4

Dudley estaba seguro de que ella le estaba haciendo mohines a través del cristal de la ventanilla en la que se encontraban.

– Dime cómo debo venderme -dijo ella.

Él bajó la cabeza hacia el formulario que estaba rellenando: la secundaria y el bachiller con nota, y una carrera de Filosofía e Historia bastante regular…

– No, míreme -dijo ella.

Aunque el sol de junio daba poco sobre aquel mostrador en el que había unas seis ventanillas, parecía que el calor llameaba a su alrededor. La miró y contempló una bonita cara pequeña y pálida que su melena pelirroja hacía parecer aún más blanca. La ropa que vestía seguramente le habría costado más de la cuenta por lo diminuta que era, especialmente aquella camiseta sin mangas amarilla que dejaba al descubierto varios centímetros del escote lleno de pecas.

– ¿Qué experiencia tiene? -preguntó él aclarándose la garganta antes de hablar.

– Mucha. Y no de la clase de la que se pueda marcar en una casilla.

Dudley dejó la punta de su bolígrafo sobre una de ellas.

– ¿Algo que nos ayude a encontrarle un trabajo?

– Puede ser. Prométame que no se pondrá colorado.

Sintió como el calor le subía a las mejillas. Había intentado evitarlo en todas las preguntas de la entrevista.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -se escuchó protestar.

– ¿Cómo me vería de bailarina de club nocturno?

El ventilador que había detrás de las ventanillas crujió y giró hacia él, despeinándolo y pegándole la húmeda camisa a la espalda. A través del cristal se le veía el pelo tieso a la vez que le daba el aire del ventilador. Tuvo que cerrar los puños con fuerza para no intentar arreglárselo.

– No quería decir personalmente -dijo ella dedicándole una sonrisa rosa y blanca-, pero le agradecería mucho que me consiguiera el trabajo.

El calor parecía haberle hinchado los labios que tenía fuertemente sellados. ¿Sería todo aquello una broma? Si así era, ¿quién se la estaba gastando? Oía a la señora Wimbourne hablando tan bajo como un sacerdote en un confesionario; a Trevor, con su voz de barítono entonando cada pregunta que hacía; a Vera, que se desesperaba cada vez que su cliente dudaba ante una respuesta y a Colette, mucho más compasiva de lo que Dudley había sido cuando era novato en el puesto. Todos le parecían igual de culpables. Morris seguramente estaba demasiado ocupado con la crisis que había en su casa y Lionel parecía preocupado hablando por el auricular con un tipo del personal de seguridad del centro comercial.

– Supongo que no sería un trabajo a tiempo completo -dijo la chica-. También podría ser modelo; es la misma línea de trabajo.

Dudley se humedeció los labios al abrirlos.

– Disculpe -dijo preparándose para decir la verdad-, no nos ocupamos de esa clase de cosas.

– ¿Qué clase de cosas?

– Creo que ya lo sabe.

– Sinceramente, no. Su trabajo es encontrarle empleo a la gente, ¿verdad? ¿Por qué dice que no puede ocuparse de esas cosas?

– No lo digo yo, lo dice el Gobierno.

– Usted es quien está hablando conmigo, así que dígame a qué cosas se refería.

– El comercio s… -El cristal brilló a la vez que chistaba y bajaba la voz-. El comercio sexual -musitó.

– Eso es lo que hacen las chicas en la carretera del muelle. ¿Me está llamando prostituta?

A veces aquellas ventanillas le recordaban a las que utilizaban las visitas de los presos y en aquel momento, más que nunca.

– Yo no he dicho eso -protestó.

– A mí me ha parecido que sí. Si yo fuese usted, no me sentiría superior a nadie por su trabajo.

– Disculpe, pero debo rogarle que baje la voz.

– ¿Por qué? -preguntó ella aún más alto-. ¿Para que nadie se entere de lo que me acaba de llamar?

– ¿Algún problema, Dudley?

No necesitó oír la pregunta de la señora Wimbourne para saber que estaba detrás de él. Estaba atrapado entre su reflejo aplastado que la hacía parecer aún más ancha. Además percibió su empalagoso perfume, que no disimulaba muy bien los cigarrillos que se fumaba fuera durante los descansos.

– He venido a buscar un empleo completamente legal -dijo la chica-, y él me está haciendo sentir como una puta.

