Cuando su último cliente se fue de la ventanilla, Dudley vio a dos hombres que lo miraban fijamente desde la fila delantera de asientos de plástico.
– ¿Es ese? -dijo el más delgado de los dos.
– Creo que sí -dijo su rechoncho y aún más sudoroso amigo.
Dudley sintió una punzada en la entrepierna, pero después se dio cuenta de que eran miembros de su público. Cuando se aproximó el larguirucho, parpadeando rápidamente y levantando su angulosa y alargada cabeza como si le tiraran de ella hacia arriba desde las comisuras de su sonriente boca, Dudley se sintió mal por no tener nada que autografiar.
– Usted es el escritor, ¿no? -dijo el hombre-. El que sale en el periódico.
– El mismo -dijo Dudley pensado si debería levantarse para estrecharle la mano al otro lado del cristal-. También trabajo aquí por ahora.
– ¿Puede conseguirnos un trabajo como escritores de libros?
Dudley no estaba seguro del grado de apreciación que debía sentir.
– ¿Para ambos, dice?
– Para May también -dijo el hombre rechoncho-. Si hay para todos.
– Hay un libro en todos nosotros, ¿no?-le informó el hombre de la ventanilla a Dudley-. Solo hay que escribir sobre la vida de uno.
– Yo no lo hago. En absoluto -dijo Dudley.
Después trató de excusarse porque el comentario no iba por él.
– De acuerdo. Manténgase atento. ¿Por qué escribe esas cosas si no son reales?
– Yo no dije que no lo fueran. Las cosas así ocurren, pero no las que yo escribo.
– Denos algunos consejos, entonces. ¿Piensa usted en lo que va a escribir antes o solo se sienta y lo hace?
Dudley deseó que Patricia estuviese allí para grabarlo.
– No es tan fácil -dijo.
– Nosotros tampoco creemos que lo sea -dijo el hombre rechoncho-. Enséñenos.
– Primero hay que investigar.
– ¿Cómo lo hace? -dijo el cliente larguirucho-. ¿Persigue sigilosamente a la gente y después piensa cómo asesinarlos?
– Son historias; escribo historias -dijo Dudley más alto de lo que debía-. De todas formas, no importa lo que yo haga. Me han pedido que les diga lo que deberían hacer ustedes.
– Es eso entonces, ¿no? En eso consiste el trabajo.
– Es mucho más que eso. Se necesita tener talento, cosa que la mayoría no tiene, incluso aunque tengan libros publicados. Y después hay que trabajar y perfeccionar. Puede llevar años.
– Creía que aquí era donde se conseguía trabajo -dijo el hombre de la ventanilla con otro ataque de parpadeo.
– Nunca hemos tenido ninguno que consistiera en escribir libros.
– ¿De qué tiene miedo? -preguntó el hombre rechoncho levantando la voz.
– De nada -gritó Dudley, aunque sintió que sus interrogadores querían hacerlo sudar.
– Suena a competición.
– Estáis equivocados y lo sabéis -dijo Dudley riendo-. Si hubieseis leído el periódico entonces sabríais que yo he ganado una.
– Sigue pareciendo que quieres quedarte con el trabajo para ti solo -dijo el hombre larguirucho-. No debe costar mucho hacerlo porque si fuese así no estarías trabajando aquí también.
– Eres un acaparador -dijo el hombre rechoncho-. No hay muchos trabajos por ahí, deberías quedarte con uno y dejar el otro para otra persona. Cuidado, Reg. El fortachón viene para acá.
– No se preocupe, ya nos íbamos -le dijo Reg a Lionel, quien había dejado la puerta.
Parpadeó deprisa mientras se levantaba y después se dirigió a la ventanilla de Dudley.
– Debería saber que mucha gente sabe a lo que se dedica -le advirtió.
Dudley intentó no tomarse aquello como la amenaza que tenía visos de ser, puesto que no tenía derecho a serlo mientras la pareja caminaba con aire despreocupado hacia la puerta acompañada por Lionel.
