Patricia se despertó con un leve ruido. Más que oírlo, lo sintió en su cabeza. Algo se había movido y había golpeado el extremo de la bañera. Hizo lo posible por no jadear por la nariz y después intentó no respirar ni moverse. El dolor de la espalda y de la cabeza disminuyó a medida que escuchaba. Con los ojos enterrados en la oscuridad, sentía no estar completamente despierta. Era mucho más difícil poder pensar cuando ni siquiera creía poder quedarse dormida.
A su alrededor todo estaba en calma, como un sueño sin soñar. Podría haber pensado que estaba dormida si no llega a ser porque sentía la cinta muy apretada y pegajosa en la cara. ¿Estaba sola en la habitación? Si él se hallaba trabajando en la habitación de al lado, escucharía el sonido del teclado a pesar de la pared y la cinta. Si estaba durmiendo al lado de la bañera quizá no lo podía oír respirar, pero no podría ignorar su presencia. Quizá su trabajo lo había hecho salir de casa por alguna razón. Tenía que aprovechar la oportunidad; no tendría otra.
Empezó a empujarse a sí misma para salir de la bañera solo con los pies para hacer menos ruido, pero creyó oír un sonido que no era suyo. Se sentía examinada como un insecto a través de un microscopio. No sabía decir lo que había sido ni si se había producido fuera de su cabeza. Cuando se dio cuenta de que no se repitió, volvió a deslizarse para salir de la bañera. A pesar de que podía ser que lo único que hubiera oído fuese un crujido de huesos en su cráneo, se movía con la misma lentitud que un caracol y se sentía tan blanda e indefensa como uno de ellos. Tampoco sabía si la humedad que sentía venía de la bañera o era su propio sudor. Cuando por fin deslizó la nuca por el borde de la bañera, levantó la cabeza y la giró, buscando el más leve sonido.
La habitación estaba a su izquierda. Tocaba la bañera con los dedos desde atrás para poder levantar el torso hacia delante e inclinarse hacia ese lado. Estaba convencida de que él no estaba allí abajo. Se puso derecha y giró su cara enrollada hacia la habitación, buscando a ciegas como un topo en el exterior incapaz de ver a su captor con toda la luz a su alrededor.
– Así que puedes oírme, después de todo -dijo.
Su voz venía del sitio adonde ella estaba mirando. Seguramente había notado su presencia, aunque no se había dado cuenta de ello. Quizá había percibido el aroma a loción de después del afeitado, lo que implicaba que poco antes había tenido una cuchilla en sus manos. Fingió no haber oído nada y siguió moviendo la cabeza, pero se traicionó a sí misma al tambalearse y detenerse.
– ¿Puedes hablar? -preguntó-. ¿Puedes decirme cómo te sientes?
Seguramente aún la consideraba su colaboradora. ¿La dejaría ir si lo satisfacía? Intentó hacer salir sus palabras, pero no estaba segura de si solo las oía en la cavidad de su cabeza.
– Así no -intentó decir.
– No te molestes si eso es lo mejor que puedes hacer. Ni siquiera pareces una persona.
Ella levantó la cabeza hacia él e intentó rogarle sin utilizar ninguna palabra.
– Mmm. Mmm -decía.
– ¿Estás cantando? Seguro que estás contenta de trabajar conmigo.
¿Quería él que lo estuviese? Le daba miedo que fuese al contrario. Tenía que convencerlo para que le desenrollara la cabeza, a pesar de lo desagradable que pudiera ser.
– Mmm -rogó-. Mmm.
– Ahora pareces una zorra lloriqueando. No me sirve.
Tan pronto como tuviese la boca libre, chillaría pidiendo ayuda con toda la voz que le había sido silenciada. Si aquello provocaba que él le tapara la boca, le mordería la mano. Y si intentaba golpearla de nuevo, esta vez sería demasiado rápida y escurridiza.
– Mmm -insistía-. Mmm.
– ¿Quieres que desenvuelva mi regalo?
– Mmm.
– No sería buena idea, ¿verdad? Empezaría a armar mucho alboroto y los vecinos pensarían mal de mí.
¿Le estaba leyendo el pensamiento? ¿Era tan predecible?
– Mmm -mintió, a la vez que negaba con la cabeza con tanta fuerza que la cinta del cuello cedió.
– ¿Qué otra cosa quieres que desenvuelva? No sería para ayudarme, ¿verdad?
Asintió con todo su esfuerzo.
– He decidido que no necesito escucharte. No sentirás nada que no pueda imaginar. De hecho, estoy seguro de que yo puedo imaginar mejores cosas.
