DAVOS

Lord Alester alzó la vista de repente.

—Es Lamprea —dijo Davos—. Ya es la hora de la cena, o casi.

La noche anterior, Lamprea les había llevado media empanada de carne y panceta junto con una jarra de aguamiel. Sólo con recordarlo le volvían a rugir las tripas.

—No, es más de una persona.

«Tiene razón.» Davos oía al menos dos voces y varias pisadas, que se acercaban cada vez más. Se puso en pie y se acercó a los barrotes. Lord Alester se sacudió la paja de la ropa.

—El rey envía a buscarme. O puede que haya sido la reina, sí, Selyse no permitiría que me pudriera aquí, soy de su misma sangre.

Lamprea apareció al otro lado de los barrotes con un aro de llaves en la mano. Ser Axell Florent y cuatro guardias lo seguían de cerca. Aguardaron bajo la antorcha mientras Lamprea buscaba la llave de la puerta.

—Axell —llamó Lord Alester—. Loados sean los dioses, ¿quién envía a buscarme, el rey o la reina?

—A ti nadie te viene a buscar, traidor —dijo Ser Axell.

Lord Alester retrocedió como si le hubieran dado una bofetada.

—No, te lo juro, no he cometido ninguna traición. ¿Por qué nadie me escucha? Si Su Alteza me permitiera explicarle…

Lamprea metió en la cerradura una gran llave de hierro, la giró y abrió la celda. Las bisagras oxidadas protestaron con un chirrido.

—Vamos —le dijo a Davos.

—¿Adónde? —Davos miró a Ser Axell—. Decidme la verdad, ser, ¿pensáis quemarme?

—Me han enviado a buscaros. ¿Podéis caminar?

—Puedo caminar.

Davos salió de la celda. Lord Alester dejó escapar un grito de consternación cuando Lamprea volvió a cerrar la puerta.

—Coge la antorcha —ordenó Ser Axell al carcelero—. Deja a oscuras al traidor.

—¡No! —gritó su hermano—. No, por favor, Axell, no te lleves la luz… Que los dioses se apiaden de mí…

—¿Los dioses? Sólo existen R'hllor y el Otro. —Ser Axell hizo un gesto brusco y uno de los guardias cogió la antorcha de la argolla y abrió el camino hacia la escalera.

—¿Me lleváis ante Melisandre? —preguntó Davos.

—Estará presente —replicó Ser Axell—. No se aleja nunca del rey. Pero es Su Alteza quien quiere veros.

Davos se llevó la mano al pecho, a donde había llevado colgado de un cordel un saquito de cuero con su suerte. Ya no la tenía, recordó, y tampoco las falanges de cuatro dedos. Pero sus manos aún eran suficientemente largas como para rodear el cuello de una mujer, sobre todo un cuello tan esbelto como el suyo.

Ascendieron en fila por la escalera de caracol. Los muros eran de piedra basta y estaban fríos. La luz de las antorchas los precedía y sus sombras los escoltaban por las paredes. En el tercer giro pasaron junto a una puerta de hierro que daba a la oscuridad, y junto a otra al quinto giro. Davos imaginó que ya estarían cerca del nivel del mar, quizá incluso por encima. La siguiente puerta que vieron era de madera, pero siguieron subiendo. Allí en las paredes había aspilleras para disparar flechas, pero ningún haz de luz penetraba a través de la gruesa piedra. En el exterior era de noche.

A Davos le dolían ya las piernas cuando Ser Axell abrió una gruesa puerta y le hizo un gesto para que pasara. Al otro lado, un puente de piedra elevado surcaba el vacío como un arco hasta la gigantesca torre central que todos llamaban el Tambor de Piedra. Un viento marino soplaba inquieto a través de los arcos sobre los que descansaba el tejado; mientras cruzaban, a Davos le llegó el olor a mar. Respiró hondo para llenarse los pulmones de aire fresco y limpio.

«Viento y agua, dadme fuerzas», rezó. Abajo, en el patio, ardía una gran hoguera para mantener a raya a los terrores que poblaban la noche, y los hombres de la reina se habían reunido en torno a ella para cantar alabanzas a su nuevo dios rojo.

Estaban en el centro del puente cuando Ser Axell se detuvo de repente. Hizo un gesto brusco con la mano y sus hombres retrocedieron hasta que ya no pudieron oírle.

—Si por mí fuera, os quemaría con mi hermano Alester —le dijo a Davos—. Los dos sois unos traidores.

—Podéis pensar lo que queráis. Jamás traicionaría al rey Stannis.

