– ¿Por qué tienes ese aspecto, Dudley? ¿Has matado a alguien?
Al principio solo vio una luz que le daba en los ojos. Conoció a Vera por la voz, pero no supo decir cuánta gente se había parado para mirarlo. Entonces el borde del tejado de un bloque de tiendas ocultó el sol y pudo verla fuera de la puerta cerrada del centro de trabajo a la distancia de un ataúd. No había nadie más que ella pendiente de él.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó lo bastante alto para que ella lo oyera.
Su cara llena de pecas dibujó una sonrisa que coqueteaba con una disculpa.
– Confía en mí, una mujer que ve que has estado haciendo algo este fin de semana. No te habrás buscado una novia, ¿verdad?
La diversión llegó a sus labios y no vio ninguna razón para no dejarla salir.
– Estás en lo cierto, salí con una chica.
– ¿De verdad? No te estarás inventando una de tus historias…
No había comprendido aquella decepción, parecida a la incredulidad, hasta que se dio cuenta de que Colette se unía a ellos.
– Ese no es el género que escribo -dijo.
– Tenemos la esperanza de que llegue a serlo, ¿verdad, Colette? Nos encantaría que nuestro Dudley escribiese una historia romántica, bonita y sensiblera.
– No les hagas caso.
Había llegado Trevor, que se frotaba la raya del pelo como si quisiera dejarla más brillante o alejarla más de la frente.
– Escribe lo que tengas que escribir si con eso consigues un trabajo mejor -dijo.
Colette agitó la cabeza para quitarse la morena melena de la cara y dijo:
– Yo no dije que no debiera hacerlo.
– Ni esta entrometida tampoco.
Vera esperó en vano a que alguien contradijera la descripción que había hecho de sí misma y prosiguió:
– No queremos cambiarte, Dudley. Lo único que te decía era que parecías contento contigo mismo.
Tenía un buen motivo y nadie podría sospecharlo. Se había percatado de un cartel que había en un puesto de periódicos y que decía: Comediante local aparece muerta en el río. Varios de sus compañeros viajeros habían estado leyendo el periódico en el tren así que pudo observar que decían que había bebido antes de sufrir el accidente. No había duda de que el estado en que estaba no solo la había hecho tomar la ruta equivocada durante la tormenta sino que también la había dejado incapaz de escapar del vehículo antes de que las olas alcanzaran la puerta y esta la golpeara dejándola inconsciente. Dudley sonreía porque Vera le había dado una excusa al decir:
– Espero que nos traigas tu historia para que la leamos.
– Todo el mundo podrá verla cuando la publiquen.
– ¿No nos vas a dejar echar un vistazo gratis ni siquiera a tus amigos?
– No le quitéis sus derechos de autor -dijo Trevor.
Dudley consiguió no admitir que no esperaba ninguno. Hasta aquel momento no se le había ocurrido que su madre le había urgido tanto que aquel detalle del contrato también se le había pasado por alto. Luchaba por controlar su rabia cuando Colette dijo:
– Me compraré un ejemplar si me dices qué tengo que comprar.
– Ahí tienes, Dudley -dijo Vera-. Ahora di que no es tu amiga.
– Nunca he dicho lo contrario -replicó, a la vez que se giraba completamente hacia Colette-. Saldrá esta semana. La Voz del Mersey.
– ¿No es esa…?
¿Le habría reconocido alguien por detrás? Se dio la vuelta con mucho brío y descubrió que la responsable de la interrupción era la señora Wimbourne.
– ¿Aún no te has ocupado de eso? -dijo, empezando a fruncir el ceño.
Aquel movimiento le había despertado el dolor de la entrepierna.
– ¿Cómo? -preguntó entre dientes.
– Por favor, no me pongas cara de asco.
Hasta que no selló los labios por completo, ella no continuó.
– Se suponía que debías contactar con los editores.
¿Estaba intentando ponerle en ridículo delante de sus compañeros? Pensó desesperadamente en la forma de hacerla callar cuando de pronto se dio cuenta de que estaban siendo testigos de lo poco razonable que ella estaba siendo.
– ¿Qué se supone que debo decir de nuevo?
– Estoy bastante segura de que ya lo sabes.
Probablemente su pausa estaba destinada a forzarlo a confesar.
– Tenías que decirles que quizá tengan que continuar sin ti -dijo finalmente.
– ¿Eso es bastante ruin, no? -protestó Trevor.
