26

Al final Kathy se quedó dormida, pero no por mucho tiempo. Había muchos pensamientos luchando por un espacio dentro de su cabeza. Cuidado con la esposa no había sido la clase de comedia que esperaba. Una joven liverpuliana que ahoga a su borracho y violento marido mientras están de vacaciones en Tenerife y tras regresar a casa decide que algunos de los amigos de su marido también deben ser eliminados y finalmente los maridos de las extrañas también. Aunque al final la arrestan, deja claro que le sigue una secuela. Algunas mujeres del público aplaudieron sus actos y varias de las parejas que había alrededor de Kathy terminaron discutiendo. Supuso que aquel era el objetivo, pero en cualquier caso no le afectaba. Le preocupaba demasiado que aquella película le pusiera las cosas aún más difíciles al señor Matagrama.

Seguramente habría espacio más que suficiente para dos películas sobre asesinos en serie liverpulianos. La mujer no la había convencido tanto como él. Kathy deseaba saber si la investigación de Dudley le estaba sirviendo de algo. Visitar la escena de una muerte debería haberle dado ideas, pero ¿podría utilizarlas? ¿No se toparía con el mismo problema que tuvo con la chica de Moorfields? Kathy encendió el teléfono nada más salir del cine, pero no había ningún mensaje, ninguno de él.

Se tumbó en la estrecha cama bajo la ventana del hotel desde donde se oían gritos, golpes de botellas y los taxis trabajando en la colina. No debería sentir que era la única persona a la que Dudley podía acudir. No debía sentirse celosa si encontraba una novia. Estaba segura de que estaba más interesado en Patricia Martingala de lo que ella creía. De pronto se vio completamente despierta y mirando fijamente el brillo burlón de una estrella. Habían pasado tantas cosas desde que Dudley encontró su trabajo en el ordenador que había olvidado invitar a Patricia a casa.

Habían acordado que Patricia esperaría su llamada, pero se había dejado su libreta de direcciones con él número apuntado en casa. Seguramente Patricia no intentaría contactar con ella hasta media mañana. Kathy tenía que impedir que la chica llamara a su casa. Sacó las piernas de la dura y cálida cama, y dejó algunos de los efectos provocados por los nervios en el cuarto de baño antes de llamar a la primera línea de información que le vino a la mente. Una mujer le informó de que el número de los Martingala no se hallaba en el directorio de Hoylake.

Deberían saberlo en La Voz del Mersey. ¿Habría alguien aún en la oficina? Cuando consiguió el teléfono, le contestó Patricia. Solo era el contestador, al parecer demasiado repleto de mensajes como para aceptar otro. Kathy se refugió en la ducha, pero aquel cubículo tan estrecho le hizo sentir más encarcelada que fresca. Se vistió y volvió a intentar llamar a la revista sin éxito. Después se arrodilló sobre la cama como si fuese a rezar, pero lo que quería era ver cómo la calle desierta apagaba sus luces bajo las grandes nubes doradas. Cuando el sol comenzó a hacerle daño en los ojos, se puso de pie.

En la planta baja una hosca camarera le trajo un té y una rebanada de pan apenas tintada que debía ser una tostada y más tarde, un plato con una salchicha y una loncha rosácea, por no mencionar el huevo frito con la yema reventada sobre los trozos de tomate. Las llamadas de Kathy seguían sabiendo a todo aquello mientras subía la escalera y se entretenía en la habitación. Había perdido la cuenta de sus intentos y se preguntaba si debería ir caminado al trabajo hasta el otro lado de la ciudad cuando le respondió una voz real, aunque no se esperaba aquel saludo:

– La Voz del Mersey de norte a sur; los mejores de oriente a occidente.

– ¿Puedo hablar con Patricia Martingala?

– Supongo que esta mañana se ha quedado en la cama. ¿Esperamos a Pat? -gritó Monty traduciendo después una respuesta inaudible-. Me parece que hoy no la veremos por aquí.

– ¿Me podría dar su número, por favor?

– No sé si podremos dárselo. Yo no soy el recepcionista, como habrá podido comprobar. Solo soy el poeta que ha contestado el teléfono. Walt, ¿les damos números de teléfono a los que llaman? -preguntó-. ¿Quién quiere saberlo? -transmitió luego.

Kathy se dio cuenta de que tenía que haber previsto aquello y se sintió atrapada y estúpida.

– La madre de Dudley.

– No puedes ser Kath.

– Sí lo soy, soy la única que lo trajo al mundo.

– Yo también tuve algo que ver con eso, ¿no? Recuerdo haberte pedido ya disculpas por haber ido a aquella actuación la noche en que nació.

– Seguro que sí. ¿Me podéis decir el número? Podría ser urgente.

– ¿Qué te traes entre manos? ¿Tiene que ver algo con Dud?

– Se trata de una cita que tengo que anular.

– Cosas de mujeres, ¿no? ¿No te dio Patricia su número?

– No lo tengo a mano en el sitio donde estoy.

– De acuerdo, Kath. No hay necesidad de que emplees la voz que pones en la oficina.

Sin dirigirse a ella, dijo:

– Es la madre de Dud.

– Entonces no hay problema. Dáselo.

Después de algo más que una pausa que la incitó a preguntar qué ocurría, Monty dijo:

– Tenemos su número fijo y de móvil, Kath.

