PRÓLOGO

Odiaba el bosque. Odiaba sus pozos eternos de humedad y oscuridad. Odiaba el enredo interminable de árboles y arbustos. Odiaba su olor a vegetación muerta y decadente, animales muertos, todo muerto, incluso las criaturas vivas que sin cesar perseguían su siguiente comida, un fracaso antes de deslizarse por la lenta pendiente de la muerte. Pronto su cuerpo sería uno más apestando en el maloliente aire, tal vez sepultado, tal vez abandonado por los que comen carroña, su muerte posponiendo la de ellos por otro día. Moriría. Sabía que, no con la intención decidida del suicida o la desesperación sin esperanzas del condenado, pero sí con la aceptación simple de un hombre que sabe que está solo a horas del paso de este mundo al siguiente. Aquí en este apestoso, oscuro y húmedo infierno, moriría.

En realidad, no buscaba la muerte. Si pudiera, la evitaría. Pero no podía. Lo había intentado, planeando su fuga durante días, conservando su energía, obligándose a comer, a dormir. Entonces se había escapado, realmente, sorprendiéndose a sí mismo. Nunca había creído que en verdad funcionara. Por supuesto, realmente no había funcionado, sólo había parecido hacerlo, como un espejismo que brilla en el desierto, sólo que el oasis no se había vuelto arena y sol, sino humedad y oscuridad. Había evitado la prisión para encontrarse en el bosque. Todavía con esperanza, había corrido. Y corrido. E ido a ninguna parte. Ellos venían ahora. Cazándolo.

Podía oír el aullido de un sabueso, rápido sobre su rastro. Debía haber modos de engañarlo, pero él no tenía la menor idea de cómo. Nacido y criado en la ciudad, sabía evitar que lo detectaran allí, como hacerse invisible a vista de todos, como efectuar una aparición tan mediocre que la gente podía mirarlo fijamente y no ver a nadie. Sabía cómo saludar a los vecinos en su edificio de apartamentos, los ojos bajos, un breve asentimiento, ninguna palabra, y si alguien preguntaba acerca de los inquilinos del 412, nadie sabría realmente quién vivía allí. ¿Era una pareja mayor? ¿Una familia joven? ¿Una muchacha ciega? Nunca grosero o lo bastante amistoso como para llamar la atención, desapareciendo en un mar de gente demasiado absorta en sus propias vidas como para notar la suya. Allí él era un maestro de la invisibilidad. ¿Pero aquí, en el bosque? No había puesto el pie en uno desde que tenía diez años, cuando sus padres finalmente perdieron las esperanzas de alguna vez hacer de él un amante de la naturaleza y lo dejaron quedarse con su abuela mientras sus hermanos iban de excursión y acampaban. Estaba perdido aquí. Completamente perdido. El sabueso lo encontraría y los cazadores lo matarían.

– No me ayudarás, ¿verdad? – dijo, diciendo las palabras en su mente.

Durante un largo momento, Qiona no contestó. Él podía sentirla, el espíritu que lo guiaba, en la esquina trasera de su mente, el lugar más apartado en que alguna vez había estado desde que ella se había dado a conocer por primera vez cuando él era un niño demasiado joven para como para hablar.

– ¿Quieres que lo haga? – preguntó ella finalmente.

– Tú no quieres. Incluso si yo lo deseo. Ésto es lo que tú quieres. Para que me una a ti. No detendrás esto.

El sabueso comenzó a cantar, alegría supurando de su voz en la melodía a medida que se acercaba a su objetivo. Alguien gritó.

Qiona suspiró, el sonido revoloteó como una brisa por su mente-. ¿Qué quieres que haga?

– ¿Qué camino va hacia afuera? – preguntó él.

Más silencio. Más gritos.

– Ese camino – dijo ella.