– No estaba abriendo debate, Trevor. Nadie está seguro cien por cien en su trabajo hoy en día, ni siquiera yo. Si yo estuviese en tu lugar, no haría nada que hiciese mi situación aún menos segura.
Dudley no tenía claro en qué medida aquello iba dirigido a él. Mientras ella sacaba las llaves de su bolso gris metálico y abría la puerta, Trevor dijo a sus espaldas:
– Un poco ruin.
Intentó hacerle una reverencia después de hacérsela a Vera y a Colette, pero ella chasqueó los dedos para que se diera prisa en cruzar la puerta. Iba en cabeza llegando a la fila de sillas de plástico cuando dijo:
– Aún no hemos escuchado tu respuesta, Dudley. Pensé que tenías que informar a alguien.
– Lo haré hoy. La semana pasada él estaba de vacaciones.
Ella cerró la puerta con tanto vigor que hizo sonar la ventana, después cerró el bolso con un golpe, para después elevar el tono de su voz:
– ¿Me estás diciendo que no has intentado informar a esta gente de cómo están las cosas?
– No hay por qué. Les he vendido mi historia, no puedo evitar que la saquen.
– Vaya, ¿de verdad estás tan indefenso?
Antes de que pudiera advertirla de que era cualquier cosa menos eso, siguió:
– Me sorprende que quieras darle esa impresión a Colette.
– No quiero darle nada.
Vera le hizo un mohín de reproche sobre las cabinas mientras Colette se marchaba rápidamente a la sala de personal.
– Ten en cuenta lo que te he dicho -dijo la señora Wimbourne-. Estoy segura de que quienquiera que sea con quien tengas que hablar atenderá a razones si le dices que estás poniendo en peligro tu trabajo.
– Aún no sabe si va a ser así. No me puedo creer que pueda serlo.
Se sentía como si ella estuviese decidida a robarle todos sus méritos y después vio cómo podía transferirle parte de la impotencia que le estaba haciendo sentir.
– Entonces, ¿asumirá la responsabilidad? -preguntó.
– Más bien creo que debería ser tuya, pero ¿sobre qué?
– Del dinero que pedirán. Ya han imprimido mi historia. Les costará mucho dejarlo ahora.
– No me digas que te lo reclamarían a ti.
– Lo dice en el contrato, si les impido que publiquen la historia.
Ya que parecía que se estaba creyendo la mentira, añadió:
– Tendría que pagarles a ellos mucho más de lo que me han pagado a mí.
– Me parece que tendrías que haber pedido consejo antes de firmar nada. ¿Cuánto te han pagado?
– Hasta que no la publiquen, nada -dijo Dudley, regresando a la verdad-. Quinientas.
– El premio del concurso, por lo que veo.
No estaba tan impresionada como habría esperado que lo estuviese alguien al oírlo.
– ¿Y cuánto por la película que dijiste que te habían propuesto hacer?
– Nada hasta que esté hecha. Un uno por ciento de todos los beneficios.
– Debo decir que sé tan poco como tú de estas cosas, pero no me sorprendería que intentaran aprovecharse de tu inexperiencia.
Dudley sintió como si todo el calor se le estuviera acumulando debajo de la piel. Tuvo que contener su rabia con una dolorosa respiración hasta que supo cómo hacer que su atrevimiento se volviera contra ella. Soltó el aire en silencio mientras ella lo miraba con desagrado.
– Déjame que te diga que te has metido en un buen lío. Esperemos que los que tengan que decidir se pongan de tu parte. Ahora será mejor que te prepares para trabajar.
Esperó a que él le levantara la tapa del mostrador. Mientras se dirigía al aseo de señoras, apareció Vera seguida de Colette.
– No has estado muy agradable antes -le dijo Vera-. Ten cuidado, no te vayan a volver a arañar.
– ¿Qué quieres decir? -objetó, aunque ya lo sabía.
– A la vista está que ha tenido una especie de pelea desde la última vez que lo vimos, ¿verdad, Colette? -dijo Vera señalando los arañazos que Dudley tenía en la mano-. ¿Fue por algo que dijiste, Dudley? ¿O intentaste llegar demasiado lejos?
– Se comportó como una zorra, eso es todo.
– Eso no nos gusta nada, ¿verdad? Las chicas tenemos que permanecer unidas.
Mientras que Colette intentaba expresar asentimiento, Vera dijo:
– ¿Nos estás tomando el pelo, Dudley? Pensé que te habías peleado con un gato o un arbusto en la colina donde vives.