—Lo haríais. Lo haréis. Lo veo en vuestra cara y también lo he visto en las llamas. R'hllor me ha bendecido con ese don. Me muestra el futuro en el fuego, al igual que a Lady Melisandre. Stannis Baratheon ocupará el Trono de Hierro, lo he visto. Y sé qué hay que hacer. Su Alteza debe nombrarme Mano en lugar de mi hermano traidor. Eso es lo que le diréis.

«¿De verdad?» Davos no respondió.

—La reina pide mi nombramiento y que sea cuanto antes —siguió Ser Axell—. Hasta vuestro viejo amigo de Lys, el pirata Saan, está de acuerdo. Hemos hecho planes juntos, pero Su Alteza no se decide. La derrota lo devora por dentro, es como si tuviera un gusano negro en el alma. De nosotros, de los que lo queremos, depende mostrarle qué debe hacer. Si sois tan fiel a su causa como decís, uniréis vuestra voz a la nuestra, contrabandista. Le diréis que soy la Mano que necesita. Eso le diréis, y cuando embarquemos me encargaré de que estéis al mando de un nuevo barco.

«Un barco.» Davos le escudriñó el rostro. Ser Axell tenía las orejas grandes de los Florent, parecidas a las de la reina. De ellas nacían gruesos pelos, igual que de las fosas nasales, así como le asomaban mechones de pelo debajo de la papada. La nariz era ancha; el ceño, prominente; y la mirada de aquellos ojos juntos era hostil. «Antes me arrojaría a la pira que darme un barco, eso está claro, pero si le hago este favor…»

—Por si se os pasa por la cabeza traicionarme —le avisó Ser Axell—, recordad que he sido castellano de Rocadragón durante mucho tiempo. La guarnición me es leal. Quizá no pueda quemaros sin permiso del rey, pero podríais sufrir una caída. —Puso una mano carnosa en la nuca de Davos y le dio un empujón contra la baranda del puente, que sólo llegaba hasta la cintura, para obligarlo a mirar hacia abajo, al patio—. ¿Me habéis oído?

—Os he oído —respondió. «¿Y te atreves a decir que yo soy un traidor?»

—Muy bien. —Ser Axell lo soltó y sonrió—. Su Alteza está esperando. Será mejor que no lo impacientemos.

En lo más alto del Tambor de Piedra, en la gran estancia redonda que todos llamaban Cámara de la Mesa Pintada, encontraron a Stannis Baratheon de pie tras el mueble que daba su nombre a la estancia: una gigantesca tabla de madera pintada y tallada con la forma de Poniente tal como había sido en tiempos de Aegon el Conquistador. Junto al rey había un brasero de hierro con carbones que brillaban entre rojos y anaranjados. Cuatro ventanas altas y puntiagudas daban al norte, al sur, al este y al oeste. Al otro lado se veía el cielo estrellado de la noche. A oídos de Davos llegó el sonido del viento y, más distante, el del mar.

—Alteza —saludó Ser Axell—, os he traído al Caballero de la Cebolla, como habéis ordenado.

—Ya lo veo.

Stannis llevaba una túnica de lana gris, un manto color rojo oscuro y un sencillo cinturón de cuero negro del que le colgaban la espada y la daga. Se ceñía la frente con una corona de oro rojo con puntas en forma de llamas. Verlo fue toda una conmoción. Parecía diez años más viejo que el hombre que Davos había dejado en Bastión de Tormentas cuando puso rumbo hacia el Aguasnegras y hacia la batalla que sería su perdición. La barba recortada del rey era una telaraña gris y negra, y había perdido al menos quince kilos. No había sido nunca corpulento, pero en aquel momento los huesos se le movían bajo la piel como lanzas que lucharan por liberarse. Hasta la corona parecía demasiado grande. Sus ojos eran pozos azules perdidos en profundas hondonadas, y bajo la piel del rostro se adivinaba la forma del cráneo.

Aun así, una tenue sonrisa le pasó por los labios al ver a Davos.

—De modo que el mar me devuelve a mi caballero de los peces y las cebollas.

—Así es, Alteza.

«¿Sabrá que me tenía encerrado en la mazmorra?» Davos se dejó caer sobre una rodilla.

—Levantaos, Ser Davos —ordenó Stannis—. Os he echado de menos. Necesito buenos consejos, y vos siempre me los habéis dado. Decidme, pues, ¿con qué se castiga la traición?

La palabra quedó flotando en el aire. «Una palabra aterradora —pensó Davos. ¿Le estaba pidiendo que condenara a su compañero de celda? ¿O tal vez a sí mismo?—. Los reyes saben mejor que nadie con qué se castiga la traición.»

—¿Traición? —consiguió decir al final con voz débil.

