15

– Oh gracias, Patricia. Son preciosas, muy bonitas. Muchísimas gracias.

– Es un placer. Además esta vez no he llegado tarde.

– Si acaso, llegas un poco pronto, ¿no? No, claro que no. Debe de ser él, que no ha mirado el reloj. ¿Dudley? Acaba de llegar nuestra invitada.

Patricia utilizó ambas manos para cerrar la poco cooperante puerta mientras Kathy subía el ramo por la escalera y se agarraba al pasamanos color claro como si eso ayudara a que su voz llegara hasta su hijo.

– ¿Dudley? -volvió a gritar-. Estaba escribiendo -dijo.

– ¿Tenemos que interrumpirlo?

– Incluso los autores deben tener modales.

Kathy lo llamó de nuevo, golpeando suavemente el pasamanos.

– Es nuestra amiga de la revista -dijo-. Patricia.

Aquello provocó un farfullo que vino desde arriba, demasiado cortante para ser una bienvenida. Patricia vio que Kathy quiso fingir que sí lo era y ella intentó dejar el tema mientras seguía a la madre de Dudley hacia el otro lado del recibidor.

– Me gustan sus fotografías -dijo.

– Aunque no somos profesionales, ¿verdad? Su fotógrafo me dijo que solo era una aficionada. ¿Le importa si comemos en la cocina? A Dudley le gusta estar cerca del frigorífico para que las bebidas estén tan frías como sea posible.

– Será muy acogedor -dijo Patricia, aunque pensó que aquella no era la palabra que mejor convenía.

Solo veía esquinas en todos los sitios que miraba: las de la lavadora que impregnaba la habitación con un leve olor a jabón, el gran frigorífico, el fregadero de acero, la mesa rectangular… Lo único redondeado eran las sillas de pino, pero aún así eran rígidas y duras.

– Lo es -se vio obligada a añadir.

– Siempre hemos creído lo mismo, Dudley y yo. ¿Qué le gustaría beber?

– ¿Vino, quizá?

– Puedo salir y comprar.

– Debería haber traído una botella. La limonada que tomamos la última vez estaría muy bien.

– De eso tenemos de sobra. Es su bebida favorita.

Kathy puso una botella en la mesa y comenzó a cortar los tallos del ramo para echarlos al cubo de basura de pedal.

– Ahora que no está aquí para sentirse avergonzado, ¿tuvo tiempo para leer mi historia sobre él?

– Espero poder hacerlo.

– Hágalo cuando desee.

Kathy se inclinó aún más al decir:

– No espero que lo utilice. Obviamente no lo haría.

– No creo que tengamos espacio suficiente, ni siquiera con el problema que hemos tenido con la historia de Dudley.

Kathy dio un pequeño grito a la vez que se pinchaba con el tallo de una de las rosas.

– ¿Qué problema? -dijo chupándose la sangre del dedo-. ¿Él lo sabe?

– ¿Le traigo una tirita para eso?

– No hace falta, de verdad. Apenas me duele.

Kathy puso el dedo debajo del grifo a la vez que se giraba para mirar a Patricia de frente.

– Aún no me ha dicho de qué problema se trata -dijo.

– Mi historia les asusta.

Patricia no dejó que la proximidad de la voz de Dudley la pusiera nerviosa. Giró la cabeza sin ninguna prisa y solo vio el recibidor desierto. Enseguida bajó los últimos peldaños que le quedaban sin hacer ningún ruido y le dedicó a Patricia una sonrisa de demasiada complicidad para su gusto.

– ¿Qué demonios iba a temer nadie de ti? -dijo Kathy a punto de reír.

Cambió la posición de sus labios, aparentemente buscando una expresión en vez de una respuesta y Patricia se giró hacia ella.

– ¿Se acuerda de la chica que fue asesinada en el metro?

– Hay demasiados casos hoy en día, ¿no? Ya nadie tiene el cuidado que se debería tener. Supongo que fue un caso de drogas, alcohol o de estar acostumbrado a lo peligroso. Siéntate, Dudley. Vamos a empezar.

Mientras se sentaba enfrente de Patricia, esta dijo:

– Lo de esta chica ocurrió en Moorfields.

– Qué extraño -dijo Kathy después de servir la sopa en los cuencos-. Es triste. Claro. Pero ¿no dicen que la realidad supera a la ficción? Sopa de champiñón. Nuestra favorita.

