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– Oh, Patricia, ¿cómo has acabado en este estado?

– Te lo contaré cuando salgamos, mamá. ¿Cómo habéis averiguado dónde estaba?

– Teníamos nuestras dudas sobre el supuesto mensaje de texto que nos habías escrito y le seguimos la pista. ¿Sabías que se puede rastrear el lugar desde donde se envió el último mensaje?

– ¿Habéis venido con la policía?

– Solo con tu padre. Para ser director de banco hace bastante bien de ladrón de casas; seguramente por haber trabajado tanto con cajas fuertes.

– Sacadme de aquí, entonces. Antes de que vuelva Dudley.

– Me gustaría encontrarme con él. Quiero tener más de una palabra con ese individuo.

– Pero no rompas ninguna ley, Gordon. Patricia, puede que te haga daño al quitarte esto. No tardaré mucho, lo prometo.

¿Cómo podría haber estado Patricia hablando si tenía la cabeza enrollada con cinta? Casi lloró al despertarse de su sueño y encontrarse con la realidad. Sintió la humedad escociéndole en los rabillos de los ojos cerrados hasta que consiguió morderse el labio aplastado. A pesar del lapsus, ¿no podría ser rescatada de aquella manera? Si Dudley se encontraba en casa, seguro que sus padres insistirían en que les dejara entrar, sin importar lo convincente que intentara parecer. Aquel pensamiento la ayudaba a esquivar la imagen de la otra escena que su mente no dejaba de producir: la de Dudley presionando su cabeza contra la de ella, ensuciando la cinta con su lengua mientras la llenaba de moratones y escarbaba en sus ropas. Aunque torpemente, aún podía dar patadas, cosa que le devolvía parte de la sensación de su cuerpo no violado. Si sus padres no la rescataban, quizá la madre de Dudley sí. Había empezado a sentirse como cuando era pequeña, con la cabeza bajo las sábanas mientras se dormía y soñaba, cuando se dio cuenta de lo que aquello podía significar: ¿se estaba quedando sin aire?

Se giró sobre su espalda, con los dedos contra la bañera e intentó sentarse. Solo había levantado el torso unos cuantos centímetros cuando de pronto una oleada de mareo rompió en su cabeza y le provocó fuertes náuseas en la garganta. Esperar a que se le pasara era como hundirse en la oscuridad indefensa. Se irguió incapaz de saber cuánto se tambaleaba y no se acordó de agacharse, así que se dio un golpe en los hombros y la nuca contra la tapadera de su prisión. Con el sobresalto del impacto creyó que se había movido levemente.

¿O era el mareo? Hizo lo posible por relajarse antes de hacer presión contra la barrera con los hombros con todas sus fuerzas. Esta vez pareció que la que perdía la estabilidad era ella. El peso de sus pensamientos y la oscuridad le doblaban la cabeza hacia abajo. Lamentablemente se dio cuenta de que ya no tenía energía para mover la tapa, si es que alguna vez la tuvo, y después se preguntó cuánta fuerza tenía Dudley. ¿Podría haber puesto aquel objeto tan pesado en lo alto sin despertarla? ¿No estaría atrapada bajo una montaña de objetos que no podía mover?

Tuvo miedo de perder esta última esperanza en caso de que algo se la echara por tierra, pero la alternativa era dejar que se le escapara la vida en aquella difícil situación. Trataba de enderezar su postura cuando se dio cuenta de que tenía que pensar. ¿Qué era lo que quería que ocurriera? Si la obstrucción acababa en el suelo, quizá tendría el camino libre pero también podría convertirse en un nuevo obstáculo. Necesitaba que cayera por el lado de la bañera que estaba más lejos de la habitación.

Su mente flotaba entre los mareos. ¿Hacia dónde tenía que dirigir la poca fuerza que le quedaba si estaba bajo el lado que debía caerle encima e inmovilizarla? Se alejó un poco de la pared invisible para apoyar los hombros y la nuca contra la tapadera. Después hizo una serie de movimientos muy seguidos para intentar apartarla de la pared.