—¿De qué otra manera llamaríais a renegar del rey y tratar de robarle el trono que le corresponde por derecho? Os lo pregunto de nuevo, según la ley, ¿con qué se castiga la traición?

—Con la muerte. —No tuvo más remedio que responder Davos—. Se castiga con la muerte, Alteza.

—Siempre ha sido así. No soy… no soy un hombre cruel, Ser Davos. Vos me conocéis. Me conocéis desde hace mucho. No es un decreto mío, siempre ha sido así, desde antes de los tiempos de Aegon. Daemon Fuegoscuro, los hermanos Toyne, el Rey Buitre, el Gran Maestre Hareth… los traidores siempre han pagado el crimen con sus vidas… incluso Rhaenyra Targaryen. Era hija de un rey y madre de otros dos, pero murió por traidora cuando trató de usurpar la corona de su hermano. Es la ley. La ley, Davos. No es crueldad.

—Sí, Alteza. —«No está hablando de mí.» Por un momento Davos sintió pena por su compañero de celda, envuelto ya en la oscuridad. Sabía que debería callar, pero estaba cansado y harto de todo—. Señor, Lord Florent no pretendía traicionaros —se oyó decir.

—¿Es que los contrabandistas llamáis a la traición de otra manera? Lo nombré Mano y él habría vendido mis derechos por un cuenco de guisantes. Hasta pensaba entregarles a Shireen. ¡Quería casar a mi única hija con un bastardo fruto de un incesto! —La cólera hacía enronquecer al rey—. Mi hermano tenía el don de inspirar lealtad. Sí, hasta en sus enemigos. En Refugio Estival ganó tres batallas en un día y se trajo a Bastión de Tormentas a los señores Grandison y Cafferen como prisioneros. Colgó sus estandartes como trofeos en la sala principal; los cervatillos blancos de Cafferen estaban salpicados de sangre y el león dormido de Grandison estaba desgarrado y casi partido en dos. Pero se sentaron bajo esos estandartes toda una noche para beber y comer con Robert. ¡Hasta se los llevó a cazar! «Estos hombres pretendían entregarte a Aerys para que te quemara vivo», le dije cuando los vi lanzando hachas en el patio. «No deberías ponerles armas en las manos.» Robert se me rió en la cara. Yo habría encerrado a Grandison y a Cafferen en una mazmorra, él en cambio los convirtió en amigos. Lord Cafferen murió en el castillo de Vado Ceniza luchando por Robert, lo mató Randyll Tarly. Lord Grandison recibió tales heridas en el Tridente que murió un año después. Mi hermano consiguió que lo quisieran, pero al parecer yo sólo inspiro traición. Hasta en los de mi sangre, hasta en mi familia. Hermano, abuelo, primos, tío político…

—Alteza —interrumpió Ser Axell—, os lo suplico, dadme ocasión de demostraros que no todos los Florent somos así de débiles.

—Ser Axell quiere que reanude la guerra —dijo el rey Stannis a Davos—. Los Lannister creen que estoy derrotado y acabado, casi todos mis señores vasallos me han abandonado. El propio Lord Estermont, el padre de mi esposa, ha doblado la rodilla ante Joffrey. Los pocos hombres leales que me quedan se están desalentando. Pasan los días bebiendo y jugando, lamiéndose las heridas como cachorros apaleados.

—La batalla volverá a encender el fuego en sus corazones, Alteza —dijo Ser Axell—. La derrota es una enfermedad que se cura con una victoria.

—Una victoria. —El rey frunció los labios—. Hay victorias y victorias, ser. Contad vuestro plan a Ser Davos. Quiero saber qué opina de vuestra propuesta.

Ser Axell se volvió hacia Davos con una expresión en el rostro que debía de ser muy semejante a la que puso el orgulloso Lord Belgrave el día que el rey Baelor el Santo le ordenó lavar los pies llagados a un mendigo. Aun así obedeció.

El plan que Ser Axell había trazado con Salladhor Saan era sencillo. A pocas horas de navegación de Rocadragón se encontraba Isla Zarpa, antiguo asentamiento marino de la Casa Celtigar. Lord Ardrian Celtigar había luchado en el Aguasnegras bajo el estandarte del Corazón Llameante, pero cayó prisionero y no tardó en pasarse al bando de Joffrey. Desde entonces había permanecido en Desembarco del Rey.

—Sin duda teme la ira de Su Alteza y no se atreve a estar cerca de Rocadragón —declaró Ser Axell—. Y hace bien. Ha traicionado a su legítimo rey.

