– No voy a contestar -murmuró Dudley-. Estoy ocupado. Estoy durmiendo. No me despertéis.
Antes de que terminara, el teléfono dejó de sonar y volvió a acomodarse en el colchón. Al menos aquel sonido no había alborotado al paquete. Quizá estaba durmiendo o simplemente no podía oír nada. Sabía que en la bañera estaba seguro; si hubiese vuelto a intentar escapar, habría tenido que pasar por encima de él. No hacía falta comprobarlo, así que regresó a la visión del estreno de Conozca al señor Matagrama; se veía a sí mismo caminando majestuosamente por la alfombra roja, a la vez que cientos de cazadores de autógrafos le tendían los ejemplares de su libro en señal de petición. Entonces volvió a sonar el timbre. Un tintineo de metal sobre metal perfilaba la identidad del sonido. No era el teléfono del piso de abajo; era el timbre de la puerta.
Podría quedarse allí agazapado. La puerta estaba cerrada con pestillo y únicamente la policía podría ser capaz de echarla abajo. No había motivos para que fuesen ellos: ni era uno de los drogadictos que estaban persiguiendo, ni estaba escondiendo a ninguno en su casa. ¿Y si el que llamaba tan insistentemente era el cartero con una entrega importante? A Dudley le fastidiaba la incertidumbre al igual que el pensamiento de que el ruido pudiera despertar al paquete. Probablemente, estaría cansado de andar, como si él no hubiese hecho la misma distancia… Saltó del colchón a trompicones, con los ojos pegajosos, y tuvo que ponerse a cuatro patas para poder salir a la superficie de aquel medio pesado e insustancial de su sueño. El timbre seguía sonando. Se tambaleó al ponerse en pie y se dirigió atolondradamente a su dormitorio cerrando la puerta del cuarto de baño tras él.
Apenas veía la luz del día. En el momento en que tropezó con los pies de su reducida cama, el timbre y la aldaba de la puerta por fin se callaron. Se frotó las rodillas magulladas, después los ojos y se acercó a la ventana dando tumbos. Se apoyó sobre el escritorio y vio a Brenda Staples en la cancela.
¿Cómo se atrevía? No tenía nada por lo que quejarse, ni ninguna excusa para perturbar su sueño. Descorrió el pestillo de la ventana y levantó la persiana tan alta como pudo para poder asomar el torso por el alféizar. Estaba desnudo de cintura para arriba y deseó que aquello la avergonzara. Respiró aquel aire caliente antes de preguntarle por qué había hecho tanto ruido, pero entonces el aire se volvió polvoriento en su boca. La persona de la puerta había aparecido allí abajo. Era su madre.
Sintió el impulso de agacharse y ocultarse aunque ya lo había visto. Intentó creer que lo miraba con admiración, pero su cara tenía un aspecto demasiado cauteloso para su gusto. Ella tendió las manos y curvó los dedos hacia arriba. Estuvo a punto de pensar que esperaba que saltara a sus brazos, pero entonces ella dijo:
– No te quedes ahí de pie. Baja y déjame entrar.
El pánico le hizo soltar parte de la verdad.
– Estoy en el cuarto de baño.
– Entonces date prisa, ponte algo y baja.
– No puede entrar -se dijo en caso de que aquella protesta le diese tiempo para pensar-. No puede verme sin vestir.
– Brenda solo ha venido a ver por qué no podía entrar en mi propia casa. Ya está satisfecha, ¿no es así, Brenda? Deja de perder el tiempo, Dudley. Y abre la puerta. Estoy cansada y quiero hablar contigo.
No sabía qué hacían juntas aquellas dos. Si tantas ganas tenía de sentarse, ¿por qué no se iba a casa de Brenda Staples? Estaba lo bastante desesperado como para estar a punto de sugerírselo, pero aquello la habría hecho sospechar. Se ocultó en su habitación y se apoyó en el marco de la ventana después de cerrarla de golpe y deseó poder sentirse más seguro ahora que su madre no lo miraba. ¿Lo dejaría en paz si se negaba a abrir el cerrojo de la puerta? Puede que estuviera tan preocupada por él que haría que alguien entrara por la fuerza, alguien que se enteraría de lo del paquete. Ya sería lo suficientemente malo que Kathy lo supiera, pero ¿cómo iba a impedirlo? La única forma de la que no se daría cuenta sería no haciendo ningún ruido. Entonces pensó que aún tenía una oportunidad. Simplemente tenía que silenciar al paquete.
