de James Street había tres carriles de tráfico a cada uno de los lados de la carretera del muelle. Se le ocurrió que si fuese de la mano de una chica, podría arrojarla a un coche o mejor, a un camión, pero aquello debería pasar bien entrada la noche, con poca visibilidad y antes ella tendría que sentirse algo más que relajada con él.

El muelle Albert no servía: coches, turistas, compradores, patrullas de vigilancia…; pero más allá de las puertas de cristal, de las que Patricia tenía la combinación, el pasillo de piedra y las escaleras con paredes iluminadas por ladrillos blancos, la cosa prometía. ¿Y si algún desconocido la seguía? Entonces se percató de la zona muerta de las cámaras de seguridad en una esquina y no pudo refrenar la sonrisa mientras la seguía hasta la oficina de La Voz del Mersey.

Seis hombres de su misma edad estaban sentados en unos sofás de piel gruesa en la zona de recepción, entre una mesa lo suficientemente baja como para arrodillarse en ella y una pared de ladrillo llena de borrosas vistas sobre el Mersey de Tom Burke. Si aquellos eran los actores, ninguno de ellos se parecía a Dudley. Intentaba decidir si aquello era bueno cuando la chica del mostrador, bronceada por medios artificiales, le dedicó una amplia sonrisa. Patricia lo condujo a través de la solitaria puerta a mano derecha de uno de los pasillos interiores hasta una gran sala ocupada por Vincent. Había una ristra de sillas de la sala de conferencias apiñadas en el lado de la habitación que daba al río y tres contra la pared del fondo.

– ¿Has visto a los candidatos? -preguntó Vincent no demasiado bajo-. ¿Alguna primera impresión?

– No se parecen al señor Matagrama. No se parecen a nadie.

– Se supone que él es alguien que siempre pasa desapercibido.

– Pensé que serían estrellas. Nunca había visto a ninguno de ellos antes. ¿En qué han actuado?

– Algunos de ellos en obras de teatro más que en películas. Otros en anuncios o en telenovelas locales. Todos son buenos y eso es lo principal.

Al ver que Dudley encajó aquello con la mirada en blanco, Vincent agitó la cabeza con tanta vigorosidad que su redonda cara tembló y casi se le cayeron las gafas.

– Tendríamos que destinar todo nuestro presupuesto y algo más para las estrellas -dijo-. Esto es el Mersey, no Hollywood.

– Creía que Walt solo trabajaba con los mejores.

– Todos somos prueba de ello, ¿no? -intervino Patricia-. Míralo de esta forma: si eligieses a alguien con una cara conocida, la gente pensaría que no se trata de tu personaje.

Dudley reconoció aquello con rencor después de que le hubieran metido en el mismo saco con Vincent y Patricia.

– Pongámonos a elegir -le dijo a Vincent.

– Empecemos -dijo Patricia.

Le molestaba que ella intentase involucrarse al aparecer el primer actor. No veía por qué tenía que sentarse entre él y Vincent. Podría haberlo dicho, pero se concentró en el candidato.

– Bob Nolan -dijo el actor de cara huesuda y afilada.

– Cuando estés listo -dijo Vincent.

– No me conocen, pero lo harán. Soy escritor. Las historias de asesinatos son mi sustento. ¿Quieren oír algo divertido? Todas son reales. ¿Que cómo lo sé? Porque yo los cometí…

Su voz era demasiado aguda y su cara demasiado impaciente por agradar. Parecía estar a punto de sonreír, pero de la peor forma, no como el depredador enseña sus dientes ante la presa muerta. Cuando el actor terminó con su apertura de voz en off, Dudley estaba ya casi seguro de que había querido darle un enfoque divertido al personaje. Apenas pudo esperar a que Nolan se fuera para volverse a Vincent:

– ¿Te parece divertido? -preguntó.

– ¿Acaso al señor Matagrama no?

– Yo diría que ocurrente.

– Inténtalo tú, si quieres.

