5

– No van a venir, me voy.

– Espera unos minutos más, Dudley. Sé que vendrán.

– Ya los he esperado bastante, más de lo que debería. ¿Lo ves? No piensan tan bien de mí como dijiste.

– Claro que sí. Se habrán retrasado, ¿Por qué no llamas a la revista?

– No quiero hablar con ellos.

¿Era aquel uno de sus repentinos ataques de pánico contenido? A Kathy no le gustaba prestarles demasiada atención, aunque siempre se sentía culpable porque perdía los estribos y lo negaba. Nadie excepto ella se daba cuenta y suponía que, siendo su madre, nunca podría dejar de preocuparse por él. Se levantó del sofá de mimbre tapizado con un crujido y miró por la ventana con el ceño fruncido.

– No hay nadie, me voy.

– Prométeme que no te irás muy lejos. Llévate el móvil para que pueda llamarte cuando aparezcan y no te ensucies porque te van a fotografiar.

La mueca de desprecio que puso hizo que a Kathy le pareciese aún más joven.

– Solo quiero que tengas el mejor aspecto posible cuando te vea toda esa gente -dijo mientras él recorría la habitación.

Lo siguió hasta la puerta de entrada. Él se giró y le puso cara de pocos amigos desde el resquebrajado camino, pero ella, lo que estaba viendo, era cuánto se le parecía, excepto por el pelo, que se lo recortaba una vez al mes. Tenía la cara más ancha de lo que requerían los huesos, terminada en una barbilla aplastada y unos ojos color azul claro más amplios aún con las emociones que afrontaban. Monty había escrito una vez un poema llamado Cuatro ojos, que aparentemente hablaba de unos anteojos, pero que al final resultó tratar de los ojos de su esposa y los de su hijo.

– Apuesto a que la prensa llegará en el momento en que estés fuera -dijo.

Alzó los hombros hacia sus grandes y protuberantes orejas, el único rasgo del que consideraba responsable a Monty, y se apresuró a cruzar la calle. Tardó pocos segundos en desaparecer como una bestia en la jungla, aunque no antes de que los fuertes rayos de sol cayeran sobre la cabeza de Kathy. Debería haberle sugerido que se pusiera un sombrero. No había nadie en aquella calle de sentido único, así que se metió dentro.

Dudley había pasado la última media hora hojeando sus antiguas revistas de crímenes, pero únicamente le habían inspirado críticas burlonas. Ella quitó las revistas del sofá y del suelo, y las depositó en el organizador de madera de pino que tenían al lado de la televisión. Desde que había recibido el contrato de su historia, se había vuelto más desordenado que nunca. Ella prefería que fuese deliberado y no inconsciente, no le gustaba pensar que su hijo no tenía todo el control sobre su mente. Al menos estaba todo lo segura que podía de que nunca había tomado drogas, no como su Monty, varios años atrás, antes de nacer su hijo. Si a veces se pasaba horas metido en su habitación, sin ni siquiera encender el ordenador, no había duda de que estaba leyendo. Si decidiera estar con su novia, Trina, quizá eso cambiara. Solo sus pánicos secretos le hacían recordar su experiencia con el LSD, aquella noche de la que estaba convencida no tendría fin, cuando se dio cuenta de cuán infinita era la oscuridad y de cómo el paso del tiempo solo ponía más y más estrellas en el cielo, sin permitir que el sol apareciera. Monty había estado garabateando poemas a la luz del día que eran incomprensibles; había estado distante y preocupado mientras escribía y había madurado más tarde en su matrimonio. Seguramente la única noche que se tomaron de complacencia no llegó a afectarle a Dudley, pero el temor a que sí pudiera haberlo hecho nunca se había ido del todo. Se dirigió a la cocina a echarse un poco de agua fresca en la cara y a beber para aclararse la boca de aquel recuerdo a sabor metálico. Tenía puestas las manos sobre el interior del fregadero de acero relativamente frío, cuando sonó el timbre.

Tuvo la esperanza de que a Dudley se le hubieran olvidado las llaves. Tuvo que poner una sonrisa menos llena de reproche cuando vio a dos personas en el camino: un hombre calvo, de cuerpo ovalado y con la cara roja, de su misma edad y con una chaqueta ligera de punto color beis colocada sobre la bolsa de su cámara, colgada al cuello y una pequeña y esbelta mujer de la edad de Dudley o quizá más joven. Tenía el cabello muy corto, pelirrojo y brillante, una cara compacta y amistosa a primera vista y llevaba un traje ligero de color gris claro que le llegaba casi a las rodillas y una blusa blanca con un broche plateado en la garganta.

– Sentimos muchísimo haber llegado tarde -dijo la mujer-. Nos bajamos en la estación equivocada, pensamos que era la de Bidston. Soy Patricia, este es Tom.

– Kathy. Mi hijo pensó que se habrían echado atrás.

Kathy esperó un momento antes de añadir:

– Entren; voy a llamarlo.

Los llevó hasta la habitación delantera y levantó el teléfono de la alta y pequeña mesa de pino. Sonaron media docena de tonos antes de escuchar su voz, pero lo único que oyó fue: «Dudley Smith, ahora no puedo hablar. Déjame tu mensaje».

– Dudley, están aquí. Date prisa en escuchar esto y regresa.

La periodista y el fotógrafo se sentaron en el sofá de mimbre con sendos crujidos que sonaron a interrogación.

– Estoy segura de que no tardará -dijo Kathy-. ¿Quieren beber algo?

