– ¿Me extrañaste? -preguntó Clay, sonriéndome abiertamente.
Me levanté, lanzándolo por sobre mi cabeza, hacia una pila de leña. La madera cayó sobre él, dejándolo sin aliento.
– Creo que no -respiró con dificultad, y, de alguna forma, todavía sonriendo abiertamente.
– ¿Puedo matarlo? -le pregunté a Jeremy-. Por favor.
– Mutila, pero no mates. Todavía podríamos necesitarlo -Jeremy le ofreció a Clay una mano y lo puso de pie con un poco más de fuerza de la necesaria-. Me alegro de ver que recibiste mi mensaje, pero no creí que estarías aquí tan rápido. ¿Tuviste algún problema por tener que alejarte de tu curso?
No, Clay no era un estudiante en la Universidad de Michigan. Era profesor. Bueno, no realmente profesor. Quiero decir, no permanentemente. Era un antropólogo investigador, que de vez en cuando hacía alguna serie de conferencias cortas, no porque le gustara, ya que a Clay no le gustaba hacer nada que implicara contacto con humanos, pero, debido al extraño robo de ideas en el mundo de los académicos, las relaciones interpersonales eran un mal necesario para mantener su red de contactos y, por ende, su carrera. La mayor parte de las personas que habían conocido a Clay, oyendo sus clases, decían algo a así como “Pensaba que se necesitaba un PhD para hacer esto”. Claramente la visión de Clay y un grado de doctorado no iban juntos. Sí, él tenía uno, puedo atestiguarlo, habiendo visto el diploma en el fondo de su cajón de calcetines. Cualquiera que conociera a Clay, sin embargo, podía ser perdonado por el error. Él no hablaba como alguien que tuviera un grado tan avanzado. Y ciertamente no se veía como un PhD. Clay era una esas personas detestables, dotadas tanto con inteligencia al nivel de un genio y por una apariencia magnífica. Ojos azules, rizos rubios oscuros, y un rostro severo sacado directamente de una revista. Combínalo con un cuerpo poderoso y tienes un paquete que no pasa desapercibido en medio de una convención de Chippendales. Él lo odiaba. Clay habría estado feliz de despertarse una mañana y encontrarse transformado en la clase de tipo que llamaba la atención de manera persistente sólo cuando su bragueta estaba abajo. Yo, por otra parte, criatura superficial que soy, no estaría tan contenta.
Clay dijo a Jeremy que su serie de conferencias había sido parte de un curso interino, entonces no había tenido ningún problema en devolvérsela al profesor regular y renegociar su parte para el final de la sesión. Mientras explicaba esto, practiqué mi tercera clase de habilidades matemáticas.
– Dejaste un mensaje a Clay desde mi teléfono celular, y que, supuestamente el recibió en Detroit, ¿verdad? -pregunté.
Jeremy asintió con la cabeza.
– ¿Y cuándo dejaste ese mensaje?
– Antes de cenar. Después de que fueras a sentarte con Cassandra usé el teléfono público en el vestíbulo.
– Uh-huh. Hace aproximadamente cuatro horas, entonces. Así que, asumiendo que Clay tomó la ruta más corta desde Detroit, a través de Ontario, hacia Quebec y luego hacia acá, serían más de seiscientas millas. Un Porsche que viaja a, supongamos, noventa millas por hora, sin paradas o retardos, le tomaría al menos siete horas para hacer el viaje. ¿Alguien ve un problema con estas cuentas?
– Yo no estaba realmente en Detroit cuando Jer llamó -dijo Clay.
– Uh-huh.
– Yo estaba un poco… más cerca.
– ¿Cómo de cerca?
– Ummm, digamos… Vermont.
– ¡Tú, disimulado hijo de puta! ¿Has estado todo el tiempo aquí, verdad? ¿Qué hiciste, seguirnos todo el tiempo?
– Estaba protegiéndote.
Resistí el impulso de plantar con fuerza mi pie en la tierra. No era el modo más maduro de lanzar un argumento, pero a veces la frustración hacía volar la madurez a cualquier parte. Clay me hacía esto. Me conformé con una sacudida de tierra.
