El hotel era uno de esos viejos lugares con un enorme vestíbulo clasificado como sala de baile, arañas de cristal como lámparas, y operadores de ascensores vestidos como organilleros. La habitación de Paige estaba en el cuarto piso, la segunda a la izquierda del ascensor. Abrió la puerta y la mantuvo abierta para mí. Vacilé.

– Podría pegar algo bajo la puerta para mantenerla abierta – dijo ella.

Su cara era toda abierta inocencia, pero no se me escapó el tono burlón de su voz, tal vez porque yo era mucho más alta y en mejor estado físico. Incluso sin la fuerza werewolf, podría vencerla en una lucha. De todos modos, eso no quería decir que no hubiese algún tipejo con una pistola semiautomática detrás de la puerta. Todos los músculos del mundo no podrían detener una bala a la cabeza.

Eché un vistazo alrededor y di un paso dentro. Ella tomó una libreta de papel de la mesa y la sostuvo, haciendo gestos hacia la puerta que se cerraba.

– No será necesario -dije.

– El teléfono está aquí mismo -Ella levantó al receptor de modo que yo pudiera oír el tono de marcado-. ¿Quisieras que te lo acerque? Estoy bastante segura de que en Pittsburg funciona el servicio novecientos once.

Perfecto. Ahora se estaba burlando de mí. Pequeña y estúpida imbécil. Probablemente una de esas cabezas llenas de aire que aparcaban en subterráneos desiertos por la noche y se jactaban de su coraje. La impulsividad de la juventud, pensé, con la madurez de alguien casi dos años pasados en su treintena.

Cuando no contesté, Paige dijo algo sobre hacer té y desapareció en la habitación contigua a la suite. Yo estaba en la sala de estar, que tenía una pequeña mesa, dos sillas, un sofá, un sillón reclinable y una televisión. Una puerta parcialmente abierta conducía al dormitorio. A través de ella, pude ver maletas rayadas apoyadas contra la pared lateral y varios vestidos colgados en un estante. Frente a la puerta principal había tres pares de zapatos, todos femeninos. Ninguna señal de un ocupante masculino. Hasta ahora las Winterbournes parecían ser honestas. No era que yo realmente esperase que algún tipo con una semiautomática saltara desde detrás de la puerta. Yo era suspicaz por naturaleza. Ser un werewolf te hace eso.

Cuando me senté a la mesa, vi los platos del salón de té. Emparedados, galletas, y pastas. Podría haber devorado tres platos como esos de un bocado. Otra cosa de werewolf. Como la mayoría de los animales, pasamos una gran parte de nuestras vidas atrapados en las tres fuerzas de la supervivencia básica: comer, luchar, y… reproducirse. La parte de alimento era una necesidad. Quemamos calorías como leña en un incendio, sin un abastecimiento constante, nuestra energía quedaba en nada. Tenía que tener cuidado cuando comía delante de humanos. No era justo. Los tipos pueden tragarse tres Big Macs y nadie pestañearía. Yo obtenía miradas extrañas si terminaba dos.

– Entonces, respecto a esa información que vendes -dije cuando Paige volvió-. ¿Es tan buena como la del caso de Phoenix, ¿verdad?

– Mejor -dijo ella, poniendo la bandeja del té sobre la mesa-. Es la prueba de que los werewolves existen.

– ¿Tú crees en werewolves?

– ¿Tú no?

– Creo en todo lo que permita vender revistas.

– ¿Entonces no crees en werewolves? -Sus labios se torcieron en una desagradable media sonrisa.

– No quiero ofender, pero ese no es mi tema. Escribo historias. Las vendo a revistas. La gente como tú las compra. El noventa por ciento de los lectores no lo cree. Es una fantasía inocua.

– Mejor mantenerlo en ese ámbito, ¿verdad? Fantasía inocua. Si uno comienza a creer en werewolves, entonces tienes que admitir la posibilidad de otras cosas, como brujas y hechiceros y chamanes. Por no mencionar a vampiros y fantasmas. Entonces habría demonios, y ese es un nido de gusanos que no quieres abrir.

Más perfecto aún. Ahora definitivamente se estaba burlando de mí. ¿Acaso alguien pegó un gran cartel en mi espalda que dice “Búrlense de mí”? Tal vez estaba tomando todo esto de manera más personal de lo necesario. Mírenlo desde su punto de vista. Como una creyente, ella probablemente consideraba a los incrédulos de la misma forma en que éstos la consideraban a ella, como una patética ignorante. Y aquí estaba yo, lista para comprar información para perpetrar un mito en el que no creía, vendiendo mi integridad por el alquiler del próximo mes. Una puta periodística. ¿No merecía unas pocas burlas por esto?

