29

– Buena suerte y sé imaginativo -dijo la madre de Dudley. Después, y, para su sorpresa, cortó la llamada.

Esperaba que le preguntara cómo se las estaba arreglando solo. Se habría sentido frustrado por gastar energía respondiendo a sus preguntas cuando se lo estaba pasando tan bien. Aquella idea le recordó que tenía más hambre de lo normal y se apresuró a bajar a la cocina. Sin duda ella no habría aprobado su menú; nunca se había sentido cómodo utilizando el microondas, tampoco con el horno más grande y tampoco quería intentarlo cuando su mente estaba tan entretenida con el paquete del cuarto de baño. La cena de la noche anterior fue a base de pan y queso, y aún quedaba bastante a pesar de que también había almorzado lo mismo ya que el desayuno había consistido en dos raciones de cereales. Sin embargo, quedaba otra barra en el congelador. La dejó en el escurridero para que se descongelase mientras cortaba un par de trozos de la parte menos fría, cuando un pensamiento le hizo clavar el cuchillo en la tabla del pan. ¿Habría sido Kathy tan reacia a preguntarle por la comida porque no necesitaba preguntar?

Seguramente aquello no era posible. Esa clase de vigilancia solo se daba en las novelas; aunque no en ninguna que Dudley hubiera escrito. El señor Matagrama era demasiado astuto como para dejarse espiar en su propia casa ni en ningún otro sitio. A Dudley le molestó tener que mirar por la ventana de la cocina, tras la que se veía el jardín que no estaba lo suficientemente descuidado como para esconder ni a un observador enano. Le irritó aún más el sentirse obligado a esconderse tras las cortinas de la habitación delantera imitando a Brenda Staples. La calle se veía desierta a la luz carmesí que procedía de entre los árboles y no pensaba que hubiera alguien merodeando entre la maleza de enfrente; nadie sería capaz de estar espiando en la parte trasera de la casa. Casi había olvidado por completo la fuente de todo aquel nerviosismo innecesario cuando se dio cuenta de que solo tenía que comprobar desde dónde había llamado Kathy. Mientras atravesaba el gran recibidor, llamó al mismo número y entonces tropezó y se paró en seco. Los barrotes del pasamanos le impedían ver con claridad el número que aparecía en la pantalla. Era un móvil, pero no era el de su madre.

Claro que no había ninguna razón para pensar que estuviese relacionado con la policía. Seguramente le habría pedido prestado el teléfono a alguien, eso era todo. Tecleó el número y se agarró al pasamanos, cuyos anclajes crujieron a la vez que el tono de llamada fue reemplazado por un mensaje.

– Soy Monty, el lector de metros, los metros que no hay que leer llevando uniforme. Poemas hechos y representados para la gente…

Dudley silenció aquella voz antes de que le pidiera una respuesta. ¿Acaso su padre pensaba que no merecía la pena hablar con él? Si estaba enfadado con Dudley por haberlo dejado plantado, entonces era que no valoraba lo crucial que aquel fin de semana era para él. Dudley se sintió agradecido porque su madre le hubiera evitado tener que explicárselo; un problema menos que le distrajera del paquete que tenía en el cuarto de baño hasta la confusión. Pero no estaba confundido. Se metió el teléfono móvil en el bolsillo y cortó un pedazo del bloque amarillo de queso cheddar. Después de ponerlo sobre el pan en un plato, lo llevó todo al piso de arriba.

Puso el plato al lado del ordenador y lo encendió. Al menos la interferencia de Kathy le había hecho saber que necesitaba una contraseña. Escribió «paquete» y esperó a que las historias salieran de su escondite. No le importaba sentirse un poco en deuda con el trofeo que tenía en la bañera, incluso cuando ya había hecho todo el trabajo. Había tenido tantas ideas en las últimas casi veinticuatro horas sin dormir, que solo había podido esbozar unas cuantas. En una de ellas, la chica era ciega. En otra, sordomuda. En una tercera, confinada a una silla de ruedas y casi incapaz de mover ninguna de sus extremidades… Abrió la última de las historias y la leyó de nuevo. Aquella era la que más le entusiasmaba, pero ¿podría llegar más lejos?