Se sintió como si hubiese caído en una trampa que ni siquiera era capaz de identificar.
– Entonces no te crees que haya podido estar con una mujer.
– Con ninguna que te haya podido hacer eso. No me había imaginado que fueses de la clase de hombres capaces de forzar a nadie. Aunque, son los más calladitos con los que hay que tener cuidado, ¿no es así, Colette?
Colette pareció tomarse aquello, y mucho más, como una invitación a ser una de esas mujeres. Con más frustración de la que era capaz de ocultar, Vera dijo:
– ¿Qué querías preguntarle a Dudley afuera, cuando nos interrumpió la directora?
– Sobre tu revista, si es que vas a seguir en ella.
– Sí, nadie va a detenerme.
– ¿No era la revista para la que se suponía que trabajaba Shell Garridge?
– Aún lo hace, a no ser que haya molestado tanto a alguien que se hayan deshecho de ella.
Mostró un poco de pánico, cuidándose de no sonreír, mientras continuaba:
– ¿Queréis decir que ha ocurrido algo con la revista?
– Con la revista, no. Ella está muerta. Se ahogó en el río.
Disfrutaba con su secreto delante de la gente de la oficina, pero se había olvidado de preparar su reacción ante la noticia. Lo mejor que pudo improvisar fue:
– ¿Cómo acabó allí?
– Aún no lo saben. Supuestamente condujo más allá del paseo del río. No sé cómo pudo hacer tal cosa con tanta lluvia, ni siquiera alguien como ella.
Para su gusto, aquello sonó demasiado parecido a una acusación. Y más aún:
– No pareces muy alterado. ¿La llegaste a conocer?
– No -enseguida se arrepintió de su prudencia, que le hizo parecer demasiado insignificante-. Claro que sí -dijo-. Quiso conocerme después de leer mi historia.
– ¿Era tan genial en persona como en el escenario?
Aquello le molestó tanto que respondió:
– No creo que lo fuese de ninguna de las dos formas.
– A algunos hombres no les gustaban las cosas que decía sobre ellos -le aseguró Vera a Colette-. Deberías haber intentado comprender su punto de vista, Dudley. Podría haberte convertido en más que un escritor.
– La verdad es que sí me dio algunas ideas.
– Espero que se lo agradezcas cuando las escribas. Me refiero a agradecérselo por escrito.
Mientras intentaba no contestarle, Colette continuó:
– ¿Dónde la viste, entonces?
– Ya te lo he dicho.
– No, no lo has hecho. Colette se refiere a dónde la viste actuar.
Solo fue capaz de pensar una respuesta segura.
– En la televisión.
– ¿Qué estaba haciendo allí? -preguntó Colette-. Solía decir que estaba en contra porque no dejan que las mujeres se expresen, que solo sale lo que los hombres quieren oír.
– No lo sé -dijo Dudley sonriendo acordándose de la verdad-. La apagué.
– No creo que haya mucho de lo que reírse cuando muere alguien -dijo Vera.
– Tampoco lo había cuando estaba viva -dijo Trevor.
– Solo es tu opinión -dijo Colette.
– Entonces, escuchemos lo que tú tienes que decir, tesoro. ¿Qué tenía de genial? ¿Que les hacía sentir incómodos a los tipos como Dudley? Miradle. Yo diría que lo hacía.
Mientras Dudley pensaba en cómo rechazar la ayuda de Trevor, que se había convertido en cualquier otra cosa menos en eso, Colette dijo:
– ¿Recuerdas cuándo la conociste?
– ¿Qué te hizo, Dudley?
Vera quería que todo el mundo se enterara.
– Nada, no podía hacerme nada.
No sabía qué más podía haber dicho para poner fin al fastidio que estaba sintiendo, pero la señora Wimbourne salió del aseo de las damas desprendiendo su perfume, y dijo:
– ¿Estáis todos listos para las aventuras de hoy?
Al menos estaba distrayendo la atención de él, una atención no bien recibida, no de la clase que él merecía. Casi había alcanzado su cabina cuando su teléfono móvil comenzó a sonar con el tema de la película Halloween.
– Sé rápido con quienquiera que sea si no es urgente -dijo la señora Wimbourne-. Abrimos en menos de cinco minutos.
– Dudley Smith -dijo, como si hablara desde su oficina privada.
– ¿Qué tal estás esta soleada mañana?
Walt debió pensar que la pregunta se había contestado a sí misma porque añadió inmediatamente:
– ¿Has tenido nuevas ideas este fin de semana?
