Kathy comenzó a sentir pavor algo antes de que faltara media hora para que Dudley llegara a casa del trabajo. ¿Cómo podía haber invadido su habitación aun sabiendo que no había nada más valioso para Dudley que su privacidad? ¿Y si ya nunca más volvía a confiar en ella o dejaba de hablarle? ¿Y si se mudaba de casa? Aquella idea trajo consigo otras que le hicieron sentirse mal consigo misma. ¿Acaso no le perdonaba su desorden con tal de que no se marchara de casa? ¿No había deseado en secreto que no creciese y que no tuviese ningún motivo para marcharse? ¿O solo era una excusa para no buscar a otra pareja? Quizá a ella le gustaba tanto su privacidad como a él, en cuyo caso, la culpa era suya por el ejemplo que le había dado. Ella no estaría siempre para cuidar de él y, ¿qué pasaría con él cuando se encontrara solo? ¿Debería volver a invitar a cenar a Patricia Martingala? No le importaría conocer mejor a la chica ni animar a Dudley a establecer una amistad con ella, pero no podía dejar que eso la distrajese, tenía que decidir qué hacer con la historia que había terminado para él.
Estaba en la cocina rodeada por el vacío, prueba de que aún no había pensado en nada para la cena. ¿Debería decirle que lo había ayudado nada más que llegara? Aquella perspectiva hizo que se le secara la boca. De pronto pensó que podía posponer su descubrimiento hasta que encontrara el momento adecuado para prepararlo para ello. Lo único que tenía que hacer era renombrar el archivo que contenía sus aportaciones y restablecer su trabajo con el nombre original. Salió corriendo de la cocina y cuando casi había llegado a las escaleras, oyó el ruido del pestillo de la puerta del jardín. Se lanzó hacia las escaleras y se detuvo a la mitad al oír los pasos que se esforzó por no reconocer. Si eran los de Dudley, ¿podría de alguna forma correr hacia su habitación y hacer que permaneciera en el piso de abajo mientras ella utilizaba su ordenador? Si le gritaba que estaba desnuda, ¿podría detenerlo? Asió el pasamanos para ayudarse a subir a la vez que una llave se peleaba con la cerradura. Antes de que pudiera llegar al rellano, Dudley entró en la casa.
Kathy se esforzó por relajar su expresión de sorpresa mientras se giraba hacia él.
– Llegas temprano -se limitó a comentar.
– Tengo trabajo por hacer -dijo él apresurándose hacia las escaleras.
Ella apenas le bloqueaba el paso, pero su mano se interpuso en su camino aunque lo único que dijo fue:
– ¿Cómo te fue el día?
Él miró fijamente la mano hasta que ella la retiró para dejarlo pasar rápidamente.
– Como siempre, ¿qué esperas que te diga? -dijo, ya de espaldas a ella-. ¿El tuyo no?
– Ha sido uno de los que me gustan.
Aquella era su oportunidad, pero se resistía a aprovecharla, al menos mientras él observaba el comentario sin molestarse por la mueca.
– Pero no he hecho nada para cenar -dijo.
Aquello le hizo detenerse con un pie puesto en el rellano.
– No importa -refunfuñó mientras caminaba hacia su habitación.
– Pero no quiero que enfermes, ¿pedimos comida china?
– No tengo tiempo para ir a recogerla.
– Yo iré.
De pronto sintió muchas ganas de salir de la casa, pero se quedó para preguntar:
– ¿Hay algo que te guste en especial?
– Sí -dijo mientras sacaba la cabeza de su habitación-. Que me dejen en paz.
– Pediré mis platos favoritos, ¿vale? -prometió a la vez que se apresuraba a poner la puerta de entrada como barrera entre ella y su hijo.