Dudley comenzó a sentir el calor de nuevo.

– Yo no he dicho esa palabra en ningún momento.

– Ambos sabemos lo que quería decir y me lo ha soltado.

– Eso es completamente incierto. Estaba intentando encontrarle a esta chica un empleo para el que estuviera cualificada.

– Mis amigos de la universidad han tenido que buscarse empleos de nada -le dijo la joven a la señora Wimbourne a la vez que se echaba el pelo hacia atrás-. Yo quiero ganar dinero de verdad mientras sea lo bastante joven -dijo mirando a Dudley-. No voy a hacer nada malo a pesar de lo que pasa por tu pequeña y sucia mente. Quizá necesiten a una de esas para trabajar en este pequeño y sucio lugar. Pueden hacerlo mucho mejor.

El último comentario estaba dirigido solo a Colette, quien soltó el comienzo de una pequeña y tímida risita nerviosa. A medida que la chica se iba ofendida por las filas de asientos verde claro y salía de la oficina de empleo, la señora Wimbourne dijo:

– Ya veo que todo va bien en mi oficina.

Ya le había dejado a Dudley suficiente espacio para girar su silla.

– La gente se pasa el día jugando con el ordenador en donde trabaja mi madre -dijo-. No me gustaría trabajar en un sitio donde no se pueda tener privacidad.

El ventilador agitó el vestido de la señora Wimbourne y le hizo llegar todo su perfume antes de que pudiera contener la respiración. Cuando frunció el ceño, él pensó que no quería que le recordaran que su centro no había sido cambiado al plan abierto, sin embargo, ella dijo:

– No me importa la actitud de tus clientes. Espero que nada de esto te haya afectado, Colette.

Colette lo negó con otra risita nerviosa y Dudley se giró hacia el formulario que había sobre el mostrador.

– Márcalo como finalizado por el cliente -dijo la señora Wimbourne y vio que Lionel cerraba la puerta con llave-. Otro día liquidado. Coged vuestras cosas y vayámonos ya a nuestras madrigueras.

Cuando coincidieron en la sosa sala de personal de color amarillo y de tres asientos que olía a té añejo, Vera dijo:

– Dudley, ¿te vas a reconciliar con esa chica tan maleducada? Aquí tienes una chica agradable, ¿o estoy siendo demasiado entrometida, Colette?

Colette se mordió el carnoso labio inferior y bromeó escondiendo la cara, regordeta y bronceada, bajo su larga melena morena al agacharse para coger su mochila que tenía forma de conejito blanco. Trevor también se agachó y se la tendió, después se arregló el poco pelo gris que le quedaba en su reluciente cabeza.

– Creo que, y decimos lo que pensamos, ambos podéis tener mejores opciones.

Vera se frotó la frente bajo su pelo teñido de caoba como para eliminar las arrugas y redondeó la boca hasta que sus delgadas mejillas le marcaron los pómulos.

– Creo que hacen una pareja preciosa -objetó.

– No me refiero a vosotros, sino a algo mejor que esta rutina. Cuando yo tenía tu edad, Colette, o incluso la de Dudley, lo que quería era aventura. No os quedéis aquí o terminaréis como Vera y como yo, sin otro futuro que morir en una pensión.

Se dirigió tranquilamente hacia la puerta y les hizo una reverencia a Colette y a Vera. Dudley tuvo la sensación de que no podría escapar nunca de aquella habitación que parecía estar llena de té aguado. La oficina de afuera se había llenado de aire viciado ahora que el ventilador estaba apagado, pero en el momento en que se marchaba sintió como si alguien le hubiera echado un cubo de sudor por encima. En aquella calle peatonal que iba cuesta arriba, había una bolsa de plástico de Woolworth's tirada a las puertas de Virgin porque no había podido subir hasta la acera, que estaba decorada artísticamente con un paisaje marítimo con tiza. Por el medio de la desnivelada acera, las ramas más altas de los arbolitos cercados disfrutaban de la brisa, muy lejos del alcance de Dudley, aunque ya no se sentía atrapado detrás de aquel cristal caliente. Lejos del centro de trabajo, se sentía él mismo.

