Cuando subió a cubierta, la larga punta de Marcaderiva desaparecía a popa, mientras a proa Rocadragón se elevaba del mar. De la cima de la montaña salía una fina columna de humo para marcar el sitio donde se encontraba la isla.
«Montedragón está inquieto esta mañana —pensó Davos—, o será que Melisandre está quemando a alguien más.»
Melisandre había ocupado un lugar prioritario en sus pensamientos mientras la Baile de Shayala atravesaba la bahía del Aguasnegras y dejaba atrás el Gaznate, avanzando con dificultad con el viento en contra. La gran hoguera que había ardido en la cima del puesto de vigía de Punta Aguda, al final del Garfio de Massey, le recordó el rubí que ella llevaba en la garganta, y cuando el mundo se tornaba rojo a la salida y la puesta de sol las nubes pasajeras adquirían el mismo color que las sedas y satenes de sus vestidos susurrantes.
Seguramente lo estaría esperando en Rocadragón, esperándolo con toda su belleza y su poder, con su dios y sus sombras y con el rey de Davos. Hasta ese momento, parecía que la sacerdotisa roja siempre había sido leal a Stannis.
«Lo ha destrozado como un jinete revienta a un caballo. Si pudiera, cabalgaría sobre él hasta el poder; por conseguirlo entregó a mis hijos al fuego. Le arrancaré el corazón del pecho para ver cómo arde.» Palpó la empuñadura de la fina y larga daga lysena que el capitán le había dado.
El capitán había sido muy amable con él. Se llamaba Khorane Sathmantes, un lyseno como Salladhor Saan, a quien pertenecía la nave, aunque había pasado muchos años comerciando en los Siete Reinos. Tenía los ojos de aquel color azul claro tan frecuente en Lys, hundidos en un rostro curtido por la intemperie. Cuando supo que el hombre que había sacado del mar era el famoso Caballero de la Cebolla le cedió su camarote y su ropa, y le dio un par de botas nuevas que casi le quedaban bien. Insistió también en que Davos compartiera su comida, aunque eso tuvo un final poco feliz. Su estómago no toleraba los caracoles, lampreas y otros platos con salsas fuertes que tanto adoraba el capitán Khorane, y la primera vez que compartió la mesa del capitán, pasó el resto del día con la cabeza o el trasero asomados por la borda.
Rocadragón se hacía más grande con cada golpe de los remos. Davos podía distinguir ya el contorno de la montaña y, a su lado, la gran ciudadela negra con sus gárgolas y torres en forma de dragón. El mascarón de bronce en la proa de la Baile de Shayala levantaba salpicaduras saladas al cortar las olas. Recostó el cuerpo sobre la borda, agradeciendo el apoyo. Su terrible experiencia lo había debilitado. Si estaba demasiado tiempo de pie, le temblaban las piernas, y a veces era presa de ataques de tos incontenibles, que le hacían escupir una flema sanguinolenta.
«No es nada —se dijo a sí mismo—. Seguro que los dioses no me han salvado del fuego y el mar para matarme después de tos.»
Mientras escuchaba el batir del tambor del cómitre, los chasquidos de la vela, los rítmicos crujidos de los remos y el chapoteo que hacían al entrar en el agua, recordó sus días de juventud, cuando esos mismos sonidos lo aterrorizaban en muchas mañanas brumosas. Anunciaban que se aproximaba la guardia del mar del viejo Ser Tristimun, y la guardia del mar significaba la muerte para los contrabandistas en la época en que Aerys Targaryen ocupaba el Trono de Hierro.
«Pero aquello ocurrió en otra vida —pensó—. Antes de la nave cebolla, antes de Bastión de Tormentas, antes de que Stannis me recortara los dedos. Eso fue antes de la guerra o del cometa rojo, antes de que yo fuera caballero. En aquellos tiempos era un hombre diferente, antes de que Lord Stannis me encumbrara.»
El capitán Khorane le había contado el final de las esperanzas de Stannis el día que el río había ardido. Los Lannister habían atacado sus flancos y sus inconstantes vasallos lo habían abandonado a centenares en la hora de mayor necesidad.