– Me encantaría -dijo Tom.

– Sería maravilloso, gracias -dijo Patricia.

¿Tenía un tono demasiado profesionalmente amable o intentaba ser agradable? Kathy los condujo por el recibidor y se sintió desgarbada y huesuda en comparación con Patricia. Tom se quedó atrás con la nariz pegada a unas fotografías del Liverpool de los años sesenta.

– ¿Dónde las han comprado? Espero que no pagaran mucho por ellas.

– Yo misma las tomé. Cuando pensaba que era creativa -dijo Kathy-. ¿Qué les apetece beber?

– Lo más frío que tenga.

– Lo mismo para mí -dijo Patricia-. Y gracias.

Kathy puso una botella de limonada y tres vasos sobre la mesa.

– Mientras esperamos, háblenme de su revista.

– Yo no estoy en plantilla -dijo Tom-. Voy donde me dicen.

»A Walt, el dueño de la revista, le gusta darle un respiro a la gente, por eso llevamos a cabo el concurso.

Mientras Kathy llenaba el vaso, Patricia dijo:

– ¿Sabe usted si su hijo envió esa historia a algún sitio antes que a nosotros?

– No la envió a ninguna parte en ningún momento.

– Excepto a nosotros, obviamente.

– Ni siquiera a ustedes.

Kathy pensó que ya no aguantaba más y además, ¿no se merecía un poco de crédito?

– A veces es demasiado tímido para hacer ciertas cosas -dijo-. Yo la envíe en su lugar.

– Igual que cuando tu madre te consiguió el trabajo, Patricia.

Después de darle un sorbo a su bebida, Patricia le dijo a Kathy:

– Pero su hijo lo sabía, ¿no?

– No. No creo que sepa lo bueno que es.

– Utilizaremos lo que usted nos diga, si le parece bien. ¿Hay algo más que puede que él no diga y que usted piense que debamos saber?

Kathy pensó que aquella pregunta era demasiado astuta, pero contestó:

– Es solo una de sus historias. Hay más de una docena en el piso de arriba.

– ¿Las ha leído todas? ¿Eligió usted cuál era la mejor?

– Una de las mejores, pero únicamente soy su madre. Quizá alguien más cualificado debiera echarles un vistazo.

– Me gustaría mucho.

– Si me esperan aquí, iré a buscarlas.

– ¿Usted escribe?

– Solía hacerlo, pero nada que mereciera la pena guardar. Bueno, guardé una historia que escribí sobre Dudley.

– Me encantaría verla si la tiene a mano.

– Espero que pueda ser así.

Kathy subió las escaleras a toda prisa con mucho más entusiasmo del que había estado experimentando. Detrás de su innecesaria cama de matrimonio, corrió la puerta amarillo intenso del armario nórdico y buscó entre los vestidos. Sacó el libro de ejercicios haciendo sonar las perchas y susurrar a la tela y se dio cuenta de que bajo su vestido rojo descolorido había un cadáver de polilla. Cogió el insecto con los dedos índice y pulgar y le quitó todo el suave polvo a medida que iba hacia la habitación de Dudley.

Estaba mucho más desordenada que la última vez que la vio, aunque todo era para retarla y que admitiera que se había atrevido a entrar. Los manuscritos estaban apilados al lado del ordenador sobre el escritorio y no tardó mucho en darse cuenta de que eran las historias de Dudley. Ya que no se molestaba en esconderlas, ¿acaso no tenía la intención de que alguien las leyera? Cerró bien la puerta y casi tropezó con el borde de un escalón con las prisas por reunirse con la periodista.

– No lea la mía ahora -dijo-. Guárdela para cuando tenga tiempo.

– Prefiere que lea las de su hijo primero, entiendo.

Quizá se dio cuenta de que Kathy no quería que leyera la suya con ella delante. A Dudley le gustaba que se la leyera cuando era pequeño pero se refugiaba en su habitación para evitar escuchar la versión extendida de las celebraciones de sus años de adolescencia. Monty la había tachado de demasiado maternal, incluso la parte que más le solía gustar a Dudley. Cuando Patricia metió el libro en su bolso de escamas plateadas y comenzó a pasar las hojas de los manuscritos, Kathy preguntó:

– ¿Ha leído la historia con la que ganó?

– No leo nada de ficción. Es solo otra forma de mentira. A mí me van más las revistas de fotografía.

– ¿Usted la ha leído, Patricia?

– Voté por ella.

En ese momento comenzó a gustarle a Kathy.

– ¿Todas estas historias tienen lugar en los alrededores del Mersey? -preguntó Patricia.

– Creo que sí.

– Creo que alguna puede que guste -dijo Patricia.

Pero la siguiente pregunta vino acompañada de una ligera mueca.

– ¿Son todas sobre el mismo asesino?

– Eso es lo que yo entendí. Me gusta la forma que tiene de meterse en las chicas.

Se refería a las historias. El fotógrafo lanzó un resoplido de sorpresa, no de desaprobación, como si hubiese entendido otra cosa. Estaba a punto de retomar el comentario que había hecho cuando Patricia perdió el interés en ella y miró hacia el recibidor, tras oír el sonido de una llave en la cerradura. El peso de Kathy aplastaba la silla contra el suelo. Intentaba girarse cuando escuchó que la puerta de la entrada se había abierto.

– ¿Dudley Smith? -dijo Patricia poniéndose de pie-. Espero que no le importe, pero su madre nos ha enseñado sus secretos.

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