8

– Al menos no somos nosotros los que hemos llegado tarde esta vez -dijo Tom antes de beberse un trago de su segunda pinta de McCartney's Marvel-. ¿Sacaste algo interesante de la entrevista? Yo le habría hecho algunas preguntas más.

Patricia ejecutó con los dedos un repiqueteo sobre la mesa. Después de todo, la mesa tenía forma de tambor, al igual que los asientos del Ringo's Kit, y los espaldares de las sillas tenían forma de guitarra metálica. Había fotografías de los Beatles con toda una selección de peinados, imágenes que Tom ya había dicho que podía superar, adornando las paredes del bar. Había notas musicales de plástico puestas sobre conjuntos de cuatro cuerdas bajo el techo negro de aquella sala baja y alargada. Nada de aquello le impidió darse cuenta de que el fotógrafo solo había pronunciado su insatisfacción en voz alta, la misma que ella había tenido desde aquella patética entrevista. Sorbió un poco de su sauvignon Starr, que hubiese preferido blanco en vez de cabernet. Después dijo:

– No seas tímido si Walt se muestra simpático.

– Te dejo a ti hacer tu trabajo.

Como si el pensamiento hubiese detenido su pinta de camino a la boca, Tom dijo:

– ¿Has investigado ya los nombres que te dio?

Walt se rozó la frente con un botellín helado de Lenon, dejándose una gotita en sus pronunciadas entradas antes de descendiera por su cara rectangular y bronceada.

– ¿Qué nombres?

– Parecía que no quería hablar sobre ello, ¿recuerdas, Tom?

– Razón de más para investigarlos. Si no quería que lo supieras, no debería haberlo mencionado.

Vincent, boquiabierto, depositó su jarra de cerveza de Best's Best sobre un posavasos con motivos del Sgt. Pepper manchado y arrugó su pequeña nariz para ajustarse mejor las gafas.

– Me tenéis intrigado -dijo.

– Había un profesor que intentó que dejara de escribir lo que escribe -tuvo que decir Patricia-. De acuerdo, quizá lo debería haber investigado. Pero aún estoy a tiempo.

– Tu tiempo comienza ahora -dijo Tom-. Aquí viene tu asesino.

Ella se levantó para recibirlo. Se acercaba con un paso que parecía claramente incómodo. Llevaba un traje gris con camisa blanca y una discreta corbata plateada. Su instinto le dijo que había sido Kathy quien le había elegido el conjunto.

– Walt, Vincent -dijo-, este es Dudley Smith.

– Se acordará de mí -dijo Tom.

– Dígame que veneno va a tomar -dijo Walt tras estrecharle la mano a Dudley-. Y, déjeme preguntarle, ¿ha envenenado ya a alguien?

Dudley murmuró algo parecido a un no mientras se agachaba hacia la lista de bebidas como si su enorme cara pesara demasiado para su barbilla.

– Si quiere una aventura que nadie haya experimentado antes -dijo Vincent-, pídase un Harrison's Hock. [1]

– De acuerdo.

– ¿Qué queréis comer? -preguntó Walt.

Una camarera con una gran melena y vestida de uniforme de los Beatles vino a tomar su pedido. Tom se decidió por la parrilla George y Vincent por la pizza Pete. Patricia pidió un jambalaya John y Walt, tras esperar en vano a que Dudley se decidiera, pidió las gambas Paul.

– Me parece que quieres el pisto Ringo -dijo Vincent.

– Tomaré eso mismo -le dijo Dudley a la camarera.

– ¿Sabes que es vegetariano? -se sintió obligada a decir Patricia.

Recibió una mirada poco amistosa que le hizo no mencionar que el menú ofrecía muchos otros platos bajo el nombre de los miembros de la banda. Sospechó que no estaba acostumbrado a este tipo de reuniones sociales, especialmente cuando no esperó a que la chica de los Beatles se marchara antes de decirle a Vincent:

– Así que desea filmar mi historia.