Se desplomó contra la bañera como si él le hubiese robado todas las razones para vivir y después consiguió levantar la cabeza.
– Mmm -luchó por decirle.
– ¿Tienes hambre? ¿Eso es lo que te pasa ahora?
De nuevo le estaba leyendo la mente, o al menos, es lo que quería que él pensara.
– Mmm -asintió.
– ¿Voy a comprar algo de cena para los dos?
Asintió con tanta fuerza que volvió a golpearse la cabeza con la bañera, pero no le importó.
– Mmm.
– Tengo que ir de compras en mitad de la noche.
¿Era realmente aquella hora?
– Mmm -dijo por si acaso no lo era.
– Quieres que salga de todas formas, ¿no?
No estaba segura de qué responder a aquello.
– Mmm -dijo tan apaciguadamente como pudo.
– Y entonces tú saldrás de aquí y harás todos los destrozos posibles y armarás escándalo hasta que alguien venga a ver qué pasa.
Sintió como si no solo le estuviera leyendo los pensamientos, sino que era capaz de inventarlos antes de que se le ocurrieran a ella.
– Mmm -lo contradijo.
– Me estoy empezando a aburrir. No creo que puedas hacer nada más por mí. Ya sé todo lo que tenía que saber.
Podía oír en su voz lo que tenía pensado para ella. Empezó a agitarse en la bañera.
– Mmm -protestó con tanta estridencia que la cinta de sus labios zumbó.
– Me gusta eso. Puedes hacerlo, nadie más que yo lo oirá.
¿Podría seguir inspirándolo? Tarde o temprano se le acabarían las ideas, si antes no se quedaba sin energía. De pronto, dejó de moverse. Al menos aquello le mostraría que no podía darle órdenes.
– ¿Has terminado? -preguntó-. Eso no me sirve. Sigue haciéndolo hasta que me des alguna idea.
No quería darle otro sonido. Deseó no haberle dejado oír su respiración. Se quedó tan quieta como un muñeco en una ventana, incluso cuando dijo:
– Eso tampoco me sirve. Intenta hacerlo mejor si no quieres que yo te obligue.
¿Qué podía hacer realmente? Al final tendría que dejarla ir, porque los habían visto juntos. Sus padres ya debían haber llamado a la policía. Se preguntó que creía que podía ofrecerle para persuadirla de que no lo traicionara. Claro que tendría que fingir que aceptaba hasta estar fuera de su alcance. Intentó quedarse igual de quieta cuando él dijo:
– Ya sé lo que puedo hacer.
Se dijo a sí misma que no podía ser gran cosa. No era el señor Matagrama, solo era el escritor que había inventado al personaje. Escribía sobre cosas que habían ocurrido realmente. No habían sido obra suya. Estaba ansiosa por escuchar lo que planeaba y fue un alivio cuando habló finalmente.
– Esto será divertido -dijo-. Tienes la oportunidad de elegir qué camino tomar.
Ahora que era demasiado tarde, se dio cuenta de que el largo silencio podía haberse debido a que había salido de la habitación. ¿Qué podría haber hecho mientras él no miraba? No habría tenido tiempo de conseguir salir de la bañera y no comprendía qué elección le estaba ofreciendo, no hasta que escuchó un zumbido eléctrico y sintió que subía agua.
O se electrocutaba o se ahogaba.
– ¡Mmm!
Daba botes en su resbaladiza prisión. No podía ni tirar de la cadena para destapar la bañera; tendría que quedarse tumbada e indefensa en el agua que ya sentía caliente cubriéndole las piernas. Se agarrotó por el miedo que sintió al pensar en la electricidad que surgiría en el momento en que él arrojase el aparato eléctrico a la bañera cuando oyó el zumbido cerca de su oído. Reconoció lo que era tanto por el calor como por el sonido: se trataba de un secador de pelo.
La cinta de su cara no le servía de ninguna protección. Sentía como si le estuvieran introduciendo una aguja al rojo vivo en la cabeza, más profundamente cada vez. Se retorcía con desesperación, pero aunque tratara de escapar, el calor la seguía. Tampoco se metió debajo del agua, que ya había alcanzado más altura que sus piernas extendidas. Lo único que hizo fue golpearse su abrasada oreja contra la bañera.
– Eso es lo que hacen los perros -dijo a la vez que presionaba el secador contra su ojo izquierdo.
Cuando sintió que el globo ocular se le secaba, hundió la cabeza en el agua. Era la única elección que tenía y él le ayudó a no cambiar de idea plantándole un pie sobre la garganta.