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Mientras Kathy hacía rodar su maleta fuera del hotel, el teléfono de Dudley dio seis tonos y después contestó.

– Dudley Smith, escritor y guionista -dijo-. El señor Matagrama y yo debemos estar ocupados. Déjanos un mensaje.

¿Cuándo había cambiado el mensaje? Nunca había oído aquello antes.

– Solo quería saber cómo iban las cosas -le dijo-. Lo volveré a intentar más tarde.

Quizá el tren que lo llevaba al trabajo estaba en el túnel. Se metió el teléfono en el bolsillo y se apresuró a la estación interurbana, donde los rayos de sol a través del tejado se pronunciaban como un dios. Tiró de la maleta hasta la escalera mecánica, compró el billete y bajó otros cuantos de escalones más hasta llegar al andén del metro.

Le agobiaban los pasajeros y su incapacidad para utilizar el teléfono móvil. Le molestaron cada uno de los cinco minutos que el tren del oeste de Kirby tardó en llegar. Se sentó en el asiento delantero del primer vagón donde había algo de espacio, reservado a sillas de ruedas, para su equipaje. Se sintió como una niña intentando conducir el tren, tratando de no entretenerse demasiado bajo tierra. En cuanto emergió al espacio abierto más allá de Conway Park, intentó llamar a Dudley de nuevo, pero seguía estando el contestador.

¿Se habría atascado en el túnel? Su tren pasaba por otro allí, pero no estaba segura de si Dudley se encontraría a bordo. Llamó por tercera vez cuando el tren salió en dirección a Birkenhead Norte hacia Bidston, ofreciéndole la vista de los huertos al otro lado del campo y recordándole lo cerca que se encontraba de casa. ¿Habría apagado el teléfono para que nadie le molestara para quedarse dormido? Sonrió con aspereza al pensar el desastre que se encontraría al llegar a casa. Al menos, Dudley la ayudaría a limpiar.

Quizá Monty estaba en lo cierto y era demasiado indulgente con Dudley. Aunque su escritura fuese el aspecto más importante de su vida, y también de la de ella, aquello no significaba que tuviese que ser deficiente en los demás. No sería una buena madre si lo permitía. No era demasiado tarde para que cambiara. El tren se detuvo en Bidston y dejó pasar algo de brisa. Kathy se sintió tentada de ir a casa. Se imaginó a ella misma tirando de su maleta kilómetros y kilómetros bajo el sol y volvió a su asiento. Ciertamente, si había estado escribiendo durante todo el fin de semana, se merecía un día libre de su otro trabajo.

No podía pasar nueve horas preguntándose dónde estaba; no quería pasar ni una. Consiguió esperar a que el vagón llegara a la altura de las grandes casas de Hoylake antes de volver a llamar. Solo la respuesta grabada.

– Seguiré intentándolo -dijo mientras se levantaba.

El señor Stark estaba abriendo la oficina de la calle principal al doblar la esquina de la estación. Las compañeras de Kathy se giraron al oír el traqueteo de su equipaje.

– ¿Has estado de vacaciones? -preguntó Mavis.

– Algo así.

– No nos digas que has estado de escapada de fin de semana -gritó Cheryl.

Kathy no se había ido de fin de semana ni nada parecido, aunque sonrió mientras se apresuraba a llevar la maleta a la sala de personal. Su oficina abriría en cinco minutos, al igual que la de Dudley, y ya debería haber alguien allí. Encontró el número en la lista de detrás del mostrador y sacó el teléfono móvil.

– Solo será un minuto -le dijo al señor Stark.

Tardó más. El teléfono de la oficina de Birkenhead sonó al menos durante dos minutos antes de que lo contestaran. Kathy abrió la boca y la dejó abierta, porque quien hubiera respondido, colgó inmediatamente.

– Estoy llamando a Birkenhead -le informó al señor Stark.

Y con más vehemencia, volvió a intentarlo. En menos de un minuto, los tonos cesaron.

– No me cuelgue -dijo enseguida.

– Aún no hemos abierto -objetó la voz de una chica.

– Están a punto. ¿Fue usted quien me colgó antes?

– No habíamos abierto.

– Yo llamaría a eso un comportamiento extremadamente antiprofesional y sé de lo que hablo. Yo trabajo en lo mismo. Llamo desde la oficina de Hoylake. ¿Puedo hablar con Dudley, por favor?

– No se encuentra aquí.

– Claro. Debí imaginármelo. He estado fuera todo el fin de semana, pero sé que este fin de semana ha estado muy solicitado. Debería decirle que soy su madre.

– Es la madre de Dudley.

– Me gustaría hablar con ella -dijo la voz de una mujer mayor que llegó al auricular de plástico haciendo mucho ruido-. ¿Es la señora de Smith? -preguntó.

