Cuando Patricia entró en Les Internacionales, refugiándose del sol de mediodía, una camarera vestida con una blusa de los colores de la bandera italiana salió a recibirla.
– ¿Tiene una reserva, querida?
– Tengo una cita con el señor Moore.
Aquella frase sonó como título de muchos géneros e hizo que un hombre se pusiera de pie en medio de la gran sala llena de ejecutivos y mesas con manteles de los colores de varias banderas.
– ¿Señorita Martingala? -dijo-. ¿O debería decir señora?
– Me da igual señora o señorita siempre que no me llame «señora de».
Se reunió con él y recibió un apretón de manos rechoncho y flojo. Su gran cara pálida y más que bien alimentada esbozó una sonrisa. Tenía la barba sin afeitar, quizá por celebrar el día libre de trabajo y adornada con rizos pelirrojos. Vestía una camisa blanca y un traje negro tan discretamente estampado que las rayas parecían subrepticias. Lo único que no hacía juego con el traje del funcionario era la corbata con dibujos de cerditos rosa.
– Yo estoy tomando el almuerzo combinado -dijo Eamonn Moore-, pero usted puede tomar lo que desee.
La carta que enumeraba los platos estaba entre los botes de salsa de soja y de aceite de oliva en medio de la mesa llena de comida griega tradicional. Gazpacho, dim sum, gumbo, baklava…
– Gracias -dijo Patricia-. Yo tomaré lo mismo -se vio obligada a añadir.
Llamó con el dedo curvado hacia arriba a una camarera vestida al estilo tradicional francés. Mientras la camarera se dirigía a la barra, cubierta de banderines, para servirle una copa de fino, Eamonn comentó:
– Entonces no está demasiado dispuesta a casarse.
– ¿Eso dije? Lo único que quería decir es que no estoy casada.
– No debería hacerlo hasta que encuentre a la persona adecuada. ¿Se ha casado ya Dudley?
– No, no está casado.
– No seguirá viviendo con su madre, ¿verdad?
– Me temo que sí. Bueno, no me temo, no debería temerme nada. Si no llega a ser por Kathy no publicaríamos su historia. ¿Ha perdido el contacto con él?
– Más bien sí. Por eso me sorprendió que quisiera hacerme una entrevista a mí.
– Él dice que usted tuvo mucho que ver con el género que escribe.
– No sé a qué se refiere.
– Debería haber venido a nuestra comida de la semana pasada. Me habría escuchado leer su historia -dijo Patricia.
Al decirle aquello, tuvo aún menos seguridad de cómo funcionaban las cosas. La única forma que había encontrado para hacerlo fue yendo directamente al grano, con la esperanza de que sus oyentes lo interpretaran como una ironía.
– Es la historia de un asesinato visto a través de los ojos de la chica que va a convertirse en víctima.
– Debería haber imaginado que se trataba de eso.
– ¿Lo dice por las películas que solían ver juntos?
Eamonn no respondió hasta que la camarera se retiró después de servirle el jerez a Patricia.
– ¿Qué dijo que hacíamos?
– Creí entender que veían muchas películas de suspense, pero no me quedó clara la edad que tenían.
– Estábamos en primaria. Él se sentaba a mi lado en la clase de primero. Debí contarle que mis padres tenían una videoteca y me pidió que viésemos algunas películas.
– ¿Alguna en especial?
– De terror, cuando vio que las teníamos. Mis padres no sabían lo malas que eran hasta entonces. Un tipo con una furgoneta solía pasarse por las tiendas de vídeos y venderlas baratas.
– ¿Se refiere a las que solían ver?
– Esas eran las que más le gustaban. Cualquier cosa donde se torturara a la gente. Yo no sería capaz de verlas ahora.
– ¿Se acuerda de algún título?
– Oh, Señor, no sé. Yo habría llamado a cualquiera de sus favoritas: «Rájala» o «Sácale las tripas».
