Cuando Dudley subió otro escalón de la grada de hormigón, comenzó a llover. Parecía que la oscuridad de las nueve había apagado todas las luces de los almacenes, mientras que la parte de Liverpool que estaba en la orilla del río brillaba dentro de un aura de lluvia. Más allá de lo alto de la rampa podía ver el bajo techo del ferri Egremont, pero nadie podía verlo a él. Otra de las olas de la marea alta le hizo subir más alto en la grada, cosa que le hizo agacharse como si le hubieran vuelto a agarrar por la magullada entrepierna. Antes de que pudiera enderezarse, le alcanzó el aguacero que antes había visto en la otra parte del río.
No había esperado durante horas en el paseo del río para ahora tener que marcharse. Al menos la lluvia no estaba tan fría como las olas que lo habían pillado desprevenido. En cuestión de segundos, el agua le había mojado el pelo y le chorreaba por la cara hacia abajo pegándole la camisa y los pantalones al cuerpo. Aquello le encolerizó, al igual que la ola que se había aprovechado de su distracción para salpicarle a la altura del tobillo y meterse en su zapato. Sin embargo, nada de eso fue lo que le hizo enseñar los dientes con la expresión que compartía con la oscuridad, sino la voz amplificada de la mujer que salía dando tumbos del ferri Egremont.
– Aquí está el regalo que habíais estado esperando, chicas. Shell Garridge y su mundo de pendejos.
Mientras todas las mujeres que había escuchado entrar en el bar empezaban a brindar, aplaudir y dar patadas en el suelo, fue caminando con dificultad por la grada hacia lo alto hasta que sus ojos vieron por encima del paseo del río. Un ciclista sin luces pedaleaba desesperadamente hacia Seacombe donde aún esperaba un ferri. Sin embargo, la avenida dormida flanqueada por el ayuntamiento y grandes casa iluminadas en lo alto de colinas de césped estaba desierta. Al otro lado de un gran espacio ocupado por bancos y unas cuantas farolas empapadas, las ventanas del bar le parecieron jaulas de cristal dentro de un acuario. En la jaula en la que se hallaba el bar vio a Shell brincando sobre sus pies y lanzando su gorra en forma de pico en señal de reto delante de los barriles de cerveza y dejando ver una cabeza que parecía ruda y calva a través de la distorsión del agua. Se enrolló el cable del micrófono en la muñeca y comenzó a pavonearse hacia delante y hacia atrás, haciendo que Dudley se sintiera como un enorme juguete de bañera moviéndose sobre una cuerda.
– Hombres -dijo.
Aquello provocó un coro de burlas que no sonó del todo gracioso. Dudley vio que una figura de detrás de la barra levantó las manos y las utilizó para protegerse la cabeza. No había duda de que la inseguridad que había en su cara también era divertidamente defensiva.
– No te preocupes, no abucheamos la bebida -le dijo-. Date prisa en sacar esas cervezas y estarás a salvo. No vas a pillar esta noche, así que no saques otra cosa que no sea cerveza. Lo que me recuerda, chicas, que me he enterado de que esta semana un tío pilló en la calle. Más que pillar, le hicieron una paja y un nudo, si es que tenía lo suficiente para hacer un nudo.
Dudley no necesitaba espiar desde el paseo del río como si tuviese algo de lo que avergonzarse. Más allá de la grada había una zona del tamaño de su dormitorio que no estaba iluminada y, de todas formas, la lluvia lo hacía irreconocible (si no invisible), para la gente del bar. Caminó descaradamente hacia el paseo sacando los húmedos dientes bajo el chaparrón mientras Shell terminaba de esperar las carcajadas de júbilo y regocijo antes de bajar un poco el ritmo.
– Es una pena que no fuera una chica la que le diera lo que estaba pidiendo -dijo.
Dudley veía su figura saltona y líquida apretando los puños a la vez que cruzaba los brazos con un gesto que pareció estrujarle el agua de lluvia que tenía encima.