—También se vio la sombra del rey Renly —dijo el capitán—, dando espadazos a diestra y siniestra, al mando de la vanguardia del señor del león. Se dice que su armadura verde tomó el fulgor fantasmal del fuego valyrio y que en su cornamenta bailaban llamas doradas.
«La sombra de Renly.» Davos se preguntó si sus hijos también regresarían como sombras. Había visto demasiadas cosas extrañas en el mar para asegurar que los fantasmas no existían.
—¿Ninguno se mantuvo fiel? —preguntó.
—Unos pocos —respondió el capitán—. Los parientes de la reina sobre todo. Retiramos a muchos que llevaban el zorro y las flores, aunque muchos más quedaron en la orilla con todo tipo de blasones. Ahora Lord Florent es la Mano del Rey en Rocadragón.
La montaña se hacía más grande, coronada por un humo tenue. La vela cantaba, el tambor sonaba, los remos se movían acompasados y, al poco tiempo, la boca de la bahía se abrió ante ellos.
«Qué desierta está», pensó Davos recordando cómo había sido antes, con multitud de naves atracadas en todos los muelles y otras más allá del rompeolas que se mecían con el ancla echada. Veía la nave insignia de Salladhor Saan, la Valyria, amarrada en el mismo muelle donde la Furia y sus hermanas lo estuvieron una vez. Las naves que se encontraban a ambos lados de ella tenían también cascos lysenos a franjas. Buscó en vano una señal de la Lady Marya o de la Espectro.
Arriaron la vela cuando entraron en la bahía para llegar al muelle sólo con ayuda de los remos. El capitán acudió junto a Davos cuando estaban amarrando la nave.
—Mi príncipe deseará veros enseguida.
Cuando Davos intentó responder fue presa de un ataque de tos. Se agarró de la borda y escupió al agua.
—El rey —susurró—. Debo ver al rey.
«Porque donde esté el rey allí estará Melisandre.»
—Nadie va a ver al rey —replicó Khorane Sathmantes con firmeza—. Salladhor Saan os lo explicará. Id primero a verlo a él.
Davos estaba demasiado débil para desafiarlo. No pudo hacer otra cosa que asentir.
Salladhor Saan no estaba a bordo de su Valyria. Lo hallaron en otro muelle, a unos cuatrocientos metros, metido en la bodega de un galeón pentoshi de casco ancho llamado Cosecha generosa, revisando la carga con ayuda de dos eunucos. Uno de ellos llevaba una linterna, y el otro una tableta de cera y un estilo.
—Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve —enumeraba el viejo bribón cuando Davos y el capitán bajaron por la escotilla. Aquel día vestía una túnica color vino y botas altas de cuero blanco con filigrana de plata. Retiró el tapón de un ánfora y la olfateó—. La nariz me dice que la molienda es basta y la calidad de segunda. El manifiesto de carga dice que hay cuarenta y tres ánforas. Me pregunto dónde se habrán metido las demás. ¿Esos pentoshis creen que no sé contar? —Al ver a Davos, se detuvo de repente—. ¿Es la pimienta que me arde en los ojos o son lágrimas? ¿Es acaso el Caballero de la Cebolla quien está ante mí? No, es imposible, mi querido amigo Davos pereció en el río ardiente, todos lo dicen. ¿Por qué regresa para acosarme?
—No soy un fantasma, Salla.
—¿Y qué podrías ser? Mi Caballero de la Cebolla no estuvo nunca tan flaco ni tan pálido como tú. —Salladhor Saan se abrió camino entre las ánforas de especias y los rollos de tela que llenaban la bodega de la nave mercante, y envolvió a Davos en un abrazo arrebatador, luego le depositó un beso en cada mejilla y un tercero en la frente—. Todavía estás caliente, ser, y noto cómo late tu corazón. ¿Será posible? El mar que te tragó te ha escupido de nuevo.