Todo estaba listo. La realidad se ponía de parte del señor Matagrama como siempre. Quizá había estado preparando la solución sin saberlo. Una vez que se encargara del paquete, podría meterlo en su habitación hasta que tuviese la oportunidad de llevarlo al cementerio a escondidas. Caminó hasta el cuarto de baño y cogió su albornoz del gancho de la puerta. El paquete estaba tumbado de lado como si quisiera entorpecer su propia huida. Dudley se inclinó sobre él, puso el tapón de la bañera y abrió completamente los grifos.
El paquete no reaccionó enseguida. Miraba cómo la cinta y su ropa se oscurecían a medida que subía el agua. Se estaba preguntando si el paquete se había muerto sin su intervención cuando de pronto se despertó. Pudo observar como intentó durante varios segundos entender la situación en que se encontraba antes de comenzar a agitarse. Probablemente, después de darse cuenta de que aquello no lo salvaría, el paquete empezó a luchar por ponerse boca arriba. Intentaba sentarse ayudándose de las piernas y las manos mientras el agua lo cubría y se metía en sus fosas nasales. Por el momento, el bulto de la cabeza iba ganando la carrera al agua. Dudley tenía suspendida en el aire la patada que estaba a punto de darle en el cráneo si conseguía sacarlo por encima del borde cuando el timbre sonó de manera cortante dos veces.
¿No podía esperar su madre hasta que terminara? Otro timbrazo le hizo pensar que no. Mientras más tuviera que esperar, más desconfiada se mostraría. Lo único que tenía que hacer era engañarla para que se quedara en el piso de abajo hasta que él terminara su tarea. El paquete tardaría algunos minutos en salir de la bañera, si es que podía. Aunque le frustraba tener que dejar de hacer sus travesuras, se dio prisa al bajar la escalera y abrió los cerrojos.
– Abierto -gritó mientras corría hacia la escalera.
Tenía la esperanza de haber llegado al cuarto de baño cuando su madre estuviese cruzando la entrada, pero no había llegado ni a la mitad cuando su madre abrió la puerta y entró en la casa. Sin molestarse en cerrar la puerta, dijo:
– No hay necesidad de que salgas corriendo, ¿o sí?
No podía saber que era verdad. Solo hablaba de la forma en que lo hacen las mujeres.
– Te lo dije -respondió Dudley con toda la impaciencia del mundo-. Me estoy dando un baño.
– Dátelo más tarde, ni siquiera estás mojado. Aún no te habías metido. Tenemos que hablar ahora.
– Quiero relajarme, he estado trabajando todo el fin de semana.
– Y yo también, Dudley.
Pensó que se había salido con la suya hasta que ella dijo:
– Hablemos primero y después quizá los dos podamos relajarnos.
Se giró para sacar la llave de la cerradura y dio un grito como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Sintió pánico hasta que se dio cuenta de que no había señal del paquete. Kathy podía haber oído su forcejeo aunque él pensase que los sonidos eran imposibles de identificar. Lo eran, y por eso ella se lo preguntó.
– Solo es el agua corriendo -dijo.
– Entonces ciérrala.
Antes de que pudiera moverse, ella dijo:
– No me refería a eso. ¿Qué demonios has estado haciendo?
– Ya te lo he dicho -contestó, consiguiendo volver a articular-. Escribir.
– Has decidido que eso es lo único para lo que ahora tienes tiempo, ¿no?
Aquello sonó tan a menosprecio que se giró para enfrentarse a ella.
– Creía que era lo que querías.
– No intentes echarme la culpa a mí, Dudley. Quizá tu padre tenga razón, a fin de cuentas, y te haya animado demasiado. Esta mañana he hablado con tu jefa. Dice que has dejado el trabajo sin dar más señales de vida.
