23

Mientras Dudley salía de la estación de Lime Street, no le habría importado ver a alguna chica sola. El teatro Empire estaba lleno de jubilados y no había nadie más allá de las columnas de St. George Hall. Finalmente, el tráfico de la hora punta le permitió cruzar hasta la calle William Brown, pero tampoco vio a nadie fuera de la galería de arte Walker ni de la biblioteca. Mucho más abajo, había una figura en vaqueros que pasaba por delante del museo. Dobló la esquina al final de la cuesta, dejando ver su perfil y aunque estaba a cientos de metros, vio que era una chica.

Ella iba por el camino que él debía tomar. Nunca debía dejar pasar una oportunidad así si se le ponía delante. Se apresuró a bajar la cuesta hacia la esquina. A lo largo del museo, había tres carriles de tráfico que iban en su misma dirección a toda velocidad por el paso a nivel de hormigón que había encima de él. Más allá había otro paso a nivel, destacado por una pasarela y por debajo del cual estaba pasando la chica en dirección al cruce de seis carriles desde el que se veía la Universidad de John Moores. Algunas calles no tenían pasos de peatones y las aceras se estrechaban tanto que no llegaban a ser más que cornisas. Había tráfico por todas partes, más del que debería haber, ensordecedor y absorbente. Sería invisible; ¿cómo no iba a aprovecharse de eso? No oía sus propias pisadas al correr hacia la chica y ponerse detrás de ella en el precario borde de cemento al pie de una pendiente de tres carriles. Su sombra sentía aún más deseo por alcanzarla que él mismo. Podía ver las huellas de sus manos aparecer en sus hombros mientras extendía los brazos. Aún no la había tocado cuando las sombras de sus manos comenzaron a formarse sobre el rápido tráfico y ella miró atrás por encima del hombro.

– ¡Oh! Hola Dudley -dijo-. Cuidado.

Era Patricia Martingala. Parecía una oportunidad perfecta, pero ¿valdría la pena escribir aquella historia? Ahora también tenía que pensar en aquello. No sabía qué forma debía adoptar su boca para decir:

– No te preocupes. No me caigo.

Ella se imaginó que él había corrido para socorrerla. Un camión más alto que una casa y tan largo como varias de ellas pasó a toda velocidad a menos de la distancia de lo que mide un brazo, sacudiéndole la cazadora vaquera que llevaba y despeinándola.

– No camines delante del tráfico -dijo.

Podría haber dicho también que aquello sería prematuro e insatisfactorio además de grotescamente injusto.

– No me gustaría.

– A mí tampoco.

Volvió a mirar a la carretera cuando pasaron tres coches, uno tras otro, saltándose el semáforo en rojo y después cruzó a la acera de enfrente, donde caminó hacia una valla que conducía hasta un paso oficial. La alcanzó cuando ya había llegado a la acera de enfrente de la universidad.

– ¿Fuiste a la uni?-le preguntó de pronto.

Le dio la sensación de que alardeaba de aquel diminutivo y de la indiferencia con la que se tomaba su educación, sintiéndose superior a él.

– Quizá los más inteligentes no vamos -respondió.

Aquello la silenció, pero no parecía suficiente. Entre la acera y la universidad, había un gran edificio de hormigón color picazo de ocho pisos y muchas ventanas y algunos testigos que holgazaneaban en la rampa. Pasada la universidad, una pendiente cubierta de hierba y apuntada con una vegetación simbólica reducía la anchura de la acera hasta que se podía sentir el olor de la respiración del tráfico. Sentía mucha frustración en lo más profundo de su mente. Patricia se mantenía en el lado interior de la acera aunque iba a dar un paso en cualquier momento para agarrarla por los hombros y arrojarla a la carretera. El alboroto le machacaba todos los pensamientos y luchó por recordar que debía dejarla a ella para más adelante. Y aún peor, casi tuvo que pasar por alto la necesidad de mostrar ignorancia.

– ¿En qué lado se supone que estamos? -gritó.

– No puedo oírte -gritó también Patricia a través del megáfono que formaban sus manos.

– ¿A dónde se supone que vamos? -chilló Dudley-. Deben de ser aquellos -se respondió a sí mismo.