Eso le recordó a Davos la historia de Caramanchada, el bufón idiota de la princesa Shireen. También había desaparecido bajo el mar y cuando salió estaba loco.
«¿También estaré yo loco?» Tosió cubriéndose la boca con la mano enguantada.
—Pasé nadando bajo la cadena —dijo—, y la corriente me arrastró hasta uno de los arpones del rey pescadilla. Hubiera muerto allí si la Baile de Shayala no me hubiera encontrado.
—Bien hecho, Khorane —dijo Salladhor Saan pasando un brazo por los hombros del capitán—. Tendrás una magnífica recompensa, deja que piense algo. Meizo Mahr, sé un buen eunuco y lleva a mi amigo Davos al camarote del dueño del barco. Dale un poco de vino caliente con clavo. No me gusta esa tos que tiene, échale también unas gotas de lima. ¡Y lleva queso blanco y un cuenco de esas aceitunas verdes que revisamos hace un rato! Davos, enseguida me reuniré contigo, tan pronto haya terminado de hablar con nuestro buen capitán. Sé que me lo perdonarás. ¡No te comas todas las aceitunas o me enojaré contigo!
Davos dejó que el más viejo de los dos eunucos lo escoltara hasta un camarote grande y lujosamente amueblado en la popa de la nave. Las alfombras eran gruesas, las ventanas tenían vidrios oscuros y en cualquiera de los tres grandes butacones de cuero hubieran cabido tres Davos con toda comodidad. El queso y las aceitunas llegaron al poco tiempo, junto con una copa de vino tinto caliente. La sostuvo entre las manos y bebió a sorbitos con gratitud. El calor se le extendió por el pecho, sedándolo.
Salladhor Saan apareció poco tiempo después.
—Tienes que perdonarme por el vino, amigo mío. Esos pentoshis se beberían sus orines si fueran tintos.
—Le vendrá bien a mi pecho —dijo Davos—. El vino caliente es mejor que una compresa medicinal, decía mi madre.
—Creo que también vas a necesitarlas. Abandonado todo este tiempo en uno de los arpones, qué horror. ¿Qué te parece ese magnífico butacón? Tiene las nalgas gordas, ¿verdad?
—¿Quién? —preguntó Davos entre dos sorbitos de vino caliente.
—Illyrio Mopatis. Una ballena con patillas, te lo aseguro. Hicieron a medida esos butacones, aunque apenas los usa, ya que casi no sale de Pentos. Un hombre obeso siempre se sienta con comodidad, creo yo, porque lleva siempre consigo un cojín no importa a dónde vaya.
—¿Cómo has conseguido una nave pentoshi? —preguntó Davos—. ¿Te has vuelto pirata de nuevo, mi señor? —Puso a un lado su copa vacía.
—Una vil calumnia. ¿Quién ha sufrido más a manos de los piratas que Salladhor Saan? Yo sólo pido lo que me corresponde. Me deben mucho oro, sí, pero soy un hombre razonable, por lo que en lugar de monedas he recibido un magnífico pergamino, recién escrito. En él aparecen el nombre y el sello de Lord Alester Florent, la Mano del Rey. Me han nombrado señor de la bahía del Aguasnegras, y ninguna nave puede cruzar mis señoriales aguas sin mi señorial autorización, no. Y cuando esos forajidos intentan escapar de mí en la noche para evitar mis señoriales tasas e impuestos, no son más que contrabandistas, y estoy en mi pleno derecho de darles caza. —El viejo pirata se echó a reír—. Pero yo no le corto los dedos a nadie. ¿Para qué sirven unos trozos de dedos? Tomo las naves, la carga, algunos rescates… nada que no sea razonable. —Miró atentamente a Davos—. No te encuentras bien, amigo mío. Esa tos… y estás tan flaco que te veo los huesos a través de la piel. Aunque lo que no veo es tu saquito de falanges…
El antiguo hábito hizo que Davos buscara con la mano el saquito de cuero que ya no llevaba al cuello.
—Lo perdí en el río.
«Junto con mi suerte.»