«Era la única elección que tenía y él la ayudó a no cambiar de idea plantándole un pie en la garganta.» El final llegaba demasiado pronto y no le satisfacía por completo. ¿Podría introducir algo más en la historia? Seguramente el único requerimiento para ello era que nadie más que él y su ayudante lo supieran. De todas formas tenía que deshacerse del paquete y lo lógico era sacarle el máximo partido antes de hacerlo. Volvió a leer la narración mientras engullía el contenido del plato. Estaba tan ansioso por poner en práctica su inspiración que casi no se dio cuenta de que podía llevarse su manuscrito con él. Aquello podría probar que era más que capaz de escribir el guión de una película. Imprimió la historia y puso todas las páginas juntas mientras se dirigía hacia el cuarto de baño.

¿Dormía el paquete? Aquella cabeza sin cara, con la nariz sobresaliendo a través del estrecho orificio de la cinta, al igual que un dedo gordo del pie por fuera del agujero de un calcetín, no se movió para saludarlo. Tenía la esperanza de que se moviese y se retorciese buscando su destino. Con las manos fuera de la vista y las piernas comprimidas en una única masa, el paquete parecía no tener extremidades ni personalidad, como los gusanos. Mientras caminaba hacia el cuarto de baño se divertía con la idea de que ella no era consciente de su presencia, pero entonces, aquello comenzó a frustrarlo. Se puso de rodillas a hurtadillas sobre el colchón y se inclinó sobre el borde de la bañera hasta que su boca solo estuvo a unos centímetros del confuso bulto que parecía una oreja.

– ¿Me echabas de menos? He estado aquí todo el tiempo.

Para disgusto suyo, el paquete no se retiró. Se reafirmó en su rígida postura sentada contra el lateral de la bañera. Él tenía la esperanza de haber debilitado alguno de sus sentidos, la noción del tiempo. No podía saber cuánto tiempo había pasado desde que comenzó a dar patadas y armar escándalo en su intento por hacerse oír a través del teléfono móvil.

– ¿Quieres saber quién estaba al otro lado del teléfono? -preguntó.

Supuso que al paquete no le importaba, pero vio que la cabeza se había movido un poco con el olor de la loción de afeitado.

– Kathy, mi madre, como recordarás -dijo-. ¿Y sabes lo que ha dicho sobre ti? Nada. Ni una palabra.

Aunque había intentado que no se hundiera sin tener mucho éxito, aquel espectáculo no le compensaba por todo el esfuerzo que había hecho por molestarlo cuando Kathy lo llamó.

– ¿Quieres saber a quién más no le importa lo que te está pasando? -preguntó a la vez que se inclinaba más-. A tu madre. Ni a tu padre tampoco. Les he escrito un mensaje de texto con tu teléfono diciéndoles que te has ido a Londres para trabajar en otra cosa.

El paquete hacía lo posible por parecer tan rígido como una roca, pero él se imaginaba lo blanda que estaba por dentro, como un caracol bajo su concha. Aquella idea le disgustaba.

– No vas a armar un escándalo cada vez que me llamen, ¿verdad? -dijo.

Observó que un poco de su saliva brillaba en la cinta que envolvía su oreja.

– Quizá debamos asegurarnos de que no puedas oír nada más, empaquetándote un poco más.

El bulto que había encima de la garganta se apartó de él como si pensara que pudiera escapar de alguna forma. Él no se podía ocupar de aquello en aquel momento; quería que lo oyera. Se puso en cuclillas y halló la primera frase:

– Así que puedes oírme, después de todo. ¿Puedes hablar? ¿Puedes decirme cómo te sientes?

No esperaba ninguna respuesta. Echó la cabeza hacia atrás, frotando un mechón de pelo suelto contra el alicatado de la pared y resopló por la nariz. Aunque aquello le recordó a un caballo, se dio cuenta de que trataba de expresar algo demasiado parecido al regocijo, aunque a él le pareciera amargura.

– No te molestes si eso es lo mejor que puedes hacer. Ni siquiera pareces una persona.

Tampoco parecía una, solo lo justo para mantener su interés. ¿Debería añadir eso a su diálogo? No le gustaba la idea de pasar por alto la posibilidad de cambiar algo que ya había escrito; nunca lo había hecho. Le recordaba demasiado a que la familia de la otra chica le había arruinado el lanzamiento de su carrera interfiriendo en su historia.

