6

A medida que Dudley subía por la ladera, sentía cómo las criaturas revoloteaban entre la maleza. Quizá ellas habían sentido su confusa ira. Pensó en una de las preguntas que la entrevistadora le podría haber hecho si se hubiese dignado a aparecer: Señor Smith, ¿qué fue lo primero que usted mató? Tenía que tener una cara así como la que le puso la regordeta y bronceada de Colette y su oficina como emplazamiento para la entrevista. Parecía tan sorprendida como la señora Wimbourne y los demás de la editorial; Lionel se había quitado el auricular para escuchar e incluso Morris había dedicado parte de su descanso a estar presente. La entrevistadora debía preguntarle: ¿Cómo espera que se desarrolle su carrera?, y la respuesta debería ser que Dudley se sentía capaz de escribir un éxito de ventas. La chica de la revista tendría que haberle hecho su primera entrevista en vez de haberlo dejado plantado.

Entre los árboles que entorpecían el curvado camino y cuyas ramas le llegaban a la altura de la cara, había helechos muy crecidos y matorrales de aulagas de color dorado. Una ramita chasqueó al igual que unos dedos bajo sus pies y soltó una risilla antes de gruñirle a una zarza espinosa a la cual le había dado un codazo. La luz del sol le dio de lleno con un zumbido eléctrico de insectos y sintió como si le enfocaran con una lámpara. Alguien de la revista debería de haberse dado ya cuenta de si Los trenes nocturnos no te llevan a casa iba a causarle algún problema.

El sendero conducía hasta un espacio abierto donde una hierba color marrón exhibía unas placas de arenisca sombreadas por un liquen gris. Se percató de unas agujas hipodérmicas que brillaban en la sombra de un arbusto carbonizado. Los mosquitos zumbaban como un coro de taladros de dentista y una lejana voz, distorsionada por la distancia, se dirigió a él:

– ¿Qué es lo que te sucede ahora, Smith? ¿Aún te sientes demasiado débil para continuar o te crees mejor que tus compañeros?

– Tenía asma, pero ya no.

Dudley se vio forzado a contestar aunque había oído la voz pero no las palabras. Debía de ser el día del deporte en su vieja escuela en Birkenhead. La voz de los altavoces pertenecía al señor Brink, el profesor de deporte.

– El señor Brink y su asqueroso mal olor -gritó Dudley acordándose de la peste a sudor y suelas de zapato que había en el gimnasio.

Parecía que aquella voz le contestaba en la cabeza.

– Sigues garabateando ¿no, Smith? ¿Crees que sentarte a inventar historias es más sano que ir al gimnasio o al campo?

– El señor Fender me dijo que sabía escribir. Quizá usted lo volvió en mi contra, quizá le dijo que me dijera qué era sobre lo que tenía que escribir -dijo Dudley intentando controlarse-. De todas formas, no estoy aquí para hablar con usted. La primera cosa que maté debió ser aquella oruga que me tragué.

Casi veinte años después, aquel recuerdo fue tan rápido como un rayo de sol. Recordó aquel objeto que se retorcía dentro de su boca; el roce de sus muchas patitas en su garganta; su esfuerzo por no toser incluso cuando sentía que intentaba darse la vuelta y trepar hacia arriba hasta que se la tragó de golpe; la lucha para no morir en su estómago, donde estaba seguro de que se había ablandado más antes de que las sensaciones se debilitaran y un sabor amargo le llegara a la boca. Colette lo miraba con sorpresa y admiración.

– ¿Por qué hizo eso? -dijo.

– Se suponía que mi primo Bert también tenía que hacerlo, pero en vez de eso se puso a vomitar. Solíamos retarnos con cosas así y esa fue una de mis ideas. Él había matado tantas cosas como yo cuando terminamos con aquello. Cuando creció un poco ayudaba a los perros a perseguir a las liebres en Altear.

– ¿Usted también ayudaba?

– Mis padres no me dejaban ir.

Un atisbo de queja cogió por sorpresa a Dudley cuando se acordó de que nunca había presenciado la caza de la liebre, que nunca había visto a dos perros coger el mismo animal (cosa que a Bert le había encantado contarle), y nunca había destripado una para oír cómo chillaba una bolsa llena de carne y sangre.

– Sin embargo, he matado muchas ranas. Docenas y docenas.

– ¿Cómo solía cazarlas?

– Se mantienen unidas, como las personas.