– Sin embargo, fue por nosotras -decía Shell-. ¿Cómo es él? Es funcionario, ya sabéis su especie. Como ciudadano es igual que un adolescente que se pelea con su madre por quedarse a pasar la noche fuera y piensa que todo el mundo es su criado, como si tuviésemos que hacerle una reverencia y llamarlo señor. De cara es como una rata olisqueando en un cubo de basura. Se viste de traje y corbata para que nadie se dé cuenta de que se esconde para ver programas porno y se lo hace con la mano. Lo que no sabíais es que trabaja en la oficina de empleo.
El rugido de carcajadas que provocó coincidió con una ráfaga de lluvia especialmente fuerte que le dio a Dudley en la cara. Pensó que solo se estaban burlando de su trabajo y que aquello no duraría mucho más. Se sacudió el agua de la cara y de los ojos y casi estalló en carcajadas al pensar cuánto sabía Shell de él cuando esta dijo:
– Piensan que somos una especie inferior porque tenemos que arrastrarnos hasta ellos para que nos den trabajo, ¿verdad? Aquí viene lo peor. Una chica acudió a él y cuando terminó de contarle todo lo que nos hacen contarles para que nos puedan mirar como si no hubiésemos debido levantarnos ese día, la trató como si fuese una puta.
El bar entero comenzó de repente a silbar más fuerte que la tormenta. Las mujeres se comportaban como si hubiesen visto a un villano. Dudley se rió hasta que la boca empezó a chorrearle, porque no lo podían ver.
– No digo que apruebe el trabajo que fue a buscar -dijo Shell-, pero la elección de cómo utilizar su cuerpo es suya, ¿no? El chiste es que son los hombres como él los que ven que los sueldos de las mujeres son tan malos que es mejor que se vendan a sí mismas y los hombres como él son los que pagan por ello y los hombres como él son los que intentan también que se avergüencen de hacerlo. Todas sabemos por qué, ¿no es así? Le dan miedo las mujeres reales porque puede que se le desbaraten las fantasías. Esa es la clase de chiste que no me hace ninguna gracia.
– Dinos qué fue lo que le pasó -pidió una mujer con un grito ronco.
– Parece ser que su hermano se encontró con este inútil por la calle. Quizá pensó que si el tío iba a imaginarse cosas sexuales sobre ella, debería hacerle daño. Por lo que oí, le retorció el grifo hasta que necesitó un fontanero. Y lo que es más divertido; la calle estaba llena de gente y nadie hizo nada cuando Dud, el inútil empezó a chillar pidiendo ayuda. Seguramente sabían que se lo merecía o pensaron que era un cantante de la calle. Tuvo que haber sonado como un montón de cantantes diferentes. ¿Cómo se llaman esos que cantan clásica? Un contralto. Un sensiblero, un soprano, un niño corista de iglesia, un eunuco.
Mientras Shell hacía una demostración chillando cada vez más fuerte, el dolor del que la lluvia le había hecho olvidarse regresó a la entrepierna de Dudley.
– Le dije que iba a estar aquí esta noche -decía Shell-. No habría venido, pero podría haberse quedado fuera para escuchar, aunque está lloviendo tanto que seguramente se habría marchado. Estará inventando historias sobre cómo hacer callar a mujeres liquidándolas.
En el momento en que ella acercó la cabeza al cristal, él no se movió. Le gustaba la forma en que la lluvia en la ventana hacía que pareciese que le arrancaran pedacitos de la cara y se los retorciesen como diversión.
– Aquí hay un puñado de mujeres al que nadie callará -gritó a la vez que le daba la espalda-. Mujeres, somos realmente salvajes y mejor será que los hombres lo sepan. Tira del barril, chico, si no quieres que acabe sin voz.