Patricia sospechó que se refería a Dudley, pero este estaba vaciando en la sopa la sal y la pimienta de la vinagrera en forma de estrella y luna nueva. Había puesto suficientes champiñones para darle su sabor a aquel líquido grisáceo. Después de elogiar la sopa dos veces, Patricia le dijo a Dudley:

– ¿Por qué elegiste ese lugar para tu historia?

– Era el mejor lugar.

Ella arqueó las cejas y él continuó:

– Es el más alejado de la gente. Nadie podía oírla si gritaba. No hay otro lugar ahí abajo en el que se pudiera estar seguro de que estaría sola.

¿Ayudaba aquello a la historia menos de lo que debería? Probablemente Dudley lo pensó. Kathy retiró los cuencos, aunque él se había dejado todos los champiñones en el suyo. Patricia no hizo ningún comentario, pero se le leyó en sus ojos.

– Viscosos -le dijo-. Solo me gusta el sabor.

Kathy depositó los champiñones en el cubo de basura de pedal y sacó del horno una bandeja repleta de costillas de cordero.

– Espero que no se deje ni los huesos -le dijo a Patricia-. Su padre solía decir que era demasiado indulgente con él, pero nunca he visto que tenga sentido forzar a un niño a hacer algo.

Aquello fue seguido de un decidido silencio. Antes de traer los platos a la mesa, solo se escuchaba el sonido de la carne y las patatas cocidas que Kathy estaba sirviendo; las zanahorias no hicieron ruido y las verduras produjeron un leve golpe.

Después de que Patricia rociara el plato con salsa de menta de una jarrita con forma de un historiado tulipán rosa y después de probar el primer bocado de todo aquello con bastante vehemencia, se sintió obligada a resumir las preguntas en una:

– Vincent quería que te preguntara un par de cosas -dijo-. Está intentando comprender a tu personaje.

– ¿No se supone que solo tiene que grabar lo que Dudley escribió? Eso debería ayudarlo a comprender lo que sea, aunque no sé qué tendrá que entender.

– Vincent no entiende muy bien por qué el señor Anónimo…

Cuando Dudley frunció el ceño al oír aquello, Patricia dijo:

– ¿Ha buscado ya un nombre para él?

– No, porque nadie sabe nunca quién es.

– Entonces siempre escribes sobre el mismo asesino, ¿no?

– Claro. Todas mis historias tratan sobre él.

En vez de hablar por las víctimas, que no existían, Patricia dijo:

– ¿Sabe más cosas sobre él de las que escribe en las historias?

– Quizá.

Dudley cortó un trozo de cordero y no se lo llevó a la boca hasta que terminó de decir:

– ¿Como cuáles?

– Disculpe por volver a interrumpir, Patricia, pero, cómete también las verduras, Dudley. Seguro que tienen vitaminas que te ayudan a ser creativo.

Dudley intensificó su mirada hacia Patricia. Con mucha menos claridad, ya que tuvo que limpiarse los labios con la mano, repitió:

– ¿Cuáles, por ejemplo?

– Sé que no he leído las historias como debía, pero no sé por qué el señor Anónimo mata a la gente.

Quizá le disgustó que volviera a mencionar aquel nombre. Una expresión de pocos amigos estrechó su mirada a la vez que decía:

– Porque ellas piden que lo haga -dijo.

– Se refiere a que eso es lo que su personaje cree, ¿no?

– Mmm, sí.

A la vez que relajaba la frente, pareció sonreír.

– El señor Matagrama -dijo-. El contrario de Besograma. [5]

– ¿Lo ha llamado así por la película?

– ¿Por qué no lo ponéis como título? -dijo Kathy.

– Tendremos que ver qué piensa Vincent, ¿no? Entonces, Dudley, de alguna manera él culpa a sus víctimas.

– No las culpa. No llegan a importarle tanto.

– Debe tener una razón mejor que la de que no le importan.

– Ellas no saben que él está allí, eso es todo.

– Eso es más bien lo que hace y no la razón de por qué lo hace, ¿no? -dijo Kathy.

– Ambas cosas.

Quizá se sintió interrogado por partida doble, ya que añadió algo de irritación al decir:

– Entonces es cuando todo le va bien.

– Creo que no entiendo eso -dijo Kathy.