– Podría ser.
– ¿Algo que quieras compartir?
– Aún no lo sé -dijo Dudley queriendo decir que no.
– De acuerdo. Supongo que estás en el trabajo. ¿Sabes que eres una de las últimas personas con las que Shell Garridge habló?
Durante unos instantes que se prolongaron peligrosamente, Dudley no fue capaz de decir nada.
– ¿Cómo lo sabe? -consiguió decir al final.
– Ya veo que no te has enterado de la noticia. El viernes por la noche su coche se cayó al Mersey y se ahogó.
Dudley tuvo que asegurarse de que nadie de la oficina se diera cuenta de que había mentido cuando dijo:
– No lo sabía.
– Sé que es una sorpresa. Lo ha sido para todos nosotros. No se había visto nunca a nadie tan viva como ella, es increíble que se haya ido, ¿verdad?
– Algo así.
– No hace falta decirte que queremos darle la mejor despedida posible. Voy a pedirte un favor.
– No creo que tenga mucho que decir sobre ella.
Aquella petición era tan inesperada que Dudley dio más respuesta de la que merecía.
– No creo que tenga nada -corrigió.
– No te estaba pidiendo que hablaras sobre ella, aunque estoy seguro de que encontrarías un par de pensamientos que serían muy bien recibidos en las próximas horas. No, la situación es que solo disponemos de la columna que ella escribía y Patricia ha escrito un buen artículo sobre ella. Así que íbamos a publicar ambas cosas cuando Patricia, bueno, ya sabes lo minuciosa que es, apareció con una primicia de verdad.
Dudley supuso que no podía evitar preguntar:
– ¿Cuál?
– Una grabación completa de una de sus actuaciones. Por lo visto, una señora la grabó para su hija porque esta no pudo asistir. Lo ideal sería que hubiésemos podido sacarla, pero la calidad es demasiado pobre y no tenemos tiempo para mejorarla. Queremos publicar la transcripción esta vez y quizá sacar la cinta en una segunda parte.
– Aún no sé qué quiere que yo haga -se quejó Dudley cuando la señora Wimbourne lo fulminó con la mirada mientras se dirigía a abrir la puerta.
– Todo este material extra ha modificado la maquetación de la revista. ¿Te importaría mucho si dejáramos tu historia para la próxima? Es el único contenido que nos deja el espacio que necesitamos. Haremos un resumen que haga que todo el mundo quiera leerla y pondremos tu nombre en la portada y te daremos el artículo principal.
La señora Wimbourne dejó entrar a Lionel y miró a Dudley con el ceño fruncido.
– Entonces, ¿podríamos hacerlo por ella? -dijo Walt de golpe en su oído.
Dudley habría sido capaz de acceder más fácilmente si Walt no lo hubiese dicho de aquella forma. Tuvo que apretar un puño sobre el mostrador antes de poder decir:
– Si eso os ayuda…
– Más que eso, nos salva la vida. No olvidaré lo que has hecho hoy por nosotros. Debería decirte algo más.
Dudley vio a la señora Wimbourne acercándose a él con el guarda detrás de ella, una visión demasiado sugestiva de un arresto inminente.
– ¿Qué más? -espetó.
– La cinta que ha encontrado Patricia es de su última actuación, lo cual es perfecto aunque puede incluir ciertas cosas sobre ti. No te preocupes, nos aseguraremos de que nadie pueda averiguar que eres tú.
– ¿Vas a terminar ya, Dudley? -le preguntó fríamente.
– Parece que todo el mundo te persigue hoy -dijo Walt-. De acuerdo, nos vemos el viernes para almorzar. Te aseguro que llevaré a los medios. Que te vaya bien y no dejes de ser creativo.
Después de un momento el teléfono se quedó tan muerto como Shell. Dudley se lo metió en el bolsillo como si se tratara de un secreto demasiado vergonzoso como para enseñarlo y levantó los ojos para encontrarse aquel montón de carne trajeada que le tapaba la vista y le invadía la nariz de feminidad.
– ¿Todo ya bajo control? -le preguntó la señora Wimbourne.
No se abalanzó. Aunque había añadido todas esas presiones que le habían hecho acceder a la propuesta de Walt, no la agarró del pelo ni le aplastó la cabeza con todo su peso mientras le serraba la garganta de un lado a otro con el borde del cristal. Con tantos testigos, no. Tomó aire, aunque apestaba a perfume, y le devolvió la mirada.
– Sí -dijo.