Dudley deseó que se hubiese quedado sin ella. Estaba más pendiente del implacable chaparrón que de lo que ella decía. Algunos conductores recorrían la carretera, padres solteros que se volvían idiotas intentando criar a sus hijas, hombres solitarios avergonzados de lavarse la ropa delante de las mujeres en la lavandería… él no era ninguno de ellos. Ella se había figurado que lo conocía y lo había convertido en un chiste. Se puso las manos alrededor del dolor y se quedó agachado como si la lluvia lo doblase cuando, en realidad, lo que hacía era añadir todas las burlas que ella hacía sobre los hombres a su furia, un nudo frío y duro alojado en su interior. Incluso su abandono del tema y el sacudirse el agua de las orejas por si lo retomaba, le hacía enfurecer. ¿Qué derecho tenían ella y sus compinches para dejarlo fuera bajo la tormenta? ¿Qué clase de hombre se encogería de miedo tras una barra y se pondría a actuar como su cómplice? Dudley no sabía si veía borroso a causa del dolor, de la ira o del agua cuando ella dijo:
– Bueno chicas, ¿hemos terminado ya con los pendejos por esta semana?
Cuando los brindis y las patadas en el suelo se fueron apagando, se liberó la muñeca del cable del micrófono y desapareció por las profundidades del tanque de la ventana. Casi de inmediato, la puerta de su izquierda iluminó las rectas paralelas inclinadas de lluvia. Ninguna de las mujeres que se agachaban a la vez que corrían hacia los coches era Shell. Las luces de los faros enfocaron en dirección a Dudley, pero no consiguieron localizarlo antes de que el coche empezara a avanzar lentamente hacia arriba por la carretera principal. Nadie que él no quisiera podía verlo.
Sin embargo, nadie más apareció después de aquello durante un rato de lluvia muy intensa. Solo se escuchaba el barullo sin ningún signo de aplacamiento. Ni siquiera decayó cuando el camarero colgó una toalla sobre los barriles. Aquel gesto le recordó a Dudley que los jueces solían ponerse un gorro en los tiempos en que se les permitía pronunciar la sentencia de muerte. Finalmente, las mujeres empezaron a salir y le gustó pensar que cada una de ellas inclinaba la cabeza por deferencia hacia él aunque no tenían ni idea de lo cerca que se encontraba de ellas. Tuvo la esperanza de que Shell estuviese esperando a que saliera la última y pudo imaginársela asegurándose de que ella fuese quien tuviese la última palabra. El bar parecía ya vacío, pero al mismo tiempo, temió que saliera en medio de un grupo de admiradoras. La puerta volvió a abrirse y dos mujeres, a las que no había visto antes, salieron corriendo para protegerse de la lluvia. El ruido que hacían y la inutilidad que representaban para él, hicieron que su furia se hiciera mayor y más densa. Casi se perdió el momento en que la puerta volvió a abrirse antes de cerrarse por completo.
– ¿Alguna de vosotras necesita un coche? -gritó Shell.
Dudley se quedó en silencio con la boca abierta y la lluvia le mojó la lengua. Tragó para no toser, y una mujer gritó:
– Solo tenemos que doblar la esquina, gracias.
Dudley las vio correr hacia arriba mientras Shell daba otra carrerilla hacia el coche que estaba aparcado más lejos. En cuanto desaparecieron por la esquina, la siguió bajo las luces de las farolas. Estaba abriendo la puerta del Viva con la llave cuando él preguntó desde unos metros más atrás:
– ¿Me lo he perdido, Shell?
A la vez que giraba la cabeza hacia él utilizó la mano libre para bajarse la gorra, quizá para protegerse de la lluvia.
– Estás de broma, ¿o qué? Eres Dud. He estado hablando sobre ti, dije que lo haría.
– ¿Qué has estado diciendo? -preguntó con la cara escondida en la oscuridad.
– ¿Tú qué crees? Que eres lo más caliente que hay por aquí.
Lo segundo, ¿era una pregunta o una broma? Ella lo había murmurado mientras se metía en el coche y cerraba la puerta.
