Patricia, nada más recobrar la conciencia, deseó no haberlo hecho. Incluso la última cosa que recordaba (el puño golpeándole la cara arrojándola a la nada), era mejor que el estado en el que empezaba a sentirse. Estaba tan oscuro que se preguntó si había perdido la vista. La sangre corría a la vez que las olas de dolor que sentía en la mejilla y el monótono sentido que escuchaba en su cabeza le hizo creer que también había sufrido daño en los oídos. Intentó tocarse la cara para comprobar la gravedad de la herida, pero descubrió que no tenía manos. Podía haber gritado si no llega a ser porque también le faltaba la boca.
Se las había quitado junto a los ojos y los oídos. Una convulsión se adueñó de todo su cuerpo al intentar gritar. Sus rodillas golpearon una superficie rígida y resbaladiza a la vez que su espalda presionó la pared opuesta del receptáculo donde la habían metido. Intentó estirarse, pero se dio en la cabeza con otra pared y con la cuarta cosa que había debajo de sus piernas, sin pies, porque no los sentía. No sabía si podría soportar averiguar nada más de su situación. Cada detalle parecía dejarla más indefensa. Quizá lo único que podía hacer era meterse tan profundamente dentro de sí que Dudley no pudiera alcanzarla.
Se acordó de la lucha para quitarse a Simon de encima. Cuando las palabras fracasaron en el intento de mantenerlo a distancia, sus uñas clavadas en las manos y el rodillazo en la entrepierna lo consiguieron. Pero su memoria le recordó que en esta ocasión la habían privado de todas sus defensas. Y lo peor de todo era que no podía ni ver ni oír. No sabía cuándo vendría Dudley a por ella hasta que decidiera qué hacer con su investigación, si es que aún no la había terminado. Entonces empezó a sentirse tan débil como sus nervios, una impresión que los reunió en una masa de escozor a ambos lados de la región baja de la espalda.
Sentía más allá de las muñecas. Aunque rozaba lo insoportable, aquello demostraba que tenía manos después de todo. Estaban recuperando la circulación para hacerle saber que estaban atadas a su espalda. Luchó para separarlas, pero apenas consiguió clavarse los nudillos en la espalda mientras sus uñas arañaban la pared del contenedor con un chirrido que pudo más que escuchar. También tenía los tobillos atados y entonces se acordó de la cinta de embalar que Dudley había comprado y se dio cuenta de por qué era incapaz de mover la cara. Le había envuelto la cara, dejando nada más que los orificios nasales al descubierto. La opresiva oscuridad en la que estaba empaquetada le hizo pensar que había utilizado varias capas de cinta.
No podía abrir los ojos. Cuando lo intentaba, el adhesivo le tiraba de las pestañas como unas pinzas. Los intentos por abrir la boca solo hicieron que la piel de sus labios corriera el peligro de separarse de la carne. Intentó abrirlos con la lengua, pero no pudo por el sabor a pegamento. Sus dedos escarbaban con algo peor que frustración en la pared que había detrás de ella y enseguida su dura suavidad le permitió identificar su apretada prisión. Estaba tendida sobre el lado derecho en una bañera.
Tenía que tratarse del cuarto de baño de los Smith, pero aquello era todo lo que sabía. Ni siquiera podía acordarse de dónde estaba la puerta según salía del baño. Ni tampoco tenía la más remota idea de si la habitación estaba iluminada o a oscuras. Que sintiera que estaba sola a la hora más negra de la noche no significaba que tuviera que ser así. Debía de haber estado inconsciente durante algún tiempo; quizá lo suficiente para que Dudley se durmiera a pesar de tenerla capturada. Quizá aquella satisfacción le hubiera dado sueño.
O quizá se hallaba escribiendo sobre su difícil situación. Necesitaba creer que no la estaba mirando si alguna vez iba a moverse. Si se agitaba, a lo mejor él le hacía saber que estaba allí. Aquella posibilidad la paralizó como la misma pesadilla en la que estaba y entonces la furia del pánico le dio fuerzas. A medida que se aliviaba el escozor que sentía en las manos cruzadas, levantó los pies al borde de la bañera.
