– Investigar -repitió Patricia a la vez que le señalaba con los ojos a la policía que estaba detrás de él.
No debía enfrentarse más a ellos.
– Hablémoslo -dijo, a la vez que pasaba de largo los coches marcados.
Él la adelantó enseguida y ella tuvo que darse prisa para mantenerse a su paso por la pendiente llena de árboles jóvenes y hierba sucia. No aminoró hasta que llegaron a la universidad y habían perdido de vista a la policía.
– ¿Qué tienes en mente? -preguntó ella.
– Explorar un poco y después cenar, si quieres.
– ¿Explorar dónde?
– Caminemos y veamos si se nos ocurre algo.
Algo menos impaciente, añadió:
– Quiero decirte que si a ti se te ocurre algo, no sabes lo bien que me vendría.
– No creo que a mí se me vayan a ocurrir la clase de ideas que se te ocurren a ti.
– Nunca se sabe lo que puede pasar. Podrías inspirarme.
Antes de que a ella le diese tiempo de objetar, él dijo:
– No tendría tantos problemas para buscar ideas si hubieseis publicado la historia que elegisteis.
Aquello no era culpa suya, pero si lo ayudaba también estaría ayudando a la revista.
– ¿Por qué no caminamos por la calle James, a ver qué pasa? -dijo ella.
Habían llegado a la intersección de un circuito de seis vías. A varios cientos de metros, los semáforos daban la salida a los competidores de los carriles más cercanos. Patricia tomó la delantera para pasar, pero Dudley la agarró por el brazo.
– Aún no -espetó a la vez que la soltaba.
Ella esperó en el cruce hasta que pasara el peligro y cruzó hacia el museo. La calle Dale llevaba hasta el río pasando por encima del túnel Kingsway, el cual se tragaba los coches por el lado izquierdo de la boca y los regurgitaba por el derecho. Las tiendas de bocadillos de las plantas bajas de los edificios de oficinas, tan altos como casas apiladas, ya estaban cerradas, y el tráfico de la calle de único sentido comenzaba a disminuir. Como aquel sitio parecía no animar a Dudley, ella dijo:
– ¿Puedo decir algo?
– Si quieres hablar, habla.
– Me preguntaba por qué no te gustaba la chica de antes.
– ¿A ti sí? Nos lo estaba haciendo aún más difícil.
– No hablo de la agente de policía, sino de la chica de la reconstrucción.
– No estaba muy metida en su papel.
– ¿Qué esperabas que hiciera? ¿O acaso criticas su vestimenta?
– No hay duda de que alguien la tiró por ir vestida así, ¿verdad?
– Lo siento, pero no estoy de acuerdo, creo que eso es ofensivo.
Patricia se ganó con aquello tal mirada que enseguida tuvo que preguntar:
– ¿Estoy confundida? ¿Estás intentando ser tu personaje?
– No necesito intentarlo.
Miró hacia uno de los callejones que había entre los edificios, aunque aquel en concreto pasaba a través de ellos. Cinco secretarias charlaban y caminaban por él en dirección a un bar de borrachos de cierta edad.
– Es inútil -dijo.
– No diré nada más si eso te desconcentra.
– No te preocupes, me eres de gran ayuda.
– Te metes en tu papel cuando trabajas en una historia, ¿no es así?
– Sí.
Aunque añadió para demostrárselo:
– Tú viste a aquella chica, pero el periódico no la describía así.
– Entonces, ¿qué es lo que te parece mal?
– Siempre intentan hacernos creer que la víctima de un asesinato supone una gran pérdida para el mundo, que se trataba de la mejor y más importante persona del mundo. No es justo.
Patricia pensó que se estaba pasando al intentar convencerla de su personaje.
– A la gente, cuando se trata de víctimas, le gusta pensar lo mejor de ellas. ¿Tú crees que los asesinos también?
– No conozco a ningún asesino que sea víctima.
