17

– No, no, no…

A medida que la voz de Dudley disminuía, Kathy tuvo la impresión de que lo veía encogerse y volverse un niño pequeño otra vez. Después llegó a la esquina de la empinada calle y pasó a su lado. Estaba rechazando sus sugerencias no a ella misma. Quizá con el tiempo se daría cuenta de que algunas tenían sentido, pero no necesitaba añadir más presión a la que ya sentía. Ella esperó hasta verlo subir con determinación por el camino en dirección al trabajo y después, cuando se giró, vio que Brenda Staples había salido a la puerta de la casa de al lado.

A pesar del calor, vestía una bata enguatada rosa a juego con sus zapatillas. Al ponerse el collar alrededor de su arrugado cuello, lo único que traicionó su frágil cara cuidadosamente maquillada y sus rizos tintados de negro fue la venosa mano.

– No sabíamos que Dudley fuese un chico problemático -dijo.

Seguramente también le estaba hablando a su hermana mayor.

– Ni yo tampoco -dijo Kathy con algo de educación-. ¿Por qué dice eso?

– ¿No acabamos de presenciar el final de una riña?

– No tenemos que estar de acuerdo en todo. Quizá Cynthia y usted sí.

– Claro, si a usted no le importa que provoque una escena en público, los demás no debemos quejarnos. ¿Ha estado celebrando algo?

– No que yo sepa. No sé qué tendría que celebrar.

– Bueno. ¿Tiene alguna enfermedad?

Kathy tuvo la sensación desconcertante de que la estaba interrogando sobre la excusa que le había propuesto contarle a su jefa.

– ¿Qué clase de enfermedad?

– La que tuviese antes de que usted saliera a hablar con él. Suponemos que es por eso por lo que lo hizo.

De pronto Kathy temió enterarse de más cosas. ¿Cómo le habría afectado su insistencia a su ya tenso cerebro? ¿Podrían haber pasado las drogas de su juventud a sus genes y permanecer latentes cuando su mente era más vulnerable que nunca? Todo a su alrededor se volvió plano y brillante como una pared recién pintada.

– ¿Qué estaba haciendo? -se escuchó a sí misma preguntar.

– Algo bastante asqueroso -dijo Brenda negando con la cabeza y señalando la parte de atrás del jardín-. Perdóneme si no miro.

Kathy se asomó al césped lleno de hierbajos y vio la prueba. Aunque estuvo a punto de desmayarse, para sus miedos era mejor disimular con una sonrisa de alivio antes de volverse hacia su vecina.

– Eso debe haber sido mucho para usted. Le pido disculpas en su nombre.

Brenda estaba mirando los hierbajos.

– Espero que tenga algo de tiempo para ayudarla en el jardín si va a dejar su afición.

– Me temo que dispone de muy poco.

– No creo que le pueda llamar trabajo a esas historias que nos hemos enterado que escribe.

– Aún no, pero espero que pronto sí pueda. La gente solo está empezando a ver lo que es capaz de hacer.

– Debería esperar que no llegara a nada.

Kathy consiguió contenerse.

– ¡Qué extraordinaria sugerencia! Explíquemela.

– Lo decía por el artículo del periódico.

– ¿Se refiera a lo de que le han echado unos años de más? Así es la prensa. O están sordos o no revisan lo que escriben. Yo estaba presente cuando les dijo su edad.

– Me refería al periódico de hoy.

– Me temo que aún no lo he leído -dijo Kathy sintiendo una punzada de inquietud.

– Entonces me parece que debería hacerlo.

Brenda entró en su casa con determinación, desde donde dijo:

– ¿Me dejas el periódico unos minutos, Cynthia? El periódico, Cynthia. El periódico. El que tienes ahí.

– No quisiera causarles tanta molestia -dijo Kathy intentando ignorar la silenciosa respuesta del cuidado jardín de las hermanas.

Pero Brenda ya venía de vuelta. Abrió el periódico antes de pasárselo a Kathy por la valla.

– No compramos el periódico de la mañana. Ya me imagino la cantidad de cosas malas que suceden sin tener que leerlas -dijo Kathy.