– ¿Estás cantando? -preguntó.

El bulto sin cara seguía inclinado contra la pared. No estaba seguro de si había perdido la motivación o estaba haciendo lo posible por mostrarse desafiante con sus fosas nasales.

– Seguro que estás contenta de trabajar conmigo -dijo más alto, sin conseguir ninguna reacción.

Ella tenía que proporcionar algún sonido al diálogo o este no tendría ningún sentido. ¿Y si le introducía algún objeto en la nariz? ¿Un mechero encendido o la punta de unas tijeras? Aquello era para establecer la actuación en la escena de la película, no leerlo en una página. Tenía una rodilla lista para ponerse de pie, cuando el paquete emitió un sonido que parecía una risa desprovista de amargura o un gran sollozo de alivio.

– Ahora pareces una zorra lloriqueando. No me sirve.

¿Acaso pretendía eso mismo? Inclinó la cabeza sobre los azulejos como si hubiese perdido toda la energía incluso para producir sonidos.

– ¿Quieres que desenvuelva mi regalo? -sugirió.

Aquello pareció animar al paquete. La cabeza se giró a ciegas hacia él y asintió con fuerza. Lo cortante de aquel gesto fue tan imperioso que le dio aún más motivos para decir:

– No sería buena idea, ¿verdad? Empezaría a armar mucho alboroto y los vecinos pensarían mal de mí.

Movió la cabeza de un lado a otro dos veces. Él pensó que aquello podía ser una idea para apaciguarlo, pero dijo:

– ¿Qué otra cosa quieres que desenvuelva? No sería para ayudarme, ¿verdad?

Obviamente no era así, porque él seguía manteniendo el desconcierto dentro de su cabeza, enfrentándose a él. Esperaba que ella pudiera presentir su sonrisa ante la insolencia que había mostrado, pero pronto experimentaría algo peor. Se dio cuenta del color rosa del interior de sus fosas nasales, lo cual le recordó a la carne y la piel estremeciéndose por el dolor. ¿Qué objeto utilizaría primero? No había ningún motivo para no utilizar todos. Se puso de pie, dejando el manuscrito sobre el colchón y se dirigió al armario del baño cuando de pronto comenzó a sonar su teléfono móvil.

Le echó un vistazo al paquete, que hacía lo posible por convencerlo de que no oía nada sin hacer ningún movimiento y sin ninguna predisposición a hacer lo único que podía hacer: armar escándalo, y cerró la puerta. Como precaución adicional, también cerró tras él la puerta de su dormitorio. Se alegraba de que el paquete no pudiera verlo, porque así no tendría que buscar ninguna excusa para la forma en que aquella llamada le había pillado por sorpresa. No lo habían cogido. No se molestó en que su voz no sonara molesta.

– Dudley Smith.

– Parece como si estuvieses a punto de hacerle daño a alguien, Dud. ¿Vas a hablar conmigo ahora?

La voz de Monty parecía una amenaza de interrupción.

– Siempre que me dejaste, lo hice -dijo Dudley.

– No sigas echándome cosas en cara, hijo. Tu madre ya se encarga de eso. Antes no tenías tantas ganas de hablar conmigo.

– Ella tenía tu teléfono.

– Fuiste demasiado tímido como para decirle que me lo pasara, ¿verdad?

– Ni soy tímido ni tengo miedo de nadie, en especial de las mujeres.

Dudley casi deseó que su padre pudiera ver el paquete intentando fingir que no tenía miedo de él.

– ¿Y por qué no lo hiciste tú? -le rebatió-. Es tu teléfono.

– Así es, el mismo al que has llamado y no has dejado respuesta. Yo llamaría a eso tener miedo, hijo.

Dudley se habría tumbado en la cama para demostrarle su falta de interés, pero no había colchón. Mientras se sentaba en el asiento de su escritorio, sonrió al decir:

– Llamé porque creía que era el teléfono de mi madre. Cuando vi que no lo era, colgué.

– Prefieres hablar con ella que con tu padre, ¿no?

– Ella es la que hizo posible que mi carrera comenzase.

– Y yo soy el que te consiguió la actuación a la que no te has molestado en acudir.