– ¿Qué ha pasado esta vez? -preguntó la señora Wimbourne.
– No puedes culpar a Dudley por haber salido en el periódico -dijo Vera.
– ¿Ah no?
Sin más respeto del que se merecía, la señora Wimbourne dijo:
– ¿Mencionan algo sobre la oficina?
– Habla de su historia y la película. Se lo puedo mostrar, si quiere.
– Supongo que es lo mejor -dijo la señora Wimbourne.
Después de la mención a su película, Dudley se tapó una risita con la mano. La idea de Vincent le ayudaría a disimular. De la última persona que alguien sospecharía sería de un escritor de crímenes que se había inventado a un asesino. El personaje era suyo y Vincent había sido algo presuntuoso al cambiarlo, pero ¿acaso aquello no probaba que Dudley estaba perfectamente camuflado? Se llevó el dedo a los labios para hacer desaparecer la sonrisa mientras hacía girar la silla.
– Aún no lo he visto -dijo.
La señora Wimbourne separó los labios con un sonido parecido al de un chasqueo de lengua truncado al ver el ejemplar del semanario local y bajó la frente hacia la página por la que lo había abierto Vera. Al poco, dijo:
– Pensé que se suponía que no debías contar dónde trabajabas.
Dudley dio un salto y se puso a su lado. «"Los asesinatos me dan de comer", dice el ganador del concurso». No estaba seguro de que aquel titular fuese del todo correcto, pero al menos habían publicado la foto en que salía escribiendo en el teclado de su escritorio, a pesar de las protestas de su madre por el desorden de su habitación. El reportaje decía que trabajaba en una agencia local de empleo, pero ¿por qué iba a quejarse por eso la señora Wimbourne? Estaba disfrutando con la forma en que seguía sosteniendo el periódico como si fuese su criada cuando de pronto solo pudo ver una línea.
– Yo nunca he mencionado eso -murmuró.
– No te preocupes, cualquiera que vea tu foto se dará cuenta de que no tienes treinta y ocho -le aseguró Vera-. Sabrán que el periódico te ha puesto unos años de más.
– Al menos es lo que está pasando aquí -dijo Trevor hablándoles a todos en general.
Dudley sintió como si todas las voces se amontonaran dentro de su cabeza.
– Tampoco dije que mis historias estuvieran basadas en la realidad -dijo en voz alta, con la esperanza de poner fin a aquella charla sin sentido.
– ¿Qué has dicho? -le preguntó la señora Wimbourne sonando más bien a acusación.
– Escribo sobre lugares reales.
– No me imagino qué otra cosa podría pensar cualquiera que lea este periódico. No entiendo por qué te preocupa tanto -dijo la señora Wimbourne mirándolo fijamente.
– Nada. No me preocupa nada, ni tampoco dije que lo hiciera. El periódico debería decir la verdad, eso es todo.
– Al menos no han dicho que estabas en el artículo principal de la revista -dijo Colette.
– ¿Disculpa? -dijo la señora Wimbourne-. Por favor, explícate.
– No importa -tuvo que mentir Dudley a la vez que retomaba asiento-. No merece la pena hablar de ello.
– A mí no me lo parece. ¿Colette?
– La historia de Dudley no saldrá hasta el próximo número. Supongo que debido a que Shell Garridge murió y le dedicaron una sección especial. La compré, Dudley, porque incluía una parte de tu historia para despertar el interés de la gente. Conmigo ha funcionado.
– Aquí tienes, Colette está interesada -dijo Vera creyendo que debía decirlo.
La señora Wimbourne se dirigió hacia él con paso firme.
– Creo que me debes una explicación.
Por primera vez deseó que la oficina hubiese estado más concurrida, pero no había ni un solo cliente que pudiera distraerla.
– ¿Por qué? -fingió no saber.
– Te costó bastante trabajo convencerme de que la revista no podía dejar de publicar tu historia y eso fue lo que yo dije en Londres. Ahora es obvio que a esta gente no le ha importado perderla.
– No la han perdido, la han pospuesto.