¿Con cuánta gente había hablado su madre sobre él? Su enfado casi ganó a la consternación que ya sentía al enterarse de lo demás.
– Ya no hay sitio en mi vida para eso -murmuró desesperado por saber qué estaba pasando en el piso de arriba y por terminar su tarea.
– Tengo mi escritura y mi película.
– Se pueden hacer las cosas correctamente, Dudley. Te apoyaré si puedo, ya lo sabes, pero tenías que haberlo hablado conmigo primero -dijo Kathy, mirando tras él una vez más-. Aún no me has explicado qué sucede. ¿Me estás diciendo en serio que tiene que ver con tu trabajo? Dime que no estás tomando drogas.
Entonces se dio cuenta de que estaba mirando el sillón y las puertas del armario.
– Lo necesitaba para investigar -dijo sonriendo-. Me refiero a los muebles, no a la droga.
Ella pareció tan aliviada que le pareció lamentable.
– ¿Se te ha ocurrido una buena historia?
– Obviamente, sí. Todas mis historias son buenas.
– Espero que no hayas estropeado nada, como siempre.
– Nada por lo que tengamos que preocuparnos.
– Confiaré en ti y no preguntaré.
Aún miraba más allá de donde estaba él cuando dijo:
– Bueno, ve a ver de una vez por todas.
Tuvo que recordarse que no se refería al paquete. Seguramente había estado ordenando los muebles en su mente.
– Primero quiero darme el baño -dijo.
– De eso te estoy hablando. Cierra el agua o te la encontrarás en el suelo.
– No deberías haberme entretenido tanto tiempo, entonces -objetó.
De pronto temió que pudiera usar aquello como excusa para invadir el cuarto de baño. Pero al mismo tiempo le había dado un motivo para subir corriendo. Lo hizo y vio que el paquete casi había conseguido engañarlo.
Se había agarrado al borde de la bañera con las manos atadas y estaba intentando empujarse con los pies. Supuso que debía admirar su esfuerzo y que se merecía escribirlo en una historia. Cerró la puerta y se acercó a la bañera. Mientras el bulto de la cabeza se movía a ciegas para averiguar qué había sido aquel portazo, él utilizó el pie para apartar al paquete del borde hasta que sus manos perdieron el agarre. Se deslizó dentro del agua y él se imaginó que era una especie de criatura anfibia que regresaba a su medio natural. Mantuvo el talón sobre su frente para dejarlo en el fondo y entonces pensó que también debía pisarle los tobillos para evitar que echara el agua fuera de la bañera con los pies. También debía cerrar los grifos antes de que el agua rebosara por el borde, pero primero tenía que cerrar la puerta con pestillo. Mientras levantaba el pie con desgana y las fosas nasales de la cabeza enrollada formaban un borboteo de burbujas por la respiración, oyó que su madre dijo:
– Volveré a colocar estas puertas. Antes de que te encierres ahí quiero que sepas…
Su voz estaba demasiado cerca. Sacó el pie de la bañera, salpicando el colchón y se apresuró hasta la puerta. Tenía la mano casi en el pestillo cuando la puerta se abrió tres centímetros y después se abrió algo más.
– Que si quieres que yo…
Kathy se quedó en silencio durante un momento que hizo que Dudley comenzara a sentir el principio de un sofoco.
– ¿Quién es? -dijo con una voz que pareció no estar convencida de su propia existencia y abriendo la puerta del todo.
– Nadie.
El tiempo que tardó en decir aquello fue suficiente para pensar que una negativa sería bastante para convencer a su madre. Entonces el agua rebosó, empapando el colchón, y dos pies desnudos salieron a la superficie.
– Solo alguien que me ha estado ayudando con la investigación -dijo mirando con tanta dureza a su madre que le escocieron los ojos.
Al ver que su madre dudaba, estuvo seguro de que tenía una oportunidad.
– Déjanos solos o se sentirá avergonzada -dijo.
Kathy aún estaba en el rellano. Él agarró el pestillo y movió la puerta lentamente hacia ella.
– Si quieres ayudar -dijo-, vete un rato o perderé la inspiración No podré crear ninguna historia más.
