– ¿Ha conseguido ya su hijo que le publiquen la historia, Kathy?
– Cualquier día de estos, Mavis.
– Eso esperamos, ¿verdad, Cheryl? Si no empezaríamos a pensar que Kathy se lo ha inventado.
– Supongo que puedo haber exagerado algunas cosas sobre él, como hacen todas las madres. Espero que podáis entenderlo aunque no tengáis hijos.
– ¿Estás admitiendo tus mentirijillas?
– No, Mavis. Espero haberle ayudado a llegar a ser quien es.
– No te referirás a la clase de escritor que el periódico dice que es, ¿verdad?
– No sé lo que quieres decir, Cheryl.
– Hay muchísimos escritores y ahora cualquiera puede publicar con un ordenador. Quizá tu hijo debería hacer eso, ya que está tardando tanto. Seguramente ha leído lo del escritor que convirtió la muerte de una pobre chica en un asesinato. Quienquiera que sea, si no sabe hacerlo mejor, no debería escribir nada.
– No veréis nada parecido que pueda ser obra suya -les aseguró Kathy a sus compañeras.
Sin embargo, se le enrojeció la cara por la vergüenza y la rabia. Aunque aquello hubiese sido el fin de una tarde agotadora (una mujer desempleada que había dirigido todos sus comentarios a la niña pequeña que llevaba en su regazo como si fuera una muñeca de ventrílocuo; un hombre que analizaba en voz alta todo lo que decía Kathy; un tipo de unos cincuenta años que se negaba a decirle su verdadera edad y al que parecía haberle molestado no encajar inmediatamente en ningún trabajo), ¿cómo podría haber evitado el problema sin poder defender a su propio hijo? Lo único que podía hacer era rogarle a cualquiera que estuviera oyendo sus pensamientos que las presiones de su oficina de empleo no le hicieran venirse abajo al igual que ella intentaba aliviar las suyas. Quizá pronto podría dar la noticia de que la película estaba en marcha; estaría más solicitado una vez que consolidara su nombre.
Cuando el tren de Kirby Oeste se alejó del río, el recuerdo se fue perdiendo. ¿Debería haber accedido a la petición de Patricia Martingala? Patricia tenía que entender que jamás debería contárselo a Dudley para que él supusiera que ella había obtenido toda la información de sus historias gracias a su primera visita. Seguramente merecería la pena correr cualquier riesgo que pudiera provocar un acercamiento entre Patricia y Dudley, y en esta ocasión, no veía ninguno.
Pasó de largo la estación de Bidston y se bajó en Birkenhead Norte. Había algunos futbolistas haciendo sonar la jaula de alambre que estaba enfrente del supermercado, más allá de la cual se encontraba la iglesia en medio del cruce de cinco vías, inestable entre los humos del impaciente tráfico que permanecía a la espera. Cuando cruzó al otro lado, vio una humeante camioneta que conducía a los vehículos fuera del lavado de automóviles. Al doblar la esquina y comenzar a subir la pendiente, vio a Dudley más adelante.
Cuando él giró a la izquierda para llegar a su avenida, miró hacia atrás y la vio. Ella dibujó una sonrisa mientras que él solo seguía mirándola.
– ¿Qué intentas hacer? -preguntó.
Una vez que estuvo lo suficientemente cerca para poder hablar en voz baja, ella contestó:
– No molestarte, eso es todo.
– ¿Y arrastrarte detrás de mí se supone que no me molesta? No serías capaz de hacerle tal cosa al señor Matagrama.
– Puede que la gente no sepa quién es él si lo hago.
– Lo averiguarán muy pronto -probablemente aquello calmaba a Dudley-. Quiere investigar un poco. La policía está llevando a cabo la reconstrucción de los hechos de un asesinato y vamos a ir a echar un vistazo.
¿Seguiría enfadado con ella? Estaba introduciendo la llave en la cerradura al igual que un cuchillo en una herida. No intentó decirle que seguramente tendría ganas de trabajar hasta que él se dirigió a las escaleras.
– ¿Qué te apetece cenar? -se arriesgó a decir en voz alta.
– No lo sé. Necesito estar de humor para escribir.