Parecía que el mundo fuera un espectáculo representado para él. Más allá de Blockbuster y de las otras tiendas de la planta baja de Mecca Bingo, había unos chicos con bañadores que estaban demasiado concentrados en huir de alguna travesura por las piscinas Europa como para darse cuenta de su presencia. En la estación de Conway Park, cuyas baldosas eran tan pálidas como el helado, se abrieron dos ascensores ante él, uno a cada lado. Entre dos túneles subterráneos, se bajaron algunos viajeros del tren de New Brighton para dejarle sitio.

El tren serpenteó hacia la luz del día por Birkenhead Park, meciendo levemente el interior y llenándole la nariz de aquel polvoriento y cálido olor de los asientos tapizados y dejando atrás el vacío del túnel con un grave estruendo. En Birkenhead Norte, las puertas más cercanas se detuvieron justo delante de un pasaje demasiado estrecho como para albergar nada más que la oficina de billetes. Entonces su mente parecía controlar todo lo de su alrededor: la terraza de dos pisos, no más de una pared con puertas y ventanas que daban a la estación; una pelota de fútbol contra la valla metálica del complejo deportivo que estaba enfrente de un rudimentario supermercado; el olor frustrado de los gases de gasolina que despedían los coches obligados a dar marcha atrás debido a los trabajos de carretera en un cruce de cinco vías con una iglesia en medio; la gente aclarando con mangueras sus vehículos llenos de jabón en el tren de lavado o secándolos con bayetas, al igual que los mendigos en los semáforos… Todo aquello era mucho más para él.

Tras cinco minutos de fácil subida por una calle ostentosa llena de parejas de casas situadas enfrente del lavado de vehículos, vio el observatorio abandonado y su cúpula gris agazapada como una tortuga aletargada e introvertida, en lo alto de la colina Bidston. Estaba alejada de su camino y, cuando llegó a la carretera que casi seguía una línea curvada, gran parte de la colina había sido escorzada en una pendiente llena de plantas y mariposas. Su casa era una de la larga fila de casas adosadas que desafiaban a la vegetación de la carretera. Pasó por el jardín de rocalla de su madre, donde las hojas de los hierbajos estaban empezando a comerle terreno a las flores, y entró.

– ¿Kathy? -dijo a la vez que abría la puerta-. ¿Estás en casa?

El silencio y la falta del olor de la cena le hicieron saber que su madre aún no había regresado del trabajo. Avanzó por el recibidor, abriendo todas las puertas. Le irritaba que ninguna encajara en su marco, desde que ella les había quitado el color y las había dejado del tono pino pálido del pasamanos y del perchero. Se quitó los zapatos de camino a la escalera y los recogió con una mano mientras se quitaba los calcetines con la otra. Los dejó en la escalera, pero no pudo quitarse la camisa hasta que se deshizo de la chaqueta del traje de la oficina. La dejó caer sobre la silla de su escritorio, enfrente de la ventana de su dormitorio, por la que se veía la ladera de la colina, tras el monitor del ordenador. Dejó allí los pantalones y encima, la corbata con el nudo hecho. Lanzó la camisa y los calzoncillos empapados al cesto de la ropa sucia que había fuera del cuarto de baño, fallando, y regresó. Cerró la puerta con un pie y nada más despegar la planta del otro del suelo de madera, subió el marco de la ventana basculante tan alto como pudo y después se tiró de espaldas en la cama.

Le echó una mirada a su cuerpo desnudo en la habitación. La pistola de juguete que su padre le había comprado a pesar de las protestas de Kathy, seguía en la cómoda junto a los soldaditos de hacía muchos años. También estaban los libros que había ganado en el colegio y las colecciones de enciclopedias de sus padres seguidas de una de crímenes reales que él mismo había comprado. La pared que había entre la cómoda y las estanterías aún seguía decorada con los pósteres que su amigo Eamonn le había regalado. Kathy arrugaba la nariz cada vez que veía aquellas imágenes de películas de terror y la pistola cuando se acercaba a su habitación. ¿Cómo reaccionaría si se enterase de lo que además había allí? Se rió y gesticuló, pero no pudo seguir con sus pensamientos cuando oyó que llegaba a casa.

– Oh, Dudley -se quejó al cerrar la puerta.

Adivinó que había encontrado sus calcetines ya que sus pasos sonaron cansados al subir por la escalera. Casi había llegado cuando dijo:

– ¿Estás aquí arriba?

– Iba a darme una ducha.