¿Podría habérselo contado al público después de dejar el micrófono? Después de todo, no era menos de lo que se merecía. Intentó preguntárselo cuando ella bajó unos centímetros la ventanilla.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó ella poco interesada en saberlo.
– Quería escuchar lo que has dicho.
– Te dije que solo era para chicas.
Se puso el pico de la gorra en la húmeda frente mientras intentaba mirarlo a la cara a través de la rendija.
– No me digas que has estado ahí fuera todo el tiempo.
– No pude encontrarte a tiempo, tuve que venir caminando desde casa -era lo que ella necesitaba que ella creyese-. No hay ningún autobús hasta aquí.
Shell arrancó con la llave y el motor emitió un resoplido parecido a un alborozo.
– Bueno, no parece que puedas mojarte más. Puede que tu mamá te seque con una toalla cuando llegues a casa. ¿A qué esperas?
– Preguntaste antes si alguien necesitaba un coche. ¿No quieres llevar en tu coche a la cosa más caliente de por aquí?
Ella se quedó mirándolo durante unos instantes y él escondió los ojos al aclarárselos de la lluvia con el pulgar y el índice.
– Dios, qué patético eres. -dijo-. Voy hacia el túnel. Si te quedas por allí, entonces sube.
Mientras abría la puerta del asiento delantero, se imaginó el túnel que pasaba por debajo del río hacia Liverpool: un largo y desierto pasaje con tramos de solitaria oscuridad cada pocas luces. No tenía nada que ver con la realidad y no le servía de nada. Estaba descendiendo su renovado dolor hacia el asiento de al lado de Shell cuando esta gritó:
– ¡Dios! No te sientes así. Pon algo sobre el asiento. Hay algunos plásticos detrás, se quedaron ahí cuando arreglaron el coche.
No había duda de que no quería que se le mojara la tapicería pero lo estaba tratando como si fuese un enfermo mental. Antes de que terminara de arrastrar el plástico entre los asientos para cubrir el suyo, sintió que la lluvia le daba en la espalda. Al menos pudo cerrar la puerta con tanta fuerza que se ganó una cara de pocos amigos por parte de Shell. Se arriesgó a echarse hacia atrás solo para librarse de la sensación de que tenía la camisa pegada. Estaba a punto de decir en voz alta que esperaba que todo estuviese bien en el coche, que no se había movido, cuando Shell se echó hacia delante para mirar con el ceño fruncido a través del parabrisas.
– He aquí otra cosa que los hombres le han hecho al mundo, este tiempo. Me gustaría pasar por el paseo para ver las luces sobre el agua.
– No puedes conducir por el paseo. Mira lo que dicen las señales.
Shell giró la cabeza como si no valiese la pena esforzarse en mirarle.
– Dios, ¿y quieres que la gente se crea que conoces a los criminales? -dijo-. Te podría presentar a algunos, pero saldrías corriendo cagándote en los calzoncillos. No eres más que un oficinista al que le asusta saltarse las normas.
Dudley le dejó ver sus brillantes ojos y dientes en la oscuridad.
– Intentaba advertirte. No te gustaría ir por ahí sola conmigo.
– ¿Qué? -dijo Shell con tono de broma o al menos, lo fingió-. ¿Intentas ser como el patético cabrón de tu historia?
– No es patético en absoluto. Estás demasiado empeñada en llamar así a la gente.
– Solo a los que lo son. ¿Se supone que debo estar asustada?
– No estás haciendo lo que te dije que no deberías hacer, a fin de cuentas.
Al ver que aquella provocación no tuvo efecto en ella, dijo:
– Espero que fuese un hombre quien pusiera ahí la señal.
– Ya no puedes estar seguro. Os estamos adelantando en todos los campos.
– Estáis haciendo lo que los hombres dicen que tenéis que hacer. Sabes que sabemos qué es lo mejor realmente. Las mujeres solo necesitáis hacer lo que se os dice.