Aquel esfuerzo reavivaba sus náuseas. Tenía la impresión de que la cabeza se le ablandaba con el roce, por lo que sospechó que aquello podría significar que estaba a punto del desmayo. Aquel pensamiento la ponía furiosa y no le daba ninguna fuerza para continuar. Tampoco ayudaba la idea de que Dudley estuviese en la habitación sin hacerle ninguna gracia sus esfuerzos. Se vio obligada a creer que no habría cubierto la bañera a menos que fuera a salir de casa, pero ¿cuánto tiempo más estaría fuera? La idea de estar perdiendo el precioso tiempo del que disponía empujó su torpe cuerpo hacia arriba en un último intento por mover la tapadera. Aquel acto hizo que la oscuridad la envolviera por dentro y por fuera, pero ¿era aquel el único movimiento? Hizo palanca contra la barrera con el último resquicio de energía que pensó que no tenía. No estuvo segura de haber sentido algo más que vértigo hasta que sintió y escuchó como la tapadera chocaba contra la bañera.

¿Tendría que empezar de nuevo? El esfuerzo la había dejado sin ninguna sensación excepto la de un cansancio tan generalizado que apenas sabía distinguir las partes de su cuerpo. Tenía miedo de moverse y de descubrir lo que podía hacer, si es que había algo. Una vez que dejó de temblar, intentó extender las piernas, cosa que le recordó la masa tan torpe en la que se había convertido. Estirando los dedos de los pies pudo averiguar que una de las esquinas de la tapadera estaba abierta. Por lo menos había espacio para levantar la cabeza todo lo que la postura sentada le permitía. Con aquella nueva esperanza sintió que la cabeza le daba vueltas antes de reconocer que se encontraba exactamente en la misma situación de cuando había intentado trepar por la bañera.

No, no exactamente. Dudley no estaba allí. No debía imaginarse que estaba allí observándola. Tenía la espalda relajada sobre el extremo de la bañera antes de realizar el esfuerzo de levantar las manos por el borde cuando se preguntó si habría alguna posibilidad de liberarlas. ¿Podría cortar la cinta con el borde de la tapadera?

Luchó por levantar el hombro izquierdo contra el borde de la bañera y fue presionando con las muñecas buscando un filo. Estaba demasiado alto. Se retorció hacia los grifos y se tendió de ese lado para agarrar el grifo entre sus muñecas. Aquella postura tan apretada apenas le permitía hacer movimientos flexibles con algo de fuerza, pero no la suficiente; el borde era demasiado romo. A lo mejor podría romper la cinta con la esquina superior de la tapadera. Cuando consiguió agarrarse al borde con una mano y tirar de sí hacia ella, se dio cuenta de que la esquina estaba fuera de su alcance.

No debía dejar que aquello le robara su determinación. Aún tenía una oportunidad de escapar. Se cayó de lado, haciéndose un moratón en el hombro e hizo todo lo que pudo para convertir su rabia frustrada en energía. Volvió a la postura sentada con mucho esfuerzo y descansó un poco mientras respiraba todo lo profundamente que pudo. Tensó su cuerpo y reunió cada reserva de fuerza que le quedaba. Las uñas chirriaban contra el extremo de la bañera y sus manos no eran capaces de hacer nada más que agarrarse al borde.

Si por culpa del dolor no resistía la tentación de descansar, aunque fuese por un momento, podría perder la sujeción. Intentó agarrar el borde y le dio una patada desesperadamente constreñida para levantar los pies. Mientras estos subían, balanceó el cuerpo sobre el punzante pivote que formaban sus muñecas hacia el lateral de la bañera. Los pies pasaron por encima de ella, los tobillos rozaron el borde y entonces la mayor parte de su cuerpo fue a parar contra él. Aquella carga era demasiado dolorosa para sus muñecas. Abrió las manos y se impulsó fuera de la bañera.

Tuvo tiempo de pensar que podría golpearse en la cabeza con la caída, pero lo único que pasó fue que el impacto contra el suelo la dejó sin respiración. Se debió tanto a la sorpresa como al impacto; aunque o bien el suelo se había vuelto blando o había sido ella misma. Tocando la superficie con las yemas de los dedos averiguó que se trataba de un colchón. Entonces era verdad que Dudley había permanecido allí como un compañero de sueño invisible, pero aquello no significaba que tuviese que andar por allí cerca. Tampoco debía pensar que hubiera llenado el suelo de objetos que le impidieran escapar; seguramente creía que la había dejado indefensa. Iba a lamentar haberla subestimado. En cuanto recuperó el aliento, se dirigió hacia la puerta.