– No necesito protección -dije-. ¿En cuántas peleas he estado? Demasiadas para contar, y no me han matado aún, ¿verdad?
– Oh, una muy buena lógica. ¿Tengo que esperar hasta que alguien lo haga, querida? ¿Entonces me permitirás protegerte? ¿Proteger tu tumba tal vez?
– Te ordené que te quedaras en Detroit, Clayton -dijo Jeremy.
– Tú dijiste que no necesitaba venir -dijo Clay-. No que no podía.
– Sabías lo que quería decir -dijo Jeremy-. Hablaremos de esto más tarde. Volvamos a la casita de campo ahora y te rellenaremos con algo que no sepas aún.
Nos dirigimos hacia la cabaña. Cuando estuvimos a punto de salir de los bosques, Jeremy se detuvo y levantó una mano, haciéndonos callar.
– ¿Alquilaste una camioneta? -susurró a Clay.
– Nah, una pequeña caja de mierda. Me imaginé que el Boxster podía ser un poco visible por estos lados. ¿Por qué? -siguió la mirada fija de Jeremy-. Ese no es el mío.
Miré hacia la cima de la colina para ver una furgoneta aparcada al final del camino.
– ¿Qué hora es? -preguntó Clay.
– Demasiado tarde para pasear -dije-. Demasiado temprano para cazar o pescar.
– Yo diría que tenemos la compañía -dijo Jeremy-. Yo vigilaré. Ustedes dos rodeen la casita de campo y saluden a nuestros invitados.
Clay y yo nos arrastramos para salir del bosque. El lado sur de la cabaña estaba oscuro y tranquilo. Mientras escuchaba, capté el crujido de hojas secas desde el lado norte. Agité la mano hacia Clay para que tomara el lado del lago mientras me deslizaba a través del camino.
En el lado del norte de la casita de campo encontré mi mina, un hombre solo vigilando. Me arrastré por los árboles hasta que estuve al lado del hombre. Tenía, probablemente, cincuenta años, pero con el físico y el porte de un hombre de la mitad de esa edad. Su postura era muy erguida, ojos entrenados mirando la calzada, no oscilaban. Un profesional. Militar jubilado, posiblemente, considerando el corte y la ropa tan tiesa por el almidón que sospechaba llevaba él como ropa interior. Sostenía su arma a su derecha, inclinada pero tensa, listo para quitar el seguro y hacer fuego como un juguete de acción. ¿De dónde sacaba Winsloe sus reclutas? ¡Soldado de Fortuna! Con la forma en que los tipos se veían, pareció que se había comprado un maldito ejército entero.
Clay salió del bosque, por detrás del pistolero. Captó mi mirada a través de los árboles. Asentí con la cabeza y me puse en cuclillas. Mientras él avanzaba, algún gamberro borracho gritó a través del lago. El vigilante giró alrededor, pero Clay ya estaba en mitad del vuelo. Salté y golpeé el arma de la mano del hombre mientras Clay lo agarraba alrededor del cuello. Un chasquido. Luego, silencio.
Clay bajó al muerto a tierra. Abrí la cámara del arma. Las balas en su interior brillaban demasiado alegremente para ser plomo. Se los mostré a Clay mientas él arrastraba el cuerpo hacia los bosques.
– Balas de plata -susurré-. No es el equipo estándar para un Oficinista.
Clay asintió.
– ¿Adelante o atrás? -pregunté.
– Escoge tú.
Me dirigí hacia la puerta principal. Tenía una rendija abierta. Mientras me deslizaba a lo largo de la pared, se oía música pop silenciada cuando detrás de la cabaña Clay rompió la cerradura trasera. Cuando estuve lo suficientemente cerca para ver por la grieta de la puerta principal, hice una pausa. Nada de luz, sonido, o movimiento venían desde dentro. Con el dedo del pie, abrí un poco más la puerta. Todavía nada. Me puse en cuclillas y me arrastré, quedándome abajo para no llamar la atención de nadie- o atrapar una bala disparada ciegamente a nivel de pecho.