Al recordar y darse cuenta de aquello, sintió un mal sabor de boca. Había observado detenidamente con repugnante fascinación cómo sacudían las patas, como si fuesen demasiado débiles para saltar, entonces pisaba a unas pocas antes de coger el palo. Cuando había elegido a la más grande y pesada para apuñalarla, temía que las ranas se escaparan a la charca, pero la hierba que la rodeaba estaba plagada de ellas. Seguían sacudiendo las patas incluso después de haber golpeado sus cuerpecitos; le llevó años comprender que podía ser que los machos fuesen incapaces de dejar de babear en las grietas donde se quedaban atrapados. ¿Cómo podía algo tan viscoso hacer un esfuerzo tan grande por adherirse? Aunque oyera a su madre llamarlo, continuaba con su misión en la charca hasta que veía que no se movía nada. Entonces, lanzaba el palo al agua y regresaba junto a sus padres al picnic.

– Parecía que no se daban cuenta de que las mataba. Debían de ser juguetes rotos. No creo que las cosas puedan sentir -dijo.

Deseó haber estado hablando con una periodista de verdad. No podía dejar que el móvil lo interrumpiera, como si esa fuese la razón de que lo hubiese apagado.

Si la entrevistadora y el fotógrafo se hubiesen molestado en aparecer, tendrían que esperar. Entonces se preguntó si le pedirían a su madre que les enseñara que más había escrito. Quizá vieran las historias que había en su escritorio; quizá las leyeran.

Silbó entre dientes y corrió hacia su casa. Las moscas tropezaban con su cabeza como bultitos inertes mientras se le llenaba la boca de un sabor agrio y ardiente. No había ningún coche aparcado en la puerta. Tomó algunas bocanadas irregulares, demasiado calientes para inhalar, mientras andaba por la calle. Cuando llegó a la puerta no pudo pensar en otra cosa que no fuese un vaso de agua. Abrió la puerta de par en par para recordarle a su madre que había llegado a tiempo para la gente de la revista, pero solo vio a un hombre corpulento y a una mujer joven, la mitad de grande, mirándolo en el recibidor.

– ¿Dudley Smith? -dijo la joven-. Espero que no le importe, pero su madre nos ha enseñado sus secretos.

A Kathy le costó trabajo girarse hacia él. La joven se puso de pie como para demostrar lo menuda y taimada que era.

– ¿Cuáles…? -comenzó a preguntar Dudley cuando vio el montón de papeles que había sobre la mesa.

La expresión de su cara y sus palabras cambiaron de forma.

– ¿De dónde ha sacado eso?

– Su madre nos las trajo -declaró el hombre-. Dijo que Patricia podía echarles un vistazo.

– Sentimos haber llegado tarde -dijo Patricia-. Nos pasamos de estación en el tren.

Lo único que aquella furia nerviosa le dejó decir a Dudley fue:

– Quiero beber algo.

– Entonces, será mejor que se llene un vaso -se permitió decir el fotógrafo.

– Yo puedo hacerlo, Tom -dijo Kathy, haciéndolo.

– Quizá pueda, pero no debería. Aunque solo es mi opinión, claro.

Dudley lo ignoró y observó cómo Kathy le servía la limonada. Se apoyó contra el frigorífico mientras sorbía un trago y otro más, hasta sentirse lo suficientemente refrescado para hablar.

– ¿Qué ha leído?

– Menos de lo que me habría gustado -dijo Patricia-. No he tenido demasiado tiempo, pero sí el suficiente para pensar que quizá queramos quedarnos más de una.

– Patricia votó por tu historia -dijo Kathy mirándolo con gesto de súplica.

Dudley puso bocabajo los manuscritos y se sentó enfrente de la periodista.

– De acuerdo, no me importa que me haga ahora la entrevista.

Tom hizo un sonido sin pronunciar palabra, cosa que Patricia ignoró.

– ¿Le importa si la grabo? -le preguntó a Dudley.

– A mí no me habría importado -dijo Kathy.

El comentario con el que Patricia lo había saludado ya le había dado qué pensar.

– ¿Qué es lo que les has dicho?

– Que no se cree lo que ha conseguido -dijo Patricia.

Siguió con la mirada clavada en su madre.

– ¿Eso es todo?

– Es su entrevista, Dudley. Usted debe ser quien hable.

– Adelante, Patricia. Pregúnteme.

Apretó dos botones de la grabadora de una sola pulsación.

– ¿Qué fue lo que le hizo comenzar a escribir?

– Mi padre.

Pensó que era la respuesta más segura.

– Escribía poemas -dijo-. Yo solía leerlos, al igual que los de muchos poetas locales. Aún los escribe; vi un cartel suyo hace unas semanas.

– Podías haber ido a escucharlos si hubieses querido -dijo Kathy-. No me habría importado.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Patricia, aguardando un poco.

