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Su primer error fue pensar que él estaba loco.

Cuando el tren salió de la estación, empezó a hablar en voz baja y apasionada. Estaban solos en el vagón que estaba más alejado del conductor, menos por dos botellas de cerveza que rodaban sobre su propio charco y se golpeaban una contra la otra como si intentaran acoplarse sobre el suelo sin barrer. Greta fingió alejarse de ellas en vez de hacerlo del joven que estaba agachado en su asiento. Se sentó cerca de las puertas del vagón siguiente y, mientras sacaba del bolso el último éxito galardonado de Dudley Smith, vio que él hablaba por el teléfono móvil.

– No sé lo que quieres -pudo oír-. Creí oírte decir que ya te había dado lo que me habías pedido. Si eso no es amor, no sé lo que es.

Cambió de posición y se colocó de espaldas a él por si acaso le incomodaba. Cuando el tren llegó a Birkenhead Park lo miró con disimulo, como si hubiese mirado a cualquiera en el andén. Se guardó el teléfono en su discreta y elegante chaqueta de traje y se quedó mirando hacia delante. Incluso desde aquella distancia, fue capaz de ver aquella extraña inteligencia en sus ojos color azul cielo de verano. Parecía maduro a pesar de sus pocos años. Tenía el pelo muy corto, la nariz recta, labios firmes y barbilla redondeada. Se giró antes de que la pillara mirando. Entonces, cuatro hombres con chándales subieron en estampida por el puente peatonal.

Se dirigieron hacia el vagón delantero. Respiró aliviada y deseó haber tenido la oportunidad de haber llamado la atención de aquel joven. Cuando el tren ganó velocidad, abrió su libro. Estaba ansiosa por saber qué ocurriría después, pero aún no había terminado el párrafo cuando escuchó un portazo. Los hombres se estaban subiendo al tren.

Se sintió atrapada en aquellos muros abandonados y llenos de alquitrán. Más adelante, en el túnel ya no se veían y se oyó el estruendo del tren cerrándose. El primero de los hombres abrió por completo la puerta que había entre los vagones y los cuatro avanzaron por el pasillo, pavoneándose. Había un sitio libre a su lado y tres más enfrente. La dejaron encajada antes de que pudiera haberse acercado al joven del teléfono.

El hombre que se puso a su lado levantó los pies bloqueándole el paso. Olía a sudor, a tabaco y a demasiada loción de afeitado; quizá porque también se la había echado por el grisáceo cuero cabelludo que llevaba rapado. El que estaba sentado enfrente de ella le dedicó una gran y húmeda sonrisa enseñando unos dientes amarillos y una mella ensangrentada bajo la nariz rota.

– ¿Estás sola, cariño?

– Debe estarlo -dijo el hombre del medio, escupiendo después en medio del pasillo-. Está leyendo un libro.

El hombre que había escupido se subió la manga de color morado y se rascó un tatuaje peludo en forma de calavera dentro de un corazón.

– ¿De qué va?

A Greta no le gustaba ser maleducada.

– De alguien de quien todo el mundo piensa que es normal -dijo-, pero que en realidad es un maestro del crimen.

Suena genial, pareció pensar el hombre de la boca ensangrentada.

– Déjanos leer algo.

El hombre abrió tanto la encuadernación que la hizo estremecer y señaló con el dedo. Ella le habría pedido que fuese amable, pero el hombre tatuado sacó una cajetilla de cigarrillos.

– No se puede fumar en el tren -dijo.

– Podemos hacer lo que nos dé la gana, cariño -dijo el hombre de las piernas levantadas-. Hay muchas cosas que la gente dice que no podemos hacer y al final resulta que sí.

– Y muchos de ellos ya no pueden decir nada más -dijo el hombre del tatuaje.

El hombre al que le faltaban dientes arrancó una hoja y la arrugó.

– Este gilipollas de tu libro es un inútil. No tiene coche y ni siquiera roba uno.

El tren se detuvo en Conway Park, donde las vías estaban al aire libre. Greta siempre se imaginaba que la estación se elevaba para ella.

– ¿Me pueden devolver ya mi libro, por favor? -dijo.

– Aún no he terminado de leer -dijo el hombre que había escupido.

– Ni yo tampoco -dijo el hombre del tatuaje.

No quería dejarles el libro, pero cuando el tren se puso en marcha, el que leía se lo tiró al de los pies levantados, quien lo dobló por la mitad y le quitó las pastas.

– Aquí tienes un poco para ti y el resto para mí.

Greta sintió como si le hubieran arrancado las entrañas, podía comprar otro ejemplar, había en todas partes, pero era como si le hubiesen arrancado una preciosa parte de sí misma y ya no hubiera remedio. Contuvo las lágrimas y miró a la cara al hombre del tatuaje, que sostenía un cigarrillo entre sus desdeñosos labios.