Ser Axell proponía utilizar la flota de Salladhor Saan y a los hombres que habían escapado del Aguasnegras. Stannis todavía tenía unos mil quinientos en Rocadragón, más de la mitad de ellos soldados de los Florent, para castigar la deserción de Lord Celtigar. Isla Zarpa contaba con una guarnición ligera y se decía que su castillo estaba abarrotado de alfombras myrienses, cristalerías volantinas, vajillas de oro y plata, copas enjoyadas, magníficos halcones, un hacha de acero valyrio, un cuerno capaz de invocar monstruos marinos de las profundidades, cofres de rubíes y más vinos de los que nadie podría beber en cien años. Aunque Celtigar se mostraba tacaño ante el resto del mundo, para su comodidad no reparaba en gastos.

—Propongo que quememos su castillo y pasemos a su gente por la espada —concluyó Ser Axell—. Convirtamos Isla Zarpa en una desolación de cenizas y huesos donde sólo vivan las aves carroñeras, así todo el reino verá qué destino aguarda a los que se acuestan con los Lannister.

Stannis escuchó la explicación en silencio mientras movía la mandíbula de un lado a otro.

—Creo que es factible —dijo cuando Ser Axell terminó su exposición—. Hay pocos riesgos. Joffrey no tendrá ningún poder en el mar hasta que Lord Redwyne zarpe del Rejo. El saqueo serviría para garantizar durante un tiempo la lealtad de ese pirata lyseno, Salladhor Saan. Por sí sola, Isla Zarpa no vale nada, pero su caída serviría para decirle a Lord Tywin que mi causa no está perdida. —El rey se volvió hacia Davos—. Decid la verdad, ser, ¿qué pensáis de la propuesta de Ser Axell?

«Decid la verdad, ser.» Davos recordó la celda oscura que había compartido con Lord Alester, recordó a Lamprea y a Gachas. Pensó en lo que le había prometido Ser Axell en el puente que cruzaba sobre el patio. «¿Qué quiero, un barco o un empujón?» Pero era Stannis quien se lo preguntaba.

—Alteza —empezó—, me parece una locura. Sí, y una cobardía.

—¿Cobardía? —casi gritó Ser Axell—. ¡Nadie me llama cobarde delante de mi rey!

—Silencio —ordenó Stannis—. Seguid, Ser Davos, quiero oír vuestras razones.

—Decís que tenemos que mostrar al reino que no estamos acabados —dijo Davos dándose la vuelta para quedar cara a cara con Ser Axell—. Que tenemos que atacar, que hacer la guerra, sí… pero ¿contra qué enemigo? En Isla Zarpa no encontraréis a ningún Lannister.

—Pero encontraremos a muchos traidores —replicó Ser Axell—. Aunque a lo mejor hay alguno más cerca. En esta misma habitación.

—No dudo —siguió Davos sin hacer caso de la pulla— de que Lord Celtigar doblara la rodilla ante el joven Joffrey. Es un viejo sin esperanzas, no quiere más que acabar sus días en su castillo, bebiéndose sus buenos vinos en sus copas de piedras preciosas. —Se volvió hacia Stannis—. Pero acudió cuando lo llamasteis, señor. Vino con sus barcos y sus espadas. Estuvo a vuestro lado en Bastión de Tormentas cuando Lord Renly cayó sobre nosotros, y sus barcos subieron por el Aguasnegras. Sus hombres lucharon por vos, mataron por vos y ardieron por vos. Isla Zarpa está mal defendida, sí. La defienden mujeres, niños y ancianos. Y eso ¿por qué? Porque sus esposos, padres e hijos murieron en el Aguasnegras, por eso. Murieron en los remos o empuñando las espadas mientras luchaban bajo nuestros estandartes. Y Ser Axell propone que arrasemos los hogares que dejaron atrás, que violemos a sus viudas y pasemos a sus hijos por la espada. Esos súbditos no son traidores…

—Son traidores —insistió Ser Axell—. No todos los hombres de Celtigar murieron en el Aguasnegras. Cientos de ellos cayeron prisioneros junto con su señor y doblaron la rodilla cuando él lo hizo.

—Cuando él lo hizo —repitió Davos—. Eran sus hombres, le fueron leales. No tenían elección.

—Siempre se puede elegir. Pudieron negarse a arrodillarse. Fue lo que hicieron algunos y murieron. Pero murieron leales y con dignidad.

—Algunos hombres son más fuertes que otros.

Era una respuesta poco convincente, Davos lo sabía bien. Stannis Baratheon tenía una voluntad de hierro, no comprendía ni perdonaba la debilidad en los demás.

«Estoy perdiendo», pensó desesperado.

—Todo hombre tiene el deber de permanecer leal a su legítimo rey, aunque el señor al que sirve lo traicione —declaró Stannis en un tono que no admitía discusión.