Las puertas de enfrente y trasera estaban la una frente a la otra, conectadas por un pasillo común, por lo que, tan pronto cuando me moví sigilosamente hacia adentro, vi a Clay. Él levantó sus cejas. ¿Oyes algo? Negué con la cabeza. Caminamos por el cuarto principal, y él señaló hacia arriba y articuló “luz”. Miré hacia la escalera. Arriba, una luz vacilaba, como una linterna móvil. Clay gesticuló desde mí hacia él, luego señaló hacia arriba otra vez. Ambos íbamos. Él encabezaba.
Tres cuartos de camino hacia arriba, un crujido. Era inevitable, ¿verdad? Creo que los carpinteros lo hacen a propósito, hacer al menos un escalón chirriante, así nadie puede pasar hacia arriba o hacia abajo sin ser detectado. Nos congelamos y escuchamos. Silencio. Clay avanzó al siguiente escalón, se detuvo, y se inclinó hacia adelante, echando una ojeada al pasillo superior. Sacudió la cabeza. Nada. Después de un momento de pausa, subió los tres últimos escalones. Se dirigió hacia el dormitorio trasero, de donde venía la luz. Me quedé de pie en lo alto de la escalera, pegada a la pared más lejana, vigilando el dormitorio delantero, los escalones, y a Clay sobre todo.
– Mierda -susurró.
Me di vuelta. Jeremy había estado usando el dormitorio trasero. Él o uno de los intrusos se habían marchado dejando la luz de noche encendida. Delante de ello, un abanico de pedestal giraba a baja velocidad, láminas que bloqueaban intermitentemente la ampolleta, dando la impresión de una luz vacilante. Mientras sacudía mi cabeza, se oyeron pasos en el nivel principal. La escotilla al sótano se cerró.
– Eso es -dijo la voz de un hombre-. Ellos no están aquí.
– Entonces esperaremos -dijo el otro-. Trae a Brant y nos vamos de aquí.
Pasos en el pórtico delantero-.Brant se ha ido.
– Probablemente a orinar. Que maldita maravillosa vigilancia. Ve a encender la camioneta, entonces. Él lo calculará.
Clay susurró -Los atajaré en la espalda. Toma el frente. Llévalos a los bosques. Lejos de su camioneta y de Jeremy.
Me apresuré hacia la escalera, esperando que Clay me siguiera. Debería haberlo sabido mejor. ¿Por qué bajar la escalera cuándo había una salida más dramática a mano? De todos modos, no era puro teatro. La salida de Clay realmente impidió a los dos hombres de oírme salir corriendo de la casa. Estaba saliendo por la puerta delantera cuando la ventana del cuarto de baño del segundo piso se rompió. Una lluvia de cristales cayó encima de los hombres. Cuando alzaron la vista, Clay cayó a la tierra delante de ellos.
– ¿Van a algún lado? -dijo él.
Antes de que ninguno de los hombres pudiera reaccionar, Clay le dio una patada a la pistola del hombre de la izquierda. El hombre de la derecha se giró, me vio, levantó su arma, y disparó. Me escabullí, pero algo pinchó mi muslo. Un dardo de tranquilizante. Clay se había dado cuenta de qué hombre tenía el arma más peligrosa y lo desarmó, dejando al tipo del arma de tranquilizante para el segundo round.
El primer hombre esquivó la siguiente patada de Clay y se lanzó hacia el bosque. Clay lo siguió. El otro hombre se quedó mirándome, con el arma de tranquilizante lista. Arranqué el dardo de mi pierna y corrí. Sus ojos se ensancharon como si hubiera esperado que yo me tambaleara y cayera a tierra. Obviamente alguien que creía que necesitaba balas de plata para matar a un werewolf tampoco sabía que necesitaría cantidad para el tamaño de un elefante de sedante para lograr desmayar a uno. Cuando apuntó otra vez, me lancé a sus piernas, lo agarré y lo empujé, derribándolo conmigo. El arma cayó a un lado. Su mano voló, no hacia mí, sino hacia la izquierda, extendiendo la mano a través de la tierra. Mierda. La otra arma. La verdadera.