Donde terminaba la cuesta de hierba, pasado un bloque de pisos abandonado, comenzaba una zona de descanso. Había coches de policía aparcados y oficiales uniformados que cortaban el tráfico. Más allá de la zona de descanso, había una chica apoyada contra la pequeña verja que estaba por encima de la carretera de acceso a los túneles nuevos del Mersey. Al final del todo de la zona de descanso vio a Vincent y al señor Matagrama, pero apenas los miró. Estaba demasiado desconcertado reconociendo a la chica.

Llevaba una blusa bordada y una falda corta azul chillón. Tenía las piernas desnudas y llevaba sandalias. El pelo moreno le caía despreocupadamente por los hombros. Sus gafas doradas revelaron unos óvalos blancos en vez de ojos cuando giró la cabeza como si lo conociese. Claro que aquello era imposible, así que pudo respirar tranquilo como si lo mereciera después de haberse dado cuenta de que su cara era demasiado redonda. Se quedó mirándola fijamente para asegurarse de que no se habían reconocido el uno al otro. Mientras pasaba de largo por un cartel que buscaba testigos de una fatalidad ocurrida en una fecha que no necesitaba mirar, el señor Matagrama le habló por encima del ruido apagado del tráfico.

– Nos preguntábamos si al final no vendría nadie.

Dudley se unió a él y a Vincent antes de preguntar:

– ¿Por qué no íbamos a venir?

– Me refería solo a ti. No me había dado cuenta de que estabais juntos.

Su tono era tan neutral que estaba claro que quería saber si Patricia estaba libre. Podía ser peor que inconveniente que alguien se la arrebatara a Dudley ahora.

– Estoy en ello -dijo-. No digáis nada.

– Tu secreto está a salvo con nosotros -le aseguró Vincent mientras Patricia los alcanzaba.

– ¿Sola con vosotros? -dijo Patricia.

El señor Matagrama levantó la mano con apatía en señal de que los dejara solos.

– Solo para hombres.

Aunque Dudley apreciaba su apoyo, no quería que ella se ofendiese. Miró fijamente a la chica que estaba detrás de ella, que había comenzado a caminar hacia delante y hacia atrás.

– ¿Qué se supone que hace? -preguntó Vincent.

– Están reconstruyendo los movimientos de la víctima -dijo Vincent.

– ¿Quién dice que fuera una víctima? El periódico dice que había tomado drogas y que podía haberse caído por el muro.

– Sus padres siempre han mantenido que no estaba lo bastante drogada como para haberse caído -informó el señor Matagrama-. Alguien de la policía debe de estar de acuerdo con ellos.

– Entonces, ¿qué creéis que ocurrió?

– Sus padres dicen que nunca se habría suicidado. No tenía ningún motivo para ello y no era de esa clase de personas. Quizá alguien la empujó.

Dudley comprendió que no podía demostrar demasiado triunfo ante ellos, pero era frustrante ver que el señor Matagrama no se alegrara de su naturaleza, ni siquiera en secreto. Los movimientos de la chica también eran insatisfactorios ya que no se parecían en nada a la realidad, particularmente el espasmo, que se veía como nada más que una sacudida desde aquella distancia a través de la carretera bajo la zona de descanso, durante unos prolongados segundos antes de que un inmenso camión que iba por la izquierda pasara todas sus ruedas por encima de ella con un tardío rugido de frenos. Nunca había llegado a estar seguro de si la clase de insecto en que se había convertido había permanecido consciente el suficiente tiempo como para intentar arrastrarse fuera de la carretera. Había parecido tener bastante poco cuidado cuando se acercó a ella a pedirle la hora. También le dijo que tenía la sandalia desabrochada y se agachó para empujarla por las rodillas y arrojarla al carril. Lo había lamentado únicamente por el delicado reloj de oro que llevaba, mucho más caro que la pieza tan poco femenina que llevaba su suplente. No podía evitar distraerse con aquello; el distraído y mecánico comportamiento de la chica era más irritante de lo que lo había sido su encuentro con Patricia.

– ¿A quién creerá que se parece? -se vio provocado a preguntarse en voz alta.

– ¿A quién crees tú? -preguntó Patricia.

– A una prostituta.

– Sospecho que no sabes demasiado del caso.

¿Defendía a la chica o le acusaba de inexperto?

– No estaría vendiéndose con tanta gente alrededor -objetó-. Ni siquiera está oscuro.