– Si no es mucha molestia, me gustaría apuntar ambos.

– ¿Tienes a mano algo para escribir?

– Claro.

– Algún día serás escritora.

Cuando terminó de copiar los números en el bloc para el que apenas había sitio en la estantería, Monty dijo:

– La verás esta noche, ¿no?

– No, al menos que tú sepas algo que yo no sé.

– ¿No vas a venir a vernos a Smith e Hijo en nuestra primera actuación?

Kathy se había olvidado del evento en medio de todo aquello.

– Si Dudley va, claro que iré.

– ¿Acaso supones que puede que no acuda? Mejor será que hable con él.

– No lo hagas, por favor. Tiene un trabajo muy importante que entregar y un plazo que cumplir. Te lo podrás llevar esta noche de todas formas.

– No le vendrá mal mejorar su imagen. Quizá no deberías animarle tanto a que escriba lo que escribe.

– Creía que a tu jefe le gustaba.

– Golpe bajo -dijo Monty.

Ella se lo imaginó intentando agarrarle la entrepierna.

– Solo te pido que no lo molestes mientras trabaja porque ya está sometido a bastante presión. Por eso necesitaba el número de Patricia, para posponer su visita de hoy.

– ¿Su visita adónde? Pensaba que no ibais a estar en casa.

Kathy supuso que había dado a entender aquello y se maldijo por su descuido.

– Llegaré pronto.

– Le vas a recordar lo de esta noche, ¿verdad?

– Si es necesario, sí.

Ella sabía que no lo sería. A pesar de lo ferozmente que deseaba que Dudley no interrumpiera su trabajo, estaba segura de que nunca decepcionaría a su padre.

– ¿Dónde actuáis? -preguntó.

– En el Piquete Político, en Everton, al lado del antiguo lavadero, por si te suena.

Cuando Kathy intentó llamar al teléfono móvil de Patricia, recibió como respuesta un silencio que ni siquiera se alegró con la contestación negativa. Sonó como la imitación de una campana y, después de oír seis tonos iguales, escuchó:

– Hola, soy Patricia.

La voz parecía tan real que casi llegó a saludarla antes de que el aparato añadiera:

– No puedo hablar en este momento. Si me necesitas, no seas tímido. Déjame un mensaje.

– Patricia, soy Kathy Smith. Me temo que tendremos que cancelar lo de este fin de semana. Espero que podamos hacerlo la semana que viene, si no es demasiado tarde -dijo Kathy.

Marcó el número de los Martingala.

Apenas había comenzado a sonar cuando contestaron con un ruido:

– ¿Patricia?

– ¿Es usted la señora Martingala? Soy Kathy Smith, la madre de Dudley.

Con notable esfuerzo de educación o profesionalidad, la madre de Patricia dijo:

– ¿Tiene que ver con la revista?

– Así es. ¿Podría hablar con Patricia?

– Ya no trabaja en ello. Si usted desea, puede llamarla a su móvil.

– Lo he hecho, pero no puedo dar con ella.

– Entonces ya somos tres. ¿Gordon? Es la madre de Dudley Smith, el escritor.

En menos de dos segundos, la voz de un hombre dijo:

– ¿Señora Smith? Soy el padre de Patricia.

– Llámeme Kathy. Discúlpeme, ¿he molestado a su esposa de alguna manera?

– Estoy seguro de que no. El problema lo tenemos en casa. O para ser más exactos, al contrario.

– Creo que no le sigo.

– No es usted la única -dijo Gordon Martingala aclarándose la garganta-. ¿Patricia también les ha dejado plantados a usted o a su hijo?

Kathy escuchó una protesta de fondo mientras dijo:

– No sé a qué se refiere.

– Ha dejado la revista de su madre y se ha marchado a Londres.

– Cielo santo, ¿de repente?

– Tan de repente que no podemos ni mencionarlo. La primera noticia que tuvimos fue el mensaje de texto que le envió anoche a su madre.

Su resentimiento comenzaba a contagiar a Kathy. ¿Se había ido Patricia sin decirle a Dudley que lo dejaba a él y a la revista? ¿Tenía otro empleo? Se contuvo y no lo preguntó.

– Parece ser que cree que ha encontrado algo mejor y si no estaba hoy allí se lo darían a otra persona. Ahora usted sabe tanto como se ha molestado en contarnos a nosotros. Me parece que le daba vergüenza contarle nada más a su madre por la rapidez con que debía hacerlo.

Tras oír otra objeción a través del teléfono, Kathy dijo:

– Espero que le transmitan el deseo de que tenga buena suerte de mi parte y de la de Dudley cuando vuelvan a recuperar el contacto.

– No me cabe la menor duda de que aparecerá cuando necesite su ropa. Solo por curiosidad, ¿para qué deseaba hablar con ella?

– Iba a decirle que teníamos que anular nuestra cita. Dudley está demasiado ocupado este fin de semana. Dígale a su esposa que no esté triste, que tenemos que dejar que nuestros hijos sean ellos mismos -dijo Kathy, recibiendo como respuesta un murmullo de poco convencimiento.

Sin embargo, no se sintió demasiado resentida al finalizar la llamada. Lo principal era que Dudley no corriera ningún peligro por culpa de Patricia. Ahora Kathy tenía que dedicar el día en asegurarse de que no se sintiera tentada de molestar a Dudley.

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