– Entonces cenaremos chuletas, ¿te parece bien?
Mientras desaparecía en su habitación ella gritó:
– ¡Cenaremos chuletas!
Había muchas en el frigorífico. De hecho, superaban en número a cualquier otro alimento. Sacó seis y, después de retirarles el hueso con un cuchillo de trinchar, se tomó su tiempo para colocar las chuletas sobre la parrilla de una forma atractiva. Encontró una bolsa de menestra de verduras. Al cogerla, el frío le produjo un cosquilleo en las yemas de los dedos. Después cogió dos puñados de patatas del organizador de plástico. Mientras iba a buscar el pelador del cajón de al lado del fregadero, oyó una especie de sonido que venía del cuarto de Dudley.
¿Habría sido un grito de no dar crédito a lo que veía? ¿Se habría averiado su ordenador? Kathy se dio cuenta de que no necesitaba saber más. Empezó a pelar la primera patata y la sensación que tuvo con aquel ruido seco y estridente fue la de estar pelando sus propios nervios. La dejó caer en la cacerola con un sonido hueco y levantó la mirada para ver el vago y silencioso movimiento del jardín. No, no había sido una bandada de mariposas volando entre los crecidos hierbajos; había sido un reflejo en la ventana. Se dio la vuelta, casi soltando el mango del pequeño cuchillo y vio que Dudley la miraba desde el recibidor. Estaba tan inexpresivo que pensó que había dejado de ser él mismo.
– ¿Quieres hacerme pensar que me he vuelto loco? -preguntó.
– ¿Cómo iba yo a querer eso?
Kathy intentó reírse, pero estaba a punto de descubrir lo peor.
– ¿Quién iba a pensar que lo estás? -intentó preguntar.
– No puedes haber sido tú si dices que no sabes nada, ¿verdad? No eres tú quien quiere meterse dentro de mi cabeza.
El miedo que sentía por él era capaz de secarle el cerebro hasta convertirlo en cenizas. ¿Se habían apoderado de él finalmente las drogas con las que había contaminado sus genes?
– Nadie pretende hacer eso -alegó-. Nadie excepto Patricia Martingala, quizá.
Su falta de expresión apenas le dejaba sentir nada.
– ¿Qué tiene ella que ver con esto?
– Ha estado haciendo lo posible por averiguarlo todo sobre ti, ¿no es así? Solo me preguntaba si a lo mejor no ha ido demasiado lejos.
– Ella no ha sido. Ahora no me importa ese asunto; ella no es la entrometida.
– Entonces, ¿qué vamos a…? -comenzó a preguntar Kathy.
Entonces lo supo.
– Si no se te ocurre otra idea que pueda convencerme, quizá la loca eres tú.
– Llámame loca si eso te hace sentir mejor.
– Quizá lo estés de todas maneras, habiendo hecho lo que hiciste.
– Sé que nunca escribiré tan bien como tú, pero no podrías haber publicado esa historia, ¿verdad? Solo quería terminarla para que pudieses continuar.
– Así que fuiste tú.
Durante un momento Kathy se sintió como si hubiese caído en una trampa, pero de pronto le vino a la mente otra posibilidad aún más angustiosa: que su intervención podía haberle molestado tanto que se había imaginado que otra persona había entrado en su habitación.
– ¿Quién más habría podido ser? -dijo ella riéndose tímidamente.
– Quien tú creías que estabas siendo.
– Nunca podría ser tú, Dudley.
Ya que aquello no lo calmó por completo, añadió:
– Aunque estoy de acuerdo contigo. Espero que te hayas dado cuenta. Lo que le ocurrió a la chica de tu revista fue terrible, pero no puedo perdonarla por haberse reído de ti. Vamos a mantener en secreto lo de mi escrito, ¿de acuerdo?
– No voy a mantener nada en absoluto.
Sintió una punzada de agonía interna más afilada que la punta del cuchillo. Al darse cuenta de que aún lo tenía en la mano, lo soltó sobre la tabla de cortar con un sonido sordo.
– No me importa, si eso te ayuda -le dijo.
– Sí. Me he dado cuenta de lo que tengo que hacer para escribir.