– Grabaremos todo esto, si no os importa -dijo Patricia.

– Quiere filmar mi historia.

Vincent no pareció mucho más seguro que Patricia de si Dudley había repetido la pregunta para que la grabaran.

– Supongo que es un buen punto de partida.

– Quiere decir que será la apertura.

– O quizá solo la historia pasada. Tenemos que hacerla más real si queremos llevarla al público.

Dudley cambió de postura en su silla.

– ¿Qué es lo que no tiene de real?

– ¿Cómo se escapó sin que lo atraparan? Hay cámaras de seguridad en todas las estaciones de metro.

Patricia pensó que la forma en que la cara de Dudley se entumeció y palideció, mostró lo cerca que se encontraba de la ficción; así que soltó una risita de alivio y dijo:

– Podrían no haber estado funcionando.

– Tuvo mucha suerte.

– Puede llamarlo afortunado, si desea. Nadie lo descubrió nunca.

– ¿Podrían haber estado las cámaras estropeadas a propósito? -sugirió Patricia.

– Claro, claro que sí.

– Empecemos por lo básico -dijo Vincent-. ¿Cómo se llama?

– Nadie averigua ni quién es, ni nada sobre él.

– El público necesita algo para recordarlo. Van a querer saber más y yo también.

– Nunca ha tenido nombre -dijo Dudley con el ceño fruncido, captado por la cámara.

– Eso no me sirve, tenemos que pensar en alguno que se quede fijado en la mente de la gente. Podría ser tan ordinario que a nadie se le ocurriese que pudiera ser un asesino.

– Como Dudley Smith -comentó Tom, atrayendo varias de las miradas al instante.

– No quiero pensar en nombres ahora mismo.

– Debería habérselo preguntado antes -dijo Vincent-. Quizá se le ocurra alguna idea sin pensarlo. Trabajemos en otra cosa, entonces. ¿Cómo lo atrapan?

Patricia tuvo la sensación de que la cámara estaba obligándole a realizar una introspección. Después de una pausa gracias a las risas que había provocado una fiesta de turistas japoneses, dijo:

– Nunca lo atrapan.

– Incluso los mejores pueden cometer errores -dijo Patricia, aunque sintió que aquello era sobrevalorar al personaje.

– Sherlock Holmes atrapó al profesor Moriarty, ¿no?

– Eso solo era… -dijo Dudley bebiendo un trago de vino-; solo era una película.

– Primero fue una historia.

– Sí, una vieja historia. Algunas personas se han vuelto más inteligentes desde entonces.

– Supongo que habla de sí mismo -dijo Tom.

Tras la mirada de Dudley, que parecía contener más que simple hostilidad, Vincent dijo:

– Tiene que haber algo que se le haya pasado por alto, así es como atrapan a los verdaderos asesinos.

– No, lo sé. Seguro que no.

– Esto es fascinante -dijo Walt-. Nunca había conocido a un escritor que estuviese tan cerca de su creación. Supongo que no esperaba que le pidiéramos que replanteara sus ideas. Podríamos darle un día, o un par de días, ¿por qué no?, antes de la siguiente sesión. ¿Qué le resultaría más fácil?

– Sé que Patricia dijo que era un as -dijo Vincent.

– ¿Qué? -preguntó Dudley.

Ella sintió como si se comportara así para echarle un cable a ella.

– Encontrando lugares para matar a la gente.

– Quiere decir que es bueno con las localizaciones -se sintió obligada a traducir Patricia.

– Díganos entonces qué personaje puedo utilizar. Díganos los que ha utilizado.

– No serían buenos para la grabación. Tengo que encontrar algunos nuevos.

¿Era posible que un autor fuese tan posesivo con su material? A lo largo de aquellas líneas, Patricia se preguntó si tras la sonrisa de Tom había algún pensamiento cuando este dijo:

– Aquí viene alguien que se conoce el camino.