– ¿Dónde está la información? -pregunté, tan cortésmente como pude.

Ella extendió la mano hacia la mesa del costado, donde había una carpeta. Durante un momento, ella la hojeó, con los labios apretados. Entonces tomó una hoja y la puso entre nosotros. Era una fotografía de la cabeza y los hombros de un hombre de mediana edad, asiático, una nariz chata y una boca hosca suavizada por unos ojos parecidos a los de un gamo.

– ¿Lo reconoces?

– No lo creo -dije-. Pero es una cara bastante ordinaria.

– ¿Y éste? No es tan ordinario.

La siguiente foto era de un hombre en primeros años de la treintena. Llevaba su cabello rojo oscuro atado en una larga cola de caballo, una clase de moda que no usaría nadie por sobre los veinticinco años. Como la mayor parte de los tipos que continuaban con su estilo de peinado del pasado, parecía ser compensado por una frente cuya línea de cabello ya había retrocedido más que la Bahía de Fundy [2] con la marea baja. Su cara era blanda, alguna vez de rasgos casi hermosos que se desvanecieron tan rápido como su pelo.

– Ahora, a él lo reconozco -dije.

– ¿Sí?

– Por supuesto. Vamos. Tendría que vivir en el Tíbet para no reconocerlo. Infiernos, hasta los periodistas en el Tíbet leen Time y Newsweek. Él ha sido cubierto por la prensa, qué, ¿cinco veces en el año pasado? Ty Winsloe. Millonario y un extraordinario adicto a los ordenadores.

– ¿Entonces nunca lo has conocido personalmente?

– ¿Yo? Ya me gustaría. No importa cuantas entrevistas otorgue, un Ty Winsloe exclusivo podría ser un salto enorme en la carrera de una reportera sin nombre como yo.

Ella frunció el ceño, como si yo hubiera contestado la pregunta incorrecta. En vez de decir algo, ella hizo aletear ambas fotografías delante de mí y esperó.

– De acuerdo, me rindo -dije-. ¿Qué tiene que ver esto con las prueba de los werewolves? Por favor, por favor, por favor no me digas que estos tipos son werewolves. ¿Ese es tu juego? ¿Pongo una historia decente en la web, atraigo a algún periodista estúpido aquí, y armo una historia enorme sobre millonarios werewolves?

– Ty Winsloe no es un werewolf, Elena. Si él lo fuera, tú lo sabrías.

– ¿Como…? -Sacudí la cabeza-. Tal vez hay alguna confusión aquí. Como te dije en mi e-mail, esta es mi primera historia de wereolves. Si hay expertos en el campo, es un pensamiento atemorizante, pero no soy uno de ellos.

– Tú no estás aquí para escribir una historia, Elena. Eres una periodista, pero no esa clase.

– Ah -dije-. Entonces, dime ¿Por qué estoy yo aquí?

– Para proteger a tu manada.

Parpadeé. Las palabras se atascaron en mi garganta. Mientras el silencio se extendía durante tres pesados segundos, luché para llenarlo-. ¿Mi… mi qué?

– Tu manada. Los demás. Otros werewolves.

– Ah, entonces yo soy un – forcé una sonrisa amable- un werewolf.

Mi corazón latía con un ruido sordo tan fuerte que yo podía oírlo. Esto nunca me había pasado antes. Había generado sospechas, pero sólo preguntas generales sobre mi comportamiento del estilo, “¿Qué hacías en el bosque después del anochecer?”, nunca algo que me acusaba de ser un werewolf. En el mundo normal, la gente normal no iba por ahí acusando a otra gente de ser werewolf. Hubo una persona, una sola persona de había estado muy cerca, que realmente me vio cambiar de forma, se convenció de que había estado alucinando.