Llegaron al Ayuntamiento que estaba en lo alto de una cuesta tras la que estaba el resto de edificios de la zona de negocios, bajando hacia la carretera del muelle y el Pier Head. Mientras torcía hacia la calle James, de repente al ver el río se le ocurrió una idea.
– ¿Alguna vez has utilizado el ferri?
– No desde que mi padre me llevó -dijo.
Empezaron a brillarle los ojos.
– Sé a lo que te refieres. Podría funcionar, ¿no? Ven conmigo.
Podría tomar el tren en la otra orilla del río.
– De acuerdo. Intentémoslo y asegurémonos de que se te ocurre alguna historia -dijo comenzando a descender por la pendiente.
Los seis carriles de la carretera del muelle seguían compitiendo a toda velocidad. Cuando finalmente desapareció el esbozo del hombre rojo que parecía tener heridas, ella corrió hacia la gran sombra deforme que formaba una de las aves de metal que había en lo alto del edificio Liver. No sabía a qué tipo de ave le recordaba aquella sombra. Podría haberse imaginado que se trataba de la sombra de las pisadas de Dudley mientras se apresuraba a pasar la extensa fachada gris de ocho pisos y cruzaba el enlosado espacio abierto hasta llegar a la oficina de billetes que estaba por encima del río.
Un elevador les hizo detenerse mientras el ferri sacudía las gomas en el extremo del embarcadero y un hombre vestido con un chaleco naranja luminoso le tiraba una cuerda a otro. Otro de los miembros del personal no desencadenó la plancha hasta que el ferri tocó el embarcadero para dejar subir a bordo a los pasajeros: a Patricia, Dudley y a un ciclista con casco que se quedó en la cubierta inferior. Una escalera cerrada llevaba hasta una cubierta al aire libre que había al lado de un bar desierto. Patricia se dirigía a uno de los pares de bancos de madera unidos por los espaldares que había en la cubierta, cuando Dudley le dijo:
– Ahí hay un esquema.
Se refería a un dibujo que había dentro del bar y que mostraba las obras del barco: una vista lateral de las tripas sobre otra ilustración de cada una de las tres cubiertas. Aquello le recordaba a Patricia las instrucciones de una maqueta, pero sospechó que para Dudley tenía otro significado.
– ¿Para qué crees que sirve? -preguntó.
– ¿Y tú?
– Supongo que servirá por si alguien cae al agua.
– Ahogarse no es interesante.
No pudo evitar sentirse molesta por aquel comentario.
– Nadie podría caer en las hélices, están por debajo.
Se dio cuenta de que aquella observación era decepcionante.
– Si te caes por la popa, acabas en la estela del barco.
– ¿Y si te caes por uno de los laterales?
– Puede que te arrastrara debajo.
La plancha se levantó con el sonido de las cadenas y la barrera metálica se encajó en su sitio con un estruendo en la cubierta del fondo.
– Vamos a ver qué podemos observar -dijo Dudley.
Mientras Dudley se acercaba a la barandilla que había al lado de la popa del ferri, la embarcación se dirigió hacia la península Después de ponerse en paralelo, comenzó a navegar por el medio del río, desde Birkenhead hacia Seacombe. Patricia se agarró a la barandilla y se asomó sobre un salvavidas que estaba atado en el exterior. Los tubos líquidos de neón corrían por los erosionados flancos del barco y emergían en el batido de la estela.
– ¿Qué ves? -preguntó Dudley impaciente por saberlo.
– Nada que tú no veas, creo.
– ¿Puedes ver las hélices? ¿Ni se te ocurre nada que puedas hacer con ellas?
– ¿Como qué?
– No lo sé, tú estás mejor situada que yo. Ha sido idea tuya.
