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Cuando Patricia sintió la brisa supo que se encontraba fuera de la casa. Aquella era la única forma por la que lo pudo averiguar. Sus piernas apenas parecían pertenecerle y sus pies eran incapaces de identificar lo que pisaban. Tenía que ser el sendero del jardín de los Smith, pero el esfuerzo que estaba realizando por caminar no les daba a sus piernas ninguna posibilidad de experimentar nada más específico y las suelas tan gruesas de sus zapatillas no ayudaban. Tenía que ser de noche y lo bastante tarde como para que Dudley se arriesgara a sacarla de la casa. En tal caso la calle estaría tan en calma como le parecía a ella y cualquier sonido que hiciese despertaría a los vecinos. Lo único que podía hacer era dar patadas al suelo, pero ¿cuánto tiempo la dejaría estar de pie? Nunca lo sabría si no lo intentaba, pero apenas había empezado a flexionar los músculos de sus piernas cuando Dudley la agarró por el hombro magullado con los dedos índice y pulgar, como si estuviese sosteniendo un objeto desagradable, y la empujó hacia la oscuridad.

Hacía lo posible por resistirse, pero él la llevaba tan deprisa que la poca fuerza que tenía para caminar la tenía que invertir en mantener el equilibrio. Cuando pudo encontrar algo de energía para resistir, comenzó a empujarla cuesta arriba. Algo le arañó los vaqueros y se los rompió; entonces pudo deducir que estaban subiendo por el camino que conducía a la cima de la colina. Sintió como si la hubiesen despojado de la mayor parte de su vitalidad junto con su vista y oído. Sin embargo, sus debilitados esfuerzos por ser pesada y torpe provocaron que Dudley le dijera al oído:

– Te voy a dejar ir. No volverás a verme.

¿Significaba eso que la iba a liberar y que él iba a esconderse? Por mucho que deseara ser libre, no podía dejar que él se escapara también y pudiera encontrar a otras víctimas y que las tratara peor que a ella. Tenía que imaginar que ella iba a sobrevivir porque había tenido una especie de relación con él, por mucho que su mente la hubiera estropeado. Quizá él aún pensaba en ella como su publicista o incluso más improbablemente, como un apéndice de su escritura. Aquella posibilidad le hizo querer arrancarle de cuajo su odioso gruñido. El sendero de debajo de sus pies se volvió menos irregular. O quizá sus piernas habían recuperado parte de la estabilidad y podían sentir que habían llegado al campo abierto, donde había espacio suficiente para que corriera la brisa. Le despeinó el poco pelo que le sobresalía por fuera de la cinta y le acarició el tramo de garganta que había quedado libre bajo aquel pegajoso envoltorio. Retiró el hombro para deshacerse del agarre de Dudley y movió los dedos de una mano para indicarle que le desatara las muñecas.

– Aún no -dijo-. Alguien nos podría estar mirando o escuchando.

Le habría asegurado que no haría ningún ruido si hubiese dispuesto de alguna forma de comunicárselo. Quizá habría sido verdad durante un rato. Se quedó como estaba por si aquello podía hacerle cambiar de opinión, pero cuando le pellizcó el hombro ella se soltó.

– ¿No quieres que te toque? -dijo su apagada voz-. No es así, ¿verdad? Haz lo que te he dicho y no lo haré. Camina hacia delante. Hay un sendero.

O el suelo se había vuelto suave bajo sus pies o se trataba de su percepción de lo que pisaba. Había dado algunos pasos cada vez menos dudosos y empezaba a ganar confianza en su capacidad para permanecer derecha cuando Dudley comenzó a reírse.

– No tan recto. Gira a la derecha o te meterás en los arbustos.

¿Le divertía el espectáculo de jugar con ella como si fuese una muñeca? Podría soportarlo si aquello la salvaba de algo peor. Cambió de rumbo en la dirección que le había indicado y le dijo con algo menos de regocijo:

– Tampoco tan a la derecha. Ve un poco hacia la izquierda o tendré que ir a por ti de nuevo. Un poco más. ¿Intentas ser graciosa? Eso es, como si no lo supieras. Adelante.

Por lo visto, al final el espectáculo lo satisfizo. Según pudo adivinar, se quedó en silencio durante un momento. Mientras caminaba hacia delante con cuidado, se esforzó por percibir alguna sensación a su alrededor, pero lo único que era capaz de sentir en la oscuridad que la envolvía era el olor a madera quemada y el aroma de las flores en la noche, flores que era incapaz de identificar.

– No vayas tan rápido -dijo Dudley.

¿Estaba perdiendo la voluntad de sí misma? De pronto aquel control sobre sus huesos y el confinamiento de sus percepciones se hicieron casi insoportables y lo único que podía hacer era seguir hacia delante aunque los dejara atrás.

– Ahora sigue y cáete -dijo Dudley.

No sabía si aquello era una advertencia o la expresión de un deseo. Dio un paso dudoso y el pie toco el aire. Mientras lo sostenía en la nada, sintió como si estuviese a punto de perder algo más que el equilibrio. Echó su peso hacia delante y el pie tocó una superficie plana. El impacto le sacudió la pierna y el dolor le llegó hasta la rodilla. Creyó que se le iba a salir la articulación cuando pudo apoyarse en el otro pie sobre la roca.