– Ve, entonces. Luego hablamos.

Pudo darse cuenta del nerviosismo que había en su voz incluso a través de la puerta.

– ¿Sobre qué?

– Dudley, hay algo que no te he dicho. Voy a bajar para que puedas ducharte y luego hablamos sobre ello.

Pensó que lo sabía y el calor lo dejó deshidratado. Cerró las manos y agarró el edredón. Oyó a su madre bajar las escaleras deprisa y salir de la casa para esconderse de cualquier posible enfrentamiento del que tenía miedo. ¿Qué le habrían dicho como para haberla alertado tanto? No se le ocurría nada, no podía pensar. Quizá si se quedaba allí, en el edredón, aquel encuentro no tendría lugar ya que ella no se arriesgaría a entrar en su habitación. Aquello no tenía sentido, aunque, ¿qué lo tenía? Era su madre y tendría que guardarle el secreto, ¿acaso no era eso lo que había en su voz? De pronto sintió ganas de enfrentarse a ella. Dejó el edredón y dio una carrera hacia el cuarto de baño, el pene moviéndose como un dedo admonitorio.

Kathy había echado la ropa del cesto, en lo que parecía un gesto prometedor. Cerró la puerta con el pestillo y se metió en la bañera. Era tan grande como le gustaba a ella y por primera vez se sintió pueril. Al llegarle el agua de la ducha, que había tardado algo en caer, se estremeció. A continuación el agua se calentó y se imaginó que todo el calor de junio se había transformado en agujas punzantes. Hizo todo lo que pudo para quitarse el sudor del cuerpo antes de atreverse a mirarse en el espejo mientras se secaba. Después de atarse el nudo del albornoz, bajó las escaleras. Pensó que estaba listo para la pelea, ya que iba vestido de boxeador.

Kathy estaba lavando los platos del desayuno en el fregadero de la cocina. Debía haberse soltado el canoso pelo del peinado que se había dicho para ir al trabajo (cuando por la mañana se despidió de él parecía llevarlo recogido), porque le caía por la espalda. Aún llevaba la ropa de funcionaría y no el caftán rojo descolorido que solía ponerse para estar en casa. Cuando se volvió hacia él, la luz dejó ver un ligero bigote oscuro, cosa que él pensaba que era símbolo del esfuerzo de su madre por contener cualquier necesidad de un padre que Dudley tuviese. Su gran cara huesuda de grandes ojos y acabada en una pequeña barbilla plana parecía estar determinada a ser razonable, como siempre. Tenía un dedo puesto en un surco por encima de la boca con un gesto de contención antes de que sus labios preguntaran:

– ¿En qué habitación nos sentamos? ¿Te apetece beber algo?

– No quiero nada. -Aquello sonó como de estar a la defensiva e intentó corregir su error-. Querías hablar -dijo, con un tono parecido al de una acusación, y sacó una silla de pino y linóleo que chirrió en el suelo.

– No quiero que te… -Recuperó su voz antes de sentarse a la mesa enfrente de él-. ¿Tienes idea de cuál fue la vez que más me alteraste?

Hasta ahora, ¿estaba insinuando algo? Aquel comienzo indirecto convirtió sus pensamientos en punzantes chichones que le dolían en la cabeza.

– No tengo ni idea -murmuró.

– Inténtalo, hay motivos.

– Mi primer día de colegio.

– Y seguiste llegando a casa llorando día tras día. Ya no estás enfadado conmigo por aquello, ¿verdad? Recuerda que yo te conté que yo me sentí igual mi primer día. Eran otros tiempos, pero también fue malo. Sabía que tenías que acostumbrarte al colegio; no podíamos permitirnos que te enseñaran en casa aunque fueses más adelantado que los demás niños.

Le pareció que su nostalgia era más sofocante de lo habitual.

Mientras el calor le envolvía, se dio cuenta de que aún esperaba la respuesta a su pregunta.

– El primer día que quise ir solo al colegio.

– Eras demasiado pequeño, Dudley. ¿Recuerdas el berrinche que te dio? Me encantaba aquel jarrón. Nunca te he dicho que era de mi madre, ¿verdad? Pero no, tampoco fue aquella vez. Parte de mí te admiraba por querer ser independiente cuando solo tenías once años.