—Lo del río fue atroz —dijo Salladhor Saan con solemnidad—. Incluso desde la bahía yo lo contemplaba y temblaba.
Davos tosió, escupió y volvió a toser.
—Vi arder la Betha negra y la Furia —logró decir finalmente, con voz ronca—. ¿Ninguna de nuestras naves pudo escapar al fuego? —Una parte de él todavía albergaba esperanzas.
—La Lord Steffon, la Jenna Harapos, la Espada veloz, la Señor risueño y otras que estaban corriente arriba del orine de piromantes, sí. No se quemaron, pero con la cadena levantada ninguna pudo escapar. Algunas se rindieron. La mayoría remó por el Aguasnegras y se alejó de la batalla; más tarde, sus tripulaciones las hundieron para que no cayeran en manos de los Lannister. La Jenna Harapos y la Señor risueño se dedican a la piratería en el río, tengo entendido, pero no puedo asegurar que sea cierto.
—¿Y la Lady Marya? —preguntó Davos—. ¿La Espectro?
Salladhor Saan puso una mano en el antebrazo de Davos y se lo apretó.
—No. Ésas, no. Lo siento, amigo mío. Dale y Allard eran hombres buenos. Pero puedo darte un consuelo: tu joven Devan estaba entre los que recogimos al final. Ese chico valiente no se apartó ni un momento del lado del rey, o al menos eso dicen.
El alivio que sintió fue tan palpable que casi se mareó. Había temido preguntar por Devan.
—La Madre es misericordiosa. Debo ir con él, Salla. Tengo que verlo.
—Sí —dijo Salladhor Saan—. Y querrás navegar hacia el cabo de la Ira, lo sé, para ver a tu esposa y a tus dos pequeñines. Estoy pensando que necesitas una nueva nave.
—Su Alteza me dará una —dijo Davos.
—Su Alteza no tiene naves —dijo el lyseno con un gesto de negación—, y Salladhor Saan tiene muchas. Las naves del rey ardieron río arriba; las mías, no. Tendrás una, viejo amigo. Navegarás para mí, ¿verdad? Entrarás bailando en Braavos, en Myr y en Volantis, en lo más negro de la noche, sin que te vean, y saldrás bailando de nuevo, con sedas y especias. Tendremos bien llenas las bolsas, sí.
—Eres muy amable, Salla, pero debo mi lealtad al rey, no a tu bolsa. La guerra proseguirá. Stannis sigue siendo el rey legítimo de los Siete Reinos.
—La legitimidad no ayuda cuando todas las naves arden, pienso yo. Y tu rey… pues bien, me temo que lo hallarás algo cambiado. Desde la batalla no recibe a nadie, sólo vaga por su Tambor de Piedra. La reina Selyse mantiene la corte en su lugar, con ayuda de su tío, Lord Alester, que dice ser la Mano. Ella le ha dado el sello real a su tío para todas las cartas que escribe, incluido mi precioso pergamino. Pero lo que gobiernan es un pequeño reino, pobre y rocoso, sí. No hay oro, ni siquiera una pizca, para pagarle al fiel Salladhor Saan lo que se le debe, sólo quedan los escasos caballeros que recogimos al final y no hay ninguna nave, sólo las pocas que tengo yo.
Una tos súbita e insistente hizo doblarse a Davos. Salladhor Saan se le acercó para ayudarlo, pero él lo detuvo con un gesto, y un instante después se recuperó.
—¿A nadie? —susurró—. ¿Qué quieres decir con eso de que no recibe a nadie? —El sonido de su voz pastosa le resultaba extraño incluso a él; y durante un momento el camarote pareció dar vueltas a su alrededor.
—A nadie salvo a ella —respondió Salladhor Saan, y Davos no tuvo que preguntar a quién se refería—. Amigo mío, te estás agotando. Lo que necesitas es un lecho, no a Salladhor Saan. Un lecho y muchas mantas, con una compresa caliente para el pecho y más vino con clavo.