Aunque Dudley se divertía con aquel diálogo, había más diversión en el cuarto de baño, donde habían comenzado algunos golpes y sacudidas torpes.

– ¿Cómo ha ido? -supuso que debía preguntar.

– ¿Cómo crees tú? Hiciste que pareciera que no se puede confiar en esta familia. Tuve que decirles que no podías perder tu precioso tiempo con ellos porque estabas demasiado ocupado garabateando.

– Kathy dijo que lo entenderían.

– ¿Y qué sabrá ella? No es escritora. Te voy a decir algo que será mejor que aprendas de una vez si quieres seguir en este juego, hijo: tu escritura no es más importante que tu público.

– Quizá tenga que discrepar.

– Quizá no. Yo ya llevo en esto más tiempo que tú y soy tu padre, por si también lo habías olvidado. Debería ir a verte y hablar contigo como tu padre que soy. Creo que fracasaría en mi deber como tal si no lo hiciera.

Los golpes al otro lado de la pared parecían acumularse dentro de la cabeza de Dudley.

– No sabes dónde estoy -respondió bruscamente-. Y Kathy no te lo dirá.

– Ella no está aquí. Puedo buscar vuestra dirección en una guía en menos de lo que canta un gallo.

Dudley no podía decir con seguridad si lo que aumentaba eran los golpes o la resonancia en su cabeza.

– No puedes venir aquí -dijo entre dientes-. Tengo que estar solo.

– Pero tu madre sí puede, ¿no? No te importa que esté por allí. Ella cree que eres tan perfecto que no tienes nada que aprender de tu padre.

– Hice que también se marchara. Se ha mudado a otra parte hasta que termine con lo que estoy haciendo.

– Te crees demasiado bueno y que no cometes ningún error. Puede que Kath y yo tengamos nuestras diferencias, pero no quiero que la eches de su casa mientras tú vas por ahí con aires de artista. Bien. Iré allí y te lo diré a la cara.

Ahora, claramente lo que se agitaba con violencia era el pulso de Dudley. No sabía decir con seguridad si aquel color rojo vivo estaba en el cielo o en sus ojos, o en ambos sitios.

– Es la única forma en la que puedo trabajar -detestó tener que suplicar-. Me lo estás impidiendo.

– Intenta escribir en alguno de los lugares donde yo he tenido que hacerlo, con parte de las cosas que tenía que hacer a la vez y entonces tendrás una excusa para quejarte. Dios mío, hijo. Me avergüenzas. No me importaría que quitaras a tu madre de en medio para llevarte una chica a casa.

Los labios de Dudley funcionaban y se sintió obligado a responder por culpa de los golpes antes de estar seguro de lo que tenía que decir:

– Así es.

Su padre guardó silencio durante unos segundos y Dudley ya comenzaba a arrepentirse de haberlo admitido cuando Monty habló de nuevo:

– Jodido pícaro. Kath cree que debe dejarte tranquilo porque estás escribiendo y eres exactamente igual que todos nosotros.

– Ese soy yo. Soy tu hijo.

– Bien por ti, Dud. Empezaba a pensar que no te gustaban las mujeres y que era culpa mía por haberte dejado solo con tu madre.

Monty se rió antes de decir:

– Pero sigues habiéndonos dejado plantados a mí y a docenas de viejos cabrones.

– Lo siento -dijo Dudley.

Y se arriesgó a añadir:

– Aunque seguro que lo entenderéis.

– ¿Por qué no te la has traído? ¿No le gusta lo que haces?

– Está aprendiendo.

– No esperes que yo lo haga. Sigo teniendo dudas sobre tu estilo de escritura. Encuentra tus raíces y quizá te sorprendas. Supongo que yo debo de ser una de ellas.

– ¿Podemos hablarlo en otro momento?

– Tienes ganas de volver con ella, ¿no? Esperemos que ella se dé cuenta. ¿Cómo se llama?

El golpeteo había abandonado la cabeza de Dudley, pero regresó cuando se vio obligado a pensar.

– Patsy -dijo tan pronto como se le ocurrió.

– Tengo ganas de conocerla. ¿Cuándo podrá ser?

– Ahora, no. Prométeme que no vas a venir ahora.