– Es el momento en que no hay nadie más que él y su víctima. El lugar también ayuda; es como si todo aquello tuviese que pasar -declaró Dudley, negando con la cabeza con tanta violencia que el bocado de carne que iba a comerse le manchó los labios. -No como si tuviese que pasar; cuando tiene que pasar.

Sin tener en cuenta la relación tan directa e íntima que tenía con su personaje, aquello incomodó a Patricia.

– Quizá debería hablar de esto con Vincent -se sintió aliviada al sugerir-. ¿Ha decidido en cuál de sus historias quiere que él piense?

– Permitidme que…

Kathy se volvió de espaldas y arrancó un pedazo de rollo de cocina con el que le limpió la boca a Dudley.

– Aún sigue utilizando la línea uno del metro, ¿no?

Él echó la cabeza a un lado y miró a Patricia hasta que esta admitió:

– Por desgracia, no lo haremos si eso molesta a la familia de la chica.

– Pero al final tendrán que publicar algo.

– No utilizaremos esa, pero estoy segura de que cualquier otra cosa que utilicemos ayudará igual a la reputación de Dudley.

– Pensé que habían firmado un acuerdo para publicar esa historia.

Patricia creyó que aquello era una acusación contra ella y contra su madre.

– No hay ningún compromiso de publicación por parte de la revista -dijo.

– Eso es algo injusto, ¿no?

Al ver que Patricia no asentía, Kathy continuó:

– Además, ¿cómo saben lo que piensa la familia? Solo se trata de la misma estación, después de todo.

– Se enteraron de la lectura de la historia y no les hizo gracia. No sabemos cómo llegó a sus oídos.

– ¿Quién querría arruinarle esto a Dudley? -protestó Kathy, respirando profundamente después-. No, lleva razón. Debería tenerse en cuenta a la familia. No sé qué sería de mí si perdiera a mi hijo. ¿Has terminado ya, Dudley? Aún hay muchas cosas buenas delante de ti.

– Ya he tomado lo que me apetecía -dijo Dudley tirando el cuchillo sobre la pasta de verduras.

Kathy no habló hasta que retiró todos los platos de la mesa.

– Tomemos algo dulce -dijo.

Mientras Kathy sacaba del horno un pastel tan aplastado que parecía doblado para invalidar su propia forma, Patricia no pudo resistirse a preguntarle a Dudley:

– ¿También es su favorito?

– No. Lo hice porque teníamos invitados -dijo Kathy.

Patricia hizo lo que pudo para no preguntarse qué había hecho para crear una pasta tan parecida a la piel mientras cortaba un trozo con la cuchara. Después de averiguar que el relleno era a base de miel y manzana por igual, fue capaz de elogiar el postre, esperando que no fuese demasiado tarde. Pensó que no había sido capaz de convencerla, cuando Kathy dijo:

– ¿Qué historia cree que debería enviar, entonces?

– No creo que tenga tiempo para decidirlo.

Patricia no sabía en qué medida la impresión que tenía era debida a aquellas historias (la misma cara pálida y tímida mirando desde cada relato), o a los comentarios de Dudley:

– ¿Cuál enviaría usted? -preguntó.

– No ganaría ninguna, ¿verdad? -objetó Kathy antes de dejar a un lado su amargura con una sonrisa dedicada a su hijo-. A no ser que todas sean ganadoras. ¿Qué tal la de cuando finge que va ayudarla a que no se hunda en el lodo de la playa y la empuja en vez de sujetarla? Esa me provocó muchos escalofríos. ¿O sería demasiado desagradable para tratarse del héroe de la película?

– No creo que lo fuese -dijo Patricia.

– El personaje central, entonces. La persona que todo el mundo quiere que regrese -dijo dirigiéndose a su hijo-. La que más me asustó de todas fue cuando conoce a una chica caminando por el campo en un día como este y le ofrece agua envenenada con éxtasis. La forma en que la ve bailar hasta la muerte ya es bastante horrible, pero que alguien te ofrezca una droga como esa sin saberlo, es aún peor.

– ¿Puede ser ese su error? -sugirió Patricia-. Le pueden seguir la pista a través de la droga.

– No. Estaba paseando, como ella dijo, y se la encontró donde alguien la había escondido. Entonces la diluyó en el agua de la botella, que ni siquiera era suya.

– ¿Y qué hay de las huellas de la botella?

