35

«Esto no debería dolerte». Se refería a quitarle la cinta, pero tampoco creía que la caída desde doce metros le doliese, ni tampoco el choque contra la carretera. Solo porque la conociese mejor a ella, no había necesidad de imaginarse que experimentaría más dolor que sus predecesoras. ¿Tendría que esperar a que pasara un coche para terminar el trabajo? Podría liberarle las muñecas mientras esperaba, pero ¿a qué distancia tenía que estar el coche para que le desenrollara la cabeza y le diese el último empujón? Estaba mirando la carretera desierta que se curvaba para después desvanecerse entre la pendiente de las rocas hacia el afilado horizonte blanco sobre el negro mar cuando el paquete se movió hacia delante.

– Cuidado -gritó-. Da un paso atrás.

Quizá la elección de sus palabras había confundido al paquete, o quizá este había perdido el equilibrio. Los dedos de sus pies estaban a tres centímetros del borde y parecían contener el temblor. Aquella vista era lo más frustrante de todo porque lo habría disfrutado más si el resultado no hubiese sido tan prematuro. No podía dejar caer al paquete sin antes desenrollarlo o quien lo encontrara pensaría que no había sido un accidente. Con mucho esfuerzo, abandonó la excitación que sentía ante aquel espectáculo y retiró al paquete del borde.

– He dicho que atrás -susurró entre dientes.

La soltó en cuanto estuvo a salvo.

No iba a perder el tiempo esperando que pasara un coche. La caída terminaría su tarea. En vez de empujar al paquete por el borde, lo llevaría a dar un paseo más arriba para que lo primero que cayera fuese la cabeza. ¿Cómo sería el golpe? Sonrió anticipadamente mientras se encorvaba para encontrar el extremo de la cinta que envolvía las muñecas y después se irguió tan rápido que la negrura del cielo pareció metérsele dentro de su dolorida cabeza.

La falta de sueño podría estar mermando su habilidad para pensar y las demás distracciones tampoco habían sido de gran ayuda: la ilusión de un observador en el observatorio, el zorro, el helicóptero de la policía… No podía permitir que descubriesen al paquete tan cerca de su casa, especialmente porque se suponía que se había marchado a Londres. El hecho de que vivo le podría haber sido de ayuda no probaría su inocencia. Aunque caminara toda la noche con él, ¿llegarían lo bastante lejos como para que nadie los relacionara? También estaba el problema de que se le podían quedar restos de las ataduras. ¿Había ignorado las débiles marcas de sus tobillos como si fuesen demasiado insignificantes como para traicionarlo? La mejor solución sería que nunca lo encontraran.

Lo miró a él y después a su alrededor. Todo el paisaje parecía paralizado por la luz de la luna, tan inerte como el molino de al lado del puente. Aquella quietud parecía negarse a prestarle ayuda. A su izquierda, más allá del río la perspectiva hablaba, el cielo color ámbar brillaba sobre Liverpool en señal de advertencia. A la derecha, el lejano mar descubría sus territorios, una blancura que le recordaba a la página en blanco de una máquina de escribir. Detrás de él, la cima conducía hacia el desusado observatorio pasando por el molino. Ambos edificios estaban cerrados con llave y no le servían de nada. El mar y el río estaban demasiado lejos para llegar andando. Los trenes habían dejado de funcionar y parecía que ni siquiera podía confiar en que la autopista le ofreciera algo de tráfico que dejara al paquete irreconocible o al menos, desprovisto de cualquier resto de envoltura. Por encima del puente, la ladera de la colina bajaba hacia Birkenhead, cuyas calles serían igual de inútiles. Le escocieron los ojos aún más al mirar fijamente a lo largo de toda la colina, cuya oscuridad era tan mitigada que no le serviría para esconder allí el paquete. No debía dejar que su imaginación se rindiera, ya había perdido gran parte de la noche. Entonces se acordó de la vista desde el tren.