Una insensatez desesperada se apoderó de Davos, una imprudencia cercana a la locura.

—¿Cómo vos permanecisteis leal al rey Aerys cuando vuestro hermano alzó sus estandartes? —soltó con brusquedad.

Se hizo un silencio tenso.

—¡Traición! —gritó Ser Axell al tiempo que desenvainaba la daga—. ¡Alteza, se atreve a deciros semejantes infamias a la cara!

Davos oyó cómo Stannis rechinaba los dientes. En la frente del rey palpitaba una vena azul, hinchada. Sus ojos se encontraron.

—Guardad el cuchillo, Ser Axell. Dejadnos a solas.

—Si Su Alteza desea…

—Deseo que nos dejéis a solas —repitió Stannis—. Salid de mi presencia y decidle a Melisandre que venga.

—Como ordenéis. —Ser Axell guardó el cuchillo, hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta. Sus pisadas resonaban furiosas contra el suelo.

—Siempre os habéis aprovechado de mi autocontrol —advirtió Stannis a Davos cuando estuvieron a solas—. Os puedo cortar la lengua con la misma facilidad con la que os corté los dedos, contrabandista.

—Mi vida es vuestra, Alteza. Mi lengua también, podéis hacer con ella lo que queráis.

—Así es —dijo, ya más tranquilo—, y lo que quiero es que me sigáis diciendo la verdad. Aunque a veces la verdad es un trago amargo. ¿Aerys, decís? Ojalá supierais… Fue una decisión muy difícil. Mi sangre o mi señor. Mi hermano o mi rey. —Hizo una mueca—. ¿Habéis visto alguna vez el Trono de Hierro? Hay púas en el respaldo y, por todos lados, fragmentos de acero retorcido y puntas serradas de espadas y cuchillos, todo mezclado y fundido. No es una silla cómoda, ser. Aerys se cortó tantas veces que empezaron a llamarlo el Rey Costra. Allí mismo fue donde asesinaron a Maegor el Cruel. A decir de algunos, nadie que se siente en él descansa tranquilo. A veces me pregunto por qué lo desearon tanto mis hermanos.

—Entonces, ¿por qué lo queréis vos? —le preguntó Davos.

—No se trata de que lo quiera o no. El trono me corresponde como heredero de Robert. Es la ley. Después de mí deberá pasar a mi hija, a menos que Selyse me dé por fin un hijo varón. —Pasó tres dedos por la superficie de la mesa, por las capas de barniz suave y duro oscurecido por los años—. Soy el rey. No tiene nada que ver con lo que quiera. Tengo un deber para con mi hija. Para con el reino. Hasta para con Robert. No me tenía ningún cariño, lo sé, pero era mi hermano. La Lannister le puso los cuernos y lo convirtió en un bufón. Puede que hasta lo matara, igual que mató a Jon Arryn y a Ned Stark. Esos crímenes claman justicia, empezando por Cersei y sus abominaciones. Pero eso es sólo el principio. Estoy decidido a limpiar esa corte como debió hacer Robert después del Tridente. En cierta ocasión, Ser Barristan me dijo que toda la podredumbre del reinado de Aerys empezó con Varys. No se debería haber perdonado nunca a ese eunuco. Igual que al Matarreyes. Como mínimo, Robert tendría que haberle quitado la capa blanca y enviado al Muro, como le insistía Lord Stark. Pero hizo caso a Jon Arryn. Yo estaba en Bastión de Tormentas, sometido a asedio, nadie me consultó. —Se volvió bruscamente y clavó en Davos una mirada dura—. Decidme la verdad, ¿por qué queríais matar a Lady Melisandre?

«Así que lo sabe.» Davos no le podía mentir.

—Cuatro de mis hijos ardieron en el Aguasnegras. Ella los entregó a las llamas.

—La juzgáis mal. Aquel fuego no fue obra suya. Maldecid al Gnomo, a los piromantes, a ese imbécil de Florent que llevó mi flota a las fauces de la trampa… O maldecidme a mí por mi orgullo y obstinación, por apartarla de mi lado cuando más la necesitaba. Pero no a Melisandre. Sigue siendo mi más fiel servidora.

—El maestre Cressen era vuestro fiel servidor, y ella lo mató igual que mató a Ser Cortnay Penrose y a vuestro hermano Renly.

—Ahora el que habla como un bufón sois vos —protestó el rey—. Melisandre vio el final de Renly en las llamas, sí, pero tuvo tan poco que ver con aquello como yo. La sacerdotisa estaba conmigo, vuestro hijo Devan os lo puede confirmar. Si dudáis de mi palabra preguntadle a él. Si hubiera dependido de ella, Renly aún estaría con vida. Fue Melisandre quien me aconsejó con insistencia que me reuniera con él y le diera una última oportunidad de retractarse de su traición. También fue ella quien me dijo que mandara a buscaros cuando lo que quería Ser Axell era entregaros a R'hllor. —Esbozó una sonrisa—. ¿No os sorprende?