Él sabía qué camino quería decir ella, aunque no pudiera verla. Un ayami tenía presencia y sustancia, pero no forma, una idea imposible de explicar a alguien que no era un chamán y tan fácil para un chamán como entender el concepto agua o cielo.

Girando a la izquierda, se echó a correr. Las ramas azotaban su rostro, su pecho desnudo y sus brazos, dejando verdugones como las marcas de un látigo. E igualmente autoinfligidos, pensó. Parte de él quería detenerse. Rendirse. Aceptar. Pero no podía. No estaba listo para rendir su vida aún. Los simples placeres humanos todavía tenían demasiado encanto: panqueques ingleses con mantequilla y mermelada de fresa en el Café Talbot, en el balcón del segundo piso, en la mesa más apartada a la izquierda, el sol en sus antebrazos, una andrajosa novela de misterio en una mano, una taza de café en la otro, gente gritando, riendo en la atareada calle de abajo. Cosas tontas, Qiona podía olerlo. Ella estaba celosa, por supuesto, cuando era algo que ella no podía compartir, nada que lo mantuviera ligado a su cuerpo. Él quería unirse a ella, pero no todavía. No justo ahora. De modo que corrió.

– Deja de correr – dijo Qiona.

Él la ignoró.

– Reduce la velocidad – dijo ella-. Simplemente pasea.

Él la ignoró.

Ella se retiró, su cólera un fuego destellante en su cerebro, brillante y ardiente, entonces se redujo, esperando a llamear otra vez. Él había dejado de oír al sabueso, pero sólo porque la sangre le palpitaba con demasiada fuerza. Sus pulmones ardían. Cada aliento lo atravesaba como un chorro de lava, como tragando fuego. Lo ignoró. Era fácil. Ignoraba la mayor parte de las necesidades de su cuerpo, desde el hambre hasta el sexo pasando por el dolor. Su cuerpo era sólo un vehículo, un medio para transmitir cosas como mermelada de fresa, risa, y luz del sol a su alma. Ahora, luego de una vida de ignorar su cuerpo, le pedía que lo salvara y éste no sabía cómo hacerlo. Desde detrás le llegó el ladrido del sabueso. ¿Se oía más alto ahora? ¿Más cerca?

– Sube a un árbol – dijo Qiona.

– No es al perro al que tengo miedo. Es a los hombres.

– Reduce la velocidad entonces. Date la vuelta. Confúndelos. Estás dejando un rastro directo. Reduce la velocidad.

No podía. El final del bosque estaba cerca. Tenía que estarlo. Su única posibilidad era llegar allí antes de que el perro lo atrapara. Ignorando el dolor, convocó cada vestigio restante de la fuerza y salió disparado.

– ¡Reduce la velocidad! – gritó Qiona-. Observa.

Su pie izquierdo golpeó un pequeño montículo, pero se adaptó, alzando su pie derecho para mantener el equilibrio. Aún así, su pie derecho bajó en el aire vacío. Mientras se lanzaba hacia adelante, vio la hondonada que se encontraba más abajo, en el fondo de un pequeño barranco erosionado por décadas del correr del agua. Se lanzó por el borde, convulsionándose en el aire, tratando de imaginar cómo aterrizar sin herirse, pero nuevamente no sabía cómo hacerlo. Cuando golpeó contra la grava del fondo, oyó al sabueso. Oyó su canción triunfal tan fuerte que sus tímpanos amenazaron con partirse en dos. Encogiéndose con gran esfuerzo para lograr levantarse, vio tres cabezas caninas por sobre el borde del barranco, un sabueso, dos enorme perros guardianes. El sabueso levantó su cabeza y ladró. Los otros dos hicieron una pausa por sólo un segundo, luego saltaron.

– ¡Sal! -gritó Qiona-. ¡Sal ahora!

