21

Patricia hizo lo que pudo para aguantar el silencio de Dudley, pero cuando alcanzaron la carretera que pasaba por el muelle Albert ya le resultaba demasiado incómodo.

– ¿Puedo preguntar en qué piensas? -dijo ella por encima del ruido del tráfico.

Dudley extendió una mano hacia el botón del cruce de peatones y finalmente lo pulsó. Cuando la señal en forma de hombre rojo se encendió, dijo:

– Te lo contaré luego.

– Me preguntaba qué tienes en mente para nuestros actores.

– Aún no he pensado en nada.

– Me refiero a cómo los has visto -dijo Patricia sin poder contener su impaciencia.

– Él es perfecto y los demás también deberían serlo.

La estampida del tráfico fue aminorando hasta detenerse renuentemente cuando el compañero del hombre rojo intensificó su inocente color. Patricia cruzó la calle, que olía a gasolina y a metal caliente, tan rápido que Dudley no pudo alcanzarla hasta que se hallaba subiendo la calle cuesta arriba que conducía hasta la estación.

– ¿Vas a casa? -preguntó ella.

– Voy en tu misma dirección, sí.

Él estaba suponiendo demasiado para su gusto, por lo que ella dijo:

– No, Dudley. Voy a la ciudad.

– Caminaré contigo si no te importa. Así me podrás hacer más preguntas.

Después de haberla convencido, aquel comentario infantil la desconcertó. Encajaba con casi toda la descripción que Kathy había hecho de él en su primera historia: un angelito de rizos dorados desordenados celestialmente; ojos azules como dos espejos gemelos del mundo; una cara que dejó de ser mofletuda demasiado pronto. Patricia se detuvo fuera de la estación, al lado de un puesto de periódicos lleno de titulares sobre la reconstrucción de la muerte de una chica y le dijo:

– No te preocupes, no hay prisa.

– No puedes decirme que no hay prisa; yo tengo que seguir con mi escrito.

– Estoy segura de que habrá tiempo para todo.

– Quizá no pueda continuar escribiendo hasta que te quite de mi camino.

– Espero que no lo digas literalmente.

Ya que su boca no tenía claro qué expresión se merecía aquel comentario, ella dijo:

– Por favor, no te sientas presionado por mí. Estoy segura de que ya me has contado bastante.

– Aún no me has visto en acción.

– ¿No crees que eso te pondría las cosas más difíciles? ¿Alguna vez alguien ha estado presente mientras escribías?

Aún no había respondido a la pregunta (su boca seguía considerando qué forma tomar), cuando comenzó a sonar la melodía de Halloween en su teléfono móvil. Al sacárselo del bolsillo, enseñó los dientes al aparato en vez de a ella para que se alejara, como había deseado Patricia.

– Te dejaré para que hables -dijo.

– No hace falta.

Su voz se volvió más seria mientras levantaba el teléfono.

– ¿Sí? -dijo sin mucha amabilidad-. Oh, Vincent. Estoy trabajando.

Probablemente aquello era una mentira destinada a dar la conversación por terminada.

– ¿Cómo? -dijo-. ¿No puede esperar? De acuerdo, sé que tendré que hacerlo. He dicho que lo haré.

Mientras guardaba el teléfono en el bolsillo, informó a Patricia:

– Ha aparecido otra actriz. Tendrás que verme con esta también.

– No, gracias. Ya he tenido bastante por hoy.

Vio que su mano se dirigía de nuevo al móvil y se preguntó si pensaba en volver a llamar a Vincent.

– No te entretendré más -dijo a la vez que comenzaba a subir la pendiente.

Al llegar a la esquina miró por encima del hombro. Claro que no estaba justo detrás de ella; estaba más allá de la estación, casi en la carretera del muelle. Él la miró y ella tuvo que esconderse tras la esquina. Podía haber espiado desde Castle Street y después volver a la estación, pero aquello habría sido ridículo. Tomó el tren en Moorfields, lo cual era ya suficientemente ridículo.

Más allá de Castle Street, detrás del Ayuntamiento, un esqueleto aguardaba a cuatro prisioneros encadenados, pero nadie de las oficinas que formaban el cuadrángulo parecía darse cuenta del monumento. Patricia fue hacia el otro lado de la plaza hacia Moorfields y subió por la escalera mecánica para después bajar dos veces hasta el andén. No estaba siguiendo la ruta de la historia de Dudley y se sintió particularmente molesta por haber mirado hacia atrás al escuchar tras ella el sonido de unos pasos que corrían. Pertenecían a un hombre con la cara colorada que transportaba dos maletines como si probara que estaba trabajando por partida doble. Si Dudley había empezado a revelar una obsesión con ella mayor de lo que era de agradecer, quizá debería admitir que ella también estaba empezando a sentirse algo obsesionada con él.

Cuando su tren salió de su guarida, se acordó de aquel al que Greta había sido arrojada y después se sintió avergonzada por haber pensado en una víctima ficticia cuando habían asesinado a alguien de verdad. El tren la condujo por las curvas del subsuelo de Liverpool y la llevó de nuevo a James Street, donde resistió el impulso de agacharse por si Dudley se encontraba en el andén. El tren ganó velocidad bajo el río y se preguntó si estaba recreando el viaje de la chica fallecida así como el de Greta. Se alegró del breve descanso de túnel al pasar por Conway Park; cerró los ojos y levantó la cara solo para recibir el intervalo de luz. Cuando los abrió, el mundo parecía haber palidecido. ¿Habría pasado Greta por aquella estación nueva que había al final del trayecto? ¿Existía entonces Conway Park?