—Sí. Sabe muy bien que no soy amigo suyo ni de su dios rojo.

—Pero sois amigo mío, eso también lo sabe. —Hizo un gesto a Davos para que se acercara más—. El chico está enfermo, el maestre Pylos lo ha estado sangrando.

—¿El chico? —Sus pensamientos volaron hacia Devan, el escudero del rey—. ¿Habláis de mi hijo, señor?

—¿De Devan? Buen muchacho, se os parece mucho. No, el que está enfermo es el bastardo de Robert, el muchacho que nos llevamos de Bastión de Tormentas.

«Edric Tormenta.»

—Hablé con él en el Jardín de Aegon.

—Como ella quería. Como ella previó. —Stannis dejó escapar un suspiro—. ¿Os conquistó el muchacho? Es un don que tiene, lo heredó de su padre y lo lleva en la sangre. Sabe que es hijo de un rey, pero prefiere olvidar que es bastardo. Y adora a Robert igual que lo adoraba Renly cuando era pequeño. Mi regio hermano jugaba a hacer de padre amantísimo en sus visitas a Bastión de Tormentas; además estaban los regalos: espadas, ponis, capas ribeteadas en piel… Todo era cosa del eunuco. El chiquillo escribía mensajes de agradecimiento a la Fortaleza Roja, y Robert se reía y preguntaba a Varys qué le había enviado ese año. Renly era igual. Dejó la educación del crío en manos de castellanos y maestres, y él los conquistó a todos. Penrose prefirió morir a entregarlo. —El rey rechinó los dientes—. Aún me pongo furioso cuando me acuerdo. ¿Cómo se le pudo ocurrir que haría daño a ese niño? Elegí a Robert, ¿o no? Cuando llegó el momento duro de la decisión, elegí la sangre por encima del honor.

«Ya no llama al chico por su nombre.» Eso ponía muy nervioso a Davos.

—Espero que el joven Edric se recupere pronto.

—No es más que un resfriado. —Stannis hizo un gesto con la mano como para disipar su preocupación—. Tose, tiene escalofríos y fiebre. El maestre Pylos lo curará enseguida. El chico en sí no es nada, como podéis entender, pero por sus venas fluye la sangre de mi hermano. Y ella dice que la sangre de un rey tiene poder.

Davos no tuvo que preguntar quién era «ella». Stannis puso una mano sobre la Mesa Pintada.

—Mirad esto, Caballero de la Cebolla. Mi reino, mi herencia. Mi Poniente. —La barrió con una mano—. Todo esto de los Siete Reinos es absurdo. Ya lo dijo Aegon hace trescientos años, cuando estaba donde estamos nosotros ahora mismo. Por orden suya pintaron esta mesa. Aquí reflejaron ríos y bahías, colinas y montañas, castillos, ciudades, aldeas, lagos, pantanos y bosques… pero ninguna frontera. Es todo una sola cosa. Un solo reino, sobre el que debe reinar un solo rey.

—Un solo rey —asintió Davos—. Un solo rey es la paz.

—Yo llevaré la justicia a Poniente. De la justicia, Ser Axell entiende tan poco como de la guerra. Con Isla Zarpa no ganaría nada… y, como vos habéis dicho, sería una canallada. Celtigar tiene que pagar el precio de la traición en su persona, y así será cuando yo reine. Todo hombre cosechará lo que haya sembrado, desde el más alto señor a la más ínfima rata de cloaca. Os garantizo que algunos perderán mucho más que las puntas de los dedos. Han hecho sangrar a mi reino, eso no lo voy a olvidar. —El rey Stannis se apartó de la mesa—. Arrodillaos, Caballero de la Cebolla.

—¿Alteza?

—Hace tiempo, por vuestras cebollas y vuestros peces os nombré caballero. Por esto os voy a elevar al rango de señor.

«¿Por esto?» Davos no entendía nada.

—Estoy más que satisfecho con ser caballero a vuestras órdenes, Alteza. No sabría comportarme como un señor.

—Mejor. El comportamiento de los señores es falso. Lo he aprendido por las malas. Arrodillaos de una vez, vuestro rey lo ordena.