Se detuvo al poco de decir que había habido… una tormenta que había vaciado las calles, pero la chica se había refugiado bajo una parada de autobús enfrente de la que él solía tomar, al otro lado. Mientras revivía la sensación de ir tras ella por seis calles, Vincent dijo:

– ¿Estás teniendo alguna idea?

A Dudley, la actuación de la chica le parecía más confusa que inspiradora; ya había escrito sobre la escapada y no iba a desperdiciar más tiempo repensándola.

– ¿Y tú? -le preguntó al señor Matagrama.

– Yo estoy aquí para aprender de ti.

– Espero que si la vieses allí, sola y sin ningún coche a la vista, irías y hablarías con ella. Si ella no se moviera de donde está al verte llegar, sería culpa suya, ¿verdad?

El señor Matagrama sonrió, probablemente por aquel comentario.

– ¿Crees que las víctimas provocan sus asesinatos y que no debemos culpar a los asesinos?

– A este, no. No me refería a nadie más.

– Aún no me has dicho por qué lo hizo.

Dudley lo miró para adivinar lo que había en su interior. Cuando el señor Matagrama le devolvió la misma mirada inquisitiva, Dudley dejó que la impaciencia tomara su voz:

– ¿Por qué no?

– Se abalanza siempre que tiene la oportunidad, ¿no? Es lo único que le interesa.

En aquel caso preciso, no era así de sencillo. Dudley había necesitado patrullar la zona durante semanas después de decidir que la localización equivalente al otro lado del río estaba demasiado cerca de su casa.

– No siempre tiene que propiciar las situaciones -dijo-. Están ahí para él.

Vincent le dio un empujón a sus gafas para colocárselas más arriba y abrió la boca, pero pasó por el lado de Dudley en vez de hablar. Dudley no se había girado cuando una mujer se hizo escuchar tras él.

– Disculpen, ¿por qué esperan aquí?

¿Qué derecho tenía la actriz para hablarle a él y al señor Matagrama de aquella manera? Incluso Vincent y Patricia se merecían algo mejor siempre que estuviesen con él.

– Quizá eso mismo deberíamos preguntarle a usted -le dijo guiñándole un ojo a Vincent-. Si está buscando a un director, aquí hay uno que puede decirle cómo realizar la escena.

– Dudley… -murmuró Vincent con un pequeño movimiento de cabeza.

– El mismo. El señor Smith para los extraños -dijo Dudley, a la vez que se giraba para ver a la agente de policía que le estaba preguntando.

No lo podía haber reconocido por otra cosa que no fuese por ser el creador del señor Matagrama, lo cual le hizo relajar la rigidez que habían adoptado sus labios.

– Oh -dijo tomándose un tiempo para reír-. Creí que se trataba de la actriz.

Ella no supo si sentirse halagada o no.

– ¿Qué actriz?

– La que está detrás de usted y está esperando a que alguien la arroje a la carretera -dijo Dudley.

Y se dio cuenta de que debía añadir:

– Parece.

– También es policía.

Dudley señaló con el dedo a la sustituta.

– ¿Por qué se supone que debe estar ahí?

– Ayuda a que la gente recupere sus recuerdos. ¿Le ha venido a usted alguno?

Si creía que podría atraparlo, no tenía ni idea de a quién se estaba enfrentando.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -dijo Dudley-. Nunca la he visto antes.

– Investigamos -dijo el señor Matagrama.

– ¿Para qué?

– Una película. Como bien ha dicho antes, él es Dudley Smith, nuestro escritor. Vas a basar el guión en hechos reales, ¿no es así, Dudley? Yo seré el hombre que lleve a cabo lo que salga de su cabeza.

Dudley comenzaba a lamentar el entusiasmo del señor Matagrama.

– No es así, los asesinatos también serán inventados.

– Eso no es lo que yo entendí. Siento mucho haber hablado sin saber.

¿Le había decepcionado de alguna forma? La agente no le dio tiempo para pensar a Dudley.

– Si se trata de ficción, no tienen ningún motivo para estar aquí -dijo.

– Queremos hacerlo tan real como nos sea posible -dijo Vincent.

Ella lo miró poco convencida e intentó pasarle la misma mirada a Dudley.

– ¿Creen que puede llegar a ser muy real?

– Se sorprendería.

– Si hubiesen visto el hecho real no querrían hacer su película basándose en él. Hemos oído hablar de usted y de la película. Voy a tener que rogarles que se marchen.

– No puede hacer eso. Díganos que hemos hecho en contra de la ley.