– ¿Tampoco le gustaban cuando las veía?
Patricia se sintió como si le echara una mano a Dudley.
– Era joven y no sabía demasiado.
Eamonn guardó silencio mientras una camarera, con ropa deportiva y con una insignia de Portugal, les servía la sopa fría.
– ¿Tomamos vino? -sugirió él algo más entusiasmado.
– Si es seco y blanco, sí.
– Un sauvignon chileno nos vendrá bien.
Después de haber hecho alarde de su conocimiento, bajó la voz mientras la camarera se dirigía a la barra.
– Sí. No me gustaban las que él rebobinaba una y otra vez -dijo-. Debo decirle que nunca las veíamos en mi casa; aunque no estoy culpando a su madre. Siempre conseguía mantenerla alejada durante las escenas violentas. Le pedía que trajera bebidas o que nos hiciera otra cosa para comer. Y su padre casi siempre estaba fuera o escribiendo en el piso de arriba, donde no se le podía molestar.
– ¿Cree que hay mucho de lo que culpar? No parece que eso le haya hecho ningún daño a Dudley.
– Yo tenía pesadillas -dijo como si aquello fuese algo más de lo que quisiera revelar-. ¿Va a poner eso en su revista?
– Aún no lo sé. ¿Hay algo que usted no quisiera que pusiera?
– Nada sobre mis padres; ellos odian que se les recuerde. Nunca han llegado a recuperarse de cuando la policía hizo la redada en su tienda cuando nunca habían tenido ningún problema antes ni desde entonces. Salieron en los periódicos y tuvieron que pagar una multa y, veinte años después, la ley dice que no hay ningún problema con que la gente vea esas películas, después de todo.
Su cara pareció absorber el enfado para poder decir:
– Y tampoco le cuente a nadie la edad que teníamos en caso de que eso les salpique a ellos.
– Quizá solo mencione que estaban en el colegio.
– ¿Tendría que hacerlo? No estaría hablando de todo esto si él no se lo hubiera contado antes. Solo quería que usted supiera mi versión.
Aquella forma de hacer referencia a ver películas le sorprendió a Patricia de una extraña manera, pero finalmente dijo:
– ¿Hay algo más que usted quiere que sepa?
Después de sorber una cucharada de gazpacho, con más dramatismo del que se suponía, dijo:
– En una de las pesadillas salía él.
– ¡Caramba! No puedo creer que él tuviera tal efecto sobre usted. Supongo que sería porque eran muy jóvenes, ¿no?
– Fue una cosa que me dijo. No creo que quiera escucharlo ahora mismo.
– Desde luego que sí. No me deje en vilo o, ¿acaso está tratando de competir con él?
– No me gustaría hacerlo -dijo Eamonn bajando la voz tanto que ella tuvo que acercarse más desde el otro lado de la mesa para escuchar mejor-. Había ido a la biblioteca, creo y se había encontrado un perro callejero en el parque. Empezó a contarme la historia diciéndome que le había tirado algunos palos.
– Puede que fuese así, ¿no?
– Si lo hubiéramos hecho usted o yo, puede. Según él, no se dio cuenta de que uno de los palos era un trozo de una vieja valla, acabado en punta, hasta que se lo tiró y fue a parar al ojo del perro.
– Oh, pobre animal -gritó Patricia.
Tuvo que recordarse a sí misma que estaban hablando de algo que quizá había pasado veinte años atrás.
– ¿Qué hizo entonces? ¿Había alguien por allí que le ayudara?
– Nadie más que él. Lo único que hizo fue quedarse allí y mirar cómo el perro intentaba sacarse el palo del ojo. Y al final lo consiguió.
– ¿Quiere decir que le daba miedo tocarlo?
– Lo tocó cuando se echó en el suelo o cuando se cayó. Solo le estoy contando lo que él me dijo.
Eamonn la miró por si acaso quería que dejara de hablar.