Davos se arrodilló y Stannis desenvainó la espada larga. Era Portadora de Luz, ese nombre le había puesto Melisandre; la Espada Roja de los Héroes, forjada en los fuegos en los que se habían consumido los siete dioses. La estancia pareció iluminarse cuando la hoja salió de su funda. El acero tenía un brillo propio y cambiante, ora anaranjado, ora amarillo, ora rojo. El aire tremolaba a su alrededor, y jamás una piedra preciosa había tenido tanto brillo. Pero cuando Stannis tocó con ella el hombro de Davos el tacto fue igual que el de otra espada cualquiera.

—Ser Davos de la Casa Seaworth —dijo el rey—, ¿seréis mi vasallo leal ahora y por siempre?

—Lo seré, mi señor.

—¿Juráis servirme con lealtad hasta el fin de vuestros días, aconsejarme sinceramente, obedecerme con presteza, defender mis derechos y mi reino contra todos los enemigos en batallas grandes y pequeñas, proteger a mi pueblo y castigar a mis enemigos?

—Lo juro, Alteza.

—Si así es levantaos, Davos Seaworth, y levantaos como señor de La Selva, Almirante del mar Angosto y Mano del Rey.

Por un momento Davos se quedó tan conmocionado que no pudo ni moverse. «Esta mañana me he despertado en sus mazmorras.»

—Alteza, no es posible… No estoy preparado para ser Mano de un rey.

—No hay nadie más preparado. —Stannis envainó la Portadora de Luz, tendió la mano a Davos y lo ayudó a ponerse en pie.

—Soy un plebeyo —le recordó Davos—. Soy un contrabandista que ha subido demasiado alto. Vuestros señores no me obedecerán nunca.

—En ese caso nombraremos nuevos señores.

—Pero… no sé leer… ni escribir…

—El maestre Pylos os leerá lo que os haga falta. En cuanto a lo de escribir, mi anterior Mano escribió la carta que le va a costar la cabeza. Lo único que os pido es lo que me habéis dado siempre. Sinceridad. Lealtad. Servicio.

—Tiene que haber alguien más adecuado… algún gran señor.

—¿Bar Emmon, ese crío, por ejemplo? —Stannis soltó un bufido—. ¿Mi desleal abuelo? Celtigar me ha abandonado, el nuevo Velaryon tiene seis años y el nuevo Sunglass embarcó rumbo a Volantis cuando quemé a su hermano. —Hizo un gesto airado—. Aún me quedan algunos hombres decentes, sí. Ser Gilbert Farring defiende para mí Bastión de Tormentas con doscientos leales. Lord Morrigen, el Bastardo de Canto Nocturno, el joven Chyttering, mi primo Andrew… pero no confío en ninguno de ellos tanto como en vos, mi señor de La Selva. Seréis mi Mano. Es a vos a quien quiero tener al lado en la batalla.

«Otra batalla será nuestro fin —pensó Davos—. En eso Lord Alester estaba en lo cierto.»

—Me habéis pedido un consejo sincero. Entonces, con toda sinceridad os diré… que no tenemos fuerzas suficientes para emprender otra batalla contra los Lannister.

—Su Alteza se refiere a la gran batalla —dijo una voz de mujer con marcado acento oriental. Melisandre estaba en la puerta, con sus sedas rojas y sus satenes brillantes. Llevaba en la mano una bandeja de plata tapada—. Estas guerras sin importancia no son más que riñas de críos antes de lo que se avecina. Las fuerzas de aquel cuyo nombre no debe pronunciarse están tomando posiciones, Davos Seaworth, y son malévolas y poderosas hasta límites inimaginables. Pronto llegará el frío y la noche que no acaba jamás. —Puso la bandeja de plata sobre la Mesa Pintada—. A menos que los hombres buenos tengan el valor de combatirlas. Hombres cuyos corazones sean de fuego.

—Melisandre me lo ha mostrado, Lord Davos —dijo Stannis, contemplando la bandeja de plata—. En las llamas.

—¿Lo visteis vos, señor? —No habría sido propio de Stannis Baratheon mentir en un asunto semejante.

—Con mis propios ojos. Después de la batalla, cuando me había dejado llevar por la desesperación, Lady Melisandre me pidió que mirara el fuego. La chimenea tenía buen tiro, y de las llamas se elevaban cenizas. Me quedé mirándolas aunque me sentía como un idiota, pero ella me pidió que mirara más al fondo y… las cenizas eran blancas, el aire caliente las levantaba, pero de repente pareció como si estuvieran cayendo. Pensé que era como la nieve. Luego las chispas del aire parecieron formar un círculo y convertirse en un cerco de antorchas, y me encontré viendo a través del fuego, como si mirara desde arriba, una colina en medio de un bosque. Las pavesas se habían convertido en hombres de negro detrás de las antorchas, y en medio de la nieve había sombras que se movían. Pese al calor del fuego sentí un frío tan espantoso que me estremecí. Entonces la visión desapareció y el fuego volvió a ser un simple fuego. Pero lo que vi era real, me jugaría mi reino.