Patricia se puso de puntillas y se inclinó hacia delante. De pronto perdió el equilibrio con la silenciosa vibración del motor sobre la cubierta. Las ondas de neón le dificultaban la visión. El salvavidas se movía bajo sus dedos mientras ella perdía la sujeción a la barandilla. Quizá por todo aquello deseó que Dudley la agarrara por los hombros, pero él ya no se encontraba a su lado. ¿Por qué querría él verla en aquella situación? Era más alto que ella, como la mayoría de la gente. Dio un bandazo hacia atrás y hacia un lado, antes de girarse intentando volver a agarrar la barandilla.
– Sigo sin ver nada -dijo-. Mira tú, si quieres.
Tenía los dedos sobre la boca en una postura que sugería una oración. También parecía tener problemas para mantener los pies quietos, como si las sensaciones del motor los alteraran. Se abalanzó sobre la barandilla y se inclinó con más cuidado del que lo había hecho ella. ¿Sería aquello una muestra de su falta de atrevimiento? Se echó hacia atrás mucho más rápido que ella.
– Yo tampoco. De todas formas, me gustaría traer a Vincent.
– Es una opción. ¿Le dejarán rodar una escena así aquí?
– Tendrá que hacerlo; es su trabajo.
A medida que el ferri viraba hacia Seacombe, Patricia vio el bar a más de medio kilómetro del paseo del río. Hasta pasado un buen rato, más del que se sentía orgullosa, no se dio cuenta de por qué el ferri Egremont le sonaba familiar.
– ¿No es ahí donde Shell…?
– ¿Donde ella qué? Puedes decirlo, no me molesta.
– De todas formas ojalá no hubiese estado a punto de caerme ahora.
– Ella solo se ahogó. Tu idea es mejor.
A Patricia no le importó mucho aquel halago. Observó que el ciclista desembarcó en Seacombe, donde nadie más subió a bordo. Cuando el ferri comenzó el trayecto hacia Birkenhead, no fue capaz de contener la pregunta:
– ¿A qué te refieres con mejor?
– Más interesante, más espectacular.
– ¿En qué clase de espectáculo estás pensando? ¿En el del cuerpo de una chica haciéndose trizas ahí abajo? ¿Con los huesos machacados y hechos astillas? ¿Desangrada completamente?
– Eso suena bien.
Su intento por impresionarlo apenas había conseguido que ella se sintiera incómoda con sus propios pensamientos. Al menos, había conseguido que se callara. No dijo nada más hasta que desembarcaron en Woodside y recorrieron toda la rampa. Él se dio prisa al pasar por un grupo de autobuses parados hasta llegar a Hamilton Square, y ella se preguntaba si seguía alguna idea.
La charla de dos chicas que iban detrás de ellos hacia el ascensor espacioso de la estación pareció distraerlo. Sin embargo, ella deseó que continuara con su idea ya que aquello le había hecho olvidarse de lo de cenar con ella. No la miró a los ojos hasta que se sentó enfrente de ella en el vagón vacío y parecía tan preocupado que ella se dispuso a dejarlo tranquilo dondequiera que estuviese. Entonces él extendió las manos con las palmas levantadas hacia ella como para indicarle su presencia a alguien invisible.
– Avísame cuando tengas algo, si quieres -dijo-. Si tengo apagado el teléfono, puedes dejarme un mensaje.
– Pensé que así era mientras estábamos juntos.
Qué gran imaginación, estuvo a punto de decir Patricia. Sin embargo, se contuvo y dijo simplemente:
– No por mucho más. Tendrás que disculparme, pero me voy a casa.
El tren dio una sacudida que apagó todas las luces. Después de un momento de completa oscuridad, se encendieron e iluminaron a Dudley agachándose hacia ella.
– ¿Qué hay de la cena? -preguntó.
Patricia no se aguantó.
– ¡Caramba! No sabía que una comida pudiera sonar tanto a amenaza.
Él la miró a la cara antes de volver a sentarse..
– Depende de con quién creas que vas a estar.
– Esta noche, con nadie. Siento que pensaras que iría contigo. Estoy algo cansada.
Más por educación que con sinceridad, añadió:
– Quizá en otra ocasión.