¡No! No estaba listo para marcharse. Resistió el impulso de lanzar su alma fuera de su cuerpo, abrazándose a sí mismo como si eso lo protegiera de hacerlo. Vio las partes privadas de los perros cuando se lanzaron volando por sobre el acantilado. Uno aterrizó encima de él, quitándole el último y pasmado hilo de aliento. Los dientes se hundieron en su antebrazo. Sintió cómo se lo dislocaba con fuerza tremendo. Entonces él se elevó. Qiona lo arrastraba de su cuerpo, lejos del sufrimiento que la muerte causaba.

– No mires atrás -dijo ella.

Por supuesto, lo hizo. Tenía que saber. Cuando miró hacia abajo, vio a los perros. El sabueso estaba todavía en lo alto del barranco, aullando y esperando a los hombres. Los otros dos perros no esperaban. Desgarraban su cuerpo en una explosión de sangre y carne.

– No -gimió-. No.

Qiona lo consoló con susurros y besos, intentando con ellos apartar su mirada de lo que ocurría. Hubiera querido ahorrarle el dolor, pero no podía. Él lo sentía cuando miraba hacia abajo, a los perros que destruían su cuerpo, no sintiendo exactamente el dolor de sus dientes horadándolo, pero sí la agonía de la pérdida increíble y la pena. Todo había terminado. Absolutamente.

– Si no me hubiera puesto a pasear -dijo él-. Si hubiera corrido más rápido…

Qiona lo giró entonces, de modo que pudiera mirar a través del bosque. Los árboles se extendían a lo lejos, terminando en un camino que se veían tan lejos que los coches parecían insectos avanzando lentamente por la tierra. Echó un vistazo nuevamente a su cuerpo, una destrozada confusión de sangre y huesos. Los hombres caminaban por el bosque. Él los ignoró. Ya no tenían la menor importancia. Nada la tenía. Se dio la vuelta hacia Qiona y le permitió llevárselo.


***

– Muerto -dijo Tucker a Matasumi mientras caminaba hacia el bloque de celdas de la estación de guardia. Sacudió el barro del bosque de sus botas-. Los perros lo atraparon antes de que nosotros lo hiciéramos.

– Te dije que lo quería vivo.

– Y yo te dije que necesitábamos más sabuesos. Los Rottweilers son para cuidar, no para cazar. Un sabueso esperaríá al cazador. Un rottie asesina. No saben hacer otra cosa – Tucker se sacó las botas y las puso en la estera, perfectamente alineadas con la pared, con los cordones metidos dentro. Luego tomó un par idéntico pero limpio y se las puso-. No puedes ver que esto realmente importa. El tipo estaba medio muerto de todos modos. Débil. Inútil.

– Era un chamán – dijo Matasumi-. Los chamanes no tienen que ser atletas Olímpicos. Toda su energía está en su mente.

Tucker resopló-. Y eso no le fue de mucha utilidad contra aquellos perros, déjame decirte. No dejaron ni un pedazo de él más grande que mi puño.

Mientras Matasumi se giraba, alguien abrió de golpe la puerta y lo golpeó en la barbilla.

– Gritos – dijo Winsloe con una amplia sonrisa-. Lo lamento, chicos. Estas malditas cosas necesitan ventanas.

Bauer pasó por delante de él-. ¿Dónde está el chamán?

– Él no pudo… sobrevivir – dijo Matasumi.

– Los perros – añadió Tucker.

Bauer sacudió su cabeza y siguió andando. Un guardia agarró la puerta, sosteniéndola abierta mientras ella la traspasaba. Winsloe y el guardia pasaron después de ella. Matasumi cerró la marcha. Tucker se quedó en la estación de guardia, probablemente para buscar y disciplinar a quienquiera que fuese que hubiera permitido la fuga del chamán, aunque los demás no se molestaran en preguntarlo. Tales detalles estaban por debajo de ellos. Por eso habían contratado a Tucker.