No debía sentirse humillada por la brusquedad de su hijo; no había nada más importante que su éxito. Bajó a toda prisa por la pendiente que conducía al restaurante de comida china para llevar de la calle principal. En aquel momento él ya debería de estar leyendo la historia completa sobre Mish Mash. Mientras Kathy pedía los platos que le gustaban a él (pan de gambas, pollo con almendras, gambas agridulces y pollo al curry), al pensar en el veredicto sintió que la boca se le quedaba tan seca que apenas reconocía su propia voz. ¿Estaría borrando todo su trabajo en aquel momento? Seguramente le habría gustado demasiado como para borrarlo, si no estaba demasiado enfadado por su intromisión. Tendría que acatar cualquier decisión que él tomara pero el calor de aquella habitación alicatada no era de gran ayuda ni tampoco la incomprensible e incesante charla que venía de la cocina abierta. Finalmente, después de que varios clientes ya se hubiesen llevado su pescado con patatas fritas, llegó su pedido. Asió la bolsa de plástico con las fiambreras metálicas dentro, que se movía y se golpeaba contra ella sin importar el modo en que cogiese el asa y comenzó a subir por la calle.
Al entrar por la puerta, solo la recibió el silencio. Se sintió tentada por evitar hacer ruido al entrar, pero al final solo consiguió un moderado portazo. Al ver que aquello no había provocado ninguna reacción audible, gritó:
– ¡Ya he vuelto!
El sonido que hizo Dudley fue menos que una palabra y ciertamente, menos que una bienvenida. Kathy se dirigió hacia la cocina, metió las fiambreras en el horno y puso la mesa para dos.
El pan de gambas venía en una bolsa, así que lo vació en un plato directamente. Intentó comerse uno, pero aquello crujía entre sus dientes como el poliestireno y le dejó la boca aún más seca. Después de hacer lo posible para que su mente no diera rienda suelta a la imaginación, se aventuró a caminar hacia la escalera y se aclaró la reseca garganta:
– ¿Hay algo que pueda hacer? -gritó.
– ¿No has hecho ya bastante?
Aquello que escuchó ni siquiera había salido de la boca de Dudley. Seguramente la había oído, lo que significaba que no quería ni hablar con ella y aquello era peor que cualquier respuesta que pudiera darle.
Ella respiraba con dificultad y estaba a punto de suplicarle cuando él contestó:
– Ya casi he terminado.
Se refugió en la cocina y utilizó un guante de horno para llevar las fiambreras al mantel estampado con dibujos de arcoíris de varios tamaños. Después de depositar la última fiambrera y liberarse del calor que le llegaba a través del guante, escuchó que Dudley salía de su habitación. Cada uno de sus pasos al bajar la escalera, sin prisa y sin presagiar nada bueno, parecían ir añadiendo peso a sus ya de por sí tensos hombros, haciéndole presión sobre el cuello. Giró el cuerpo por completo para descubrir la expresión que contenía la cara de Dudley.
– ¿Cuánta hambre tienes? -apenas pudo preguntar.
– Aún no lo sé. ¿Por qué no dejas de preguntármelo?
– De acuerdo -dijo, sin que pareciera una mala contestación-. Dejaré que te sirvas tú mismo para variar.
Observó cómo se llenó el plato de arroz y cómo se sirvió grandes cucharadas de las distintas fiambreras, separándolo todo con cuidado en los compartimentos. Se sintió bastante bien al ver que iba a comer bastante. Después de que probara las gambas, ella le preguntó:
– ¿Qué tal están?
– Igual que la última vez.
– Entonces no están mal, ¿no?
Cuando estaba a punto de negar con su preocupada cabeza, ella probó algunas.
– Yo diría que están bien. ¿Y cómo está todo lo demás? -preguntó sin tener otra opción.
– Puedo arreglarlo.
– Eso es lo principal, ¿no? Me alegro.
– Así que te alegras…
– Sí, de verdad. Creo que lo que sea que tengas que hacer, estará bien.
– Te lo volveré a recordar en el futuro -dijo Dudley sin estar muy seguro de ella.
– Hazlo siempre que lo necesites. No se trata de mí, sino de ti.
– No había pensado lo contrario.
Ella habría apreciado cualquier elogio que se molestara en hacerle, pero seguramente estaba demasiado preocupado por su trabajo.
– Encontrarás tiempo para hacer eso que estás planeando, ¿verdad? -dijo.
Se le dibujaron unas líneas como alambres marcados en la frente y aquello la hizo estremecer.
– ¿Quién te ha dicho eso?-preguntó soltando a la vez el cuchillo y el tenedor sobre el plato y provocando un golpe estridente-. ¿Con quién has hablado?