—Me pondré bien —dijo Davos con un gesto de negación—. Dime, Salla, tengo que saberlo. ¿Sólo a Melisandre?
El lyseno lo miró detenidamente con expresión dubitativa, y siguió hablando de mala gana.
—Los guardias echan a todos los demás, incluso a su reina y su hijita. Los sirvientes llevan comida que nadie come. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. He oído contar cosas raras, de hogueras hambrientas dentro de la montaña, de cómo Stannis y la mujer roja bajan juntos para contemplar las llamas. Dicen que hay pozos y escaleras secretas que van al corazón de la montaña, a sitios ardientes donde sólo ella puede caminar sin quemarse. Es más que suficiente para aterrorizar a un anciano hasta tal punto que a veces apenas encuentra fuerzas para comer.
«Melisandre.» Davos se estremeció.
—La mujer roja es la culpable —dijo—. Mandó el fuego para que nos consumiera, para castigar a Stannis por dejarla a un lado, para enseñarle que no puede albergar esperanzas de vencer sin sus brujerías.
—No eres el primero que dice eso, amigo mío. —El lyseno escogió una gruesa aceituna del cuenco que tenían delante—. Pero en tu lugar yo no lo diría tan alto. Rocadragón está llena de hombres de esa reina. Oh, sí, y tienen buenos oídos y mejores cuchillos. —Se metió la aceituna en la boca.
—Yo también tengo un cuchillo. El capitán Khorane me lo regaló. —Sacó la daga y la puso en la mesa, entre los dos—. Un cuchillo para arrancarle el corazón a Melisandre. Si es que tiene.
Salladhor Saan escupió el hueso de la aceituna.
—Davos, mi buen Davos, no debes decir esas cosas ni en broma.
—No es ninguna broma. Tengo la intención de matarla.
«Si es que pueden matarla las armas de los mortales. —Davos no estaba muy seguro de que fuera posible. Había visto al viejo maestre Cressen poner veneno en el vino de ella, lo había visto con sus propios ojos, pero cuando ambos bebieron de la copa envenenada, fue el maestre quien murió, y no la sacerdotisa roja—. Sin embargo, un cuchillo en el corazón… dicen los bardos que el frío metal puede matar hasta a los demonios.»
—Son conversaciones peligrosas, amigo mío —lo previno Salladhor Saan—. Creo que aún no te has recuperado del mar y que la fiebre te ha calcinado el entendimiento. Lo mejor es que te metas en cama para descansar bien hasta que recuperes fuerzas.
«Hasta que mi determinación flaquee, querrás decir.» Davos se levantó. Se sentía febril y algo mareado, pero eso no tenía importancia.
—Eres un viejo bribón traicionero, Salladhor Saan, pero de todos modos eres un buen amigo.
—Entonces, ¿te quedarás con este buen amigo? —preguntó el lyseno acariciándose la puntiaguda barba blanca.
—No, me marcharé —dijo entre toses.
—¿Te marcharás? ¡Pero mira cómo estás! Toses, tiemblas, estás flaco y débil. ¿Adónde piensas ir?
—Al castillo. Allí está mi cama. Y mi hijo.
—Y la mujer roja —dijo Salladhor Saan con suspicacia—. Ella también está en el castillo.
—Ella también —repitió Davos mientras envainaba la daga.
—Eres un contrabandista de cebollas, ¿qué sabes de acechar y apuñalar? Y enfermo como estás, ni siquiera puedes sostener la daga. ¿Sabes qué te ocurrirá si te atrapan? Mientras nosotros ardíamos en el río, la reina quemaba traidores. Los llamó «sirvientes de las tinieblas», pobrecillos, y la mujer roja cantaba mientras encendían las hogueras.
«Lo sabía —pensó Davos sin sorprenderse—, lo sabía antes de que me lo contara.»
—Sacó a Lord Sunglass de las mazmorras —aventuró Davos—, y a los hijos de Hubard Rambton.
—Exacto. Y los quemó, de la misma manera que te quemará a ti. Si matas a la mujer roja, te quemarán en venganza, y si fracasas en el intento te quemarán por haberlo intentado. Ella cantará y tú gritarás, y morirás. ¡Si apenas acabas de renacer!
