Para desgracia de muchos, no hay mejor veredicto para un libro que el respaldo masivo de los lectores, ya sean presentes o futuros. Si son presentes, el libro será un triunfo del marketing o del boca a boca. Si son futuros, un clásico.
George R.R. Martin pertenece a la estirpe más noble de novelista: el que cuenta grandes historias que son, al mismo tiempo, historias grandes. En estas últimas décadas post-heroicas, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la intelligentsia literaria no simpatiza con la épica ni con los personajes de ánimo expansivo, sino con la lírica y la introspección, por lo que las grandes historias/historias grandes han quedado relegadas a la cajonera del tiempo o —horror de los horrores— a las estanterías de los best-sellers. El paisaje interior desolado, yermo, sustituyó años ha a las grandiosas llanuras del western o a las montañas y valles y los mares infinitos de la aventura. Pero la situación está cambiando.
Los libros de Martin han recibido hasta el momento el doble veredicto de los lectores pasados y presentes, que eran los presentes y futuros hace años. Muerte de la luz, un potente condensado de narrativa desgarrada y aventura en bruto, es un clásico desde hace años, mientras que Una canción para Lya o Sueño del Fevre son referentes difícilmente eludibles de esta nueva primavera de la literatura de géneros (fantasía, terror) que vivimos en la actualidad. Frutos de la pluma de un escritor tan dotado para la estructura como poco proclive a veleidades de estilo juguetonas o gratuitas.
Y es que en la obra de Martin todo es estructura, más que pasión, de la que también anda sobrado. De ahí que tarde tanto en completar cada tomo de esta saga Canción de Hielo y Fuego, para irritación de lectores que calman su hambre en enrevesadas discusiones en foros y listas de correo en Internet. A pesar de que cada libro ronda las mil páginas, ninguna de ellas parece estar de más y, si bien es cierto que Martin se recrea en las peripecias como gancho principal para el lector, no lo es menos que sería difícil prescindir de alguna de ellas sin que el conjunto se resintiese.
Leí el primer tomo de Canción de Hielo y Fuego llevado por la curiosidad y por el entusiasmo de Luis G. Prado (de Bibliópolis), Alejo Cuervo y Álex Vidal (de Gigamesh). Ninguno de ellos simpatiza con las sagas de fantasía de corte seudomedieval que inundan las librerías de todo el mundo, así que era más que probable que aquellos tomos de aspecto imponente (¿quién tiene ánimo hoy en día para comenzar una historia que, previsiblemente, superará las siete mil páginas de extensión?) escondiesen algo muy valioso. Y vaya si lo escondían.
¿Cuál es la clave del éxito de Martin? Es difícil de explicar. Creo que se basa en primer lugar en su habilidad para aplicar a la fantasía las reglas del folletín más desprejuiciado y mejor construido, ese tipo de narración que agarra al lector del cuello y le corta la respiración, lo hace partícipe de un mundo tridimensional y multicolor y espolea su complicidad con los imposibles que salpican la trama. Además, al haber optado por la sucesión de puntos de vista para hacer avanzar la acción, Martin permite la identificación de los lectores con alguno de sus múltiples personajes protagonistas. Un recurso no por populista menos eficaz.
Pero Canción de Hielo y Fuego no es sólo un folletín sino también, y esto es fundamental, una novela histórica de aventuras situada (paradojas) en un universo imaginario. Es difícil expresar la alegría que sentí cuando el propio Martin recomendó en su página web la lectura de la también monumental saga sobre la Roma republicana de Colleen McCullough, cuya inicial y magnífica entrega es El primer hombre de Roma. Y es que ése fue el primer referente claro que se me vino a la cabeza cuando sólo llevaba unas cincuenta páginas de Juego de tronos, que da inicio a la llegada del invierno a Poniente. El segundo fue Bernard Cornwell (la serie del Señor de la Guerra en particular) y, en general, la nueva hornada de escritores de novela histórica, que comparten con Canción de Hielo y Fuego el gusto por la brutalidad y la absoluta falta de escrúpulos a la hora de eliminar personajes a priori fundamentales para el desarrollo de la historia. Por supuesto, al cóctel hay que añadir algunos elementos del mundo real, como la inspiración más o menos directa en la guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a los Lancaster y los York por la hegemonía en la muy compleja Inglaterra del siglo XV (la propia casa de Lancaster había sufrido un enfrentamiento interno entre facciones rivales años antes del estallido de ese conflicto). Combinación ganadora, pues.
Intriga política, aventura, personajes ambiguos guiados por ambiciones y pasiones incontroladas, un poco más de magia en cada volumen (lo que parece vaticinar una explosión pirotécnica hacia el final de la serie), grandes batallas, duelos y muertes impredecibles. El invierno que se acerca y la presencia creciente de una amenaza ante la que la única defensa es la gigantesca muralla en el Norte, custodiada por un diminuto contingente de soldados monje… ¿Quién puede pedir más? Yo no, desde luego. Soy súbdito de Poniente desde hace años.
ALBERTO CAIRO