Cuando lo miró, tuvo miedo de haber calculado mal y haberla enfurecido tanto como para ordenarle que se bajara del coche. Puede que el personal del bar oyese lo que pasaba. Mientras intentaba no repetir nada de lo que había dicho, ella miró hacia el parabrisas.
– Mira esto -dijo y llevó el coche chirriando por el lado de las farolas hacia el bar.
La luz de los faros iluminó la calle desierta que subía hacia la carretera principal y después viraron bruscamente en busca del paseo que conducía hacia la boca del río. Se detuvieron lo bastante alto para mostrarle que el paseo estaba vacío, lo único que había era las cortinas de agua y aceleró hasta pasar la señal de prohibido el paso como si entrara en una carrera.
– ¿Estás ya lo bastante asustado, Dud? -preguntó.
Le llevó un tiempo soltar una carcajada y contestar:
– Tanto como de una niña con una pataleta.
Pisó el acelerador a fondo y le sonrió levemente en señal de triunfo.
– Estás sudando a chorros.
Terminó de limpiarse la frente y le enseñó la palma de la mano.
– Es lluvia, ¿no sabes la diferencia? No eres más temeraria que cualquier otra mujer al volante.
– ¿No? -gritó con tanta vehemencia que parecía desquiciada.
– Prueba esto.
Estaba ocurriendo, pensó. De hecho, ella estaba mejorando el plan. Cuando el coche giró en la siguiente grada, vio cómo había subido la marea. Shell también debió haberlo visto porque pisó el freno tan a fondo que las ruedas de su lado del coche patinaron casi hasta el borde del cemento. El vehículo tembló hasta detenerse a mitad de camino sobre la rampa.
– ¿Qué tal eso entonces, señor escritor de terror? -preguntó Shell-. ¿Te has asustado?
Una ola alcanzó los faros delanteros antes de aplastarse bajo el coche y Dudley creyó haber sentido un tirón en las ruedas delanteras.
– Creo que deberías retroceder mientras puedas -dijo.
Se lo dijo justo a tiempo para impedirle que diera la vuelta metiendo la marcha atrás del coche.
– Vamos, dime por qué -dijo, apenas molestándose en burlarse.
– Puede que estés demasiado asustada para ponerlo en marcha. No querrás estar aquí abajo sola conmigo donde nadie puede vernos.
Ella cambió la mano de la palanca de cambios hacia el freno de mano, del que tiró con todas sus fuerzas y ayudándose de la mano derecha, alcanzó un trinquete más.
– Ya has conseguido por lo que babeabas antes. Vamos a averiguar quién asusta a quién.
– No puedes asustarme. Ni siquiera me haces gracia.
– Lo mismo te digo, Dud.
La miró fijamente a la cara, que parecía apretujada escondida bajo la gorra que se había vuelto a ajustar.
– Eso no significa nada para mí -dijo, mientras la lluvia repiqueteaba sobre los limpiaparabrisas del cristal.
– No vas a conseguir asustarme nunca. Eres aún más patético cuando lo intentas. Eres un chiste, uno de los malos. Me haces reír porque eso es lo único que me provocan los asquerosos como tú.
Le dejó averiguar qué había en sus ojos antes de hablar.
– Nunca has conocido a nadie como yo.
– Dios, ¿eso es lo que te dice tu mamá? Puede que sea lo que ella piense o puede que no, pero no nos engañas a los demás.
– No hables de mi madre. Ella no lo sabe todo sobre mí.
Aquello era demasiado defensivo, así que añadió:
– Se asustaría si lo supiera.
– Solo te sabes una frase, ¿no Dud? ¿Es lo que intentas con todas las chicas? No hay duda de que estás solo y tampoco funcionará conmigo.
Empezaron a elevarse las comisuras de su boca.
– Sin embargo, funciona -dijo.
– ¡Lo que tengo que oír! Eres todo un actor. Podría llevarte conmigo si la gente no llegara a pensar que eres más gracioso que yo. ¿Estás seguro de que las chicas con las que lo intentas no lo piensan? Continúa, ¿qué es lo que hacen?