La siguiente puerta era de acero grueso con una manija alargada. Bauer hizo una pausa delante de una pequeña cámara. Una cámara escaneó su retina. Una de las dos luces encima de la puerta destelló verde. Otro rojo permaneció en rojo hasta que ella agarró la manija y el sensor comprobó sus huellas dactilares. Cuando la segunda luz cambió a verde, ella abrió la puerta y entró a zancadas. El guardia la siguió. Mientras Winsloe avanzaba, Matasumi extendió la mano para alcanzar su brazo, pero falló. Las alarmas chillaron. Las luces destellaron. El sonido de media docena de botas con clavos de acero resonó desde el distante corredor. Matasumi tomó a toda prisa la radio receptos de la mesa.

– Por favor llámelos de vuelta – dijo Matasumi-. Es sólo el Sr. Winsloe. Otra vez.

– Sí, señor – la voz de Tucker chisporroteó por la radio-. Tal vez podrías recordarle al Sr. Winsloe que cada escaneo de retina y de huellas dactilares autorizará el paso de sólo un empleado y un segundo tras él.

Ambos sabían que Winsloe no necesitaba que le recordaran ninguna cosa, ya que él había diseñado el sistema. Matasumi apretó el botón de desconexión de la radio. Winsloe sólo sonrió ampliamente.

– Lo lamento, muchacho – dijo Winsloe-. Sólo probaba los sensores.

Dio un paso atrás hacia el escáner de retina. Después de que el ordenador lo reconoció, la primera luz giró verde. Luego agarró la manija, la segunda luz destelló verde, y la puerta se abrió. Matasumi podría haber pasado sin el escaneo, tal como el guardia lo había hecho, pero dejó que la puerta se cerrara y siguió el procedimiento apropiado. La entrada de un segundo se había pensado para permitir el paso de cautivos de una sección del edificio a otra, a una tasa de sólo un cautivo por miembro del personal. No estaba pensada para permitir que dos miembros del personal entraran juntos. Matasumi recordaría a Tucker que hablara a sus guardias acerca de esto. Todo ellos estaban todos autorizados para pasar por estas puertas y deberían hacerlo correctamente, no tomando atajos.

Una vez pasada la puerta de seguridad, el pasillo interior se parecía a un pasillo de hotel, cada lado bordeado de cuartos amueblados con una cama de matrimonio, una pequeña mesa, dos sillas, y una puerta que conducía a un cuarto de baño. No eran alojamientos de lujo en cualquier caso, pero simples y limpios, como la mejor opción del espectro para un viajero consciente de su presupuesto, aun cuando los inquilinos de estos cuartos no hicieran muchos viajes. Estas puertas sólo se abrían desde el exterior.

La pared entre los cuartos y el pasillo era de un cristal especialmente diseñado más duradero que barras de acero – y mucho más agradable para mirar. Desde el vestíbulo, un observador podía estudiar a los inquilinos como ratas de laboratorio, y en realidad esa era la idea. La puerta a cada cuarto era también de cristal por lo que la vista del observador no se obstruía. Incluso la pared de cada cuarto de baño era de Plexiglas claro. Las trasparentes paredes del cuarto de baño eran una renovación reciente, no porque los observadores habían decidido que querían estudiar las prácticas de eliminación de sus sujetos, sino porque habían encontrado que cuando las cuatro paredes de los cuartos de baño eran opacas, algunos sujetos pasaban días enteros allí para evitar el constante escrutinio.

La pared de cristal exterior era actualmente cristal en un solo sentido. Habían debatido esto, cristal en un sentido contra en dos sentidos. Bauer había permitido que Matasumi tomara la decisión final, y él había enviado a sus ayudantes de investigación a que se apresuran después de cada tratado de psicología que encontraron acerca de los efectos de la observación continuada. Luego de reunir pruebas, había decidido que el cristal en un solo sentido sería menos intrusivo. Al quitarles a los observadores su visual, agitarían los sujetos con menor probabilidad. Se había equivocado. Al menos con el cristal en doble sentido los sujetos sabían cuando estaban siendo observados. Con el de un solo sentido, sabían que estaban siendo mirados – ninguno era lo bastante ingenuo como para confundir el espejo de la pared con decoración – pero no sabían cuando, por lo que se encontraban en alarma perpetua, lo cual tenía un efecto desgraciadamente indiscutible en su estado físico y mental.