– No estés tan seguro. Ya hemos tenido una prueba de la clase de atracción que nos estás trayendo. No sé qué significará ese sonido, Trevor, pero te advierto que te lo guardes para ti. Volveré a hablar con Londres, Dudley, y cuando se enteren de lo que les tengo que decir, no serán tan complacientes.
Con un esfuerzo que le dejó la mente crispada e irritable, Dudley pensó que no debía abandonar la silla. Estaba en la oficina. Había testigos. Les pedía en silencio que intervinieran en su favor. Empezó a odiarlos casi tanto como odiaba la mirada de la señora Wimbourne, parecía seguir resistiendo en él con la creencia de que así, a lo mejor, lo forzaba a capitular de alguna manera. En ese momento el teléfono móvil comenzó a sonar. Al poner el móvil sobre el mostrador reconoció el número que aparecía en la pantalla.
– Es mi revista.
– En ese caso, empieza ahora tu descanso y habla con ellos.
Nada más volver a mirarla a la cara, la señora Wimbourne dijo:
– Asegúrate de que se enteren de que a lo mejor no te dan permiso para publicar la historia.
– No puedo hablar en público -dijo al ver a dos jóvenes madres que entraban empujando sus cochecitos a la oficina.
Pero contestó el teléfono de camino a la puerta por si dejaba de sonar.
– Dudley Smith, el autor.
– Eh, Dudley. ¿Muy ocupado?
– Nada que no pueda esperar por nuestra revista, Walt -dijo, a la vez que cerraba los ojos al levantar la cabeza hacia la luz del sol-. ¿Qué necesitas de mí?
– Veamos. Hay una buena noticia y… bueno, sé que podremos solucionar lo demás.
Cuando Dudley abrió los ojos, pensó que la multitud surgía e iba hacia él, pero estaban evitando a un vendedor de revistas y su invitación para ayudar a los sin techo.
– ¿De qué se trata? -preguntó.
– La buena noticia es que tu padre ha accedido a encargarse de lo de Shell.
Durante un momento, en que el sol se había escondido, Dudley vio su cara cabeceando en el agua oscura.
– ¿Cómo? -preguntó Dudley, esquivando la visión-. ¿De qué va a encargarse?
– Va a escribir una columna para nosotros. Poesía, humor, comentarios, cualquier cosa que le inspire. No será Shell, pero apuesto a que puede llegar a ser tan bueno como ella escribiendo. Ya sabes cuánto la admiraba.
Dudley no sabía explicar cómo le hacía sentir la posibilidad de trabajar junto a su padre. La reaparición de Monty aún lo tenía afectado, al igual que su ineptitud a la hora de leer en el restaurante, lo cual fue una distracción, no la causa de ello.
– ¿Qué hay de lo demás?
– Claro, lo demás.
Walt pareció decepcionado por la reacción de Dudley.
– Quizá lo mejor sea que no publiquemos tu historia -dijo.
– ¿Por qué?
– Necesito preguntarte si la basaste en algo en particular.
– En mi imaginación, ¿por qué?
– ¿No sabías que una chica había sido asesinada en el metro donde basas tu historia? No ahí mismo, pero sí en una estación de esa misma línea.
Dudley alzó la voz para evitar a la multitud y los detalles con los que Walt parecía estar pescando para él, pero la única respuesta que fue capaz de pensar fue:
– ¿Cuándo?
– Hace unos siete años.
– No importará, ¿no? Ha pasado mucho tiempo.
– Me temo que sí, Dudley, especialmente porque se cumple su aniversario dentro de pocas semanas.
– ¿Es cierto eso? -dijo Dudley sin acordarse-. ¿Quién lo dice?
– Su familia. Parece ser que su familia nunca ha estado convencida de que su muerte fuera un accidente. En la historia se dice que ella corría demasiado rápido hacia el tren, así que ya puedes imaginarte lo que deben sentir.
Dudley casi dijo que no y que no tenía ningún interés por saberlo. Sin embargo, protestó:
– Entonces deberían creer que mi historia está de su parte.