Estaba más allá de sus pies y no tan distante como su ceguera y sus restringidos movimientos lo hacían parecer. Luchó por levantar el hombro y el codo izquierdos, y alejarse de la bañera. El codo chocó contra el suelo al salir del colchón y tras avanzar unos centímetros se le quedó en carne viva por culpa del roce. Aún podía levantarse sobre el hombro ayudándose de las rodillas flexionadas. Al poco, sus pies desnudos encontraron el exterior de la bañera. Los presionó contra el flexible plástico y se alejó un poco más, después se empujó con las piernas. Un segundo empujón la sacó del colchón por completo y el tercero hizo que su hombro chocara contra lo que fuese que le estuviera bloqueando el paso.

Era de madera. Estaba segura de que sus sordos oídos lo habían escuchado. Debía de ser la puerta. Inclinó la espalda contra aquello y se sentó. Entonces un objeto se le hundió en la cabeza. No era un arma, sino el pomo. Se agachó como si aquello le aliviara el dolor y, una vez que disminuyó, decidió que ya había descansado bastante. No tenía ni idea de cuánto tiempo le quedaba. Necesitaba ponerse en pie y abrir la puerta.

Extendió las manos contra ella y tomó aire deseando poder utilizar también la boca. Levantó las rodillas, colocó los pies debajo y empujó con todas sus fuerzas. El mareo iba subiendo a la vez que lo hacía ella. ¿Había gastado ya la energía que necesitaba para mantenerse levantada todo el camino? Le flaqueaban las piernas, le temblaban las rodillas y se inclinó sobre sus doloridas muñecas para buscar el último resquicio de fuerza. Se empujó con las manos y se puso en pie, pero tambaleándose un poco hacia delante. Se echó hacia tras y se golpeó los hombros con la puerta. No debía importarle el dolor. Cuando la oscuridad dejó de ser tan extremada y ella dejó de tambalearse, se desplazó para agarrar el pomo. Pero estaba a varios centímetros más alto que sus manos.

Podría alcanzarlo, o casi. Alzándose torpemente sobre los dedos de los pies pudo capturarlo con las yemas de los dedos. Antes de poder girarlo, dejó algo de espacio dando algunos pasos temblorosos en la oscuridad. Se prometía a sí misma que casi le había dado la vuelta completa mientras daba un saltito torpe hacia la puerta nuevamente. Volvió a estirarse sobre los dedos de los pies y presionó los dedos de las manos contra el pomo con tanta fuerza que sintió que le quemaban. Si se inclinaba hacia la derecha, podría moverlo. La puerta se abrió hacia ella a la vez que tiró y le golpeó la parte trasera de las piernas. Se movió unos cuantos centímetros hacia delante para llevarse la puerta con ella. Estaba a punto de repetir el proceso cuando todo el vigor pareció caérsele por las piernas abajo hasta llegarle a los pies. Perdió el equilibrio, lanzándose hacia atrás y cerrando la puerta de golpe.

Solo se trataba de su primer intento. Podría hacerlo otra vez. De hecho, podía; pero aquel procedimiento repetitivo solo conseguiría que la puerta se cerrara burlonamente una y otra vez. Cuando intentó dejar la puerta abierta unos tres centímetros y agarrarla por el borde hasta que se abriera un poco más, parecía cerrarse sola aunque ella no perdiera el equilibrio. Empezó a llorar frías lágrimas pegajosas que zigzagueaban entre la cinta y sus mejillas. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino ensayar su grotesca canción con la puerta hasta que su público regresara a casa? Ninguna otra cosa en aquella habitación invisible le proporcionaba nada más parecido a la esperanza. Sus actos se habían vuelto virtualmente irracionales: luchar contra el pomo de una puerta; tambalearse unos cuantos centímetros; perder el equilibrio; volver hacia atrás… A pesar de lo distante que le parecía a sus inutilizados oídos, ¿no era aquello el sonido del timbre de la puerta?

Al sonar por segunda vez se dio cuenta de la oportunidad que estaba dejando pasar. Comenzó a golpear la puerta tan fuerte y alto como pudo. El timbre volvió a sonar y rezó para que la persona que estuviese afuera se impacientara al oír el barullo que estaba formando Patricia; que se impacientara lo suficiente como para hacer algo al respecto. Solo la sensación de que alguien la escuchara era un alivio desesperado, siempre que aquello condujera a alguna parte.

– ¡Estoy aquí arriba! -intentó gritar Patricia pese a su mordaza-. ¡Déjeme salir o busque a alguien que pueda sacarme!

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