– El cartel dice que no se puede fumar -dijo lo suficientemente alto como para que la oyeran fuera del vagón-. Es peligroso.

– Nosotros también lo somos -dijo el hombre del escupitajo-. ¿Para qué gritas? Tu amigo se ha escondido. Y es mejor que se quede ahí.

Greta volvió la cabeza para mirar. El joven debía de estar fuera de la vista de aquella banda, si no se había bajado ya del tren. El golpetazo metálico de un encendedor le llamó la atención. El hombre del tatuaje se había encendido el cigarrillo con una página del libro y después se la tiró a las piernas.

– No haga eso -dijo, intentando sonar firme a la vez que frotaba el papel contra el suelo y lo pisaba-. Eso ha sido una estupidez.

– Nosotros decidimos quiénes son los que hacen las estupideces -dijo el hombre al que le faltaban dientes y le salía un hilo rojo de la comisura de la boca-, y tú has cometido una al haber dicho eso.

– No deberías haberlo hecho -le dijo el hombre del tatuaje, a la vez que prendía fuego a otra de las páginas y se la tiraba a la cara.

– Puedes gritar si quieres -dijo el hombre de las piernas levantadas.

– Nos gusta que griten -dijo el del escupitajo.

A Greta le escocían los ojos y le picaba la nariz por culpa del humo. Puso la hoja en llamas a un lado salpicando de chispas al hombre que estaba a su lado.

– Ten cuidado con lo que haces, cariño -dijo el hombre entre risas.

El tren estaba aminorando la marcha. ¿Se habría dado cuenta el conductor de que estaba en apuros? Quizá simplemente estaban llegando a la estación de Hamilton Square.

– Disculpen, por favor -dijo Greta en voz alta-. Esta es mi parada.

– Enséñanos tu billete -pidió el hombre del tatuaje.

– No es la nuestra, así que tampoco la tuya -añadió el hombre de la ceniza en las piernas.

Greta estaba a punto de levantarse cuando el hombre al que le faltaban dientes le puso una rodilla entre las suyas y sacó una navaja. Dejó ver la hoja y se la acercó a la parte interior del muslo.

– No grites o ya no le servirás de mucho a tu novio.

No tenía ningún novio en aquel momento. Podría haberse sentado con el joven de detrás mucho antes. A medida que el tren alcanzaba el andén, el frío y afilado metal le subía por el muslo. Las puertas del vagón se abrieron como si trataran de ayudarla. Ningún pasajero subió al tren, pero oyó un grito:

– ¿Hay alguien aquí?

– Es tu amigo -dijo el hombre de la navaja-. Busca refuerzos.

A Greta le dio un vuelco el corazón y después se quedó helada. Nadie iba a ayudarla. ¿Por qué aquel joven no llamaba al conductor ni iba a buscarlo? Se le empapó la frente de sudor, fruto del asombro, cuando las puertas volvieron a cerrarse. El tren dio una sacudida hacia delante y la navaja avanzó más por el muslo. Pensó que haría cualquier cosa con tal de que aquel hombre le quitara la navaja de encima. Entonces, una voz dijo desde atrás:

– ¿Os conocéis todos?

– No te conocemos a ti -dijo el hombre de los pies levantados.

– Ni tampoco queremos -añadió el hombre del tatuaje con el cigarrillo en la boca.

El joven se sentó en medio del pasillo, con las piernas separadas a ambos lados del escupitajo del suelo.

– ¿Y ella?

– Está con nosotros -contestó el hombre de la navaja.

Greta era incapaz de hablar. Sintió que la navaja avanzaba unos centímetros más y se retrepó en el asiento, aunque no había ningún sitio al que pudiera ir. Apenas podía oír lo que el joven decía.

– Me sorprende.

– ¿Crees que no somos lo bastante buenos para ella?

– Al contrario, yo diría que os estáis rebajando.

– Por ahora, ella será quien lo haga -dijo el hombre de la navaja, apretándosela más contra el muslo, debajo de la falda.

– No me gustaría que me viesen con ella.

Greta pensó que aquel desprecio era lo peor de todo.

– ¿Por qué no? -preguntó el hombre del tatuaje haciendo sonar el mechero.

– Para empezar, espero que sea virgen.

– Nos gustaría.

– Pero quizá no lo es. ¿Os habéis fijado en su aspecto? -dijo el joven mirándola-. Entonces, ¿lo eres o no?

– Eso es asunto mío y de nadie más.

– Parece que no lo es o que está presumiendo. Parece que tampoco tiene novio, ya veis por qué, ¿no?

Los cuatro hombres cada vez se sentían visiblemente más incómodos.

– No queremos ser sus novios -dijo el hombre que estaba a su lado, cogiéndole un pecho.