Nada se lo impidió. Dudley no se movió ni habló. Seguramente ella lo habría escuchado a pesar del clamor de su propio pulso. Ni tampoco la tocó. Sin tener en cuenta lo observada que podía sentirse, tenía que creer que él estaba en otra parte. Al presionar los dedos de los pies contra el extremo final de la gran bañera y la cabeza contra el más cercano, pudo darse la vuelta y ponerse de espaldas. Al menos estaba completamente vestida aunque un reguero de humedad le empapaba la camiseta y los vaqueros. Sus manos no podrían aguantar su peso mucho más, pero tampoco quería ponerse bocabajo y darse en la cabeza con el grifo. Levantó el torpe bulto que formaban sus pies atados para determinar si el grifo estaba en aquel extremo, pero solo hallaron un objeto delgado y suelto que entendió que era una cadena cuando quitó el tapón. No lo oyó caerse, pero sintió el impacto y la cadena que arrastró con él sobre los empeines de camino al caerle en los tobillos. No tenía ni la mejor idea de cuántos minutos habían pasado mientras permaneció inmóvil deseando poder introducir aunque fuese un poco de aire en su temblorosa nariz. Se estaba magullando la lengua al presionarla contra los dientes apretados. Cuando el dolor regresó a sus atrapadas manos y comenzó a volverse agónico cuando los nudillos parecieron incrustársele en la espalda, se dio cuenta de que no importaba el tiempo que esperase, la sensación de ser observada no disminuía. Seguramente Dudley habría intervenido al oír el ruido. Con tanto cuidado como su ceguera y sordera le permitían, se deshizo de la cadena de los pies. Una vez que estuvo segura de haberse liberado, comenzó a moverse lentamente para salir de la bañera.
¿Cuánto ruido estaba haciendo y no era capaz de oír? Quizá los tacones sonaban en la superficie cuando perdían el apoyo. Seguramente aquello no lo podía oír nadie fuera de la habitación. No tenía sentido tener miedo de hacer ruido. Debía trepar por la bañera lo más rápido que pudiese. Ya tendría otros problemas una vez que hubiese salido.
Se echó hacia atrás, agarrando la superficie de debajo de su espalda para ganar sujeción. Volvió a doblar las rodillas y puso los hombros a ras del borde. Otro empujón con los pies hizo que también lo alcanzaran sus manos atadas. Intentó agarrarse con las yemas de los dedos y sintió que las uñas comenzaban a doblarse y separarse de la carne. Antes de que pudiera levantar el torso los tres centímetros que le faltaban para agarrarse a algo más firme, los pies perdieron su apoyo y la base de la columna golpeó la bañera.
Sus ojos y su boca luchaban por abrirse bajo la cinta, que le aplastaba las lágrimas contra los párpados. Para que el dolor disminuyera, se quedó sentada y quieta. No sabía lo audible que había llegado a ser el impacto. Contó hasta cien lentamente y después volvió a hacerlo, intentando disipar la sensación de ser observada como un espécimen. Si no había nada que pudiera ayudarla a deshacerse de ella, no debía dejar que la apesadumbrara. Levantó el torso tanto como pudo, a pesar del nuevo dolor de espalda, presionando los pies contra el suelo de la bañera con todas sus fuerzas. En un momento, sus dedos volvieron a alcanzar el borde.
Enseguida empezaron a temblar. No podría sostenerse durante mucho tiempo más. Se agarró con tanta fuerza que vibró cada uno de sus dedos, al igual que los pulgares en la región baja de la espalda cuando intentó levantar las piernas por fuera. Aquella tarea era más ardua de lo que había temido. Si hubiera sido capaz de apoyarse sobre una pierna mientras la otra intentaba liberarse, seguramente lo habría logrado, pero al tener ambas piernas atadas, era el doble de torpe y pesada. Al intentar pasar ambas por fuera de la bañera, de pronto temió que la pared de la habitación se lo impidiera. Cayeron cerca del borde y se le resbaló el pie izquierdo dentro de la bañera.
Intentó que al caer, apenas sonara. Tomó aire que arrastró olores a pegamento y plástico hasta su cabeza. Con un esfuerzo final que le magulló los dedos, agarró el borde a su espalda y apoyó el peso de todo el cuerpo sobre él mientras tiraba hacia arriba. Tembló de pies a cabeza cuando su tobillo izquierdo alcanzó el lateral de la bañera, pero al menos no se encontró la pared. Iba a dejarse caer poco a poco sobre el suelo del cuarto de baño para no alertar a su captor. Tan pronto como ambos pies estuvieron sobre el lateral, descansó los tobillos sobre el borde aunque estos perdieron el apoyo y todo el peso fue a parar a sus manos atrapadas. Tuvo que aguantar la postura mientras recobraba algo de fuerza, pero no podía permanecer así mucho tiempo. Se agarraba al borde para no volcarse hacia el suelo, pero las manos se le quedaron dolorosamente entumecidas y entonces escuchó la voz de Dudley.