Al lado de la autopista había un campo donde la gente solía pasear a sus perros. Estaba seguro de que incluso ahora, a estas altura del verano, estaría embarrado. Enfrente de las vías, al otro lado del campo y bajo la colina, había algunos huertos y en algún cobertizo encontraría herramientas, una pala. La realidad se volvía a poner de su parte. Abrió la boca para darle al paquete algún indicio de las buenas noticias y vio que se estaba acercando al borde.

– Aún no -dijo, hundiéndole el índice y el pulgar en el hombro para ponerlo a salvo.

Se retorció de dolor con su gruñido. Mientras se limpiaba la mano en los pantalones, el paquete colocó los pies fuera de la roca, un gesto que sugería desafío incluso antes de que moviera los dedos para indicarle que le liberara las manos.

– He dicho que aún no -le dijo-. Aún estamos demasiado cerca de la gente.

Al bajar los dedos y el bulto de la cabeza, mantuvo la postura.

– Date la vuelta. Más. No he dicho que pares. Para. Recto hacia delante.

Le daba las instrucciones y observaba cómo volvía al camino por el que había llegado.

– A mí también me cansa esto, ¿sabes? Ya mismo podrás tumbarte.

Tanto que nadie lo encontraría nunca. Creía que podría dormir durante días. No cabía duda de que el paquete no lo entendía, o no le importaba lo mucho que le costaba la tarea de dirigirlo. Era suficiente con unas cuantas sílabas.

– Arriba -seguía diciendo-. Abajo.

Pero la sensación de poder que aquello le daba empezaba a hacerse pesada, en especial porque el paquete parecía tener prisa por llegar al final de su caminata. Tenía que echar mano de su imaginación para seguir interesado.

– Estás caminando sobre un dinosaurio. Esas son sus escamas. Cuidado, no lo despiertes -decía-. Ahora te estás bajando de uno de sus labios. Hay muchos a tu alrededor, ten cuidado o te cogerán los pies.

Sentía como si estuviese soñando en voz alta, pero su público no mostraba la más mínima apreciación por su creatividad. Al pasar por el observatorio apretó los dientes por el mal humor. Entonces apareció la vista de la pendiente cuesta debajo de la colina. Los huertos y el pie de la colina estaban separados por un camino. Las parcelas rectangulares le recordaban a tumbas con espacios para escribir. Mientras seguía al paquete por el estrecho sendero de hierba, las parcelas parecían ampliarse como si estuviesen ávidas de un enterramiento. No cabía duda de que sería muy placentero cavar en ellas, pero ¿no se daría cuenta el dueño de que Dudley le había dado un uso extra a una de ellas? Mejor contentarse solo con coger una pala prestada. Aunque quizá tendría que actuar como un criminal y entrar por la fuerza en un cobertizo.

– Mira lo que me haces tener que hacer -murmuró mientras el paquete vaciló irritantemente al pie de la ladera-. No hay peligro, continúa.

Llegaron a una cancela entre los setos que bordeaban los huertos. La puerta estaba sujeta solo con un seguro, pero la palanca estaba rígida por el óxido, por lo que Dudley tuvo que apoyarse sobre él. El seguro cedió con un clic tan fuerte como el de la caída del alambre de una trampa para ratones y la puerta emitió un estridente chirrido al abrirse hacia dentro. Todo aquello podía haber sido diseñado para actuar como alarma, puesto que provocó un grito apagado.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Quién anda ahí?

Parecía que el hablante se había despertado en aquel momento y Dudley sintió como si también lo despertaran a él. En cuanto la puerta de uno de los cobertizos se abrió de golpe a unos cuantos cientos de metros, le puso las manos sobre los oídos y forzó al bulto de la cabeza a ponerse fuera de vista detrás del seto. Un hombre tan grande como el cobertizo salió atolondrado, se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y miró por la cancela.

– ¿Qué juego es este? -gritó-. ¿Corre que te robo?