Dudley se esforzó por pensar en la forma mientras observaba la procesión de hombres que querían ser él. Uno de ellos tenía una voz demasiado retumbante como para ser discreta o, ¿al ser tan llamativo podría ser que nadie sospechara de él? Otro se agachaba como si no se diese cuenta de que ya era lo bastante pequeño para pasar desapercibido, pero era tan poca cosa que Dudley se sintió insultado. El siguiente actor miraba al público de reojo mientras decía su discurso como si le diese vergüenza admitir que era el señor Matagrama. Sin embargo, el cuarto actor entró en la sala sin contener del todo su aire de fanfarronería.

– Colin Holmes -anunció.

Dudley consiguió que Vincent no hablara.

– Tómese tu tiempo.

A medida que el actor caminaba hacia delante, parecía crecer más en altura de lo que parecía. Se detuvo en mitad de la sala y le sostuvo la mirada a Patricia.

– No me conoce, pero lo hará…

Su original y severa voz se había vuelto suave y penetrante. Si él o el señor Matagrama estaban disimulando algo de humor, no había duda de que era profundamente negro. Tan pronto como terminó de hablar, salió de la sala sin decir palabra.

Patricia tembló al volver en sí misma:

– Ha sido convincente -murmuró-. Yo diría que le interesaba el trabajo.

Su suposición, destinada a ser solo un comentario, podría haber enfurecido aún más a Dudley si él no hubiese sido de su misma opinión. Contuvo la impaciencia y esperó a ver al último aspirante, quien mantenía las manos sobre el estómago como si rezara u ocultara su prominencia. Aquel gesto hizo que Dudley no necesitara escuchar su poco fluctuante voz para estar en su contra. No le importó que el hombre escuchara:

– Sé a quién quiero.

– Déjame adivinarlo -dijo Patricia cuando estuvieron los tres solos-. Al mismo que yo.

Justo a tiempo de no traicionar su indignación, Dudley vio que ponerse de su parte demostraría una razón más por la que nunca le haría daño.

– ¿Lo traemos de nuevo y despedimos al resto? -preguntó Vincent.

Patricia ya estaba en camino antes de que Dudley pudiera enviarla.

– Gracias a todos por venir -la escuchó decir-. Queremos volver a reunimos con usted.

Le pilló desprevenido una risilla que disimuló con un ataque de tos. Si tantas ganas tenía de presentarse como alguien importante en el trabajo, también tenía que limitar su deseo.

– Creemos que es usted -le informó Vincent.

La cara del actor era tan dura como la expresión de Dudley, tan afilada como angular, con una boca movible y expresiva, cuyos orificios nasales destellaban con impaciencia.

– Debo decir que me siento halagado -dijo suavizando la voz.

– Colin, este es Dudley Smith, el hombre que hay detrás del señor Matagrama.

– Entonces es el hombre al que deseaba conocer -dijo Colin Holmes.

Dudley se levantó y le estrechó la mano.

– Llámame Dudley -le dijo.

El actor avanzó y le agarró la mano con tanta fuerza que le hizo daño. Dudley cerró la otra mano sobre el puño y lo levantó en señal de victoria.

– Y yo te llamaré señor Matagrama. ¿En qué otros sitios has trabajado?

– He hecho telenovelas, sobre todo. No creo que usted vea ese género. Es demasiado ordinario para usted.

¿Había algo de despecho en sus grandes ojos azules?

– Lo es, pero tú no -dijo Dudley.

– No lo seré -dijo el señor Matagrama.

Mientras la recepcionista los conducía a la habitación, anunció:

– El resto de actores está aquí.

– No necesitamos más -dijo Dudley-. Ya lo tenemos; le presento al señor Matagrama.

Ella le respondió frunciendo el ceño ligeramente, él supuso que intentaba ser encantadora, aunque no se lo dirigió a él directamente.

– ¿Quién?