– Sí, aunque basta con «señora Smith». El padre de Dudley ha estado fuera de nuestras vidas durante bastantes años.

– Esa no es excusa.

Kathy sintió como si la conversación hubiese dado un giro, haciéndole perder el equilibrio que había conseguido.

– Disculpe, ¿excusa para qué?

– ¿No sabe cómo se comporta cuando no está usted delante?

– Claro que sí. Estoy segura de que es el mismo de cuando estoy.

– Entonces no deberían sentirse demasiado orgullosos de ciertas cosas.

El señor Stark estaba levantando sus canosas cejas para agrandar su ostentosa mirada de impaciencia. Kathy le devolvió la mirada con algo de enfado reprimido.

– ¿Puedo preguntar de qué? -dijo-. Ni siquiera sé con quién estoy hablando.

– Soy Vera Brewer. Otra persona a la que su hijo insultó. Nos hizo saber que él era mejor que el resto. ¿Qué me dice de eso?

– No estoy segura -dijo Kathy, demasiado ocupada en hacer frente al tono de aquella mujer en vez de ser honesta-. De todos modos, no la conozco.

– Entonces lo ha criado haciéndole pensar que es superior al resto del mundo.

– Por lo pronto ya ha conseguido más de lo que yo he conseguido. Siento que creyera que fue maleducado. Últimamente ha estado sometido a mucha presión y quizá no se haya dado cuenta -dijo Kathy a la vez que el señor Stark sostenía el pestillo para abrir la puerta mientras le levantaba la ceja izquierda y el mismo lado de su boca-. ¿Ha llamado?

– Que yo sepa, no.

– Solo quería decirles que con el fin de semana que ha tenido es bastante probable que no acuda hoy a trabajar. ¿Podría apuntar que está enfermo?

Después de un silencio que Kathy pensó que era necesario, Vera añadió:

– Mejor hable con la señora Wimbourne.

– ¿No puede usted…?

Cuando el sonido de un golpe le hizo saber a Kathy que no le hablaba a nadie tras el auricular, se preguntó con la misma poca paciencia que la que mostraba el señor Stark cuántas veces más tendría que repetirlo. Estaba intentando consolidar todos sus pensamientos cuando oyó otra voz que dijo:

– ¿En qué puedo ayudarla? Acabamos de abrir.

– Igual que nosotros -dijo Kathy apartando la mirada de la arrugada cara del señor Stark, cuya mueca la estaba volviendo aún más pequeña.

– Entiendo que es la madre de Dudley.

Aquello no sonó mucho más amable que lo que siguió:

– ¿Tiene algo que decirme?

– Solo que se ha tomado el día libre. Tiene cansancio nervioso. Espero que eso cuente como enfermedad.

– Me temo que no la entiendo. ¿Libre de qué?

– De ustedes.

La conversación parecía volver a dar un giro y Kathy intentó recuperar el control.

– Me refiero al trabajo -dijo-. De su trabajo de día.

– ¿Me permite que la interrumpa? ¿Tiene la impresión de que su hijo aún trabaja aquí?

Sintió que la habitación se carbonizaba por el calor y la oscuridad, y Kathy tuvo que buscar el aire antes de responder.

– ¿No es así?

– No desde mediados de la semana pasada.

Kathy escuchó aquellas palabras atontada por culpa del pánico.

– ¿Cree que puede tratarse de algún malentendido? Estoy segura de que ha estado yendo a trabajar.

– Me temo que aquí no ha venido.

¿Entonces adónde…? Kathy contuvo aquella pregunta y consiguió cambiarla por:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Se insubordinó y el colmo fue que actuó de manera abusiva con sus compañeros y conmigo. Después se marchó antes de que pudiera tomar medidas.

– Le pido disculpas. Le pido disculpas por su comportamiento. Debo decirle que ha tenido unas semanas algo difíciles, no creo que se lo haya contado a nadie.

Aún más dolorosamente, añadió:

– Si va a disculparse, ¿usted…?

– Me temo que el proceso está ya muy avanzado para eso. No puedo llevar esta institución adelante con dos vacantes. Ya he encontrado sustituto. Va de camino una carta certificada para él.

– ¿De verdad ha hecho algo tan grave? Creía que teníamos que hacer algo peor para que nos echaran de esta clase de empleos.

– Quizá debiera dejar de defenderlo y saber cómo es. Ahora, discúlpeme. Tengo que dirigir una oficina -dijo la señora Wimbourne.

Y se marchó.

Kathy cerró los ojos mientras apagaba el móvil. Al menos, bajo sus párpados se suponía que debía estar así de oscuro. Sentía el vacío al mismo tiempo que el peso del teléfono en su mano, de la misma manera que sus pensamientos. Estaba comenzando a preguntarse qué otras cosas no sabría sobre su Dudley cuando habló el señor Spark.

– ¿Está lista ya para empezar? -preguntó.

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