– Se la llevó después de que ella se bebiera toda el agua, después de sentirse acalorada por los brincos que daba. No la tiró allí mismo; la cogió y la puso en el contenedor de la basura porque sabía que nadie miraría allí.

– Esa no es la historia -dijo Kathy.

– Entonces quizá no lo escribí. ¿Qué más da? Yo sé lo que ocurrió y no tengo que contarlo todo.

– No hace falta tomárselo como algo personal. No dejes que te regañen, cariño -dijo Kathy mientras miraba el plato, enfurruñado-. Bueno, ¿cuál es tu historia favorita?

– No quiero que publiquen ninguna. Estoy trabajando en una nueva.

– ¿Hay tiempo para eso, Patricia?

– No mucho. Lo averiguaré, pero no creo que tenga más de una semana.

– ¿Cuánto crees que vas a tardar, Dudley? ¿No sería mejor que les dieras una de las otras y que utilicen la nueva en otra ocasión?

Retiró la silla hacia atrás y se puso en pie de un salto.

– No. No sé cuánto tiempo voy a tardar en escribirla. Mucho, si seguís con esto -gritó desde el recibidor, subiendo después las escaleras en estampida.

– Discúlpelo, Patricia. Seguramente los artistas son así -dijo Kathy.

No la miró hasta que tiró todo el contenido del plato del postre, que no había tocado.

– ¿Quiere un café?

– Estoy bien, gracias -dijo Patricia queriendo decir que ya estaba lo bastante acalorada y tensa-. Déjeme que la ayude a fregar.

– ¿Por qué? Ya la consideramos como una más de la familia, pero no debería desperdiciar el tiempo de su visita conmigo. ¿Ha visto nuestra colina?

– Lo hice mientras venía.

– Pero no ha subido a echar un vistazo.

Cuando Patricia accedió, Kathy gritó:

– Dudley, sé que puedes oírnos; no has cerrado la puerta. ¿Por qué no llevas a nuestra invitada a dar un paseo por la colina?

Mientras Patricia se giraba para mirarlo, él bajó algunos peldaños menos de los que se habían oído cuando subió.

– Puede ser de ayuda -murmuró.

– Gracias por la cena, Kathy. Me ha encantado.

– Estoy segura de que no era a lo que está acostumbrada, pero soy una persona sencilla en algunos aspectos.

Kathy fue deprisa hacia la puerta para despedirse de ellos con la mano. El sol se había escondido tras la cresta y la masa de vegetación que había al otro lado de la carretera estaba en penumbra. Mientras Patricia seguía a Dudley por el estrecho sendero entre los árboles y los crecidos hierbajos, escuchó que la puerta se había cerrado con un discreto golpe. Se agachó bajo una de las ramas más bajas de un árbol y sintió como si la sigilosa oscuridad se estuviera apoderando de ella, especialmente desde que Dudley se había detenido bloqueándole el paso.

– ¿Qué ha sido eso?-susurró él.

Durante un instante, escuchó el crujido del suelo. Quizá intentaba ponerla nerviosa, pero dijo:

– ¿Qué desearía que fuera?

– Solo estoy haciendo una pregunta.

– Las víctimas del señor Matagrama han regresado a por él.

La oscuridad pareció concentrarse en sus ojos.

– No lo creo -dijo, volviéndose hacia delante aunque algo había sonado bajo su pie.

– A veces debe pensar en lo que ha hecho, ¿no? Debería hacerlo en la película.

– ¿Y por qué?

– A menos que carezca absolutamente de imaginación.

– Tiene muchísima.

– Entonces, ¿no debería demostrarlo?

– Bueno, lo hará.

¿De verdad pensaba que una mirada como esa podría asustarla? Identificarse con uno de sus personajes estaba bien, pero estaba empezando a sentirse capaz de llevarlo aún más lejos.

– Continúe -dijo, caminando hacia él hasta que se vio obligado a moverse.

En menos de un minuto, llegaron a un espacio abierto rodeado de árboles, con urracas parloteando bajo un cielo azul que cada vez se volvía más pálido.

– Espero que no se lo tome a mal -dijo Patricia-, pero he estado hablando con un par de personas sobre usted.

Tuvo que alzar la voz para competir con aquel bullicio y fue bastante sorprendente que él mirara a su alrededor para comprobar que nadie lo escuchaba.