– ¿Cuando acudí a mi primera entrevista de trabajo y no te dejé que me acompañaras?

– ¿Qué te hace pensar que aquel día me enfadara? Estaba muy orgullosa de ti.

No era así como él lo recordaba. La oyó sollozar nada más salir por la puerta, después de haberse despedido de él.

– ¿Cuándo me fui a buscar a mi padre? -sugirió con impaciencia.

– Tuve miedo hasta que la policía te encontró. Solo tenías trece años, pero no me refería a esa clase de irritación. Estoy segura de que la partida de Monty fue algo que te costó superar.

Entonces y durante muchos años Dudley había tenido la impresión de que su madre se sintió traicionada por su hijo.

– Entonces, no lo sé -se quejó-. Dímelo.

– Cuando hiciste pedazos aquella historia que te dije que deberías haber publicado.

– Ni siquiera la deberías haber leído.

– Pensé que la habías dejado encima de tu cama para que la encontrara. Si no debía leerla, ¿por qué no cerraste la puerta?

– Lo hice.

Seguramente aquella discusión había permanecido enterrada durante una década.

– Por eso ahora siempre la cierro -dijo.

– Estoy segura de que me habría gustado cualquier cosa que escribieras. Ni siquiera me dejaste terminarla.

Sus ojos siguieron brillando, a punto de llorar, cuando dijo:

– Deberías haber sabido que estaba de tu parte cuando fui al colegio con la otra que escribiste.

– Ya hemos hablado de esto, ¿adónde quieres llegar?

Kathy se inclinó hacia su hijo. Cuándo él le soltó las manos, dijo:

– ¿Conoces la revista que va a salir el mes que viene? La Voz del Mersey. ¿Te gustaría participar?

– ¿Te refieres a trabajar allí? Pensé que tu idea era que tuviese algo seguro, como tú.

– Hacen un concurso de relato corto cuya acción tenga lugar en los alrededores del Mersey y que esté escrito por alguien de aquí que no haya publicado nada antes.

Tras una punzada de frustración, enseguida sintió alivio.

– ¿No habrán elegido ya?

– Sí, Dudley.

Aquello reavivó su frustración aunque en gran parte, por ella.

– ¿Entonces por qué me cuentas esto?

– Has ganado.

– Que he…

Ella debió pensar que lo que le ocurría no era otra cosa que incredulidad o sorpresa, pero el calor no solo le envolvía sino que le estaba dejando la boca seca y las manos sudorosas.

– ¿Qué has hecho? -farfulló con rabia.

– No suelo rezar mucho, pero recé cada noche para que no dejaras de escribir solo porque yo había leído aquella historia de la que te habías deshecho. Estaba segura de que no lo habías dejado del todo pero, no me odies, no pude evitar buscar las nuevas. Solo quería asegurarme de que no habías arruinado tu talento.

La voz de Dudley sonó tan áspera como un trago de arena.

– Has estado leyendo mis historias.

– Sí, y cuando oí lo del concurso quise decirte que enviaras alguna, pero tuve miedo de que te deshicieras de ellas si sabías que yo las había visto.

– Así que tú… -Parecía que el resto de sus palabras eran incapaces de cruzar el desierto de su boca-. Tú…

– Envié una de ellas. Con tu nombre, claro, ya que no la habías firmado.

Ella parecía estar esperando alguna gratitud por su parte.

– ¿Cuál? -se forzó a sí mismo a decir.

– Una que me tuvo asustada y pegada al asiento y que no pude terminar antes de que volvieras de ver a tu novia. La del hombre del teléfono en el tren.

Si no hubiera fingido tener una cita, habría estado en casa. Aquella ironía le hizo tambalearse al ponerse de pie.

– No vayas a romper nada -gritó.

– Aléjate de mi habitación o lo haré -dijo, dando un portazo tras de sí al salir.

Arrastró un puñado de enciclopedias de la estantería y las amontonó sobre la cama. Vio por primera vez que el contrachapado sobre el que habían estado no era del mismo color que el de la pared. Siempre estaba oculto y nadie se habría dado cuenta a menos que hubiese estado husmeando en su habitación. Cuando bajó los últimos volúmenes, la tabla de madera se quedó vacía en la estantería y dejó al descubierto los manuscritos que allí escondía. Evitó que se cayeran al suelo y los dispersó sobre la cama. Estaban todos, incluido el de Los trenes nocturnos no te llevan a casa.