Patricia se giró y vio a Shell andando a tropezones con unas botas guerreras de cuatro o cinco centímetros de tacón que la hacían más alta de su metro y medio. También llevaba un conjunto de combate, completado con una gorra de pico echada hacia delante para esconder su cara de enfado permanente en cualquier otro lugar más pequeño desde donde observar el mundo.

– Eh, Shell -gritó Walt-. Vaya sorpresa.

Shell levantó la barbilla, que tenía forma de nudillo, casi iluminando la sombra que la gorra le hacía sobre los ojos.

– Pensaba que teníamos que comer en lugares que tuviesen publicidad en La Voz.

– Supongo que diré que no pasa nada por apoyar a nuestros futuros anunciantes. Si estás sola, seguro que eres bienvenida a sentarte con nosotros, ¿no?

Cuando Patricia, y seguramente también Dudley, se guardaron sus reservas para sí, Walt dijo:

– Esta es Shell Garridge, Dudley. Es humorista y escribe una columna para nosotros.

Dudley le dedicó una media sonrisa.

– Si yo llamase así a alguien en una historia, nadie me creería.

– Solo Shell, el resto me lo inventé yo. Es de broma.

Vio que no terminaba de sonreír y dijo:

– Así que eres el que se deleita matando a mujeres.

Patricia no estaba segura de hasta qué punto el nerviosismo de su cara era producto de las luces de la cámara de Tom.

– Oye, tienes la lengua tan afilada como una cuchilla -dijo Walt-. No seas así con el ganador de nuestro concurso.

– Yo no voté por él.

La mirada de Dudley no se había ablandado.

– Si no te gustara pensar sobre esas cosas, no las escribirías -dijo.

– Creo que aún se nos deja disfrutar de nuestras creaciones -señaló Vincent-. ¿No te gusta a ti inventar tus chistes?

– Yo no los invento; los observo. ¿Y tú, Dud?

Los labios de Dudley dijeron algo que Patricia no esperaba:

– Mi padre solía llamarme así.

– Adivina en qué pensaba.

Finalmente, Shell apartó la mirada de él y le dijo a la camarera de los Beatles:

– Tomaré las enchiladas Elvis y un jigger [2] Jagger. No dejéis que interrumpa a los genios que están trabajando en su obra maestra.

– ¿Dónde vamos a matar a la gente? -preguntó Vincent.

– Podría despertarse y estar atada con algo en la boca en el borde de un tejado de… No sé, ¿cuál es el edificio más alto? Y después, se cae.

– Ya se habría despertado mucho antes de llegar hasta allí -dijo Shell tomando su jigger Jagger de un trago-. Si tiene el mínimo de sensatez que toda mujer posee.

– Se parece un poco a los argumentos de las series antiguas, ¿no? -dijo Walt-. Aunque si no la rescatan, ya no tanto.

– De acuerdo, están en un lugar concreto y él podría pisarle la cara sin que ella pudiera hacer ningún ruido. Y si no está muerta, entonces está inmovilizada.

– Os encanta que las cosas se pongan difíciles, ¿no, chicos? -dijo Shell-. ¿Por qué esto, Dud? ¿Te gusta atar y amordazar a las mujeres?

Mientras Dudley terminaba de retorcerse en su silla, Vincent dijo:

– Shell, a ti nadie podría cerrarte la boca. ¿Tienes alguna otra idea, Dudley?

– Podría colarse donde ella vive mientras se está secando el pelo. Ya sabéis el calor que desprenden esos secadores. Podría atarla y…

– Dudley, ¿te estamos forzando demasiado? -preguntó Walt-. Tengo que decir que no me estás convenciendo de que esa sea la forma de pensar de un verdadero asesino.

– ¡Vaya cara! -dijo Shell-. Tom, deberías sacarle una foto.

Después de que Tom fotografiara la cara de pocos amigos que había sacado de Dudley, Vincent dijo:

– ¿Necesitas ver las cosas desde otro punto de vista que no sea el del personaje?