– El héroe. Es el único hombre que necesitamos ahora mismo, ¿no es así, Vincent?

– No me refería a los hombres -dijo la recepcionista.

Ni Patricia ni Vincent estaban dispuestos a contradecirla. El único que se permitió una mirada divertida fue el señor Matagrama, lo suficiente para convencerse de que tenían más en común de lo que los demás podían imaginar. Cuando la primera víctima, una alta y esbelta criatura llamada Jane Bancroft, hizo lo posible por su aprobación y la del señor Matagrama, sintió como si hablara por los dos al comentar:

– Es un buen nombre para una actriz.

– ¿Podemos probar algo de la escena del tren? -dijo Vincent dirigiéndose a ella-. Solo para ver cómo trabajáis juntos Colin y tú. No saldrá en la película.

El señor Matagrama miró a Dudley a la cara.

– ¿Sería eso mucho problema?

– Lo único que ocurre es que una familia está haciendo que todo esto huela mal. Dicen que la historia se parece a la de una chica que murió hace años y años.

Antes de que Dudley terminara de tener la sensación de que el señor Matagrama se sentía tan indignado como él, el actor cogió el guión que estaba al final de la sala y aguardó a que Jane Bancroft se uniera a él.

– ¿Seguro que está bien? -le preguntó.

Ella irguió hasta el último centímetro de su cuerpo hasta casi alcanzar la altura del actor y Dudley se imaginó que Patricia apenas le llegaba al hombro.

– ¿Por qué no iba a estarlo? -respondió Jane Bancroft.

Su voz se volvió más suave pero no menos audible.

– No me refiero a ti, es ahí por donde he empezado.

– Lo siento, lo siento -se disculpó también ante el público.

– Cuando estés lista. ¿Empezamos de nuevo? ¿Seguro que está bien?

Ella lo imitó como para determinar quién se creía que era.

– Ya te lo he dicho antes.

Aquella era una frase de Dudley y le pareció oír su voz.

– Supongo que no tienes novio -dijo el señor Matagrama.

– Puede ser -dijo Jane Bancroft con más recelo que timidez.

– ¿Estás buscando uno?

– No necesito buscarlo.

– ¿Te gustaría tener a alguien que pudiera demostrar que puede cuidar de ti?

– Yo ya sé cuidar de mí misma.

– Dos pueden hacerlo mejor.

El señor Matagrama se dirigía hacia ella, acorralándola contra la pared.

– Ese no es el camino -dijo abruptamente-. Me he confundido.

– No puede conmigo.

¿Aquella frase era de Vincent? No, era del propio señor Matagrama. Y la forma en que estaba atrapando a la chica con sus mudas maniobras, hizo que Dudley sintiera una deliciosa tensión en el estómago con la anticipación, al igual que su lucha por no parecer nerviosa mientas intentaba caminar.

– ¿Qué pasa contigo? -gritó ella ahogadamente.

– Creo que no deberíamos irnos sin más, ¿no? No, cuando hemos pasado por eso juntos. Déjame que te dé mi número.

– No, gracias.

– O puedes darme tú el tuyo.

– Gracias, pero eso menos -dijo Jane Bancroft mientras daba unos cuantos pasos hacia un lado, cosa que pareció algo cómica-. Mira, antes he fingido que me había perdido.

Aquello podría haber sido un baile de pareja si el señor Matagrama no hubiese caído también en aquella clase de estupideces. El calor y la tensión se extendieron en el estómago de Dudley cuando el señor Matagrama dijo:

– Te escoltaré de todas formas.

El señor Matagrama se había mantenido de espaldas al público a lo largo de todo el diálogo, una posición que le permitía a Dudley realizar sus pensamientos. No veía la expresión del señor Matagrama responsable de que ella estuviese tan tensa, pero ciertamente, se estremecía.

– Lo siento, lo siento -dijo, más por Vincent que por él-. No sabía lo serio que era esto.

– ¿De qué creías que se trataba? -le preguntó Dudley casi sonriendo.