—Sólo por un motivo, para hacer esto. Para poner punto final a Melisandre de Asshai y a todas sus obras. ¿Por qué otro motivo me habría devuelto el mar? Conoces la bahía del Aguasnegras tan bien como yo, Salla. Ningún capitán inteligente llevaría nunca su nave entre los arpones del rey pescadilla, con el riesgo de destrozar el casco. La Baile de Shayala no debió acercarse a mí.
—El viento —insistió Salladhor Saan en voz alta—. Un viento desfavorable, eso es todo. El viento la desvió mucho hacia el sur.
—¿Y quién mandó el viento? La Madre me habló, Salla.
—Tu madre está muerta… —El viejo lyseno lo miraba atentamente.
—La Madre. Me bendijo con siete hijos, pero yo dejé que la quemaran. Ella me habló. Me dijo que nosotros habíamos convocado al fuego. Y además convocamos a las tinieblas. Yo llevé a Melisandre a las entrañas de Bastión de Tormentas y contemplé cómo paría el horror. —Aún la veía en sus pesadillas, con las manos negras y huesudas sujetando los muslos mientras aquello le salía del vientre hinchado—. Ella mató a Cressen, a Lord Renly y a un hombre valiente llamado Cortnay Penrose, y también mató a mis hijos. Ahora, ha llegado el momento de que alguien la mate.
—Alguien —dijo Salladhor Saan—. Sí, exactamente, alguien. Pero no tú. Estás tan débil como un niño y no eres un guerrero. Te ruego que te quedes, hablaremos más, comerás y quizá pongamos rumbo a Braavos y contratemos a un Hombre sin Rostro para que lo haga, ¿sí? Pero tú, no; tú debes descansar y alimentarte.
«Me está poniendo esto mucho más difícil —pensó Davos con cansancio—, y ya era bastante difícil en un principio.»
—Tengo ansia de venganza en las tripas, Salla. No me deja sitio para la comida. Déjame marchar ahora. Por nuestra amistad, deséame suerte y déjame marchar.
—Creo que tú no eres un verdadero amigo —dijo Salladhor Saan, poniéndose en pie—. Cuando estés muerto, ¿quién llevará tus cenizas y tus huesos a tu esposa, quién le dirá que ha perdido a su marido y a cuatro hijos? Sólo el triste anciano Salladhor Saan. Que así sea, valiente caballero, apresúrate hacia tu sepultura. Recogeré tus huesos en un saco y se los entregaré a los hijos que dejes detrás de ti, para que los lleven en torno al cuello, metidos en saquitos. —Hizo un ademán irritado con una mano que tenía anillos en todos los dedos—. Vete, vete, vete, vete.
—Salla… —Davos no quería marcharse así.
—Vete. Sería mejor que te quedaras, pero si quieres irte, vete.
Davos se marchó.
La caminata desde el Cosecha generosa hasta las puertas de Rocadragón fue larga y solitaria. Las calles de la zona portuaria, donde antes se veían soldados, marineros y gente corriente, estaban vacías y desiertas. Donde otras veces había tropezado con cerdos que chillaban y niños desnudos sólo se veían ratas escurridizas. Sentía las piernas como gelatina, y en tres ocasiones la tos lo sacudió con tanta fuerza que se vio obligado a detenerse y descansar. Nadie acudió en su ayuda, nadie miró ni siquiera por una ventana para averiguar qué ocurría. Las ventanas tenían los postigos cerrados, las puertas estaban atrancadas, y más de la mitad de las casas mostraba alguna señal de luto.
«Miles zarparon hacia el río Aguasnegras, y sólo retornaron unos pocos cientos —meditó Davos—. Mis hijos no perecieron solos. Que la Madre se apiade de todos ellos.»
Cuando llegó a las puertas del castillo, también las encontró cerradas. Davos golpeó con el puño la madera con remaches de hierro. Al no recibir respuesta les dio patadas una y otra vez. Finalmente, un ballestero apareció encima de la barbacana y se asomó entre dos gárgolas que sobresalían.