– Entonces, me alegro. Sé que fui presuntuosa y no me habría atrevido a serlo si tú no hubieses parecido tan desesperado por escribir. Puedo sentirme orgullosa, ¿no crees?
Hizo una pausa para esperar estar completamente seguro de que ella había terminado antes de revelar la expresión que había estado conteniendo: boquiabierto sin dar crédito a lo que estaba pasando.
– Podrás hacer lo que quieras cuando me haya marchado -dijo.
– Marchado.
Aquella palabra era tan inmensa que apenas pudo pronunciarla.
– ¿Marchado adónde? -dijo con mucho esfuerzo.
– A cualquier sitio donde esté a salvo lo que escribo.
– Aquí lo está. Te prometo que no me acercaré nunca más a menos que tú me lo pidas.
– Ya no tiene sentido que prometas nada; ya no confío en ti -dijo, a la vez que se daba la vuelta y cruzaba el recibidor.
– Que me caiga muerta en este instante si alguna vez entro en tu habitación sin permiso. Que el señor Matagrama venga a por mí si lo hago.
Quizá porque no debería haber hecho aquel chiste o quizá porque a Dudley le había molestado que tomara prestado a su personaje, se detuvo al pie de la escalera para decir simplemente:
– No me importa lo que digas. Ya lo habías prometido antes y entraste e hiciste aquello.
– No de la forma en que lo estoy prometiendo ahora. ¿No sabes que no podría soportar perderte?
– Bueno, lo acabas de hacer ahora -dijo, antes de comenzar a subir las escaleras.
Mientras Kathy corría tras él, el recibidor parecía encogerse y oscurecer. Podía ser el interior de su mente, ya que parecía que la soledad la había encarcelado, la que le hacía sentir tan sola en la oscuridad.
– No pierdas la sensatez -dijo, aunque sin saber muy bien a quién-. No puedes llevarte a cuestas el ordenador con todas las historias dentro. Los ordenadores son objetos delicados y tus historias también lo son ¿Y si lo tiras o se te cae y las pierdes?
– Entonces será culpa tuya por haberme obligado a irme de casa.
– Yo no he hecho tal cosa, Dudley. Sé que tienes una gran imaginación pero ¿cómo puedes pensar que haría algo así?
Al verlo titubear mientras subía la escalera, ella asió el pasamanos, aunque solo para apoyarse.
– Sabes que debes quedarte -dijo-. No hay ningún sitio adonde puedas ir.
– Eso es lo que tú te crees. Hay mucha gente que estaría encantada de tener mi presencia.
Quizá aquella protesta había sonado algo infantil, pero se volvió y miró hacia abajo:
– Sé quién estaría encantado.
– Ya la estás viendo. Nadie podría estarlo más que yo.
– Tú ya has tenido tu oportunidad.
Seguía con la sonrisa en los labios, pero puso los ojos en blanco.
– Ahora le toca a papá -dijo.
– No creas que él te dejará trabajar de la forma que deseas.
Dudley endureció la mirada hacia ella.
– ¿Por qué no?
– Se entrometerá. Yo sé que también lo hice, pero tienes mi promesa de que nunca lo volveré a hacer de ninguna de las maneras, mientras que él querrá cambiar lo que escribes. Acuérdate de lo que dijo.
– No lo hará -se aseguró Dudley a sí mismo dándole la espalda a Kathy.
– Lo intentará. Utilizará todas sus críticas para impedir que trabajes. Lo conozco mejor que tú. Como mínimo te hará el trabajo más duro y cuando menos te lo puedas permitir.
– Entonces será culpa tuya -dijo Dudley sacándose el teléfono móvil del bolsillo.
Iba a llamar a su padre, lo cual hizo que Kathy se desesperara tanto que dijo lo peor que se le vino a la mente:
– A él no le gusta lo que escribes.
Dudley volvió la cara adonde ella estaba. Sus ojos se hincharon de odio. Ella extendió las manos y comenzó a subir por la escalera con la esperanza de abrazar alguna parte de él, pero él levantó el teléfono como si fuese un arma.
– Busquemos otra alternativa -suplicó-. Déjame pensar. Haré todo lo que pueda por arreglar lo que hice. Haré cualquier cosa para ayudarte.