– Algunas gritan. Y otras no pueden.
Retorció los labios en señal de disgusto y él se imaginó que eran gusanos que salían de debajo de la roca que era su gorra.
– Dios, ¿de verdad estás intentando convencerte a ti mismo de toda esa basura? Quizá ya lo hayas hecho. Deberías ver a alguien.
– Ya te estoy viendo a ti.
– No por mucho más tiempo -dijo Shell intentando alcanzar el freno de mano.
– Entonces, al final te has asustado. Te asusta saber qué les pasó.
– No, estoy cansada de escuchar esto.
Retorció el cuerpo hacia él de tal manera que él pudo distinguirlo entre el camuflaje y volvió a desafiarlo:
– No vas a parar hasta contarme un cuento para dormir, ¿verdad? Vamos a ver si eres capaz de hacerlo. Tu mamá envió la historia, quizá fue ella también quien la escribió.
Aquello casi consiguió provocarlo y hacerle perder tiempo en negarlo.
– Deberías haber sabido de dónde salió. Creía que eras de Liverpool.
– Soy de aquí y estoy orgullosa de serlo. Veo que tú eres de la clase de los habitantes del Mersey que lo son cuando les conviene y no tengo ni idea de lo que tramas.
– Intenta retroceder. ¿Nunca habías oído hablar de la chica que se cayó bajo el tren en Moorfields?
– Otra vez con esa asquerosa historia tuya -dijo Shell parpadeando con dificultad-. Pero espera, ahora que lo mencionas, ¿sucedió algo así en la realidad?
– Se llamaba Angela. Olvidé el apellido. Salió en los periódicos y también en la radio.
A Dudley le habían empezado a temblar las piernas por el frío que le había provocado la lluvia.
– Yo la llamé Greta en mi historia -dijo-. Se parecen, pero no demasiado.
Shell se metió la mano en el pantalón y sacó un teléfono móvil.
– ¿A quién llamas? -dijo enseguida Dudley.
– Ya lo verás -dijo Shell.
Frunció el ceño al ver que el teléfono no se iluminaba antes de volver a dejarlo en el bolsillo.
– Fuera de servicio cuando lo necesitas, igual que los hombres. Tienes suerte, pero no por mucho tiempo. Mañana se lo contaré a Walt.
– ¿Qué le vas a decir?
– ¿No era esa la parte en que supuestamente el asesino lo confiesa todo porque piensa que su víctima no puede hacer nada? No, con esta chica no -dijo Shell dejando atrás la sorna-. Le diré que convertiste el accidente de una pobre chica en tu pequeña obra de pornografía. No creo que siga interesado después de eso. Quizá le dé a tu mamá otro toque para que se entere de lo enfermo que estás. ¿De qué te ríes? No estoy de broma.
– Quieres decir que crees que tú no lo estás. No te das cuenta de lo que te estás perdiendo.
– Dios, ¿acaso estás tan enamorado de ti mismo? No me estoy perdiendo nada porque no tienes nada que ofrecer.
– Poseo la verdad.
Esperó que aquella pausa la dejara sin respiración antes de decir:
– La chica real tampoco se cayó.
Durante un segundo Shell permaneció muda y después se alejó de él.
– ¿Por qué no intentas contárselo a todos cuando lancemos la revista? -dijo ella-. No formarás parte de ella mientras yo siga allí. Eso es lo que le voy a decir a Walt, te lo prometo.
A Dudley empezaban a molestarle las piernas tanto como ella misma. Quizá había hablado demasiado y ella también. No se molestó en hablar cuando ella agarró el freno de mano y utilizó ambos pulgares para pulsar el botón mientras él apoyaba todo su peso sobre la palanca de cambios. Se quedó plana como un animal agachado tratando de esquivar un golpe y el coche comenzó a rodar por la pendiente a una velocidad que le pareció excesiva. A la vez que Shell pisaba el pedal del freno, una ola alcanzó los faros delanteros e inundó todo el capó, atascando los limpiaparabrisas con las algas marinas.