Entonces vio el titular que Brenda quería que viera. Mientras miraba rápidamente los dispares párrafos y se saltaba las frases y pensamientos que se interponían, sintió como si la oscuridad llegase a su mente y la luz del sol de la mañana se hubiese resquebrajado para dejarla entrar. Mantuvo los ojos fijos sobre la historia hasta que las palabras se redujeron al sinsentido y le ocultó sus emociones a Brenda.

– Me parece que están llevando demasiado lejos una coincidencia -dijo levantando la mirada.

– Si usted cree que lo es…

Kathy se dio cuenta de que estaba enrollando el periódico como si tuviera la intención de utilizarlo como un garrote.

– ¿Qué otra cosa quiere que crea?

– Nada. Estoy segura de que lo es si Dudley lo dice. ¿Le importaría no hacer eso con nuestra propiedad?

– Lo dice -dijo Kathy, desenrollando el garrote antes de devolverlo-. Dice que lo es.

– Si una madre no cree en su hijo, entonces nadie puede hacerlo.

Brenda alisó el periódico contra su plano pecho antes de añadir:

– De todas formas, la testarudez no le hace bien a la reputación de nadie.

– ¿Quién piensa que necesita ayuda?

Brenda la miró fijamente suponiendo que aquello era suficiente respuesta, pero habló:

– Espero que esta urbanización no vaya a necesitarla por culpa de toda esta publicidad. En especial espero que no vayamos a ser invadidos por la prensa. Bueno, no la entretengo. ¿No está ya de camino al trabajo a estas horas?

– Hoy no -dijo Kathy entrando en su casa.

El recibidor parecía mucho más oscuro ahora que había dejado la despejada luz de la mañana. Al principio creyó que se debía a su enfado, pero cuando cerró los ojos para calmarse, aquello fue como resbalarse y caer irremediablemente en su propia profundidad; en una oscuridad que ninguna cantidad de luz podría aliviar porque se debía a sus propios miedos y a la soledad. ¿Que Dudley no compartiera con ella sus secretos no era igual que estar sola? Hasta que la revista no lo dijo, no se enteró de que le habían atacado en el trabajo. Tuvo que enterarse por Patricia de que no iban a publicar su historia y ahora, insoportablemente, por Brenda de lo de la película. Seguramente no habría más revelaciones y al menos le había contado el problema que tenía. Aquello tenía que haber sido una petición de ayuda, aunque no lo admitiera. Tan pronto como fue capaz de marcar los dígitos, llamó a la oficina.

Le contestó su propia voz enumerando las horas de apertura de la oficina e invitando a dejar un mensaje. El señor Taylor la persuadió para que ella grabara la cinta con la excusa de que su voz era la más simpática.

– Soy Kathy -dijo tras su propio silencio-. No iré hoy. Me temo que es un virus veraniego.

No fue directamente a la habitación de Dudley. Se quedó mirando el desayuno que se había dejado en la cocina. A veces comía con ganas y a veces incluso repetía, ahora que Kathy lo pensaba, siempre después de haber estado con su novia. Seguramente él podría hacerlo si Kathy le pudiera hacer la vida más fácil. Vació los dos platos en el cubo de la basura y los puso en el fregadero antes de apresurarse a subir al piso de arriba.

Mientras encendía el ordenador deseó con todas sus fuerzas que Dudley no tuviera contraseña. Parecía que confiaba en que ella no entraría a su habitación y no se había molestado en poner una. No tuvo tiempo para avergonzarse mientras buscaba el último documento que él había abierto.

Liquidada para bien. La experiencia de leer una nueva historia de Dudley antes de estar siquiera imprimida, le hizo sentir tan especial que no dejó de sonreír hasta que llegó al final de la primera frase.

¿Qué estaba intentando hacer? ¿No se daba cuenta de que la revista nunca publicaría aquello? Cada frase que Kathy leía la hacía sentirse más nerviosa por él. Ni siquiera sonrió al ver que había llamado Mish Mash a aquella mujer. ¿Estaba tan distraído que había pensado que aquello divertiría a la editora y así se aseguraría de que no rechazaba la historia? Aquello no se iba a publicar. En la mitad de la segunda hoja se quedaba colgada extendiéndose con una palabra que parecía no tener fin.