– No hay nadie más en esa historia -objetó Shell-. Si ese es el punto de vista de una mujer sobre algo, me acabo de hacer un lío.

– Intenta hablarnos sobre él -le urgió Walt a Dudley-. ¿Cuáles son sus antecedentes? ¿Cuál es su historia?

Patricia se preguntaba si era alguna clase de dolor lo que le hacía estar tan agachado.

– Tengo que pensarlo -murmuró.

– ¿Qué hay que pensar? -dijo Shell-. Todos son iguales, unos matones. Hay tantos hoy en día que deben de estar reproduciéndose.

– ¿Cómo podría funcionar esto? -preguntó Walt-. Decidle a Dudley cómo veis a su personaje y así quizá le ayudemos a imaginarse cómo es.

– Nada parecido a lo que se os ocurra.

– Eh, eso suena a reto. Escuchemos lo que Shell tenga que decir.

– Ya os he dicho que será lo que son todos. Torturaba animales cuando era pequeño; le asustan las mujeres; no tiene novia; probablemente criado por una madre soltera… No es que las esté menospreciando, pero seguramente le ha estado diciendo toda su vida que era mejor que todos los demás, le ha tratado como si cada vez que se tiraba un pedo alguien tuviese que venir, embotellarlo y venderlo. Sin embargo, en el fondo él sabe que no es nada y la odia por no habérselo hecho saber. Esa sería otra razón en contra de las mujeres mucho mayor de las que la mayoría de los hombres tienen. Así que siempre que se siente peor de lo normal, porque no creo que tenga mucho con lo que jugar y de todas formas no creo que lo hiciese de forma saludable, se arrastra detrás de las mujeres que van solas para poder fingir que vale la pena conocerlas. La mayoría de las veces no puede atrapar a ninguna, porque las mujeres no son tan idiotas como él; pero de vez en cuando una de ellas cae en desgracia y piensa que es tan patético que no puede hacerle ningún daño. ¿Hay alguna posibilidad de tomar otra copa sin tener que acostarme con nadie?

Mientras Walt señalaba el vaso vacío que ella blandía, Vincent se aventuró a romper el silencio:

– No me importaría que no consiguiera atrapar a nadie. Podríamos verlo desde ese punto de vista.

– Él no es nada de lo que estáis diciendo -dijo Dudley echando la silla hacia atrás.

– Parece que te vas a casa -observó Shell.

– Voy al servicio.

Patricia pensó que podía ser el momento de sugerirle a Shell que dejara de hostigarlo, pero la camarera pechugona de los Beatles llevaba ya la cena a su mesa. En cuanto Dudley apareció por la puerta de los roadies [3] que estaba al lado de la de las groupies, Shell gritó:

– ¿Qué has estado haciendo ahí dentro? Espero que solo estés intentando imitar el paso de John Wayne.

– Ahora mismo no tengo oportunidad -dijo Dudley intentando sonreír mientras se sentaba con mucho cuidado en la silla.

– Todo el mundo las tiene; espero que hayas querido decir que tu personaje es quien no tiene ninguna y que todo es por culpa nuestra.

– Él tiene muchísimas y las aprovecha. Le encanta lo que hace.

Shell desestimó su vehemencia con más risa que humor.

– No nos has contado por qué no tienes oportunidad.

– Me atacaron en el trabajo.

– ¿Por qué? ¿Por tener una cabeza tan grande?

– Una chica quería que le encontrara un trabajo sexual.

– No nos digas que casi consigues pillar algo.

– He dicho que me atacaron -protestó Dudley moviéndose con cuidado en su silla-. Solo porque no nos dejan ofrecer ningún trabajo de bailarina de club y cosas de ese estilo.

Shell masticaba un bocado de su enchilada mientras sonreía.

– ¿Qué fue lo que hizo? ¿Retorcer tu teclado hasta que se lo diste?

Dudley metió el cuchillo en el pisto como si buscara algún elemento que pudiera apelar por él.