– ¿Entonces no te importa decepcionar a Kathy?
– No sabía que lo hiciera.
– Le dije que íbamos a reunimos y ella dijo que podías venir a cenar, pensé que habías entendido lo que quise decir.
Patricia podría haber accedido si él no hubiese parecido tan secretamente divertido.
– Tendrías que haberme dicho que la invitación partía de Kathy. Espero que no sea mucha molestia. Preséntale mis disculpas. Bueno, yo lo haré.
Iba a buscar su teléfono cuando Dudley sacó el suyo.
– Yo lo haré. Es culpa mía, ¿no? Es mi madre.
Marcó nada más que el túnel salió al cielo abierto en Conway Park. Aún no había recibido respuesta cuando el tren volvió a entrar en su oscura madriguera. Patricia podía haberle preguntado cuándo había escrito Los trenes nocturnos no te llevan a casa, si no llega a ser porque empezó a ponerse muy nervioso. Quizá ya tenía suficiente tensión con la explicación que tenía que darle a Kathy.
Volvió a marcar nada más que el tren salió de nuevo a la luz. Patricia había empezado a contar el número de tonos que podía oír cuando él dijo:
– No contesta.
– Oh, vaya. Espero que no esté ocupada por mi culpa.
– No, no será para tanto.
Él le tendió el teléfono a Patricia para que pudiese oír el pequeño sonido agudo con más claridad. Después lo presionó contra sí con tanta fuerza que la mejilla se le enrojeció por debajo de la oreja.
– No creo que esté preparando la cena -dijo.
Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas con mucha más emoción de la que Patricia le había visto nunca.
– ¿Qué ocurre, Dudley? -tuvo que preguntar.
– Tuvimos una pelea.
– Como todo el mundo. ¿Fue de las malas?-dijo, preguntándose si Kathy al final no había cedido.
– Algunas de las cosas que dije puede que sí lo fueran. Se metió en mi ordenador y terminó una de las historias que yo estaba escribiendo.
– Seguramente lo hizo para ayudarte, ¿no?
Algo menos convencida, dijo:
– ¿Era buena?
– No querría que la publicaran.
Patricia intentó imaginarse una colaboración fructífera entre madre e hijo, pero no fue capaz. Él finalizó la llamada y después volvió a marcar.
– Estaba muy alterada -dijo-. Pensé que quizá si venías a cenar, podría sentirse mejor.
¿Lo había sugerido? Patricia no estaba muy contenta con la manera en que la había utilizado ni con que diera por hecho que podía hacerlo. Antes de poder hacer ninguna objeción amable, él le tendió el teléfono para que ella escuchase el sonido agudo de los tonos sin responder.
– No habrá ido a ninguna parte si sabía que ibas a ir. Debe estar allí, pero ¿por qué no responde?
El tren aminoraba a medida que llegaban a Birkenhead Norte. Apagó el teléfono y lo soltó en el bolsillo al ponerse de pie.
– ¿Vienes conmigo a comprobarlo? Puede que haya… No sé.
– ¿Qué es lo peor que podría haber hecho? Me pareció que sabe controlarse bastante bien.
– Nunca la has visto alterada. Una vez dijo que si alguna vez llegaba a pensar que yo no la quería, ella… no me atrevo a decirlo. ¿No ves que temo por ella?
Debía ser verdad. Patricia pensó que debía ser verdad, si no, no habría mostrado sus sentimientos de aquella manera. Aunque no creía que Kathy se hiciera daño a sí misma, tampoco estaba segura de ello.
– ¿Podemos llamar a algún vecino? -preguntó.
– No sé el número de nadie. No conozco a los vecinos.
Parecía más desesperado que nunca. La mueca con la que intentaba no abrir más los ojos, solo consiguió abultarlos.
– De acuerdo, te acompañaré -dijo.