Dudley lo agarró más fuerte. Podría haber estado cubriendo los oídos de un niño para impedir que oyera algo inapropiado, precisamente porque el paquete era muy pequeño.

– ¿Parezco un delincuente? -respondió.

– No sé qué aspecto tienes, amigo. Quizá debiera ir a ver.

La grandota figura se alejó del igualmente oscuro cobertizo y Dudley vio que blandía una especie de garrote. Tiró de la cara del paquete, lo puso bocabajo en posición de humillación y le pisó el cuello para mantenerlo callado y quieto.

– No pasa nada -dijo, deseando que el hombre no supiera de dónde venía su voz-. Solo quería encontrar algo de privacidad.

– Nos querías dejar algo de abono, ¿eh? ¿Crees que hemos hecho todo este trabajo para que lo utilices como servicio? Eres un gamberro.

– No sabía dónde estaba.

Aunque Dudley no estaba apretando al paquete excesivamente hacia abajo, este empezó a forcejear con todas sus fuerzas, casi le pegó una patada por detrás antes de que Dudley pudiera retirarse, sujetándolo aún.

– Solo vi el seto -dijo, enfurecido, casi suplicando.

– ¿Eres de los tímidos? Por tu bien, no seas tan tímido.

El hombre dejó caer de golpe el extremo de su arma sobre el poco iluminado camino y se apoyó sobre ella para volver a observar con la mano sobre sus ojos.

– ¿Quién está contigo? ¿Qué estáis haciendo?

– Nada. Por eso necesitábamos el seto -dijo Dudley maldiciendo su delgadez.

– ¿No pueden hablar por sí mismos? Quiero oírlos.

– En este momento no es posible.

En el momento en que el hombre avanzó un paso, arrastrando el garrote con un fuerte ruido por el camino, Dudley sintió como si la oscuridad le estuviese apretando el cerebro, convirtiéndolo en una masa de negrura.

– Están, están un poco enfermos -tartamudeó.

– Drogas, ¿no? ¿O es que no quieren que sepa quiénes son?

– Eso es -dijo Dudley aplastando las manos contra el bulto de la cabeza a la vez que evitaba una patada que casi le alcanza-. No hay por qué, no estamos haciendo nada, ¿verdad?

– Depende de lo que estuvieseis a punto de hacer.

El hombre se apoyó sobre el garrote y su voz se volvió algo enigmática.

– ¿Seguro que no estabais haciendo nada en el seto?

Dudley se contuvo las náuseas.

– De acuerdo, sí -dijo, aunque le pareció asqueroso.

– ¡Sinvergüenzas! ¿No podíais esperar a llegar a casa?

– Yo no soy eso -objetó Dudley, porque aquella idea era aún peor-. Es una chica.

– Entonces deberías ser más romántico, hijo. Cómprale unas flores y llévala a un restaurante decente. Llévala también a bailar y demuéstrale que te importa, después ambos tendréis ganas. Así lo hice yo con mi mujer.

La voz se había vuelto nostálgica, lo que aumentó la repugnancia de Dudley. Tuvo que frenarse y no estrujar la pegajosa cabeza entre sus manos. Evitó otra patada y el hombre dijo:

– Marchaos. Me quedaré observando.

Dudley apenas podía hablar por la repugnancia.

– ¿Qué quiere que hagamos?

– Os estoy diciendo que os esfuméis mientras me siento sentimental. No suelo estarlo muy a menudo. Se acerca nuestro aniversario. Eso es todo.

Dudley vio que la figura agachó la cabeza. Soltó los oídos y agarró al paquete por el hombro para azuzarlo por el seto.

– Vamos -dijo en voz baja, pero lo suficiente fuerte como para traspasar la cinta-. Más rápido. Sigue recto. Por ahora no hay más descansos. Pronto llegaremos.