– Monty Smith -contestó Kathy enseguida.

– Solía leerme muchísimo. Aquello tuvo que ser lo que me animó a escribir.

– ¿Solo su padre?

– Esta, también.

– Así no es como se llama a una madre -protestó Tom-. «Esta».

– No, yo la llamo Kathy cuando me dirijo a ella.

– Ella también le ha ayudado, creo -intervino Patricia.

– No dejaba de decir que debía seguir escribiendo. Un profesor del colegio también lo hacía.

– Quizá podría hablar con él.

– No.

– Al final dejó de apoyar a Dudley -dijo Kathy-. Una de sus historias le impresionó muchísimo porque era demasiado real. A mí también me impresionó, pero, eso no es malo ¿verdad? No es malo para un muchacho de quince años. Entonces nos demostró lo imaginativo que era y solo tuvo que leer los artículos de investigación sobre un asesinato.

– No me apetece hablar de ello.

– Entonces no debería haberla sacado a relucir.

– Tom, deja que yo haga la entrevista -dijo Patricia, y se dirigió a Dudley después-. ¿Recuerda cuándo empezó a sentirse atraído por el crimen?

Sintió como si todo el mundo esperara reprobar su respuesta.

– Mucha gente lo está -protestó-. Es algo normal.

– Quizá, pero si usted escribe sin ningún interés por publicar, debe encontrar algo de satisfacción en ello.

No tenía réplica para aquello, pero entonces se dio cuenta de que podía arreglarlo.

– Sé cuándo empecé a sentirme interesado -le dijo a Kathy-. Cuando me dejaste ver los vídeos de Eamonn.

Su madre sonrió.

– Se suponía que no eran aptos para verlos a tu edad, pero yo sabía que conocías la diferencia entre la ficción y la vida real. Los padres de su amigo tenían un videoclub.

– Eamonn también veía esas películas y acabó trabajando para el Gobierno como nosotros. Eamonn Moore, trabajaba en Hacienda. Sus padres llevaban el Moore y Moore Vídeo.

– Entonces, ¿fue ahí de donde obtuvo su inspiración? -preguntó Patricia.

– Empezaste con asesinatos reales, ¿no? -dijo Kathy.

Dudley trató de sonreír.

– ¿Sí?

– Siento tener que volver a sacar el tema, pero la historia que no le gustó al señor Fender trataba sobre un asesino real y las cosas que hizo. El señor Fender dijo que era demasiado real para ser una historia.

– ¿Aún la conserva? -preguntó Patricia.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Solo era un trabajo escolar.

– Podrías habérmela dado a mí -dijo Kathy con nostalgia-. La historia que quería que enviaras no fue la única que destruiste.

– ¿De qué trataba? -preguntó Patricia a ambos.

– Sobre mi adolescencia. Era horrible.

– Nunca he estado segura de si aquel chico eras tú -dijo Kathy-. ¿De verdad te sentías tan solo? ¿De verdad las chicas no sabían todo lo que valías? Aquella chica que se rió de ti cuando intentaste besarla no existió, ¿verdad?

– Era una historia como todas las demás.

Aquello no hizo desistir la curiosidad, así que preguntó:

– ¿Cuándo van a hacer las fotos?

– Podemos hacerlas ahora si desea descansar de tanta pregunta.

El fotógrafo abrió la cremallera de su bolsa y miró a Kathy.

– ¿Me presta un cuchillo? El más grande que tenga -dijo.

Le pasó a Dudley el cuchillo que ella le había dado.

– Diríjase hacia mí con esto. Intente parecer peligroso.

Dudley intentaba resistirse a la tentación cuando Kathy dijo:

– ¿Esto es necesario? Es un escritor, no un asesino.

– ¿Qué tal si probamos en el lugar donde escribe? -dijo Patricia a la vez que Dudley soltaba el cuchillo encima de la mesa.

– Déjenme que suba y lo ordene un poco -dijo Kathy-. No tardaré.

– Ya has convertido mi habitación en un desastre. No quiero que entres más.

El fotógrafo entrecerró los ojos y Patricia dijo:

– Quizá yo tenga la solución.

– Eso espero -dijo la madre de Dudley con más palabras de las que él habría utilizado.

Patricia sacó un teléfono móvil de su bolso y marcó un número con el pulgar.

– ¿Walt? Soy Patricia… Estamos lejos, pero tengo dudas sobre la foto. He pensado que podríamos esperar hasta que conozca a Vincent, si a Tom no le importa.

– A Tom no tendrá que importarle -dijo el fotógrafo cerrando la cremallera de su bolsa.