– Ahora a la izquierda -dijo Dudley-. Estás en lo alto.

La roca era más escabrosa que el sendero que había seguido. Quizá las caídas no eran demasiado abruptas, pero sí lo bastante para que la dejaran sin saber si el sendero seguía hacia arriba o hacia abajo. Los pasos que tenía que dar de una erosionada losa a otra eran desconcertantes, particularmente porque estaba siendo dirigida por su cada vez más impaciente secuestrador. Creyó que había agotado su paciencia cuando este dijo:

– Detente.

Puso en el suelo el pie izquierdo y encontró suficiente espacio para apoyar el talón. Retrocedió y casi se cayó en la oscuridad. Mientras trataba de recuperar el equilibrio, con las manos atadas detrás agarrándose al aire, escuchó que Dudley dijo:

– ¿Quién hay ahí en el observatorio? ¿Nos está mirando?

Patricia se giró, pero se dio cuenta de que no tenía ni idea de adónde mirar para hacer notar el apuro en que encontraba. Movía la cabeza de lado a lado con la esperanza de hacer más visible su estado cuando Dudley dijo:

– Está bien. Es la luna.

¿Creía que ella también sentía el mismo alivio que él? Más bien aquel intermedio habría sido una broma para burlarse de sus esperanzas. Aquello le hizo ser más consciente de su ceguera, de la luna que no podía ver, del cielo y de todo lo que había debajo de este. Sintió como si la ceguera hubiese ganado peso, dejándola en el sitio hasta que Dudley gritó:

– He dicho que está bien. Adelante, un gran paso hacia abajo.

El paso no fue tan profundo como se había esperado, lo que le hizo perder confianza. Antes de estar segura de dar otro paso, llevó el pie arriba, luego abajo y luego otra vez arriba. Mientras se preguntaba si Dudley la estaba guiando por la ruta más difícil para divertirse, él dijo:

– ¿Qué es eso? ¿Un perro?

Podría ir con su dueño. Patricia no tenía ni idea de a qué distancia podría estar, pero se detuvo en la roca sesgada y giró la cabeza de un lado a otro. Aunque ella no pudiera ver, quizá sí podía ser vista. Contuvo la respiración hasta que escuchó una carcajada.

– No sé por qué, pero llevabas razón. No es un perro -dijo Dudley como si ella debiese alegrarse-. Solo es un zorro.

¿Lo habría sido? ¿Habría estado allí? Pensó que podía estar aburriéndose con su progreso y por eso la hostigaba con sus bromas. Dirigió su tránsito por dos rocas más cuando dijo:

– Un helicóptero.

Si era verdad, ella no lo oía. Pensó en saltar para llamar la atención de la policía, si es que eran ellos. No le había dicho que se quedara quieta; tampoco cuando ella intentaba localizar un sitio lo suficientemente nivelado para que ella se arriesgara a saltar ciegamente. ¿Parecía una parrandera? Seguramente debía aprovechar la oportunidad, pero entonces Dudley dijo:

– Se va por ahí, por el mar.

Aquello eran kilómetros y kilómetros de distancia. No sería más visible que una aguja en un pajar. Pensó que habría mostrado más preocupación por sí mismo si de verdad hubiese estado cerca, a menos que hubiese decidido que nadie le iba a estropear el plan. Así fue cómo sonaba mientras volvía a decirle cómo y hacia dónde moverse. Casi se había acostumbrado ya a sus cortantes frases, cosa que al menos significaba que había dejado de hacer bromas, cuando dijo:

– Todo está en blanco y negro. Es como estar en una película. ¿Se imaginaba que estaba en la suya? Era crucial que pensara alguna forma para hacerle recordar que ella era real. Podría ser un buen truco que se equivocara al seguir sus instrucciones. Avanzó un paso y sintió que el pie se le desnivelaba. Como si aquello le hubiese dado la entrada, él dijo:

– Por ahí no. Sigue recto.

Llevó el otro pie a la superficie, que era completamente lisa. Era mucho más reconfortante que cualquier otra cosa desde que había caído en sus garras. ¿Podría ser aquel intento por su parte de llevarla por aquel camino otra de sus crueles bromas? Mientras ella dudaba, él dijo:

– Date prisa. Sigue recto y nos podremos decir adiós.

Aquello no podía ser una broma. Seguramente no se imaginaba que ella seguiría obedeciéndolo si se hubiese tratado de una.

– Un poco más a la derecha -dijo cuando ella comenzó a moverse en aquella dirección-. Ahora recto. Un poco más a la izquierda. Para, párate ahí.

La última palabra pareció como la amenaza de volver a agarrarla del hombro y ella se detuvo en lo que parecía la cima de una pendiente. Pensó que lo único que quería era enviarla cuesta abajo y después huir sin ser visto. Se preparó por si la empujaba y deseó que dijera algo. Cuando lo hizo, sus palabras confirmaron sus sospechas.

– Estarás abajo en un momento. Esto no debería dolerte -dijo.

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