– Solo contigo, Dudley. No dejes de comer.
– Fue alguien del trabajo, ¿no es así? ¿Llamó alguno de ellos?
– ¿Por qué habrían de…? -comenzó a preguntar Kathy aunque después vio que no necesariamente se refería a los de la oficina de, empleo-. No habrán vuelto a quitarte de la publicación, ¿verdad? No se atreverían.
– Así es; no se atreverían. Mejor que no se atrevan.
– No te lo habré hecho yo más difícil -dijo.
Y al ver que solo la miró, tuvo que preguntar:
– ¿Verdad?
– Lo harás si sigues con el mismo tema. Estoy intentando pensar lo único que he hecho ha sido leer la maldita cosa.
– ¿Tan mal está?
– Probablemente no está tan mal. Aún no puedo decirlo; no sé cuánto de mí hay en la historia.
– Tanto como quieras. Te prometo que no me enfadaré.
– ¿Y por qué ibas a enfadarte?
Sus ojos se estrecharon como para no dejar pasar lo que sentía.
– ¿Qué tiene eso que ver contigo?
– Pensé que tendría que ver un poco, aunque no más de lo que tú consideres que lo merezca.
– Mira, ya tengo bastante con Vincent como para meterte a ti. Se supone que es nuestro guión, suyo y mío.
Por primera vez en todo el día, Kathy sintió que le había beneficiado equivocarse en su suposición.
– ¿Estás hablando de la película?
– Me ha enviado por correo electrónico lo que él ha escrito y acabo de leerlo. Dice que puede que lo cambie una vez que tengamos el reparto.
– ¿Tienen permiso para cambiar cosas? Son tus personajes a fin de cuentas.
– Ahora mismo no son míos. El señor Matagrama sí que lo es, no cabe duda.
Dudley parecía tan impaciente con ella como con la situación.
– Quiere que participe en las sesiones de audición -dijo-. No van a contratar a nadie que no me convenza.
Kathy abrió la boca y pensó en guardar silencio llenándose la boca con el tenedor, pero no era capaz de fingir apetito hasta que supiera:
– ¿Qué pasa con la historia que estabas intentando escribir esta mañana?
– La he dejado.
A pesar del riesgo de agravar su impaciencia, dijo:
– ¿Qué va a ser de ella, entonces?
– Nada. No sirve ni para publicarla ni para rodarla. Solo es un estorbo. Ya he pensado cómo escribir lo que tengo que escribir.
Kathy vio que todas las emociones que había sentido desde que salió de su habitación solo la habían dejado exhausta y le habían hecho perder el tiempo.
– ¿Puedo preguntar cómo? -dijo.
– Siendo un escritor. Pensé que creías que lo era.
– Sabes que lo creo y tú sabes que lo eres.
Después de haberse vaciado de los sentimientos acumulados tuvo espacio para el apetito, pero mientras levantaba el tenedor dijo:
– Entonces van a hacer la película; qué emocionante, ¿no?
– No tanto como otras cosas.
– ¿Quién nos iba a decir que conocerías a estrellas famosas? Y que ellas conocerían a otra estrella también -añadió rápidamente-. Si tienes que ir en día laboral, siempre podré llamar a la oficina para decir que estás enfermo.
– No tendrás que hacerlo. La señora Wimbourne me ha dado un tiempo. Le he dicho lo que es más importante para mí.
– Eso es aún mejor. No necesitamos que la gente crea que no tienes buena salud si no es así.
Muy en el fondo de su corazón sintió que aquella mañana podría haber deseado su enfermedad como verdadera excusa. Al menos ahora lo estaba arreglando y se sintió bien por haber recuperado el apetito por solidaridad con él. Se preguntaba si la razón de todo aquello era que había conocido a alguna chica que le importara, pero no quería arriesgarse a que se enfadara si se lo preguntaba. Tenía que dejar que fuese él quien se lo contara a su debido tiempo, a pesar de lo frustrante que pudiera ser. De hecho, ya lo era.
– Entonces ahora somos dos de las personas más sanas que conozco -declaró.
Y mediante un bocado de sabrosa comida, dejó de decir nada más.