– Creía que era algo más divertido; un trabajo agradable. Espero no haberles hecho perder demasiado tiempo. No creo que me vayan a tener en cuenta para su próxima película -dijo, dirigiéndose a Vincent por completo.

Cuando terminó de hablar, salió.

Vincent levantó las manos y después se quitó las gafas para adornar una segunda gesticulación.

– Intentemos no asustar a nadie más -dijo.

Mientras el placentero dolor que sentía se iba debilitando, Dudley dijo:

– ¿A quién te refieres?

– Deberías dejar de sugerir que no te parecen actores -dijo Patricia.

No tenía que prestarle atención a su desacuerdo.

– Ya.

– ¿Quién es la siguiente? -dijo el señor Matagrama impaciente-. No me digáis que se han ido corriendo.

– Mejor será que bajes el tono o lo harán -dijo Vincent-. ¿Podemos ver tu cara esta vez?

El señor Matagrama se dio la vuelta y desplegó una sonrisa de la que Dudley podía haberse sentido orgulloso.

– Aquí llega -dijo, mientras la siguiente víctima se aventuraba a entrar en la habitación.

¿Acaso pensó que se refería a ella? El señor Matagrama seguramente sí.

– Lorna Major -anunció frunciéndole el ceño.

– Este es el señor Matagrama -dijo Dudley.

– Quiere decir que Colin hace de él -explicó innecesariamente Vincent-. Él te llevará en la escena del tren.

El señor Matagrama se puso frente a ella enseguida, dejando ver su perfil al público.

– ¿Seguro que está bien?

– Ya te lo he dicho.

La rapidez de su respuesta estuvo a punto de desconcertar a Dudley, pero no al señor Matagrama. Mientras representaban la escena, él se echaba hacia delante y hacia atrás, encerrando a la chica mientras le dejaba ver a ella y al público una expresión de amplia racionalidad que parecía reforzar levantando las manos extendidas. La chica se negaba a mirar hacia otro lado y su determinación a enfrentarse a él le impedía poder escapar. Dudley estaba tan seguro de que podía inventarse un destino adecuado para ella que cuando Vincent le preguntó por su opinión, tuvo que detener sus pensamientos.

– Ella quedará bien -dijo-. Me quedo con ella.

– Entonces, estaremos en contacto.

Lorna Major parecía algo menos entusiasmada con la idea de haber sido elegida de lo que Dudley podía esperar, otra razón más para inventarse su fallecimiento. Lo mismo ocurrió con las otras aspirantes, una de ellas siguió intentando sortear al señor Matagrama y se quedó casi atrapada en la pared, mientras que la última tenía la costumbre de añadirle de distintas formas a la misma palabra corta: adjetivo, adverbio o verbo, un fuerte acento liverpuliano a lo largo del diálogo, un rasgo que el señor Matagrama no había sido capaz de evitar. Después de que finalizaran todas las audiciones, Dudley se agachó hacia adelante, exacerbado por el espectáculo del señor Matagrama y el desfile de víctimas y tuvo algo de dificultad al sentarse derecho, hasta que se calmó.

– Entonces, estás contento -dijo Vincent.

Durante un momento, Dudley se preguntó con un poco de culpabilidad lo evidente que era.

– No podría haber sido posible sin el señor Matagrama.

El señor Matagrama abrió los ojos con impaciencia y placer.

– No podría serlo.

– ¿Te dejamos ir entonces para que puedas pensar qué hacer con ellos? -dijo Vincent.

Dudley tuvo que adivinar que la pregunta iba dirigida hacia él, no al señor Matagrama.

– Sí, mejor -le dijo a Patricia, preguntándose si había sonado demasiado arrepentido. No tenía nada de lo que arrepentirse. Sin embargo, probar a las chicas debía reservarse para la película. Ella era la chica que iba a devolverle la vida a su imaginación y no iba a traicionarla con ellas. Aún era elección suya.

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