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Patricia daba sacudidas despierta y enseguida se enfadaba por haberse quedado dormida. Aquello era como entregarse a Dudley, como que le robaran el último vestigio del sentido de sí misma. Estaba a punto de golpear sus magullados pies contra la bañera para aliviar su rabiosa frustración cuando por fin consiguió recuperar la calma para pensar. Debía permanecer quieta, por si eso le era de utilidad. Quizá si se quedaba de lado, mirando hacia la habitación, podría averiguar qué estaba haciendo él. Quizá si dejaba de estar tensa, podría oír.

No sabía cuánto tiempo había pasado intentado distraerlo golpeando los laterales de su prisión. Había empezado a sentir que era la única forma en que podía mostrar su propia existencia. Cuando necesitaba descansar debido al intenso dolor de sus piernas y brazos, tenía que intentar pensar que le daba una tregua y que había terminado de sacarlo de quicio. Más de una vez había entrado en la habitación para gruñirle o chillarle. Le intimidaba su reacción, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si se quedaba inmóvil, ¿conseguiría persuadirlo a arriesgarse a dejarla ir? Seguramente no tenía otra opción en la vida real; seguramente no se había imaginado que estaban en una de sus historias. Intentó ralentizar su respiración y relajar todo el cuerpo para poder oír.

La última vez que lo había escuchado chillarle para que se callara, la voz había procedido de detrás de ella, aún más baja. Tenía que estar durmiendo en el suelo para bloquear su escapada, pero cada vez tenía menos sensación de que se hallaba cerca. No percibía su loción de afeitado. ¿Se atrevería a confiar en su instinto? Dudosa en un principio y después ganando cada vez más confianza, golpeó los talones contra el lateral de la bañera.

¿Y si él la estaba observando desde el otro lado de la habitación? ¿Y si se estaba riendo de su ceguera y observando pacientemente sus esfuerzos por trepar y salir fuera de su prisión? Le escocían los ojos por la furia y la incapacidad de atravesar la oscuridad de la cinta. Si le había traicionado la intuición y él no había abandonado la casa, le haría imposible el poder fingir. Se giró sobre la espalda y extendió las manos debajo de ella, aplastando los pies contra la bañera hasta que temblaron. El ruido estaba tan cerca de hacerle daño a sus sordos oídos que creyó que nadie más en el edificio podría ser capaz de soportarlo. Tenía que pensar que al final la había dejado en paz, por culpa de la película, claro.

Empezó a colocarse lentamente en una posición sentada. ¿Por qué estaba teniendo tanto cuidado? Se empujó con fuerza con los pies y la nuca se deslizó por el borde de la bañera. Le vino a la cabeza la imagen de un soldado revelando su posición en una trinchera. Pero aún no había levantado la cabeza por encima del borde, cuando sintió un fuerte golpe.

Le lloraban los ojos y su boca luchaba por encontrar un hueco y pronunciar algo más que un gemido obstruido. Se quedó agachada, detestando su indefensión e intentó en vano averiguar de dónde procedería el siguiente golpe aunque no podía hacer nada por evitarlo. Sus dedos se retorcían, incapaces de alzarse y frotar el lugar del impacto. Solo podía esperar a que el dolor disminuyera. Poco a poco, se fue debilitando y encogiendo para dejar su cabeza suavizada y expuesta. Comenzó a sentir un hormigueo, producto del estremecimiento por la anticipación al próximo ataque. No iba a quedarse cabizbaja como una víctima cuando no había ningún motivo para pensar que eso la salvaría. Se puso recta, furiosa y desafiante, pero al mismo tiempo no pudo evitar agacharse. Aquel gesto solo evitó que el golpe en la cabeza no fuese tan fuerte como la primera vez con aquel objeto aéreo.

Quería creer que era el grifo. Necesitaba descubrir cómo podría haberse golpeado dos veces. Mantuvo la cabeza agachada mientras el dolor se reducía y entonces se enderezó centímetro a centímetro. Cuando se encontró con el objeto una vez más, distinguió lo plano y horizontal que este era, no curvado e inclinado como la parte baja de un grifo. De todas formas, estaba demasiado bajo, no sobresalía mucho más de la altura del borde de la bañera.

Aquello no la dejaba sentarse. Se giró hacia un lado y se arrastró con mucho esfuerzo hacia abajo para después intentar levantarse solo con su cuerpo como palanca. Mientras conseguía erguir el torso, la barrera estaba lista para impedirle el paso a su cabeza. Volvió a caerse, magullándose los nudillos y extendió las piernas hacia arriba. La barrera también estaba por encima de sus pies. Al arrastrarlos por el borde y después realizando el mismo experimento con la cabeza desde el lado opuesto, averiguó que la tapa cubría casi toda la bañera.

Había un hueco sobre los grifos, pero apenas era lo bastante ancho para que sus pies lo traspasaran. El grosor de la tapa debía ser de la misma longitud que sus pies. Seguramente aquello era exagerado y no debía impedir que siguiera adelante. Se volvió a colocar de lado y trepó torpemente por su prisión. Después utilizó el lateral para ponerse en cuclillas. Una vez que tuvo los hombros y la nuca contra la tapa, intentó levantarla con todas sus fuerzas.

No se movió. Aunque tenía la columna vertebral casi recta y todos los músculos de los que podía disponer temblaban por el esfuerzo, se sentía impedida por la inutilidad de sus brazos, incapaces de proporcionar la fuerza que habría marcado la diferencia. Al final desistió y cuando dejó de temblarle el cuerpo, volvió a intentarlo. Siguió intentándolo hasta sentirse mareada por el esfuerzo. Entonces se tumbó sobre la espalda y presionó los pies contra la barrera. Fue igual de inútil. Creyó haber pasado horas intentando mover la tapa antes de caer inerte, jadeando por la nariz, con su ceguera tornándose color rojo al compás de su pulso. La tapa era completamente inamovible, por nadie y por nada. Podría estar enterrada en un ataúd bajo dos metros de tierra.

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