– Volvió a clavarle el palo y el perro se alejó corriendo. Nunca volvió a verlo.
Patricia hundió la cuchara en la sopa y la mantuvo abajo hasta que aquello no requirió ningún esfuerzo.
– ¿Cuánto llegó a creerse de su historia?
– Todo. Ya le he dicho que tenía pesadillas.
– ¿Cuánto se cree ahora?
– No tengo ningún motivo para no seguir haciéndolo. ¿Por qué se inventaría algo así un niño de esa edad, o de cualquier otra?
– Sé por experiencia que los niños pueden llegar a ser bastante desagradables a veces.
En vez de sugerir que Eamonn había relatado aquella anécdota con más entusiasmo y dudas sobre qué efecto tendría de lo que admitía, Patricia dijo:
– Podría haberse tratado de su primera historia, ¿no? Quizá intentaba competir con las películas que ambos veían.
– Entonces, ¿va a contar eso en su revista?
– Aún no lo sé -dijo Patricia aunque pensó que aquello era bastante improbable-. Depende de lo que me cuente.
– No hay mucho más que contar.
Cuando ella arqueó las cejas y sonrió, él dijo:
– No hay nada más.
Ella no dijo nada mientras la camarera vestida de alemana les servía los dim sum. Entonces dijo:
– ¿Con quién más cree que debería hablar?
– Qué jugosos.
Eamonn se mostró entusiasmado con el bollo de camarones y se relamió los labios a la vez que los frotaba. Cuando terminó, dijo:
– Si él no se lo ha dicho, no lo sé.
– Aunque no siga en contacto con él, ¿podría decirme los nombres de algunos amigos?
– Debía de ser yo su único amigo, si él lo dice.
Tuvo que preguntarse si él había dicho aquello por el ansia de fama.
– Seguramente jugaba con más niños.
– Nadie quería jugar con él. Se cansaban de que siempre estuviese contando historias.
– ¿Recuerda alguna?
– Quiero decir que contaba mentiras -dijo con aspecto cansado.
– Me interesaría oír cualquier cosa que recuerde.
– Decía tantas cosas que al final dejaba de escuchar. Por ejemplo una era cómo su padre había publicado montones de libros en vez de un par de ellos y que había vendido millones de copias. Y que se suponía que su madre iba a publicar un libro del que la gente decía que era lo mejor que habían leído nunca. Ya se puede imaginar por qué empezaron a acosarlo en el colegio, aunque no digo que eso estuviese bien.
– No estoy segura de entenderlo bien. ¿Cuánto tiempo duró aquello?
– Los dos últimos años que estuvo en el colegio. No creo que su madre lo supiera.
– Si había contado tantas mentiras no entiendo por qué la historia del perro no podía haber sido una de ellas.
– Quizá lo fue. Ya ha pasado mucho tiempo para decirlo.
Devoró un panecillo de cerdo y admitió:
– Me envió una invitación para su acto. Me la envió al trabajo.
– Lo dice como si deseara que no lo hubiese hecho.
– No había motivo para que mi jefe se enterara que solíamos levantarnos de noche cuando nadie nos veía para ver películas que no debíamos ver.
Eamonn levantó la cara como deshaciéndose de cualquier sentimiento de culpabilidad.
– No acudí porque tenía un compromiso familiar prioritario -dijo-. Ellos tienen preferencia sobre todo lo demás.
– Entiendo.
Él pareció pensar que no lo suficiente. Pasó el resto de la comida poniéndola al tanto de su vida doméstica y enseñándole varias carpetas de fotografías que había recogido de las inmobiliarias de camino al restaurante. Cuando pidió la cuenta y dejó una impresionante propina, ella se sintió igual que si hubiera asistido a la mayoría de los cumpleaños más recientes de sus dos hijas menores; ciertamente tuvo que manifestar admiración ante docenas de fotografías de ellas con sombreros de fiesta. Se sintió llena de comida, pero vacía de información que pudiera publicar mientras le daba las gracias por el almuerzo.