– Está aquí. Se lo paso.

Dudley estaba ansioso por ver cómo reprendía a Tom por su comentario, pero Patricia le pasó el móvil. Estaba cálido por el contacto con su mejilla y olía un poco a jabón. Se lo apartó de la cara para decir:

– ¿Hola?

Y con más esfuerzo:

– Dudley Smith.

– ¿Cómo está nuestra estrella? -preguntó una inesperada voz norteamericana-. Tenemos muchas ganas de conocerle, uno de nosotros en especial.

– ¿Usted?

– Nadie más que yo, pero por ahora se trata de un joven productor de cine llamado Vincent Davis. Ha hecho un puñado de cortos en Liverpool y le vamos a dar nuestro primer encargo. Está entusiasmado por trabajar en ello y es por eso por lo que necesitamos que ambos os conozcáis pronto.

– ¿Por qué yo? ¿Nosotros?

– Porque la película va sobre su historia. Quiere que le dé más ideas.

En cuestión de instantes, el cerebro de Dudley se quedó vacío de ideas y de incluso palabras para responder. Se quedó mirando la pantalla, que parecía estar hecha de fragmentos de cerillas prendidas, como si aquello le ayudara a pensar. Entonces la voz del móvil dijo:

– Estamos planeando que el mundo conozca su nombre y el de Vincent en el tiempo del que disponemos. Este fin de semana está fuera, pero lo localizaré. Le veo pronto. Póngame con Patricia.

– ¿Lo habéis arreglado, entonces? -preguntó-. Bien.

Dejó caer el teléfono en el bolso.

– ¿Continuamos?

– No deseo responder a más preguntas -murmuró Dudley-. Yo tengo una. ¿Se han planteado que yo no quiera que mi historia llegue al cine?

– Creo que nos ha concedido ese derecho, si recuerda lo que firmó.

Dudley habría gritado que no lo hizo, pero Patricia cambió de tema.

– Muchas gracias por atendernos, Kathy. Ha sido un placer conocerles a ambos.

Dudley vio cómo su madre les acompañaba fuera y después utilizó el cuchillo para echar los manuscritos a un lado.

– Ten cuidado -dijo Kathy cuando se reunió con él-. No vayas a herir a nadie con eso.

Sintió cómo se clavó la cuchilla en el margen de una de las historias y se imaginó que era carne. El contrato con la revista estaba casi debajo del montón. «Todos los derechos subsidiarios, incluyendo la reimpresión, traducción, dibujos, mercadotecnia, electrónica, película animada, televisión y dramatización…, siguió leyendo, serán negociados por la editorial y su(s) agente(s) en nombre del autor. Todos los procedimientos serán negociados igualmente entre la editorial y el autor después de la deducción de los honorarios del agente». Pinchó el cuchillo sobre aquella frase, casi clavando la hoja a la mesa.

– Me hiciste firmar y no me diste tiempo para leer lo que decía.

– Podías haberte tomado tu tiempo, Dudley. Después de todo, ya eres adulto.

Se atrevió a sentarse a su lado y tiró del contrato hacia ella con el dedo.

– Supongo que no puedes esperar demasiado ya que solo estás empezando -dijo-. Una vez que seas reconocido, tendrán que proporcionarte los términos que te mereces.

No se trataba de la división de sus ganancias, pero eso también hizo que su ira aumentara.

– Suelta el cuchillo -dijo su madre-. Me estás poniendo nerviosa.

¿Puso la mano detrás para convencerlo? Apuñalarla podría ser una buena lección para que su mano aprendiera a obedecerlo a él y a nadie más. Se imaginó cómo sería clavarlo hasta los tendones y retorcer la hoja, pero él no sentiría ningún dolor. Soltó el cuchillo que giró como una brújula y acabó señalándole a él mientras recogía el contrato y los manuscritos. Estaba en el recibidor cuando Kathy dijo:

– No estarás preocupado por cómo vaya a ser la película, ¿verdad? Estoy segura de que no van a arruinar tu historia si te han pedido que participes.

Se dijo a sí mismo que no lo estaba provocándolo deliberadamente y se marchó a su habitación donde se quedó mirando fijamente por la ventana. Tenía que ser mucho más cuidadoso ahora que ya estaba fuera de su control. Entonces sonrió levemente. Kathy había intentado tranquilizarle y quizá lo había conseguido inadvertidamente. Muy pocas películas les eran fieles a las historias en las que se basaban, pero esa no era ninguna razón para dar por supuesto que esta no iba a acercarse a la realidad. De hecho, podría asegurarse de que no se acercara demasiado.

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