– ¿Haciendo nuevos amigos, no? -preguntó el joven-. Apuesto a que trabajas con ellos.

¿Cómo podía él saber nada de ella? Escucharlo hablar con aquella banda era igual que sentirse violada.

– Si tuvieses más amigos -dijo-, no estarías leyendo un libro.

– ¿No ve lo que han hecho? Lo han roto y quemado.

– Todos los libros sirven para eso, ¿no es así, caballeros? Entonces, ¿puedo unirme a la diversión?

– Este tipo promete -dijo el hombre del tatuaje con una risa de admiración e incredulidad.

– Ya llegamos a la calle James -anunció el hombre de la navaja-. Aquí es donde te vas a la mierda, amigo.

– ¿Y cómo vas a conseguir que lo haga?

– Con esto -dijo el secuestrador de Greta sacando la navaja.

Pensó que le había hecho un corte al rajar el dobladillo de la falda, pero el frío que le bajó por el muslo solo era el del metal. La hoja de la navaja brillaba con la luz de la estación.

– Bájate o se lo hago a ella -dijo-. Y no vuelvas a llamar a nadie o se la clavo.

– Sigo diciendo que ella no vale la pena. Deberíais escucharme -dijo el joven, aunque se puso en pie.

Al menos los había mantenido hablando y distraídos y no le habían hecho nada peor a Greta. Bajó al andén, que estaba desierto, y se puso a mirar por la ventana. El secuestrador de Greta blandió la navaja delante de su cara para recordárselo. El joven dudó y ella sintió como si la nariz y la boca se le hubieran llenado de papel carbonizado. Entonces, el joven señaló a la banda con ambos dedos índices clavados en el cristal.

– ¡Cabrón! -gritó el hombre de la navaja.

El joven subió corriendo al vagón y toda la banda dio un salto. Greta sintió miedo por él, pero enseguida vio por la ventana a dos policías ferroviarios correr y subirse al tren. El hombre del tatuaje abrió la puerta que había entre ambos vagones. Mientras la banda huía, el joven agarró al del escupitajo por el pescuezo y lo tiró bocabajo sobre sus propios desechos.

– Eso es, límpialo -dijo.

Cuando la policía atrapó a la banda fuera del tren, en las escaleras mecánicas, se sentó en el último asiento frente a Greta. No dijo nada hasta que el tren comenzó a moverse.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– ¿Por qué? No me he sentido mejor en mi vida.

– Quiero decir que si te han herido.

Greta recogió las hojas que le habían tirado a la falda y las puso en el asiento.

– Ah, no. No me han herido, ¿no lo ves?

– Siento no haber podido impedir que te destrozaran el libro. Está por todas partes, ¿no?

– Ahora sí.

Juntó las piernas para que no le temblaran al ponerse de pie.

– Esta es mi parada -dijo.

– Y la mía.

Bajó al andén en Moorfields y se apresuró hacia la escalera mecánica, que era más alta que una casa. El joven subió por la escalera junto a ella. Aunque estaba parada, podía seguirle el paso con facilidad. A mitad de camino dijo:

– Llamé a la policía.

– ¿Ah sí? -dijo Greta como si le estuvieran mintiendo como a una niña-. ¿Cómo conseguiste hacerlo con un teléfono móvil mientras estábamos en el túnel?

– Llamé antes de que entráramos en él.

– Entonces no había motivos para llamar -dijo, sintiéndose inteligente.

– Los vi subirse fumando y dirigiéndose hacia ti y también cómo eran. Intenté llamar de nuevo cuando estuvimos bajo tierra, pero, como tú dices, el teléfono no funcionaba. Por eso me escondí.

– Bueno, si de verdad lo hiciste, gracias.

Estaba siendo educada, más de lo que pensaba que se merecía. Ya estaban en lo alto de la escalera y delante se abría un pasillo bajo y ancho; tan blanco como la cobardía. Estaba vacío y solo se oía el eco de sus pisadas y las del joven que iba junto a ella.

– Discúlpame -jadeó-. Llego tarde.

– No me importa ir más deprisa. Me gustaría asegurarme de que no corres peligro.

Su propia voz y el eco le parecieron estridentes incluso a ella:

– Soy perfectamente capaz de cuidarme sola, gracias.

– ¿Y si te toparas con alguien como ellos?

– Al menos puede que no me insulten de todas las formas posibles.

– ¿Eso va por mí?

– No veo a nadie más aquí.

– Pensé que lo mejor era fingir que yo era peor que ellos.

– ¿Por qué tenías que fingir?

– Para distraerlos de ti. Parece que funcionó.

El pasillo terminaba en tres escaleras mecánicas la mitad de altas que la primera. La del medio estaba apagada. Él subió por ella y Greta, por las automáticas.