Se agarró con más fuerza para no caerse y agudizó el oído. Parecía tan distante que no pudo distinguir sus escasas palabras. ¿Había llegado su madre? Aquella posibilidad fue tan parecida a un atisbo de esperanza que Patricia casi dejó que sus pies cayeran al suelo para hacer notar su presencia. Sin embargo empezó a balancear las piernas por el borde. No se había movido ni tres centímetros cuando se posó un objeto sobre su cabeza.
Era duro y rugoso. Se trataba de la suela de un zapato, del zapato de Dudley que la empujaba hacia abajo. El pensamiento de que había estado observando todos sus esfuerzos fue incluso peor que aquello. La postura le hizo sentir calambres en su abultado estómago hasta que él le volvió a meter las piernas dentro de la bañera de una patada.
– Patosa -le dijo al oído.
¿Esperaba una respuesta? Pensó que su cabeza seguiría cerca de la suya.
– Mejor prueba una postura más cómoda -dijo-. No vas a ir a ninguna parte.
Su voz se oía a la vez alta y distante. Patricia emitió un murmullo a través de la nariz. Su falta de articulación no importaba. De hecho, podría traerlo más cerca de ella para darle un cabezazo. Seguramente si lo hacía con la suficiente fuerza, podría aturdido el tiempo necesario para poder escapar de alguna manera. Pero su voz sonó aún más distante cuando él dijo:
– No te entiendo.
Patricia luchó para poder sentarse y volvió a intentarlo con algo menos que un intento de discurso.
– Suena como si te hubiese enterrado viva -dijo Dudley-. Eso ayuda, podría escribirlo en una historia.
Esta vez hizo todos los sonidos vocálicos que pudo. Sonó alto y en señal de protesta, pero quiso creer que no tan incontrolado como un grito. Cuando finalmente recuperó el aliento, él dijo:
– También puedo escribir eso.
Ella repitió la protesta y comenzó a mover los pies hacia delante y hacia atrás, golpeando los lados de la bañera. Aunque a ella solo le pareciesen sonidos amortiguados, ¿podrían oírla los vecinos? Sus esperanzas parecieron confirmarse a la vez que se veían truncadas cuando él dijo:
– No puedo permitir que rompas nada. Parece que no eres tan madura como intentas ser y como le haces creer a todo el mundo. En el fondo eres como las demás.
Cuando sintió que él se desabrochaba las zapatillas, ella apretó los pies juntos y lanzó el torso hacia delante en un intento por hacerle daño. Fue inútil; sus piernas estaban demasiado extendidas. Ni siquiera pudo impedir que Dudley le quitara los zapatos. Escuchó el sonido que hicieron al caer cuando él los tiró y al final le pisó los tobillos.
– Golpea ahora todo lo que quieras -dijo-. Nadie más que yo va a oírte a pesar del ruido que hagas.
Patricia se quedó callada e inmóvil aunque estaba muy lejos de sentir calma. Si no le daba nada que observar, quizá no podría trabajar. ¿Significaba aquello que tendría que dejarla ir o que la atormentaría más hasta que lo inspirara? Aquella idea hizo que su cuerpo se agarrotara en torno al estómago y casi era un alivio escucharlo hablar hasta que entendió lo que estaba diciendo.
– No te preocupes, no estarás sola. Voy a dormir aquí.
¿Le molestó aquello? Justo ahora, su incapacidad para estar segura de su tono o de su expresión era peor que la ceguera y la sordera virtual. Era casi tan malo como no tener ni idea de la hora que era. Seguramente era de noche si había hablado de dormir, así que no pasaría mucho tiempo antes de que sus padres se preguntaran dónde estaba. Si la llamaban, ¿sería Dudley lo bastante inconsciente como para contestar? Ya no llevaba encima su teléfono móvil así que debía tenerlo él. En cualquier caso, Vincent y Colin sabían que se había ido con él y se lo contarían a la policía cuando les preguntaran. No pasaría mucho tiempo antes de que la policía llegara a la casa. Trató de creerse aquello con tantas ganas que esquivó su voz.
– Nunca me iré lejos -dijo-. Me quedaré aquí pensando todo el fin de semana.