—¿Quién anda ahí?
—Ser Davos Seaworth, para ver a Su Alteza —exclamó Davos echando la cabeza hacia atrás y poniéndose las manos alrededor de la boca.
—¿Estáis borracho? Largaos y dejad de hacer ruido.
Salladhor Saan se lo había advertido. Davos lo intentó de otra manera.
—Mandad a buscar a mi hijo. Devan, el escudero del rey.
—¿Quién habéis dicho que sois? —preguntó el guardia frunciendo el ceño.
—Davos —gritó—. El Caballero de la Cebolla.
La cabeza desapareció, para reaparecer un momento después.
—Fuera de aquí. El Caballero de la Cebolla pereció en el río. Su nave ardió.
—Su nave ardió —ratificó Davos—, pero él sobrevivió y está ante vos. ¿Jate sigue siendo el capitán de la puerta?
—¿Quién?
—Jate Blackberry. Me conoce bien.
—No me suena. Probablemente estará muerto.
—Entonces Lord Chyttering.
—A ése lo conozco. Se quemó en el Aguasnegras.
—¿Will Caragarfio? ¿Hal el Verraco?
—Muertos los dos —dijo el ballestero, pero en el rostro se le reflejó una duda repentina—. Esperad ahí. —Desapareció de nuevo.
«Han muerto, todos han muerto —pensó Davos mientras esperaba, aturdido, recordando el enorme vientre blanco de Hal que siempre le sobresalía por debajo del jubón manchado de grasa, la larga cicatriz que un anzuelo había dejado en la cara de Will o la manera en que Jate se quitaba la gorra delante de las mujeres, fueran cinco o cincuenta, plebeyas o de noble cuna—. Ahogados o calcinados con mis hijos y otros mil más, muertos para coronar un rey infernal.»
De repente, el ballestero regresó.
—Dad la vuelta, id al postigo y os dejarán entrar.
Davos siguió las instrucciones. Los guardias que lo hicieron pasar le resultaban desconocidos. Estaban armados con lanzas, y en el pecho llevaban el blasón del zorro y las flores de la Casa Florent. Lo escoltaron, pero no hasta el Tambor de Piedra, como él hubiera esperado, sino que lo llevaron por un camino bajo el arco de la Cola del Dragón que bajaba hasta el Jardín de Aegon.
—Espera aquí —le dijo el sargento.
—¿Sabe Su Alteza que he regresado? —preguntó Davos.
—Y qué coño me importa. He dicho que esperéis.
El hombre se marchó acompañado por sus lanceros.
El Jardín de Aegon tenía un agradable olor a pino, y por todas partes crecían árboles altos y oscuros. También había rosales silvestres, altos setos espinosos y una zona más húmeda donde crecían arándanos.
«¿Por qué me han traído aquí?», se preguntó, intrigado.
Entonces oyó el tintineo de cascabeles y risas infantiles, y de repente Caramanchada el bufón salió de los matorrales arrastrando los pies tan deprisa como podía, perseguido por la princesa Shireen.
—¡Vuelve ahora mismo! —gritaba la niña—. ¡Vuelve, Manchas!
Cuando el bufón vio a Davos, se detuvo de repente, y los cascabeles que colgaban de su puntiagudo yelmo de hojalata tintinearon con más fuerza. Se puso a cantar, dando saltos ora sobre un pie, ora sobre el otro.
—Sangre de bufón, sangre de rey, sangre en el muslo de la doncella, pero cadenas para los invitados, cadenas para el novio, sí, sí, sí.
Shireen estuvo a punto de atraparlo en aquel momento, pero en el último instante el bufón saltó por encima de una mata de helechos y desapareció entre los árboles. La princesa lo siguió de cerca. Al mirarlos, Davos sonrió. Se volvió para toser en su mano enguantada cuando otra silueta pequeña salió corriendo del seto y chocó contra él, haciéndolo caer. El niño también cayó, pero se levantó casi al instante.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó mientras se sacudía el polvo. El cabello, negro azabache, le llegaba al cuello, y tenía los ojos de un extraordinario color azul—. No deberíais cruzaros en mi camino cuando estoy corriendo.