– ¿Estás loco? -gritó-. ¿Quieres matarnos a los dos?
– A los dos no.
Lo miró con más desprecio del que contenían sus palabras mientras trataba de meter la marcha atrás.
– Solo eres un niño asqueroso, no sabes cuándo dejar de jugar, pero vas a aprender de una puta vez.
Su voz se había elevado más allá del gruñido. Antes de poder soltar el embrague y acelerar, Dudley había subido el freno de mano con ambas manos hasta el tope.
– Te lo dije -dijo ella con tanta furia que le salpicó saliva en la mejilla-. Déjame ir.
Consiguió soltar una risita nerviosa mientras mantenía ambas manos sobre la palanca de cambios y se aseguraba de que la lluvia que aún bajaba por su mejilla le limpiara el escupitajo.
– No es una competición, ¿verdad?
Cuando el motor produjo un chirrido frustrado que agitó el coche, no pudo resistirse a decir:
– Yo soy un hombre y tú, solo una máquina.
Sin levantar los pedales, Shell buscó en su bolsillo. Apenas había sacado el objeto cuando él se lo arrebató con la mano izquierda. Era un pulverizador que le habría gustado utilizar para cegarlo. Aún agarrando el freno, bajó un poco la ventanilla y tiró el arma al río donde se hundió con un impresionante plaf.
– ¿Algo más? -preguntó acordándose de lo que aún no le había contado-. Estuve fuera todo el tiempo y escuché todo lo que has dicho sobre mí.
Finalmente ella pareció convencida de su seriedad.
– Estás loco de remate -dijo rotundamente, clavándole las uñas en la mano que tenía encima del freno.
– Deja de arañarme, eso no me va a detener.
Cuando terminó de decir aquello, su sonrisa era tan amplia que dejaba todos los dientes al descubierto. Una ráfaga de lluvia lo empapó a través de la ventanilla, que no había tenido tiempo de cerrar. Cuando Shell trató de arañarle también la cara, levantó el dolorido puño para protegerse de ella.
– Vamos, golpéame -gritó por encima del trepidante chirrido del motor-. Ya me han dado alguna que otra vez en mi vida.
– Entonces deberías alegrarte de que casi haya llegado a su fin.
De pronto, el motor se calló y Shell ladeó la cabeza hacia él.
– Ya no me divierto -dijo intentando alcanzar la puerta-. De todas formas iba a llevar este montón de chatarra al desguace. Aunque tengo ganas de ver cómo vas a explicar esto.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y buscó el tirador de la puerta. Se había abierto un poco cuando otra ola la cerró de nuevo, cosa que a él le gustó tanto que casi no pudo moverse. Shell empujó la puerta con el hombro y se volvió para ver cómo él se balanceaba para alcanzarla. La empujó contra la puerta y a la vez tiró para cerrarla. Pensó y esperó haber visto la comprensión de lo que ocurría en sus ojos cuando la ventana y su frente chocaron.
Puede que solo estuviese aturdida, pero era suficiente. Cuando se giró hacia la puerta, quizá para esquivarlo, le volvió a dar con la ventana en la frente, y otra vez, y otra para asegurarse. En el segundo impacto ella produjo un sonido confuso como si luchara por despertarse de un sueño. Después, hubo silencio.
– Yo soy tu pesadilla -le dijo, mirando el cristal que estaba hecho añicos debido a la dureza de su cráneo antes de estar seguro de que estaba inconsciente.
Cuando soltó el tirador, ella se quedó colgando a medio camino del asiento y de una ola que había inundado su lado del coche. Él se puso en cuclillas sobre su propio asiento y su dolorida entrepierna para retirar el plástico. Mientras lo usaba para limpiar sus huellas del tirador de la puerta, una ola hizo que ella le rozara la mano. Le recordaba a un perro apaleado intentando apaciguar a su amo.