Salió del tren antes de que las puertas terminaran de abrirse. Se apresuró por el pequeño pasaje de la estación y a lo largo de la terraza de casas que bordeaban la acera de enfrente. Después se detuvo en el campo vacío enjaulado de alambre como si un pensamiento de pronto lo hubiese dejado inmóvil. Patricia creyó que se había sentido inspirado hasta que vio que estaba mirando fijamente el supermercado del otro lado de la calle.
– Tengo que comprar algo. Por su culpa -explicó con poca paciencia.
– ¿Voy yo delante? Recuerdo el camino.
– Continúa, entonces. Te alcanzaré.
Patricia se dio prisa al llegar al cruce de la iglesia en medio. Se encontraba a mitad de camino de la calle cuesta arriba de enfrente del lavado de automóviles cuando lo escuchó llegar corriendo tras ella. Una gran bolsa de plástico le golpeaba el muslo a cada paso que daba. Durante un momento de consternación pensó que estaba llena de vendas, pero después se dio cuenta de que eran pesados rollos de cinta de empaquetar.
– ¿Para qué necesitas esto? -preguntó.
– Te lo dije. Por su culpa -dijo sin girarse y sin perder velocidad.
Probablemente Kathy le había pedido que los comprara. Quizá así expresaba su esperanza de que no se hubiese hecho daño o su renuencia a averiguar la verdad. Patricia dio una carrera para alcanzarlo una vez que habían llegado a su calle. Le echó un vistazo a la casa de al lado de la suya, pero las cortinas (visillos que siempre le recordaban a Patricia las elegantes telarañas), no se descorrieron. Metió la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta con el hombro lo suficiente para que Patricia no pudiera seguirlo enseguida.
Al principio él no supo por qué se abstenía de hablar incluso cuando ya había cerrado la puerta tras ellos. Entonces ella se dio cuenta de que no había ni pizca de olor a cena en el aire. Tomó aire que parecía tener sabor a ausencia diluida.
– ¿Kathy? -dijo ella.
Como si aquello le hubiese dado pie o lo hubiese hecho salir de su trance, Dudley se apresuró a abrir la puerta de la cocina de un golpe.
– No está aquí -dijo, casi llorando.
– ¿Crees que puede haber dejado una nota?
Patricia creyó que se trataba de una sugerencia razonable y que no merecía que la ignorase. Pasó por su lado a toda velocidad y subió corriendo al piso de arriba mientras ella buscaba en las otras habitaciones de la planta baja. Escuchó cómo abría la puerta del dormitorio de par en par y después, silencio. Podía haber respirado más tranquila al oírlo hablar si no llega a ser por el tono, demasiado acelerado para ser interpretable.
– Patricia.
Ella asió el pasamanos como si aquello le fuese a dar la fuerza necesaria y comenzó a subir las escaleras. Aún no había llegado al rellano cuando vio una hoja de bloc arrugada en el último peldaño. La recogió, la alisó y vio que estaba firmada con el nombre de Kathy.
Dudley, he hecho lo que te prometí. Tienes todas las comidas en el compartimento superior del congelador. He escrito lo que son en cada una de ellas. No me verás en todo el fin de semana ni sabrás dónde estoy, así que por favor, continúa con tu historia. Si eso no te ayuda, no sé qué más puedo hacer.
Con todo mi cariño,
Kathy (mamá)
Besos
¿Cuánto enfado debía sentir Patricia? Dudley podía haberle evitado sentir aquellos nervios; estaba claro que él había leído la nota antes de tirarla o esconderla. Estaba de pie de espaldas a ella en un dormitorio femenino que tenía que ser el de su madre.
– Dudley -dijo Patricia llegando al rellano.
– Estoy bien aquí.
Se dio la vuelta y tendió la mano. Ella pensó que iba a coger la nota, pero la mano, el puño para ser exactos, iba dirigido directo a su cara.
– Presentémonos como es debido -le oyó decir.
Y después el puño le golpeó la barbilla. Fue como sentir un garrotazo de nudillos, pero enseguida no sintió nada, ni nada de lo que vino después.