– Ha sido un placer en todos los sentidos -dijo, dándose unos golpecitos en el estómago y después a ella en el brazo.
Fuera del restaurante, el soleado aire olía a las tres líneas de tráfico colapsadas en una sola dirección hacia la calle Dale. ¿Habría estado demasiado ansiosa por compensar los contratiempos del lanzamiento de Dudley mientras entrevistaba a Eamonn Moore? Al menos, Valeria había eliminado los comentarios de Shell que podían haberlo identificado y no había dejado referencias a sus escritos. ¿Era Patricia su publicista o periodista? Quizá pronto lo averiguaría.
Salió de la calle Dale hacia Moorfields y subió por una escalera mecánica hasta el acceso para descender a los trenes. Mientras se adentraba por los pasajes y las escaleras mecánicas paradas, se dio cuenta de que estaba siguiendo la ruta de Greta en el relato. Miró hacia atrás solo una vez y esperó que el tren la llevara por la curva que iba por debajo de Liverpool hacia Birkenhead. Más allá de Hamilton Square, la nueva estación de Conway Park dejaba al descubierto toda la longitud de los andenes, detrás de los cuales se volvía a cerrar de camino a Birkenhead Park.
Subió corriendo las escaleras que le cerraban el paso a su taconeo y se dio prisa al pasar por la estrecha calle llena de tiendecillas baratas. Cuando llegó al cruce con la calle que unía Bidston con el centro de Birkenhead, vio en la parada del autobús a algunos niños que ya habían salido del colegio que estaba detrás del gran parque Victoriano. Antes de que el semáforo se pusiera en verde para cruzar, tuvo algunos momentos para observar que los niños estaban tirando piedras a los coches.
– ¡Dejad de hacer eso! -gritó subiéndose a la acera, donde había una piedra de las que habían tirado.
Después le hicieron cortes de mangas y salieron corriendo.
Muchos más niños estaban concentrándose en ambos extremos del parque de la escuela. Patricia no veía a un solo adulto en el patio de cemento del colegio. Intentó dirigirse a tres chicas adolescentes que se habían parado a mirarla a través de la cancela.
– ¿Podríais decirme dónde están los despachos?
– ¿Eres de la policía? -dijo la chica con un corazón tatuado en el antebrazo.
– ¿Es porque Denzil ha vuelto a apuñalar a alguien? -preguntó la chica embarazada con los dedos amarillos.
– He venido a hablar con alguno de vuestros profesores; con el señor Fender, no sé si lo conocéis.
– ¿Seguro? Es el petardo de lengua -dijo la tercera de ellas escupiendo después-. El despacho está detrás de esas puertas.
Patricia se dirigió hacia la robusta puerta doble de roble que estaba en medio del edificio de ladrillo rojo de dos pisos. Tras la puerta, había una gran sala que conducía casi inmediatamente a una ventana en la pared de la izquierda. Una secretaria rellenita que vestía una chaqueta de hilo la condujo a la segunda de las impresionantes puertas que había en la pared de enfrente. Patricia llamó a la que tenía un cartel que decía: «Profesores». Después de unos segundos, cuando se disponía a volver a llamar, una voz seca masculina dijo:
– Adelante.
Parecía querer infundirle nerviosismo al visitante. Cuando abrió la puerta, el aspecto del sujeto se lo confirmó: sus ojos eran tan fieros como su bigote pelirrojo que tenía las puntas hacia arriba y era más ancho que su huesuda y calva cabeza: Tenía los brazos tan fuertemente cruzados sobre el pecho que los codos de la chaqueta de piel deportiva que llevaba apuntaban directamente hacia ella. Estaba solo en aquella sala escasamente decorada y llena de sillas que no hacían juego alrededor de dos mesas bajas sobre las que había periódicos desparramados.