El grupo pasó las cuatro celdas ocupadas. Un sujeto hacía girar su silla hacia la pared trasera y se sentó inmóvil, no haciendo caso de las revistas, los libros, la televisión, la radio, todo lo que había sido proporcionado para su diversión. Se sentaba dándole la espalda al cristal en un sentido y no hacía nada. El sujeto en cuestión llevaba en el edificio casi un mes. Otro inquilino había llegado sólo esta mañana. Ella también se sentaba en su silla, pero dándole la cara al cristal de un sentido, fulminándolo con la mirada. Desafiante… por ahora. Eso no duraría.

Tess, un ayudante de investigación Matasumi había traído al proyecto, estaba de pie frente a la celda de la inquilina desafiante, realizando anotaciones en su libreta. Ella alzó la vista y saludó con la cabeza cuando ellos pasaron.

– ¿Algo? – preguntó Bauer.

Tess echó un vistazo a Matasumi, desviando su respuesta hacia él-.No todavía.

– ¿Por qué ella no puede o no quiere? -preguntó Bauer.

Otro vistazo hacia Matasumi-. Parece… Yo diría…

– ¿Bien?

Tess inhaló-. Su actitud sugiere que si ella pudiera hacer más, lo haría.

– No puede, entonces – dijo Winsloe-. Necesitamos a una bruja de Aquelarre. Por qué nos molestamos con esta.

Bauer interrumpió-. Nos molestamos porque se supone que es muy poderosa.

– Según Katzen -dijo Winsloe-. Si tú lo crees. Yo no lo hago. Hechicero o no, el tipo está lleno de mierda. Se supone que él nos ayuda a agarrar a estos monstruos. En vez de eso, todo lo que hace es decirnos donde mirar, luego toma asiento mientras nuestros tipos aceptan todos los riesgos. ¿Para qué? ¿Ésto? – Él enterró un dedo en el cautivo-. Nuestra segunda bruja inútil. Si seguimos escuchando a Katzen, vamos a dejar pasar algunos verdaderos hallazgos.

– ¿Como vampiros y werewolves ¨? – Los labios de Bauer se torcieron en una pequeña sonrisa-. Todavía estás disgustado porque Katzen dice que no existen.

– Vampiros y werewolves -refunfuñó Matasumi-. Estamos en medio de quitar el seguro a una energía mental inimaginable, a verdadera magia. Tenemos el potencial de acceso a hechiceros, nigromantes, chamanes, brujas, cada clase concebible de portadores y acumuladores de magia… y él quiere criaturas que chupan sangre y aúllan a la luna. Conducimos una investigación científica seria aquí, no perseguimos locos.

Winsloe dio una paso hasta ponerse en frente de Matasumi, seis altísimas pulgadas sobre él-. No, chico, tú conduces una investigación científica seria aquí. Sondra busca su santo grial. Y respecto a mí, estoy en ello por diversión. Pero también financio este pequeño proyecto, de modo que si digo que quiero cazar un werewolf, harías mejor en encontrarme uno para cazar.

– Si quieres cazar a un werewolf, entonces sugeriría que pusieras uno de aquellos videojuegos tuyos, porque no podemos proporcionar lo que no existe.

– Ah, encontraremos algo para que Ty cace -dijo Bauer-. Si no podemos encontrar uno de sus monstruos, haremos que Katzen convoque algo apropiadamente demoníaco.

– ¿Un demonio? – dijo Winsloe-. Ahora esto se está poniendo aún mejor.

– Estoy seguro que podría serlo – murmuró Bauer y empujó la puerta de la antigua celda del chamán.

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