Las paredes de azulejos blancos se escabullían como para demostrar que ella tampoco podía atraparlas. Dudley le había contado a Walt que había escrito Los trenes nocturnos no te llevan a casa hacía unos siete años. Sacó el teléfono móvil del bolso y lo colocó para marcar los dígitos del número de información que había en un cartel del vagón nada más que el tren saliera del túnel. Apenas había retomado su venganza la luz del sol, cuando alguien le contestó rápidamente, por lo que tuvo que tomar aire antes de decir:

– ¿Podría decirme cuándo construyeron la estación de Conway Park?

– Bueno, esta pregunta no es de las comunes. Deje que lo compruebe.

La chica o, a pesar de su voz, la mujer tuvo una pequeña y discreta conversación con alguien más.

– Unos seis años -le dijo a Patricia cuando regresó.

– ¿Podrían ser siete?

– Casi siete, ¿no?

Una segunda consulta permitió que la informante de Patricia le dijera:

– No tanto. Solo alrededor de seis.

– Gracias -dijo Patricia.

Estaba del todo segura de que la gratitud resumía cómo se sentía, así que volvió a guardar el teléfono en el bolso. Entonces Dudley había mentido sobre la fecha en que escribió la historia. Supuso que aquello era comprensible, dada la controversia que había levantado. ¿Estaría molesta solo por haberse dado cuenta tarde? Aún lo estaba decidiendo cuando el tren pasó de Birkenhead Park a Birkenhead Norte, dos estaciones donde podía haber esperado encontrárselo. Estaba considerando aquella posibilidad cuando empezó a sonar su teléfono móvil.

¿Era Dudley? Se sintió como si él la hubiese llevado a aquella estación aunque él se había aprovechado de sus pensamientos. Sus sentimientos eran absurdos pero esperó que la llamada fuese suya.

– Patricia Martingala -le desafió.

– Lo siento, Patricia. Solo soy yo.

– Soy yo quien debe pedir disculpas, Kathy. Le he gritado.

– No quisiera entrometerme. ¿Habéis terminado ya la audición? Me sigue sonando a oído -dijo Kathy con un humor nervioso.

– Ya hemos terminado por hoy, creo.

– Estás en el tren, ¿verdad? ¿Estás sola? ¿Cómo ha ido?

– ¿Se refiere a la audición?

– ¿A qué otra cosa si no? ¿Cómo eran las chicas a las que tenía que elegir?

– Él parecía estar contento. Creo que está trabajando en otra historia.

– ¿Y cómo ha ido lo más importante?

Durante un momento, Patricia pensó injustamente que solo podía referirse a Dudley.

– ¿El señor Matagrama? Creo que nos ha convencido a todos. Definitivamente, está contratado.

– Entonces Dudley estará contento.

– Yo diría que sí. Supongo que se lo puede preguntar a él, ¿no?

– Ahora sí. No quería arriesgarme a sacarle un tema que pudiera molestarle cuando tiene que trabajar en su manuscrito.

El tren estaba llegando a Bidston. Patricia se acordó de cuando fue caminando desde la estación, cuando fue por primera vez a visitar a los Smith, y tomó una rápida decisión.

– Kathy, ¿está en casa?

– Estoy en mi hora del almuerzo, sentada fuera de la oficina bajo este glorioso sol.

– Debería haber supuesto que estaba en el trabajo. Le iba a pedir un favor.

– Hágalo.

– Es uno bastante grande. Me gustaría examinar detenidamente las otras historias de Dudley antes de terminar lo que he escrito sobre él, pero ya le conoce. No me dejaría hacer tal cosa.

– Sé cómo debe sentirse. Yo me he sentido así.

Patricia lo dudaba, especialmente porque se sentía culpable por haber predicho la reacción de Kathy para aprovecharse de ella.

– ¿Cree que existe alguna posibilidad de que pueda leerlas?

– ¿Serviría de algo?

– Sí.

– Estará fuera el sábado porque va a leer junto a su padre. Tendremos que perdérnoslo si quieres venir.

– Si a usted no le importa -dijo Patricia sintiéndose aún más culpable.

– Espero que pueda convencerlo de que es por su bien. Te llamaré cuando sepa exactamente cuándo se va.

– Eso sería genial -dijo Patricia, aunque no tenía ni idea de para quién-. Ahora que hablamos de ello, ¿usted cuándo leyó sus historias?

– En diferentes momentos a lo largo de los años. Solía leer las nuevas que sabía que estaba escribiendo.

– Entonces, ¿sabe decirme cuándo las escribió?

– Podría hacerlo cuando estemos sentadas y echándoles un vistazo.

– Espero sus noticias -dijo Patricia para terminar la conversación, aunque sus pensamientos seguían confusos.

Ahora que había persuadido a Kathy para actuar en contra de los deseos de su hijo, no estaba segura de qué consecuencias habría. ¿Realmente sería capaz de recordar los incidentes que subyacieran en las demás historias? Y si lo hacía, ¿qué sería lo peor? A fin de cuentas él rechazó publicarlas. El tren dudó en Bidston antes de continuar y apenas se había despejado el andén cuando sonó de nuevo su teléfono, como para advertirla de que aún no había escapado.

Si Kathy había cambiado de opinión, Patricia dudó de que fuera capaz de engañarla más.

– Diga -dijo para reponerse.

– ¿Patricia? Vincent. A Colin se le ha ocurrido una gran idea.

– Ah.

No se esperaba que fuese Vincent así que no pudo pensar en nada más que añadir que:

– De acuerdo. Está bien.

– Creo que es lo mejor que nos ha pasado desde lo de Dudley.

Parecía que Vincent había estado buscando las palabras adecuadas para expresar todo el entusiasmo que había en su voz y al final las hubiera encontrado.

– Va a ser real -dijo.

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