– ¿Es usted…?
– Sí.
Ya que con aquello solo había conseguido un único parpadeo de impaciencia y un encogimiento de labios, añadió rápidamente:
– ¿Señor Pender? Soy Patricia Martingala de La Voz del Mersey. Hablamos a principios de semana. Deseaba que le concediera tiempo para pensar.
– La verdad es que no lo suelo hacer mucho. Esta profesión no requiere mucho que pensar hoy en día; solo hay que rellenar formularios mientras que intentamos contener la avalancha de analfabetismo. La mitad de estos bobos cree que sus ordenadores pueden escribir correctamente por ellos y que todo lo que esos horribles juguetes les dicen está bien -dijo el señor Fender haciéndole una mueca de decepción-. ¿Sabe usted deletrear «es inaceptable»?
– Supongo que sí -dijo Patricia. Y se lo demostró.
– Es una de las pocas personas que saben. ¿Quiere preguntarme por el estado de los asuntos que he estado llevando a cabo?
– Quizá podamos hablar de eso más tarde si hay tiempo. Debe estar muy orgulloso de que uno de sus antiguos alumnos siga manteniendo viva la literatura.
– No le voy a pedir que tome asiento.
El poco interés del principio había regresado a la cara del profesor.
– Tengo muchas cosas que hacer antes de poder tener tiempo para mí. Sé la clase de notas que debo ponerle a la mayoría de ellos -dijo con severidad-. ¿A qué dijo que se dedicaba ahora Smith?
– Ahora mismo trabaja en la oficina de empleo.
– Y también tengo que leer la información de la mitad de los gandules estos, sin duda. Al menos él está dándole algún uso a sus habilidades -dijo el señor Fender llevando los codos al espaldar de la abultada silla-. Pero eso no es por lo que me pidió esta reunión, ¿verdad?
– Como iba diciendo, ha escrito una serie de relatos y estamos a punto de publicar uno de ellos.
– También dijo que iban a llevarlo al cine, ¿no? Eso no favorecerá su lectura, más bien lo contrario.
– Pero no hará que se pierda la historia, ¿verdad?
– Quizá debería esperar que así fuera. ¿Aún utiliza sus viejos trucos?
– Creo que no sé a cuáles se refiere.
Cuando el señor Fender dejó caer los párpados en señal de hastío, Patricia dijo:
– Me pareció que él cree que fue usted quien lo animó a escribir.
– Antes del curso que le tocó estar conmigo, ya tenía bastante idea de lo que hacía.
– ¿En qué sentido?
– Gramática, puntuación, sintaxis, ortografía… Todas esas cosas que ahora pensamos que no vale la pena tener en cuenta. Ya era raro incluso entonces.
– Creo que él quiso decir que usted le dio motivos para escribir sus historias.
– Me pedían que le pusiera trabajo cuando le dispensaban de educación física. No tenía sentido probar las aptitudes que yo ya sabía que tenía así que le hacía escribir ensayos con la esperanza de que aquello le hiciera madurar.
El profesor presionó los labios hasta que estos perdieron el color, los abrió un poco y dijo:
– En vez de trabajos, me entregaba historias. En vez de ser lo suficientemente estricto, los aceptaba. Me he preguntado desde entonces si su verdadera habilidad era la de manipular a la gente; era capaz de exagerar su afección nerviosa para escaquearse de todas las clases de gimnasia.
– ¿Por qué cree que haría eso?
– El motivo a menudo es la timidez o la pereza. Desde mi punto de vista y desde la del compañero que aquel año era su profesor de deporte, esa clase de hipersensibilidad significaba que el muchacho era capaz de observar minuciosamente.
– Quiere decir que eso es lo que ambos hacían, ¿no?
– En el caso de Smith, sospecho que no fui lo bastante cuidadoso.
– ¿Hay algo de lo que se sienta responsable?