Cuando llegaron a la esquina del seto, miró hacia atrás. Aunque la figura ya había alzado la cabeza, pensó que apenas podría distinguirlo ni a él ni al paquete. Ahora que lo habían echado de los huertos, las parcelas le parecían tumbas aún más atractivas. El olor a tierra recién cavada le tentaba las fosas nasales y se le hacía la boca agua. Se dio la vuelta con rabia y se dio cuenta de que la ruta que parecía tener más a mano conducía hasta su casa. Entonces pensó que podrían llegar aún más lejos, hasta el cementerio del final de la carretera.

Aunque adormecida, su mente seguía funcionando. Quizá había necesitado la complicación de los huertos, aunque se sintió más inclinado a pensar que su distracción se había debido al esfuerzo de guiar al paquete. ¿Cuántas horas quedarían para el amanecer? ¿De dónde iba a sacar una pala? Tendría que improvisar y seguramente la vida estaba de parte del señor Matagrama. Al tejado de la iglesia del cementerio se le habían caído todas las tejas; quizá pudiera utilizar una como pala.

– Sigue andando -ordenó-. A la derecha -dijo finalmente-. No te pares. Recto, muñeco estúpido.

El sendero terminaba en la carretera que llevaba hasta la suya. Iba cuesta arriba entre las paredes de roca dando paso a las casas que estaban tan en calma como si carecieran de vida alguna. Empujó a su lenta carga a pasar por ellas y apenas podía resistir el impulso de darle patadas a lo largo del camino. A lo mejor se ofendía o quizá se volvía desafiante y no tenía tiempo que perder en sus payasadas. Lo único que le importaba era llevarlo a su tumba lo antes posible. Al menos no tendría que matarlo; enterrarlo resolvería todos sus problemas.

Se puso delante de él en el cruce de la bajada de la carretera principal. Oyó un coche. Pasó sin que se dieran cuenta y dejó tras de sí una quietud que enfatizaba el murmullo de la ciudad. Dirigió al paquete para que caminara por la acera y subiera a la otra que llevaba hasta su casa.

– Estamos cerca -dijo sonriendo.

Ir delante parecía haber animado al paquete, caminaba más deprisa. Ya veía su casa.

Cuando oyó otro coche detrás de él.

Cuando se giró para mirar, vio que merodeaba por el cruce. Imaginó que le estaba pidiendo prestada toda la blancura a la luna, hasta que giró hacia su carretera. Se trataba de un coche de policía.

Solo tuvo un momento para pensar mientras escondía la cara para que no pudieran reconocerlo, con tanta energía que le subió un dolor por el cuello y le estalló en la cabeza. Un momento era suficiente para el señor Matagrama. Cuando el vehículo estuviera a su altura, adelantaría al paquete de nuevo y lo empujaría cuesta abajo por el camino que tenían más cerca. No había tiempo; la puerta estaba a unos cuantos metros. Entonces cogió al paquete entre sus brazos y apretó la boca contra el bulto de la cinta que contenía sus labios.

Retorció las manos entrelazadas intentando expresar su asco. Aún vendados con cinta adhesiva, los labios trataban de moverse, por lo que creyó que querían alcanzar los suyos. Por el rabillo de uno de sus escocidos ojos consiguió ver que el coche de policía había aumentado la velocidad al pasar por su lado y por el de la casa. Cuando las luces de frenado brillaron en el exterior del cementerio, soltó al paquete y se frotó la boca enérgicamente con el dorso de la mano.

– No te preocupes, eso es lo único que vas a tener -dijo entre dientes.

El coche de policía se había detenido al lado del cementerio. Cuando abrieron las puertas, varias siluetas salieron corriendo y se dirigieron hacia el camino que subía por la colina.

– Eso es, persíganlos -gritó la voz de una mujer desde la ventana de un dormitorio de al lado del cementerio-. Que se pinchen en otra parte.

Los policías del coche corrían tras los fugitivos. Dudley podía ver destellos de luz en el cementerio. No podía llevar allí al paquete, ni tampoco a la colina.