– Obstruir el paso a la policía si continúan aquí. Necesitamos la zona despejada para que se lleven los coches.

Aunque estaba seguro de que la agente había preparado la excusa para desbancarlo, no tenía ningún motivo para quedarse allí; la reconstrucción simplemente le había traído el recuerdo de la chica verdadera.

– Me voy, pero solo porque quiero.

Le habría gustado que la agente se hubiese tomado aquello como un intento de ofensa, pero Vincent le dijo:

– Hablemos.

Se alejó de la agente y de la actriz de los pasos mecánicos. Mientras Dudley y los otros se marchaban, Dudley comenzó a recrear la escena en su mente: la chica agitando las piernas en el aire mientras se desvanecía en la reja, el frustrante movimiento mientras él se levantaba demasiado tarde para verla caer, el suave golpe le hizo esperar ver su cuerpo extendido y enorme.

– Estaría trabajando si no estuviese aquí -protestó.

– Lo siento si crees que no deberías estar aquí.

Vincent levantó la mano para levantarse las gafas, pero en vez de hacerlo los miró a todos como si quisiera que los comentarios fuesen más amables.

– Me gustaría comenzar a rodar la semana que viene -dijo.

– No sé si tendré suficiente para entonces.

– Seamos honestos, ya estoy bastante contento con mi guión.

– Me necesitas para hacerlo bien. Lo dijiste.

– Yo no diría eso.

Vincent empezaba a correr peligro al haberse olvidado de lo importante que era Dudley.

– Walt también quiere que empecemos -dijo-. No quiere que nadie más impida la realización de la película. Dice que es mejor que dejemos la controversia hasta que la hayamos sacado.

– ¿No soportas que te malinterpreten?

– Aún no nos has dado nada que entender.

Un poco más amable, Vincent dijo:

– Que Walt te hiciera un contrato no significa que tengas nada que decir en la película, pero a mí no me importa que nos acompañes para pedirte consejo si lo necesito.

– Yo también quiero que te quedes -dijo el señor Matagrama.

Las repeticiones de la caída de la chica retumbaban como sones de tambor en la cabeza de Dudley, machacando sus pensamientos y convirtiéndolos en algo menos que palabras.

– Tengo el fin de semana para que se me ocurra algo -dijo intentando que no sonara a súplica.

– Si se te ocurre alguna idea nos la puedes enviar por correo electrónico.

Vincent parecía más calmado cuando dijo:

– Mi coche está a cinco minutos de aquí, por si alguien quiere que lo lleve.

– Yo también tengo el mío por aquí -dijo el señor Matagrama.

A Dudley le habría gustado pasar más tiempo con él, pero en aquel momento era crucial quedarse con su fuente de inspiración.

– Espero que no os quedéis atrapados en el atasco de la hora punta -dijo Patricia-. A mí no me importa caminar.

– Ni a mí tampoco -dijo Dudley enseguida.

También fue rápido en darles la espalda a los hombres. Si pensaban que intentaba hacer lo que ellos habrían hecho con Patricia, tendría otro motivo por el que nunca se imaginarían la verdad, pero tampoco quería que ella viera los guiños que le estaban haciendo. En pocos segundos estaban fuera del alcance del oído y la agente se había reunido con sus compañeros. Ni siquiera la actriz lo estaba mirando.

– ¿Patricia? -dijo.

– ¿Estás enfadado?

Se detuvo a la altura de los coches y lo miró.

– Estás enfadado -dijo.

– ¿No crees que debería estarlo? Él es mío, yo creé todo lo que tiene que ver con él.

– Nadie intenta robártelo. Ya has escuchado a Vincent, quiere que sigas en esto.

Dudley tenía que arriesgarse a sonar inadecuado, nadie más sabría que lo había hecho.

– No tengo ninguna idea para él.

– Te ha dado el fin de semana. Quizá se te ocurra algo.

– Sí, si tú me ayudas.

Patricia levantó la ceja que estaba más cerca de él.

– ¿Qué me estás pidiendo?

Bajo la barandilla que había detrás de ella, un coche estaba haciendo sonar el claxon, como advertencia o como fanfarria. Estaba tan cerca del muro que podía haberla empujado sobre él si la policía no hubiese estado allí, pero en cualquier caso no quería repetirse, más bien lo contrario.

– Quiero que me ayudes a investigar -dijo.

Загрузка...