– ¿Con quiénes? -dijo, tan alto que las urracas salieron volando.

– Con el señor Fender, de su antiguo colegio.

– ¿Por qué iba a tomármelo mal? Kathy solía decir que estaba celoso porque yo sabía más que él sobre escritura.

Dudley se dirigió hacia el comienzo del sendero que conducía al observatorio abandonado que estaba por encima de ellos, en la cima, y se giró para ponerse frente a ella.

– ¿Qué le dijo sobre mi?

– Sigamos moviéndonos si vamos a continuar con el paseo.

Cuando Dudley comenzó a subir en dirección hacia la achaparrada torre de un solo ojo de al lado de la cúpula, ella dijo:

– ¿No se opuso a su historia porque se basaba en un hecho real?

– ¿Y qué si lo hacía? Los escritores tienen que empezar por algo.

Del arbusto sobre el que se había apoyado salió un ruido parecido a un crujido de huesos.

– Vaya usted delante -le urgió.

No habló hasta que estuvo detrás de ella.

– ¿Qué más le dijo sobre mí?

– Solo eso. La entrevista no fue demasiado productiva.

– Entonces debería haberse mantenido al margen, como sabía que yo deseaba.

De pronto, la voz de Dudley bajó el tono, pero se escuchó más cerca.

– ¿Le habló sobre ella?

– ¿Se refiere a la chica de Moorfields?

– Sí, a ella. La que está causando tantos problemas. Angela o como se llamara. Supongo que sabría mucho sobre ella.

– De hecho, no. Ni yo tampoco.

– ¿Debería creérmelo?

No estaba segura de si solo debía escuchar o si aquel comentario iba dirigido a ella. No se dio cuenta hasta que llegaron a la cima desierta. Entonces se giró para mirarlo desde arriba.

– Debería creerlo, si tiene algo de sentido común -dijo ella sin retirarse, aunque su tensa sonrisa estaba a pocos centímetros de su pecho-. No sabía nada de ella cuando fui a verle.

– Hay algunas personas que han averiguado cuánto sentido común tengo. Quizá debería conocerlas.

A Patricia le divertía que no fuese capaz de evitar amenazar de aquella manera, pero al poco, dejó de reírse.

– Por lo que más quiera, dígame a quién más puedo entrevistar -dijo-. También almorcé con Eamonn Moore.

– ¿Cómo consiguió ponerse en contacto con él? Lo invité a la lectura de mi historia, pero no acudió.

– Me pidió que le presentara sus disculpas. Tenía un compromiso familiar. No dejó de enseñarme fotografías de sus hijas pequeñas.

– Debería haber averiguado dónde vive en vez de enviarle la invitación a la oficina. Seguro que se lo contó a su jefe y le llamaron la atención.

– ¿Por qué iban a hacerlo?

– No le tendrán mucho más aprecio a la imaginación que en el lugar donde yo trabajo. Ya sabe por qué, ¿no? Porque eso les hace sentir inferiores. Seguro.

Aunque lo único que hizo Patricia fue levantar una ceja, fue suficiente para provocarlo.

– ¿A quién cree, a Eamonn o a mí?

– A quien diga la verdad.

Ni siquiera estaba segura de a qué se refería, pero aquello le permitió añadir:

– No me importaría saber cuál de los dos dice la verdad de un asunto.

– Yo -dijo Dudley, mirándola como si pudiera resolver por la fuerza cualquier conflicto que ella pudiese tener en su mente-. ¿Qué asunto?

– Probablemente, ni lo recuerde. Solo era una anécdota desagradable sobre un perro.

Dejó la mirada perdida, como si intentara encontrar la expresión adecuada.

– ¿Qué le contó?

– Que le provocó pesadillas con aquello.

Dudley levantó la parte izquierda de la boca intentando sonreír.

– Espero que así fuera.

– La historia no fue así, ¿verdad?

– ¿Por qué no iba a serlo?

– No querrá que piense que no se inventa sus historias, ¿no?

Su boca seguía buscando la forma de extender la mitad de la expresión.

– ¿Por qué no esta? ¿Demasiado real para usted?

– No, solo creo que se comportaba como los niños pequeños. Y disculpe, pero ahora lo está haciendo.

– Nunca lo hice. Puede preguntárselo a Kathy.