– Zorra buena -murmuró para deshacerse del asco-. Ahora, abajo.
Pero casi se olvidó de colocar sus dedos inertes sobre el tirador para dejar allí sus huellas. Quitó las suyas del freno de mano y cerró la otra mano de ella sobre él. Después, dejó que los dedos cayeran en el agua que inundaba el suelo. Tuvo que eliminar sus huellas de la puerta del copiloto también por si alguien se molestaba en examinarla. Cerró su ventanilla y la limpió. También aprovechó el plástico para agarrar el tirador y salir, pero la puerta del conductor empujó a Shell contra él. La apartó con el codo hasta que la ola bajó y empujó el tirador, abriendo su puerta. Posó el pie sobre el asfalto justo a tiempo para encontrarse con una ola que le llenó de agua el zapato y el calcetín. No fue esa la razón por la que dijo:
– Zorra inútil.
Su manera tan espantosa de conducir no le había dejado espacio para ponerse de pie sobre la rampa en su lado del coche. Se inclinó para coger el volante con ambas manos a través del plástico para girarlo tanto como fuese posible.
– Pensaste que no sabía conducir, ¿verdad? -le preguntó al inerte cuerpo-. Equivocada, como siempre. No hay nada útil que yo no sepa hacer.
También tuvo que echarse hacia un lado del coche mientras las olas hacían lo posible por que perdiera el equilibrio y cayera al río. Echó las piernas a un lado aunque aquello le provocara un dolor punzante en la entrepierna y bajó el freno de mano. Lo agarró con las dos manos y hundió el pulgar en el botón para poder mover la palanca de cambios. En cuanto se quedó plana, se enderezó y se golpeó con el marco de la puerta en la coronilla. Cerró la puerta de golpe aún sosteniendo el plástico mientras una ola vaciaba todo su contenido en sus tobillos y se preparó para levantarse hiciera lo que hiciese el coche. No tenía esperanzas de que se moviera ni unos centímetros.
Supuso que las olas lo empujarían por la rampa, pero lo que hicieron fue anclarlo aún más en el sitio. Parpadeó para aclararse los ojos de la última racha de lluvia y se giró hacia atrás para empujar el testarudo coche. Tenía las manos puestas sobre la puerta trasera de los pasajeros cuando el zapato quedó atrapado en el volante. Podía caerse por la rampa o ser arrastrado con el coche cuando al fin consiguió liberarse. Él no iba a acabar en el río, era Shell quien acabaría allí. Aquel pensamiento le hizo recuperar el control. Empujó el techo metálico y consiguió volver a ponerse en posición vertical haciendo bajar el coche por la rampa. En cuestión de segundos, una ola chocó contra el techo y arrastró el vehículo hacia el río.
Permaneció allí en la rampa mirando. Durante un momento pensó que el cuerpo de Shell se movía dentro del coche, pero solo era su gorra la que se movía tras el cristal trasero. Fue de un lado a otro como un pez muerto hinchado hasta que el coche se hundió bajo las negras aguas. El movimiento de las olas parecía hacer visible su emoción aunque cada vez estaba más en calma. Cuando la marea volvió a alcanzarle los pies, se dirigió a casa.
Los autobuses habían dejado de circular. Tenía una hora de camino por delante como mínimo. La lluvia era más fuerte que antes y le escocían los arañazos de la mano. De todas formas, no le importó. Las pocas personas que se encontró por las empapadas calles parecían tan mojadas como él y no estaba de humor para hacer comparaciones. Tenía que recordar no dejar que le vieran sonreír demasiado. Nadie más debía saber su nuevo secreto, la única había sido Shell, antes de ser demasiado tarde. La mejor parte del trabajo de aquella noche fue que ella lo había ayudado. Su sesión con Vincent le había hecho sentirse inseguro de sí mismo, pero ya no había necesidad. Lo de Shell probaba que no se había quedado sin ideas.