Tenía que esconderlo en algún lugar mientras esperaba su oportunidad. Siguió con la boca cerrada cerca de una de sus confusas orejas para asegurarse de que la policía no lo escuchaba, aunque la sensación de tener que volver a tocar al paquete con sus labios le ponía malo. Fue hablándole hasta la puerta de su jardín, después de que la pasaran y cuando habían llegado a la puerta principal. Se sacó las llaves del bolsillo y casi se le caen por culpa del cansancio. Mientras giraba la llave en la cerradura, oyó un ruido parecido a un trueno sobre él y Brenda Staples se asomó a la ventana de su dormitorio.

Estiraba el cuello en la dirección del cementerio. Él terminó de girar la llave, abrió la puerta con un solo movimiento y después agarró al paquete por un hombro.

– Arriba -le dijo al oído, mientras los dedos de sus pies guiaban los primeros pasos.

Lo empujó al recibidor y miró hacia arriba. Brenda Staples seguía ensimismada en la persecución. Enseñó los dientes y estuvo a punto de dar un portazo para sobresaltarla. Sin embargo, la cerró con suavidad y le echó el cerrojo mientras se giraba hacia el paquete, que estaba parado al pie de la escalera.

– Continúa -dijo-. Sube. Un paso más.

Le obedeció hasta la mitad de la escalera, donde pareció vacilar. Adelantó el pie solo unos cuantos centímetros para identificar el lugar o para buscar un sitio más seguro.

– No te detengas o te caerás -improvisó Dudley por diversión.

Quizá la situación que había descrito era demasiado real para ser de utilidad. El paquete se tambaleó e iba cayendo hacia él hasta que le plantó un pie en la espalda.

– Estarás bien si haces lo que te digo -le dijo-. Da otro paso. Y otro.

Siguió diciendo aquello hasta que llegaron al rellano, donde casi se cae por culpa de la expectación de subir otro escalón más. Disfrutaba con la idea del miedo que sentía por caerse por algún borde invisible.

– Hacia delante -lo dirigía sonriendo-. Detente ahí.

Había entrado en el cuarto de baño y no sabía que estaba delante de la bañera.

– Date la vuelta -dijo mientras sacaba el último rollo de cinta adhesiva de detrás del lavabo-. Sigue girando. Para.

Aunque le gustaba el sonido que hacía la cinta al despegarse, aquello podría alertar al paquete, por eso esperó un minuto para coger un trozo suelto con las uñas. Se lo acercó al paquete y el pequeño bulto de la cabeza comenzó a moverse de atrás hacia delante. Se puso de rodillas con el corte de cinta detrás del paquete a un brazo de distancia.

– No creas que me arrodillo ante ti -murmuró-. Tampoco estoy rezando.

Le ató los tobillos con la cinta, tirando fuerte y mientras el paquete luchaba por mantener el equilibrio, él le daba otra vuelta, y una tercera y una cuarta. Se los volvió a amarrar cuando el paquete se volcó sobre el lateral de la bañera. Al inclinarse rápidamente hacia delante, evitó golpearse la cabeza en vez de los hombros contra la pared. Mientras trataba de buscar una postura menos torpe, él no tuvo ningún problema para quitarle los zapatos antes de meterle las piernas en la bañera con un pie.

Ya había hecho suficiente por aquella noche. Por la mañana, llamaría a su madre al trabajo y le diría que necesitaba estar solo hasta el martes. Podría comprar una pala para el trabajo de mañana por la noche en el cementerio. Cuando el paquete empezó a golpear los laterales de la bañera con los pies, cerró la puerta para evitar el ruido y se tendió en el colchón. El paquete dejaría de hacer ruido finalmente y él ya estaría dormido para entonces.

– Solo fuimos a investigar. Fue un ensayo -dijo mientras acomodaba la cabeza en la almohada-. No te preocupes, mañana será real.

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