Se dirigió hacia el otro lado de la cima, donde había un hueco bajo en la pared del observatorio.

– Este es el mejor sitio. Vayamos por aquí abajo -dijo.

Patricia se aventuró a acercarse lo bastante para distinguir entre la bóveda de vegetación unos pocos pasos que descendían por el bosque en penumbra.

– Supongo que debería coger el tren.

– Podemos ir por aquí.

– Creo que puede quedarse aquí arriba. No hay necesidad de que me acompañe caminando a la estación. Déle las gracias de nuevo a Kathy por esta tarde tan interesante. Y gracias a usted también.

¿Sospechó quizá que estaba siendo irónica? Cuando se giró para averiguar qué aspecto tenía, él había avanzado algunos metros, pero seguía quieto.

– Solía jugar a ese juego cuando era pequeña -le hizo saber-. ¿No debería marcharse a casa a escribir?

– Estoy pensando en ello ahora mismo.

– En ese caso, dejo de interrumpir -dijo Patricia a la vez que se giraba para no ver aquella mirada que no parpadeaba.

No volvió a mirar tras ella hasta que había andado al menos unos cien metros a lo largo de la irregular colina. No había ni rastro de él ni de nadie de camino hacia el otro extremo, donde un antiguo molino guardaba un puente de unos doce metros por encima de la carretera. Un perro huesudo, tan gris como el nombre de su raza, tiraba de una mujer que cruzaba el puente.

– Hace buena noche -le dijo a Patricia.

– Sí.

Quizá la mujer se sintió decepcionada con aquella respuesta.

– Una buena noche -dijo más alto, mientras llegaba a la altura del molino.

Patricia dijo lo mismo a la vez que subía al puente. No había nadie más a la vista, pero ¿no estaba la mujer demasiado lejos como para haberse dirigido a ella? El tamaño del molino, contra el que el perro estaba levantando elegantemente la pata, era lo suficientemente grande como para albergar a media docena de personas, pero no había ninguna sombra en la que alguien pudiera esconderse. Durante un momento, Patricia se sintió tentada a buscar compañía, pero no le gustaba la idea de descubrir el comportamiento de la mujer si, de hecho, había estado hablando sola. En vez de eso, cruzó el puente, manteniéndose alejada de ambas barandillas y bastante impresionada por lo ligeras y bajas que eran, y se apresuró colina abajo.

Era evidente que había elegido el camino largo para ir a la estación. El erosionado sendero de resbaladizas piedras llevaba hasta un pinar en el que se escuchaba el golpeteo de las ramas y el crujido de las piñas bajo los pasos de otro caminante silencioso que se acercaba. Cuando llegó al campo de apestosa hierba, rodeado por los grandes pinos, tuvo la esperanza de que la otra persona saliera a la vista, pero los ruidos permanecieron detrás de los árboles. Más allá del campo, un rastro de suelo gastado la condujo hacia una parte de la calle de los Smith en la que había un patio de iglesia abandonado. Aquello la impresionó tanto como el tópico que estaba atravesando y bajó por una carretera lateral. A la vez se sentía cada vez mas enfadada consigo misma por darse cuenta hasta del tintineo de las piedras y los cristales que parecían conducirla hasta ponerse a cubierto en el gran muro.

Por detrás de las tumbas, una amplia carretera bajaba hacia la estación. Allí seguía estando la carretera principal que conducía a un cruce de cinco direcciones alrededor de una iglesia. Cuando tomó la ruta que llevaba más allá de la ruidosa portería de fútbol unida con cadenas, hacia la estación, sintió más calor del que le habían provocado sus nervios y la velocidad que estos le habían infundido. Al menos el tren estaba a punto de llegar. Sola en el andén, trató de calmar su respiración y suspiró en voz alta. Después, ya no había nada que la distrajese de la entrada de la estación que estaba detrás de ella. Nadie podía haberla seguido tan lejos sin que se hubiese dado cuenta. Y cuando el tren llegó a la estación no pudo evitar dar un paso atrás. Buscó las puertas más cercanas y miró por la ventana a medida que se dirigía a un asiento que estuviese de espaldas al muro. Por supuesto no había visto a nadie escondiéndose más allá de la salida a la calle, pero ¿y si lo hubiera hecho? Las puertas se cerraron, el tren partió y ella miró deliberadamente hacia el andén.

– Fin de la historia -dijo.

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