Mientras miraba las estridentes letras extra y la raya roja del corrector de ortografía bajo la alargada palabra, recordó cómo en los meses posteriores a haber dejado las drogas, a veces había visto que las palabras que leía empezaban a andar por la página. Parecían tan desesperadas por salir como ella por escapar de allí y cada una de ellas parecía sacar de quicio a las otras, haciendo que ella cayera más en la profundidad del abismo de su pánico. ¿Podía tener algo que ver el estado mental que había producido aquella chillona palabra con el anterior, del que se recuperó a base de tranquilizantes? Seguramente aquella palabra solo era un grito de desesperación al haberse dado cuenta del tiempo que le había hecho perder esa historia, o quizá una protesta por una interrupción en su trabajo. Toda la historia debía de ser una protesta por la forma en que se estaban resintiendo su trabajo y su reputación. Estaba escribiendo de manera deliberada una historia desafiante que no iba a ser publicada, una historia que fingía estar basada en su propia imaginación o en hechos reales que le habían hecho responder así ante los comentarios que Shell había hecho sobre él. Su salvajismo había sorprendido a Kathy, pero seguramente no podía ser capaz de escribir otra historia para la revista hasta que no se hubiese ocupado de la de Shell. ¿Podría ayudarle Kathy? No había ninguna necesidad de cambiar su plan. Alcanzó el teclado y borró las redundantes letras de la última palabra.

Aquello era como aceptar el mayor atrevimiento de su vida sin dar marcha atrás. Aunque podía borrar luego todo lo que escribiera y ese pensamiento la animó a comenzar. Tecleó: «pis sobre él», y leyó la frase que había completado: «Espero que se sienta como si alguien hiciese pis sobre él».

Aquello era lo que Dudley quería decir. Era la burla que él y ahora Kathy habían imaginado que Shell Garridge habría hecho sobre él, aunque no era peor que los comentarios con los que la revista había reemplazado su historia. Kathy miró el resto de insultos que Mish Mash le había dedicado y comenzó a escribir con furia para ir a la par con sus pensamientos.


¿Por qué ya no se reían las demás mujeres? Algunas de ellas parecían pensar que Mish había dejado de ser graciosa. Quizá veían que temía parar. Si no seguía bromeando, sus miedos la atraparían por completo. Quería que estallaran en risas para poder tener una oportunidad para gritar. Seguía hablando de lo mojado que estaría el hombre al que estaba insultando bajo la lluvia porque lo que realmente temía era mojarse de miedo ella misma. Si él había estado escuchando ahí fuera, había llegado demasiado lejos. Aquel pensamiento la hizo precipitarse. Lo único que podía hacer era decir lo peor que fuese capaz de imaginar sobre los hombres, y sobre él en especial, para convencerse a sí misma de que él no estaba allí.


Kathy no sabía cuándo había sido la última vez que se había sentido tan cerca de su hijo. Se alegró de estar escribiendo las ideas que él hubiera añadido si hubiese tenido tiempo. Ciertamente estaba compartiendo su furia con el personaje que él había inventado para despejar su mente. No importaba lo viciosa que fuese escribiendo sobre alguien que no existía y sobre hechos que nunca habían tenido lugar. Su hijo era lo único que le importaba y él sería el único lector.


– Espero que se baje los pantalones si está ahí fuera -se burló Mish Mash, y más cosas.

Mucho antes de terminar de despotricar, el público ya había encontrado varios motivos para irse. Solo una pareja leal seguía bebiendo allí aun cuando ella se dirigió hacia el servicio de señoras, pero cuando terminó de deshacerse de su gran ingesta de cerveza, el único que la esperaba para salir era el camarero. No le iba a pedir que la esperara hasta que llegara al coche; nunca habría estado tan desesperada como para pedirle ayuda a un hombre.

– Será mejor que te pongas un delantal si vas a fregar -le dijo, mientras agachaba la cabeza al meterse bajo la lluvia.