– Elena Antonov Michaels -dijo Paige, -Antonov que es el apellido de soltera de tu madre. Nacida el 22 de septiembre de 1968. Ambos padres muertos en un accidente de coche en 1974. Criada en numerosas familias adoptivas en Ontario. Asistió a la Universidad de Toronto. Abandonó en su tercer año. Volvió varios años más tarde para completar una licenciatura en periodismo. ¿Razón del abandono? Una mordida. De un amante. Clayton Danvers. Sin segundo nombre. Nacido el 15 de enero de 1962-

No oí el resto. La sangre palpitaba en mis oídos. El suelo se balanceó bajo mí. Agarré el borde de la mesa para estabilizarme y luché para mantenerme encima de mis pies. Los labios de Paige se movían. No oía lo que decía. No me importaba.

Algo me lanzó de espaldas hacia atrás, sobre la silla. Había una cadena de presión alrededor mis piernas como si alguien las atara. Me sacudí, pero no podía mantenerme de pie. Miré hacia abajo, y no vi nada que me retuviera.

Paige estaba de pie. Me afirmaba contra la silla. Mis piernas no se desplazaban. El pánico se filtró en mi pecho. La empujé hacia atrás. Esto era una broma. Una simple broma.

– Lo que sea que estés haciendo -dije-. Yo sugeriría que lo detuvieras. Voy a contar hasta tres.

– No trates de amenazar…

– Uno.

– … me, Elena. Puedo hacer…

– Dos.

– … mucho más que afirmar…

– Tres.

– …te a esa silla.

Estrellé ambos puños hasta el final de la mesa y la envié volando por el aire. Cuando la presión en mis piernas desapareció, salté a través del espacio ahora vacío entre nosotras y cerré de golpe a Paige contra la pared. Ella comenzó a decir algo. La agarré por el cuello, deteniendo las palabras en su garganta.

– Bueno, parece que llegué justo a tiempo -dijo una voz detrás de nosotras.

Miré por sobre mi hombro para ver a una mujer caminar hacia el cuarto. Tenía al menos setenta años, pequeña y rechoncha, con pelo blanco, un vestido de flores, y un collar de perlas a juego, y un par de pendientes, la imagen perfecta de una abuela de TV de la década de 1950.

– Soy Ruth, la tía abuela de Paige -dijo ella, con tanta serenidad como si yo estuviera disfrutando del té con su sobrina en vez de estrangularla-. ¿Tratando de manejar los asuntos por tu propia cuenta otra vez, Paige? Ahora mira lo que has hecho. Esas contusiones tardarán semanas en desvanecerse y no trajimos ningún sweater cuello de cisne.

Solté mi apretón alrededor del cuello de Paige y luché para dar una respuesta conveniente. No se me ocurrió nada. ¿Qué podría decir? ¿Exigir una explicación? Demasiado peligroso, implicaba que yo tenía algo que esconder. Mejor era actuar como si la acusación de Paige fuera una locura y yo tuviera que salir corriendo de este infierno. Una vez lejos de la situación, podría calcular mi siguiente movimiento. Lancé a Paige la mirada cautelosa de una persona que está tratando con alguien de cordura limitada y di un paso hacia la puerta.

– Por favor no lo hagas -Ruth puso una mano en mi brazo, firme pero no reteniendo-. Debemos hablar contigo, Elena. Quizás puedo manejarme mejor con esto.

Al oír eso, Paige enrojeció y miró lejos. Solté mi brazo del apretón de Ruth y di otro paso hacia la puerta.

– Por favor no lo hagas, Elena. Puedo retenerte, pero prefiero no recurrir a eso.

Embestí la puerta y agarré la manija con ambas manos. Ruth dijo algo. Mis manos se congelaron. Las quité de la manija, pero no quedaban libres. Traté de girar la manija. Mis dedos no respondían.

– Este es el modo en que el conjuro debería trabajar -dijo Ruth, su voz y cara irradiando la calma de un profesor enseñando a un niño recalcitrante-. No se romperá hasta que yo dé la orden.

Dijo unas palabras. Mis manos quedaron libres, dejándome desequilibrada. Cuando tropecé hacia atrás, Ruth puso una mano para estabilizarme. Me recuperé y me alejé con rapidez.

– Por favor quédate -dijo ella-. Los conjuros para inmovilizar tienen su utilidad, pero no son demasiado civilizados.

– ¿Conjuros inmovilizadores? -dije, flexionando mis manos todavía entumecidas.

– Brujería -dijo Ruth-. Pero estoy segura que ya te habías imaginado eso. Si quieres creerlo es un asunto totalmente distinto. Empecemos por el principio, ¿De acuerdo? Soy Ruth Winterbourne. Esa impetuosa mujer joven detrás de ti es mi sobrina Paige. Tenemos que hablarte.

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