Rodé de lado y golpeé el arma fuera de su alcance. Él se puso de rodillas, levantó el puño, luego hizo una pausa. Los tipos hacían esto. Parecía una regla de patio de recreo arraigada. Los muchachos no golpeaban a las chicas. Nunca. Por lo general sólo vacilaban un momento antes de comprender que había excepciones a toda regla. De todos modos, me dio el tiempo para esquivarlo, lo cual hice. Lancé mi puño hacia su tripa. Él se dobló, aún de rodillas. Agarré su pelo y golpeé su rostro en tierra. Él se recuperó rápido, sin embargo. Demasiado rápido como para dejarme romper su cuello. Su mirada fue directamente hacia el arma. Cuando él embestía hacia adelante, la tomé, balanceé mi brazo hacia atrás y la impulsé hacia su corazón. Sus ojos se ampliaron, y miró hacia abajo, al arma que sobresalía de su pecho, tocó el chorrito de sangre que se filtraba de la herida, frunció el ceño confuso, se tambaleó una vez sobre sus pies, luego se cayó hacia atrás.
Clay salió del bosque, miró al hombre e inclinó su cabeza.
– Hey, querida -dijo-. Eso es hacer trampa. Los werewolves no usan armas.
– Lo sé. Estoy tan avergonzada.
Él rió-. ¿Cómo te sentiste después de ese dardo?
– Ni siquiera bostezo.
– Muy bien, porque se nos escapó uno. El tipo se metió en la niebla. Se imaginó que yo volvería y vería si tú necesitabas ayuda antes de darle caza. No estará lejos.
– Cambiemos, entonces -dijo Jeremy, acercándose desde detrás de nosotros-. Es seguro. ¿Están bien tus brazos, Elena?
Me saqué las vendas, haciendo una mueca mientras lo hacía. Nos curamos rápido, pero el proceso de todas maneras llevaba más que unas horas.
– Estaré bien -dije.
– Bueno. Vayan, entonces. Cuidaré de estos dos.
Clay y yo nos movimos para encontrar sitios donde Cambiar.
Después de doce años, yo tenía una especie de fórmula para el Cambio, un simple juego de pasos que seguía para impedirme el pensar en el dolor que vendría. Primer paso: Encontrar un claro en el bosque, preferentemente bien lejos de todos los demás, ya que ninguna mujer, frívola o no, quería ser vista en medio de un Cambio. Segundo paso: Sacarse la ropa y doblarla con esmero – este era el plan, aunque de alguna manera mis ropas siempre terminaban colgando al revés desde las ramas de un árbol. Tercer paso: Ponerse en posición, a gatas, la cabeza entre los hombros, músculos relajados. Cuarto paso: Concentrarse. Quinto paso: Intentar no gritar.
Cuando hube terminado mi Cambio, descansé, luego me puse de pie y me estiré. Adoraba estirarme como lobo, explorando las diferencias en mi estructura, la nueva forma en que mis músculos interactuaban. Comencé en las patas, enterrando mis uñas en el suelo y empujando contra la tierra con las cuatro patas. Luego arqueé mi espalda, oyendo una o dos vértebras hacer un sonido extraño, disfrutando de la ausencia total de cualquier rigidez de espalda o de cuello, de los pequeños dolores y contracturas que la gente bípeda aprende a aceptar. Moví el espinazo, levantando mi cola sobre la espalda, luego dejándola caer y balanceándola de un lado a otro, sintiendo cómo susurraban los pelos contra la cara interna de mis piernas. Finalmente, la cabeza. Hice girar mis orejas y busqué, al menos, un nuevo sonido, tal vez un pájaro a una milla de distancia o un escarabajo haciendo su madriguera en la tierra a mi lado. Jugué al mismo juego con mi nariz, oliendo y encontrando algo nuevo, abono de vaca a una distancia de cinco millas lejos o rosas que florecen en el jardín de una casita de campo. No podía hacer lo mismo con mis ojos. Si algo sucedía al respecto, era que mi vista era peor como lobo, pero parpadeé y miré alrededor, orientando mi visión nocturna. No veía en blanco y negro, como la mayor parte de los animales, sino en una paleta desteñida de colores. Finalmente, eché atrás mis labios en un gruñido fingido y sacudí la cabeza. Allí. Extensiones listas. Tiempo de trabajar.