– Tristemente, no es así. Están muy enfadados y alterados porque parece que hayas escrito sobre ella. Si tú me dices que es una coincidencia, te creo. ¿O crees que has podido tener el hecho real en el subconsciente y que no te has dado cuenta?
Dudley podía haber usado eso mismo como excusa, pero ya era demasiado tarde. Entonces dijo:
– Mi historia fue anterior.
– Bien. Se lo contaré a la familia. Ahora, perdóname por preguntarte esto, pero, obviamente, no nos meteremos en más problemas de este tipo con el resto de los relatos, ¿verdad?
– Así es -dijo Dudley, no siendo lo bastante vehemente-. No habrá más problemas, claro que no.
– Según tu conocimiento. Entonces, no sabías que pasaba esto, ¿verdad? Bueno, supongo que hay que tener algo peor que mala suerte para encontrarnos con otra coincidencia como esta. ¿Tienes alguna favorita entre las demás?
– Me gustan todas ellas. Son tan buenas como esta.
– Quizá la mejor solución sea que llames a Vincent y se las cuentes todas. No queremos hacer esperar a la creatividad.
Dudley bajó la voz y la cabeza como si quisiera evitar que la multitud escuchara.
– La solución, ¿para qué?
– Para la historia que debe utilizar ahora. Debe dejar aparte lo del metro y la revista también.
El mundo alrededor de Dudley pareció allanarse y volverse estridente al igual que una cartulina mojada después de haberla pintado.
– ¿No vais a publicar mi historia? -dijo, esperando que nadie más que Walt lo oyera.
– Debes ponerte en mi lugar. La controversia ayuda a las ventas, pero no la de esa clase. No queremos dejar de gustarle al público.
– No es justo. Yo gané.
Dudley vio que la gente que estaba de paso lo miraba con diversión o vergüenza ajena, cosa que lo dejaba vulnerable hasta llegar al repentino pánico tardío.
– De todas formas -objetó, como si pudiese así terminar con aquella situación-, ¿cómo puede saberlo la familia si aún no se ha publicado?
– Se lo comentó alguien del restaurante. No sabemos quién fue ni tampoco me lo dijo el padre de la chica. Tengo tantas ganas como tú de saberlo.
Dudley lo dudaba. Intentó acordarse de las caras del público, pero lo único que le vino a la mente fue el aspecto de incomodidad de una forma completamente equivocada y cómo su atención se había centrado en Patricia, una vez que esta retomó la lectura. Si ella no hubiese leído la historia, podrían haberla publicado antes de que la familia de la chica interfiriera. Se le empezaban a encoger las tripas cuando Walt dijo:
– ¿Dejarías que Valeria escogiera esta vez? Aún estamos interesados en publicar una historia tuya ya que has sido tan comprensivo. ¿Por qué no nos envías por correo electrónico todas tus historias cuando llegues a casa? Valeria necesita elegir una tan pronto como le sea posible.
El pánico volvía a envolver a Dudley. Nunca debería haber dicho que se había inventado el resto de las otras historias. Sintió como si algunas personas, que no podía localizar entre la multitud, lo miraran desesperadamente.
– Quiero echarles un vistazo antes; no las he leído en mucho tiempo.
– Hazlo esta noche, entonces y envíanos tantas como quieras. Bueno, te dejo para que llames a Vincent.
El parloteo de la multitud pareció meterse por el auricular cuando el calor apretó a Dudley entre sus garras. Estaba tan distraído que casi seleccionó el número de Vincent, decirle aquello era peor que no decirle nada. Se metió el desleal teléfono en el bolsillo y se obligó a sí mismo a regresar a la oficina. Se había llevado el teléfono fuera para que la señora Wimbourne no pudiera escucharlo desde la sala de personal, pero ahora se sentía como si volviera a la prisión que ella había construido para él. Pasó detrás del mostrador, para dirigirse hacia su cabina cuando ella balanceó la cabeza hacia él como la vaca que era.
– Ya tiene lo que quería -dijo, con una expresión que hizo que le dolieran los labios-. Al final, no van a publicar mi historia.