– Creo que nadie puede acusarme de eludir ninguna responsabilidad que se nos permita observar a los de nuestra profesión.
Una vez que sus ojos dejaron de desafiarla a contradecirle, el profesor dijo:
– Mirando hacia el pasado, creo que debería haberle llamado la atención a Smith por escribir esas historias mucho antes.
– ¿Qué era lo que no le gustaba?
– No había nada que me gustase. Monstruos, violencia, todo lo que los adolescentes de hoy echados a perder creen que tienen derecho a ver. Pero estaban bien escritas y por eso se lo dejé pasar demasiado tiempo. ¿Sobre qué escribe ahora?
– Historias sobre asesinatos en los alrededores del Mersey.
– Entonces estaba en lo cierto. Sigue utilizando sus trucos y ustedes le pagan por ello.
– Aún no me ha dicho cuáles son esos trucos.
El señor Fender se puso en pie detrás de la silla, por lo que ella temió que estaba a punto de concluir la entrevista, sin embargo dijo:
– Me parece que Smith aún no le ha contado porqué finalmente me opuse a una de sus efusiones.
– Su madre sí. Usted pensaba que era demasiado real, ¿no? Yo diría que eso es un cumplido, no una crítica.
– Me temo que ella no lo entendió bien, o quizá prefirió no hacerlo. Es una de las madres modernas, de las que no aguantan ninguna crítica que se les haga a sus vástagos e impiden cualquier intento de corregirles.
Volvió a agarrar el espaldar de la silla como si fuese un atril.
– Era real porque estaba basada en un hecho real -dijo-. El caso había salido por completo en los periódicos; lo único que hizo Smith fue cambiar los nombres y los lugares y trabajar los detalles que la prensa había tenido el buen gusto de no incluir. El hombre sigue aún en la cárcel; ojalá le hubiese enviado la historia. Seguramente se habría puesto en contacto con Smith y le habría hecho saber cómo son los asesinos de verdad.
Patricia pensó que aquello era improbable, pero solo dijo:
– Ahora escribe sobre ficción.
– Si yo fuese su editor, tendría cuidado con lo que publicara.
Patricia se sintió protectora de su madre.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó en vez de objetar.
– Me aseguraría del grado de ficción que tienen sus historias.
El señor Fender levantó el maletín que había en la silla y entonces fue evidente que la entrevista había terminado.
– Dije que su trabajo estaba escrito correctamente, y así era -le dijo-. Eso es lo único que puedo decir en su favor. Creo firmemente, y puede copiar mis palabras literalmente si se atreve, que Smith carecía por completo de imaginación.
– Muchas gracias por su tiempo -dijo Patricia.
Él le dio la espalda y se puso a organizar una montaña de libros de ejercicios rojos. No se sintió inclinada a agradecerle ninguna otra cosa. Mientras salía de la sala de profesores y del colegio después, tuvo la desagradable sensación de que sus averiguaciones sobre Dudley Smith estaban más incompletas que antes de visitar el colegio. Estaba cruzando el patio ya vacío cuando sonó su teléfono.
Tuvo la esperanza de que la llamada no fuese urgente. Tenía que asistir a una exposición de Weegee en la galería de arte Walker y después al estreno de Representando un asesinato en el teatro. Desenredó el teléfono de las llaves en el bolso y se paró sobre el cemento cocido que olía a polvo.
– Patricia Martingala.
– Patricia, soy Kathy Smith. Quería darle las gracias por haberle leído la historia de Dudley al público la semana pasada.
– No hay nada que agradecer, es parte de mi trabajo.
– Estoy segura de que fue mucho más, lo puedo oír en tu voz.
La madre de Dudley se aclaró la garganta produciendo un sonido tan fuerte que a Patricia le dio una punzada el oído y dijo:
– Quiero decir que quiero darle las gracias de verdad. Nos gustaría mucho invitarla a cenar.