– Solo quería decir… -dijo.

A Greta le traía sin cuidado. Subió a pie los últimos peldaños, pero él llegó a la vez y con más aliento que ella a lo alto. A ambos lados, un pasillo estrecho y alicatado llevaba hacia la Línea Norte. Subió a toda prisa las escaleras que había en el medio y que conducían a una salida a la calle al final de otro gran pasillo blanco de la longitud de un campo de fútbol.

– ¿Estás segura de que estás bien? -preguntó el joven.

Tuvo que detenerse para poder respirar.

– Ya te lo he dicho.

– Decía, que espero que todo lo que dije sobre ti no sea cierto.

– La mayor parte.

– Intentaba confundirlos. Pero…

Hablaba tan deprisa como podía respirar y aprovechó una bocanada de aire para preguntar:

– ¿Qué?

– Supongo que no tienes novio en este momento, si no, los habrías amenazado con él.

– Puede ser.

– ¿Estás buscando uno?

– No necesito buscarlo.

– Quiero decir, ¿te gustaría tener a alguien que pudiera demostrar que puede cuidar de ti?

– Yo ya sé cuidar de mí misma.

– ¿No crees que dos podrían hacerlo el doble de bien? Estaban en el borde del andén. Más allá había otras escaleras mecánicas desiertas.

– Este no es el camino -dijo-. Me he equivocado. Cuando ella se giró, él también lo hizo.

– ¿Qué opinas? -preguntó él. Su pregunta pareció arañar las paredes:

– ¿Qué pasa contigo?

– Creo que no deberíamos irnos sin más, ¿no? No, cuando hemos pasado por eso juntos. Déjame que te dé mi número.

– No, gracias.

– O puedes darme tú el tuyo.

– Gracias, pero eso menos. Ella iba deprisa, pero él era más rápido.

– Déjame escoltarte -dijo-, hasta dondequiera que vayas.

Greta se dio la vuelta con la mano apoyada en la barandilla de las escaleras que conducían a la línea Norte.

– Mira, antes he fingido que me había perdido. Ahora voy por el camino contrario.

– Parece que no sabes adónde vas.

– A cualquier parte donde tú no estés.

– No hace falta que me hables así.

– ¿Qué esperas?

– Para empezar, respeto. Cuando un caballero solía defender el honor de una dama, debía asegurarse de eso y de mucho más.

– De verdad que no entiendes nada, ¿eh? -dijo Greta y comenzó a bajar.

– Pensé que no ibas a ir por ahí.

– Sí, si así me puedo librar de ti.

Ya había llegado al final de la escalera cuando él comenzó a seguirla.

– Olvidaré que has dicho eso. Sinceramente, creo que es mi deber quedarme contigo aunque no me lo agradezcas. No sabes qué clase de maníacos puedes encontrarte ahí abajo.

– Tengo una buena idea.

– Iré contigo de todas formas.

– No, creo que no hay ninguna otra forma de hacértelo ver. No.

– ¿Por qué no?

– Si no lo sabes ya, no lo vas a saber nunca. He sido lo más educada posible contigo. Si no me dejas en paz seré yo quien llame a la policía.

– ¿Te dejo mi móvil? Sabes que no funciona.

– Si no te vas, no necesitaré ningún teléfono para hacerme oír.

– ¿Vas a hacerme daño en los oídos otra vez? Como bien has dicho, aquí no hay nadie más. Creo que estás jugando.

– No, no estoy jugando.

Al decir la última palabra, le escupió a la cara. A medida que se limpiaba, sus ojos se abrieron tanto que también parecieron aplanarse.

– ¿De verdad llamarías a la policía? ¿Crees que soy como esos tipos del tren?

– Creo que ya has conseguido lo que querías: ser peor que ellos.

Sintió una brisa repentina en el pelo y escuchó el estruendo del metro.

– Aquí llega el tren; habrá alguien dentro -dijo y corrió hacia la vía.

El andén estaba vacío. Al mismo tiempo, pensó en la vida hacia la que corría y se preguntó de qué huía. Él sabía muchas cosas sobre ella, ¿qué podía ser lo que sabía él y ella no? Era demasiado tarde para detenerse; los puños dándole en los hombros eran prueba de ello. Se agarró al borde del andén y trató de subir inútilmente.

El tren salió del túnel con gran estrépito, pero no avanzó más de la longitud de un vagón. A Greta le pareció una distancia enorme cuando lo pensó. Había oído que la gente veía toda su vida en un minuto pero a ella le quedaba aún menos. Vio la parte delantera del tren inclinada, como si el conductor hubiese echado la cabeza a un lado, sorprendido. Tuvo tiempo para arrepentirse de haber huido de una vida que ya nunca conocería. Entonces, el tren se la quitó de golpe y no sintió nada.

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