—Ya lo habéis hecho —dijo Melisandre.

La seguridad con que hablaba el rey resultaba aterradora para Davos.

—Una colina en un bosque… sombras en la nieve… No sé…

—Significa que la batalla ya ha empezado —dijo Melisandre—. La arena del reloj cae ahora más deprisa, casi ha llegado la hora final del hombre sobre la tierra. Debemos actuar con osadía o no habrá esperanza. Poniente debe unirse bajo el mando de su verdadero rey, el príncipe que nos fue prometido, el Señor de Rocadragón y elegido de R'hllor.

—Las elecciones de R'hllor son extrañas. —El rey hizo una mueca, como si hubiera probado algo desagradable—. ¿Por qué yo y no mis hermanos? Renly y su melocotón… En mis sueños veo cómo le corre el jugo por la boca y la sangre por la garganta. Si hubiera cumplido con su deber como hermano habríamos aplastado a Lord Tywin. Una victoria de la que hasta Robert habría estado orgulloso. Robert… —Rechinó los dientes de un lado al otro—. También sueño con él. Lo veo riendo, bebiendo y fanfarroneando. Eran las cosas que mejor se le daban. Bueno, también pelear. Nunca lo pude superar en nada. El Señor de la Luz tendría que haber elegido como campeón a Robert. ¿Por qué a mí?

—Porque sois un hombre justo —dijo Melisandre.

—Un hombre justo. —Stannis tocó con un dedo la bandeja de plata tapada—. Con sanguijuelas.

—Sí —dijo Melisandre—, pero tengo que deciros una vez más que no es así como debe hacerse.

—Me jurasteis que funcionaría. —El rey se enfureció.

—Funcionará… y no funcionará.

—¿Cuál de las dos cosas?

—Las dos.

—Decidme algo que tenga sentido, mujer.

—Cuando las llamas hablen con más claridad también lo haré yo. En el fuego hay verdad, pero no siempre es fácil de ver. —El gran rubí de su garganta parecía absorber el fuego del brasero—. Entregadme al muchacho, Alteza. Es la manera más segura. La mejor. Entregadme al muchacho y yo despertaré al dragón de piedra.

—Os he dicho que no.

—No es más que un bastardo, ¿qué vale su vida comparada con la de todos los niños y niñas de Poniente? ¿Contra la de todos los niños que podrían nacer en todos los reinos del mundo?

—El chico es inocente.

—El chico profanó vuestro lecho nupcial, de lo contrario tendríais hijos varones. Os humilló.

—Eso lo hizo Robert, no el chico. Mi hija se ha encariñado con él; además, es de mi sangre.

—Es de la sangre de vuestro hermano —dijo Melisandre—. La sangre de un rey. Sólo la sangre de un rey puede despertar al dragón de piedra.

Stannis rechinó los dientes.

—No quiero oír una palabra más. No hay dragones. Los Targaryen trataron de devolverles la vida media docena de veces, y en todas las ocasiones hicieron el ridículo o acabaron muertos. Para ridículo ya tenemos a Caramanchada en esta roca olvidada de los dioses. Tenéis las sanguijuelas, empezad de una vez.

—Como ordene mi rey. —Melisandre inclinó la cabeza con gesto rígido.

Se metió la mano derecha en la manga izquierda y arrojó un puñado de polvo al brasero. Los carbones rugieron. Mientras las llamas claras se retorcían sobre ellos la mujer roja cogió la bandeja de plata y la puso ante el rey. Davos la observó mientras levantaba la tapa. Debajo había tres sanguijuelas negras, grandes, hinchadas de sangre.

«Sangre del muchacho —supo al momento—. Sangre de rey.»

Stannis extendió una mano y cerró los dedos en torno a una de las sanguijuelas.

—Decid el nombre —ordenó Melisandre.

La sanguijuela se retorcía en la mano del rey y trataba de pegarse a uno de los dedos.

—El usurpador —dijo—. Joffrey Baratheon.

Cuando tiró la sanguijuela al fuego, el animal se retorció como una hoja de otoño entre los carbones antes de arder. Stannis cogió la segunda.

—El usurpador —dijo, esta vez más alto—. Balon Greyjoy.

La tiró al brasero, donde la carne se abrió y chisporroteó. La sangre salió siseando humeante.

La última estaba en la mano del rey. A aquélla la examinó un momento mientras se retorcía en sus dedos.

—El usurpador —dijo por fin—. Robb Stark.

También la tiró a las llamas.

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