—No —asintió Davos—. No debería. —Mientras trataba de incorporarse, otro ataque de tos lo estremeció.
—¿Os encontráis mal? —El niño lo cogió del brazo y lo ayudó a ponerse de pie—. ¿Queréis que llame al maestre?
—Es sólo tos —dijo Davos con un gesto de negación—. Se me pasará.
—Estábamos jugando a monstruos y doncellas —explicó el niño sin darle más vueltas a lo de la tos—. Yo era el monstruo. Es un juego infantil, pero a mi prima le gusta. ¿Tenéis nombre?
—Ser Davos Seaworth.
—¿Estáis seguro? —preguntó el niño, dubitativo, alzando la vista para mirarlo—. No tenéis pinta de caballero.
—Soy el Caballero de la Cebolla, mi señor.
—¿El de la nave negra? —Los ojos azules parpadeaban.
—¿Conocéis esa historia?
—Vos le traías a mi tío Stannis pescado para comer antes de que yo naciera, cuando Lord Tyrell lo tenía bajo asedio. —El niño se irguió en toda su altura—. Soy Edric Tormenta —le informó—, hijo del rey Robert.
—Es evidente.
Davos lo había reconocido al instante. El niño tenía las orejas separadas de los Florent, pero el cabello, los ojos, la mandíbula y los pómulos eran todos Baratheon.
—¿Conocisteis a mi padre? —inquirió Edric Tormenta.
—Lo vi muchas veces cuando visitaba a vuestro tío en la corte, pero no llegamos a hablar.
—Mi padre me enseñó a combatir —dijo el niño con orgullo—. Venía a verme casi todos los años, y a veces practicábamos juntos. En mi último día del nombre me mandó una maza como ésta, aunque más pequeña. Pero me hicieron dejarla en Bastión de Tormentas. ¿Es verdad que mi tío Stannis os cortó los dedos?
—Sólo la última falange. Aún tengo dedos, pero más cortos.
—Enseñádmelos. —Davos se quitó el guante. El niño estudió su mano con cuidado y preguntó—: ¿No os cortó el pulgar?
—No. —Davos tosió—. No, me lo dejó como estaba.
—No debió de cortaros ningún dedo —dijo el niño—. Eso estuvo mal hecho.
—Yo era contrabandista.
—Sí, pero le llevabais de contrabando cebollas y pescado.
—Lord Stannis me armó caballero por las cebollas, y me cortó los dedos por contrabandista. —Volvió a ponerse el guante.
—Mi padre no os habría cortado los dedos.
—Como digáis, mi señor.
«Robert era un hombre diferente de Stannis, eso es verdad. El niño es como él. Sí, y también como Renly.» La idea lo inquietó.
El chiquillo estaba a punto de decir algo más cuando se oyeron pasos. Davos se volvió. Ser Axell Florent llegaba por el camino del jardín; una docena de guardias con jubones enguatados lo seguía. En el pecho llevaban el corazón ardiente del Señor de la Luz.
«Hombres de la reina», pensó Davos. De repente, comenzó a toser.
Ser Axell era bajito y musculoso, de tórax ancho, brazos gruesos, piernas algo arqueadas y orejas de las que brotaban pelos. Tío de la reina, había servido como castellano de Rocadragón durante una década y siempre había tratado a Davos con cortesía, sabiendo que disfrutaba del favor de Lord Stannis. Pero cuando habló en su voz no había cortesía ni amabilidad.
—Ser Davos, y no se ha ahogado. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Las cebollas flotan, ser. ¿Habéis venido para llevarme a presencia del rey?
—He venido para llevaros a las mazmorras. —Ser Axell hizo un gesto a sus hombres—. Detenedlo y quitadle la daga. Tiene la intención de usarla contra nuestra señora.