Aspiró el cálido olor de aquellos papeles viejos y cerró la puerta con la esperanza de que le hubiese retumbado en la cabeza a Kathy tanto como le retumbaba a él la suya.

– Me has dicho que la has enviado -gritó desde las escaleras-. Estabas intentando hacerme pensar que debían publicarme, ¿no? ¿De verdad crees que habría estado de acuerdo?

Su madre le tendió un sobre en la mesa. En la esquina superior izquierda había una cabecera de color azul intenso. Al revés parecían un par de desiguales cuchillas afiladas delante de dos trazos sin sentido. Lo puso derecho y pudo ver la gran «M» que comenzaba la palabra Mersey.

– Ábrelo -le instó su madre.

Lo abrió con tanta fuerza que la hizo retroceder. Dentro había dos copias de un contrato para publicar Los trenes nocturnos no te llevan a casa. Quizá por temor a que los hiciera pedazos, comenzó a hablar para distraerlo.

– Fotocopié tu historia en el trabajo. La revista llamó para comunicar que habías ganado. Quería decírtelo, pero pensé que era mejor esperar hasta tenerlo por escrito.

– No pueden publicar la historia si no firmo. Y no quiero que la publiquen.

– Lo siento, Dudley, pero sí que pueden.

No había ni pizca de remordimiento en su voz.

– ¿Quién lo dice? -preguntó.

– Si envías algo a un concurso, se supone que estás aceptando las normas. Aunque no firmes, pueden publicarla si te la pagan. Mira, te van a dar quinientas libras.

– Yo no la envié.

– Tú no dirías que yo lo hice en contra de tu voluntad, ¿verdad? Me estás haciendo sentir como si no hubiese debido ayudarte. Pensé que te gustaría que alguien más aparte de mí supiera lo bueno que eres.

Mucho antes de que terminara de hablar, la cabeza de Dudley estaba colapsada de palabras.

– ¿Firmas para que nos dé tiempo a echarlo al correo de hoy? -preguntó-. Aquí tienes un bolígrafo.

Buscó en su bolso de pana y sacó un bolígrafo para tendérselo. Le pareció viejo, ya fuese por la luz del sol o por el pánico que le envolvía. Hizo un pequeño y prolongado sonido que le puso de los nervios. Cerró la mano a su alrededor y consideró durante un momento si romperlo en dos o no, pero ¿qué habría conseguido con eso? Se la imaginó pasándole una interminable sucesión de bolígrafos hasta que terminara cediendo a su súplica. Sintió que sus labios dejaron ver sus dientes con una sonrisa, o quizá una mueca, a la vez que garabateaba su firma en ambos contratos.

– Aquí tienes -dijo tan serio que la voz sonó áspera-. ¿Estás ya contenta?

– Siempre que tú lo estés, yo lo estaré. Dame a mí uno y quédate tú con el otro.

Nada más ponerle el capuchón al bolígrafo, ella se inclinó sobre la mesa y deslizó la copia que tenía más a mano fuera de su alcance. Sacó un sobre ya sellado del bolso y lo dirigió a La Voz del Mersey. Introdujo el contrato y lo cerró a la vez que se ponía en pie.

– Iré corriendo al buzón -dijo.

Y se fue.

Arrastró las uñas por el contrato que le había dejado. Pensó hacerlo una bola y tirarlo a la basura, pero aquello no tenía sentido si Kathy no estaba allí para presenciarlo. Subió las escaleras y dejó caer la copia sobre los manuscritos. Después se sentó en la cama y hojeó la historia sobre la que ya no tenía ningún control.

– Su primer error fue pensar que estaba loco…

Debía haber leído aquello docenas de veces, pero hasta entonces nunca había sido capaz de traicionarlo.

– Ven y cógeme -dijo sin respiración.

Parecía que la luz del sol le daba como un foco cuando se dio cuenta de a lo que estaba invitando. Dio un salto, se puso de pie y buscó en el armario algo de ropa para poder ir tras su madre. Estaba intentando desatar el nudo de la corbata sin conseguir otra cosa que romperse las uñas debido a la prisa, cuando Kathy reapareció en el cruce de la calle. Lo saludó con la mano abierta y vacía.

– Ya lo he hecho -dijo.

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