Su coche estaba a unos cientos de metros en el gran paseo del río. Se dirigía hacia él dando tumbos bajo la tormenta que no le dejaba ver nada. ¿Aquello era un hombre que le hacía señales para que fuese hacia él? Lo único que allí se movía eran las ráfagas de lluvia. ¿Eran pisadas de puntillas lo que escuchaba tras ella? Solo era un desagüe roto. Entonces Mish pudo distinguir algo y


Kathy estaba extasiada visualizando cómo la mujer empapada avanzaba dando un traspié tras otro, tan indefensa como cualquier víctima que no es consciente de que está viviendo una historia de terror. Podía haber estado a medio camino de su coche cuando escuchó un susurro cerca, tan débil y helado que al principio creyó que le hablaba la lluvia. «Mish, pareces una víctima», decía, al menos hasta que Kathy borró la línea. «¿Cuál es tu misión, Mish?» le pareció mejor escribir.


La comediante miró a su alrededor y anduvo en círculo como si fingiera estar haciendo payasadas ante su público. Lo único que podía ver era la lluvia que le llenaba los ojos. Parpadeaba y se la quitaba con la mano hasta que fue capaz de distinguir la forma de su coche. A medida que avanzaba, el susurro era más cercano.

– Eres mi víctima, Mish.

Ella miró hacia atrás por encima del hombro, pero la lluvia parecía haberse aclarado en todas partes menos donde ella estaba. ¿Estaría escondido detrás del coche quien le hablaba? Peor: parecía estar más cerca aún.

– ¿Crees que eres un pez, Mish? ¿Vas a darte un chapuzón?

De repente, apareció una figura de detrás del borde del paseo, como si hubiese estado esperando allí bajo la lluvia y hubiese ido tras Mish.

– ¡Toma esto, Mish! -gritó.


Lo único que Kathy fue capaz de inventar, resultando nada útil para él, fue que el hombre arrojó un líquido a la cara de la mujer.

No era ácido, ni siquiera ningún compuesto químico; demasiado improbable, a pesar de la tentación. Solo era un cubo de agua de lluvia. Sin embargo, aquello la privó de visión y casi le hizo perder el equilibrio, así que solo hizo falta un leve empujón para tirarla a la rampa desde donde el señor Matagrama le había tendido la emboscada. Antes de que pudiera recuperar el control, el paseo se elevaba por encima de ella y se vio metida en el río hasta la cintura. Intentó subir a duras penas por el inclinado y resbaladizo borde, pero entonces él le pisó la cabeza.

El impacto, o la impresión, hizo que Mish perdiera el equilibrio y se deslizara bajo el agua hasta que una ola rompió en su barbilla y la boca se le llenó de agua. A continuación él volvió a poner el pie sobre su cabeza y la empujó hacia abajo. Mientras él le pisaba los brazos para asegurarse de que la mantenía abajo, empezó a cantar y, finalmente, cuando sus manos dejaron de parecer dos pálidos cangrejos, a bailar. «Splish, splash, me voy a bañar», cantaba hasta que Kathy decidió que debería cantar: «Mish Mash». Quizá aquello sería lo último que ella escuchara o, quizá mejor, pensaría que las olas sabían su nombre.

Cuando Kathy estuvo segura de que aquel tenía que ser el final, levantó la cabeza. La luz del sol le había estado dando en la frente durante horas y aquello había sido como una inspiración. Mientras dejaba allí la colaboración, creyó que mientras había estado escribiendo había sido capaz no solo de entrar en la mente de Dudley, sino en la del señor Matagrama. ¿Se engañaba a sí misma? ¿Su contribución sería de ayuda para ambos?

Miró la pantalla hasta que se dio cuenta de que no lo sabía. Había llevado los dedos a las teclas de eliminar y deshacer varias veces. No debía opinar así por el bien de Dudley. Cuando fue consciente de que había caído la tarde, guardó la historia y la imprimió antes de apagar el ordenador. Escondió el manuscrito debajo de su almohada y bajó corriendo a la cocina. No tenía hambre a pesar de que se le había olvidado almorzar, pero Dudley tenía que cenar. Sospechó que no podría comer mucho hasta que se enterara de lo que Dudley pensaba de su ayuda.

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