– Te lo prometo si no me vuelves a decepcionar de ninguna de las maneras.

– Si no le dices a mi madre que Patsy está aquí, lo haré.

– Me parece justo. Esta es la clase de cosas que los hombres hacemos los unos por los otros. Pero aún no he escuchado tu promesa.

Monty tenía que estar impresionado con los últimos acontecimientos del fin de semana.

– Te juro que no te decepcionaré -dijo Dudley.

– En tal caso, tu secreto está a salvo conmigo. Que pases una buena noche y no hagas nada que yo no haría.

– Mañana también.

– Cachondo cabrón. No pierdes el tiempo, ¿eh? No te haré perder ni un minuto más. Te llamaré cuando te consiga otra actuación.

– Me aseguraré de estar libre -dijo Dudley en serio.

Debía procurar no tener que desdoblarse así otra vez; le hacía perder mucha atención. Se metió el teléfono móvil en el bolsillo del pantalón y se dirigió hacia el cuarto de baño.

– Ya puedes parar -gritó-. Ha colgado.

Pero Patsy, el paquete, seguía golpeando los pies contra los laterales de la bañera. Él podía conseguir que hiciera un sonido diferente, uno que le entusiasmaría más que cualquier otro. Corría hacia la cocina a buscar una caja de cerillas, cuando el teléfono volvió a comenzar a vibrar a la altura de la cadera.

¿Habría cambiado de opinión Monty? Dudley se sintió tentado a dejar sonar el teléfono hasta que su padre le dejara un mensaje para escucharlo después, pero sus nervios no podían esperar. Entró en la habitación delantera, lo más lejos posible de los golpes, y presionó el botón.

– Sí -dijo.

– Soy Vincent. ¿Es mal momento?

– No, es uno muy bueno.

– ¿Eso qué significa? ¿Que estás trabajando o que no?

– Volveré a estarlo en un minuto.

– Bien, genial. No te entretengo. Solo quería decirte que empezaré a rodar con Lorna y Colin mañana.

Dudley se sintió menospreciado y excluido.

– ¿Dónde?

– Pensé que podríamos comenzar en el lugar más famoso. Los voy a llevar al ferri que conduce hasta Birkenhead.

Durante un momento Dudley pensó que Vincent le estaba robando al señor Matagrama junto con sus ideas y entonces vio cómo podía reclamarlos.

– Esa es mi escena. Se me ocurrió a mí.

– Bueno, eso está genial. Tenemos la misma mente. Debo haber pillado tu onda.

– Mejor será que así sea.

– ¿De qué iba eso? No lo he entendido. Lo único que pasa es que si ya habías escrito la escena, no me la hiciste llegar.

– Estoy a punto de hacerlo.

– Bien, me la puedes enviar por correo electrónico.

– Haré algo más que enviártela.

– Fantástico. Si al final resulta que tenemos que trabajar en el diálogo cuando los actores se pongan con ello, me gustaría que estuvieses allí para realizar los cambios.

Dudley no veía por qué aquello debía ser necesario. Más bien por el contrario, iría para asegurarse de que no cambiaban nada.

– ¿Cuándo os vais a reunir todos?

– A las diez en punto en el Pier Head. ¿Para cuándo puedo esperar la escena?

– En cuanto la termine, la envío. Voy a empezar ahora mismo -prometió Dudley.

Y colgó. Los golpes apenas se oían en la casa. Pensó en las cerillas y en las tijeras, pero no podía entretenerse en aquello ahora. Subió deprisa la escalera y gritó:

– Tendrás que esperar.

Y entró a toda prisa en su habitación. Cuando el alboroto se debilitó y cesó finalmente, él estaba escribiendo: «Ferri» en la parte superior de la pantalla. Se sentía feliz por el ímpetu de su escritura y encantado por haber recuperado el control del señor Matagrama de las manos de Vincent, aunque también frustrado. Parecía haberse robado a sí mismo la oportunidad de experimentar con su paquete; una vez que hubiera entregado el manuscrito, necesitaría dormir un poco para poder ir a supervisar el rodaje de la película. Entonces enseñó los dientes mientras escribía: «Señor Matagrama». Aunque rodaran durante todo el día, le quedaría la noche del domingo. Tendría algo por lo que desear llegar a casa.

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