– Se lo contó a su madre y se presentó allí también.

– Nunca te han atacado dos mujeres a la vez, ¿cuánto pagarías por eso si pudieras? -Las preguntas de Shell cada vez eran más irónicas-. ¿Qué les dijiste para que te doblaran la banana?

– Decían que yo la había llamado prostituta.

– Y tú no lo habías pensado.

– Quizá sí lo pensé, pero…

– ¿Qué te da derecho a pensar así de las mujeres? No hay duda de que cuentas historietas desagradables. Según tú, las mujeres deberían ir tapadas hasta arriba o son putas merecedoras de que los hombres ideen formas de amenazarlas y hacerles tener miedo, ¿no es así? Una mujer también puede ver a través de los ojos de un hombre. Bien hecho por la chica y su madre; espero que hayan conseguido que te des cuenta de que no somos cosas sobre las que puedas fantasear, aunque eso te guste.

– Ellas no me tocaron, no se habrían atrevido -dijo Dudley señalando con el cuchillo-. Tuvieron que enviar al hermano de ella; él fue quien me atacó en medio de una multitud de gente. Pedí ayuda a gritos y nadie me socorrió.

– Qué lástima que no hubiese sido una mujer en vez de otro hombre derrochando sus hormonas en la calle. De todas formas, resulta igual de divertido -dijo Shell llevándose una servilleta en forma de partitura a la boca para limpiarse.

Tom se contuvo con un gruñido que podría haber expresado diversión. Tras hacerse notar la indiferencia de la mesa, Walt dijo:

– Espero que no te duela mucho, Dudley y creo que hablo por todos. ¿Quieres contestarle a Shell?

– Por ahora ya he dicho todo lo que tenía que decir.

– No me digas que te has enfurruñado por lo que he dicho de tu personaje -gritó Shell-. Eso es tristísimo.

– Dale al hombre un respiro. No hemos venido para hacer que deje de trabajar.

Patricia pensó que Walt podría haber intervenido bastante antes.

Shell engulló un gran bocado de enchilada y se ayudó a tragarlo con lo que le quedaba de su segundo jigger.

– Gracias por la comida, Walt. Si no me dejas hablar, no tiene sentido que siga aquí.

– ¿Ahora quién se enfurruña? -preguntó Dudley.

Shell estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando se dio la vuelta.

– Si alguien quiere oír lo que tengo que decir -anunció lo bastante alto como para que los japoneses se callaran-, estaré en el ferri Egremont, en la orilla del río de Dud, el viernes. Será una noche de chicas, imagínate lo que voy a decir sobre ti, Dud.

Al cerrarse la puerta tras ella, le llegó más calor que parecía condensarse en la frente de Dudley. Walt dijo:

– ¿Te resulta más fácil pensar ahora?

– Aún no -dijo Dudley restregándose la muñeca por la frente.

– Si Shell ha hecho que te imagines un asesinato, nadie te culpará por ello -dijo Vincent-. Utilízalo si puedes, todo es material.

– Lo intentaré -dijo Dudley antes de arriesgarse a probar un bocado del pisto que eliminó cualquier expresión que, de otra manera, habría ocupado su cara.

– Eso es; come, muchacho -dijo Walt-. Quizá mientras cenamos sientas que el cerebro se está alimentando.

Patricia vio que Dudley no tenía mucho tiempo para imaginar o quizá para revelar más ideas. Al menos, no necesitaba culparse a sí misma. Paró la cinta de su grabadora por si era aquello lo que le inhibía, pero él parecía muy comprometido con lo de dejar el plato limpio. Cuando un fogonazo le hizo palidecer la cara, ella comenzó a comer como él. Sentía como si la tensión que Shell se había dejado atrás hubiese explotado en forma de rayo. No se trataba de Tom sino de los japoneses que estaban fotografiando el interior.

– No te preocupes, nadie te está espiando -le dijo a Dudley, captando un destello en sus ojos a modo de respuesta.

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