Ella parpadeó. Sabía que lo haría si se lo pedía, pero tenía que pensar otro motivo. Aún no lo había hecho cuando ella se movió. Echó un paso atrás y después otro adelante. Tenía la cara agarrotada con tanta claridad como no la había visto nunca.
– No puede sentirse avergonzada -dijo-. Está vestida.
Dudley miró al paquete. Había levantado las piernas con los vaqueros hasta los grifos, intentando cortar el chorro o buscando una posición menos mala. Lo único que necesitaba era distraer a Kathy. Ella empujó la puerta a un lado y entró.
– Hay que cerrarlos -dijo.
Agarró los grifos, pero se le olvidó que tenía que girarlos cuando miró dentro de la bañera. Pensó que ella colaboraría con él una vez más aunque no quisiera, pero entonces ella cerró los grifos y tiró de la cadena para destaponar la bañera. Parte de él quiso darse a la fuga pero seguía siendo su madre. Si ella no confiaba en él, ¿quién lo haría? Lo miró más que decepcionada, como si no lo reconociera.
– ¿Qué demonios has estado haciendo mientras yo estaba fuera? -preguntó.
– Ya te lo he dicho. Investigar y escribir mucho. Ahí está la investigación.
Oía cómo se vaciaba el agua y cómo el paquete luchaba por mantenerse a flote. Se recordó a sí mismo que el paquete no podía hablar.
De todas las preguntas que visiblemente le rondaban a su madre por la cabeza, eligió:
– ¿Quién es?
– No quiere que nadie lo sepa. Por eso se sentiría avergonzada. No te preocupes, accedió a hacerlo. Estará bien.
Se aproximó a la bañera y sonrió al paquete, que estaba boca arriba.
– Si pudiera, te lo diría ella misma -dijo.
Se puso de lado, mostrando las manos atadas como si quisiera deshacerse del agua que tenía en la nariz.
– ¿Ves? Estará bien -dijo-. Lo estará.
Su madre lo miró fijamente y sus ojos desvelaron algo.
– Más te vale -dijo, encorvándose sobre el paquete.
– ¿Qué? ¿Qué estás haciendo?
– Quiero que me lo diga ella -dijo Kathy, sosteniendo los hombros del paquete y ayudándolo a sentarse-. ¿Puedes oírme? ¿Puedes hablar?
El bulto de la cabeza se movió de un lado a otro negando. Dudley aprovechó la oportunidad. Aún seguía siendo tan convincente como el señor Matagrama.
– Te lo he dicho -dijo-. No quiere.
El bulto titubeó y se movió de arriba abajo.
– Mira, está de acuerdo conmigo -dijo.
El bulto apenas parecía tener energía para volver a cambiar de dirección, pero lo hizo.
– Mira, ahora la estás confundiendo -objetó-. Dejémosla descansar donde está. Yo me quedaré con ella.
– Sí, tú te quedas. No creas que vas a ir a ninguna parte -dijo su madre inclinándose más sobre el paquete-. ¿Quieres hablar? -le dijo al oído.
Tuvo la esperanza de que se hubiera quedado sin fuerzas, pero el bulto asintió dos veces.
– De acuerdo. Te voy a quitar todo esto -dijo Kathy-. Intentaré no hacerte daño. Aunque no tengo ni idea de lo que habréis estado haciendo vosotros dos.
Dudley se prometió a sí mismo que lo creería a él y no al paquete. Era su madre y él era el señor Matagrama. Quizá el paquete no fuese capaz de contradecirlo. Su madre tuvo dificultades para encontrar el extremo de la cinta mojada y despegarlo. Él observaba con los brazos en jarra mientras ella desenrollaba la enrojecida garganta, la barbilla y la boca. No habló y pensó que quería llorar cuando le despegó la cinta de los ojos. Aquello era otro detalle que tenía que escribir. Apareció la nariz y vio cómo hundía los dientes en el labio inferior al arrancarle la cinta varias pestañas. El agua o las lágrimas le recorrían las mejillas. Entonces tuvo la cara completamente descubierta y guiñó los ojos con lo que Dudley esperaba que fuese ceguera.
– Patricia -dijo Kathy sin saber bien cómo continuar-. Pensé que serías tú.