JON

Las hachas resonaban día y noche.

Jon no recordaba la última vez que había dormido. Cuando cerraba los ojos soñaba con la batalla, cuando despertaba, combatía. Hasta en la Torre del Rey se oía el incesante tañido del bronce, la piedra y el acero robado al morder la madera, sonaba aún más alto cuando intentaba descansar en el cobertizo situado encima del Muro. Mance tenía también almádenas, así como largas sierras con dientes de hueso y pedernal. En una ocasión, mientras se hundía en un sueño extenuado, se produjo un tremendo crujido en el Bosque Encantado y un árbol centinela se derrumbó en una nube de polvo y agujas.

Cuando Owen fue a buscarlo estaba despierto, metido bajo un montón de pieles sobre el suelo del cobertizo.

—Lord Nieve —dijo Owen, sacudiéndolo por el hombro—, ya amanece.

Le dio la mano a Jon y lo ayudó a incorporarse. Había otros despertándose, empujándose mutuamente mientras se ponían las botas y abrochaban los cinturones de las espadas en el mínimo espacio del cobertizo. Nadie hablaba. Estaban demasiado agotados para hablar. Muy pocos de ellos se habían siquiera alejado del Muro en aquellos días. Subir y bajar en la jaula llevaba demasiado tiempo. El Castillo Negro había quedado en manos del maestre Aemon, de Ser Wynton Stout y otros pocos hombres, demasiados viejos o enfermos para combatir.

—He tenido un sueño: el rey había venido —dijo Owen con alegría—. El maestre Aemon enviaba un cuervo y el rey Robert venía con todos sus ejércitos. He soñado que veía sus estandartes dorados.

—Sería un espectáculo muy bien recibido, Owen —le dijo Jon, obligándose a sonreír.

Haciendo caso omiso del pinchazo de dolor en la pierna se echó una capa negra de piel por encima de los hombros, cogió la muleta y salió al Muro para enfrentarse a un nuevo día.

Una ráfaga de viento le recorrió con tentáculos de hielo el largo cabello castaño. Un kilómetro al norte los campamentos de los salvajes se despertaban, sus hogueras lanzaban dedos humeantes que rascaban el pálido cielo de la aurora. A lo largo del borde del bosque se veían sus tiendas de campaña de cuero y pieles, y hasta una basta edificación de troncos y ramas entretejidas; al este se veían filas de caballos, al oeste mamuts, y por doquier había hombres que afilaban espadas, ponían puntas a lanzas bastas o preparaban armaduras rudimentarias con pieles, huesos y cuernos. Jon sabía que por cada hombre que veía, entre los árboles se escondían muchos más. La espesura les ofrecía cierta protección ante los elementos y los ocultaban de los ojos de los odiados cuervos.

Los arqueros salvajes ya estaban avanzando cubiertos por los manteletes redondos que empujaban.

—Ahí vienen nuestras flechas para el desayuno —anunció Pyp alegremente, tal como hacía cada mañana.

«Qué suerte que se lo puede tomar a broma —pensó Jon—. Al menos queda alguien con humor.» Tres días antes una de aquellas flechas para el desayuno había alcanzado a Alyn el Rojo de Palisandro en una pierna. Todavía se podía ver su cuerpo en la base del Muro si uno se atrevía a asomarse lo suficiente. Jon pensaba que para ellos era mejor sonreír ante la broma de Pyp que meditar sobre el cadáver de Alyn.

Los manteletes eran escudos de madera con amplitud suficiente para que se escondieran detrás cinco arqueros del pueblo libre. Los arqueros los empujaron tanto como se atrevieron y a continuación se agacharon detrás para apuntar con sus flechas a través de ranuras en la madera. La primera vez que los salvajes los sacaron, Jon había pedido flechas encendidas y había logrado incendiar media docena, pero después de aquello Mance comenzó a cubrir los manteletes con pieles sin curtir. Así ni todas las flechas en llamas del mundo los habrían hecho arder. Incluso los hermanos comenzaron a apostar cuál de los centinelas de paja recibiría más flechazos antes de que acabaran con ellos. Edd el Penas iba a la cabeza con cuatro, pero Othell Yarwick, Tumberjon y Watt de Lago Largo tenían tres por cabeza. Había sido idea de Pyp comenzar a bautizar los señuelos con los nombres de los hermanos perdidos.

—Así parece que somos más —dijo.

—Que somos más con flechas en la panza —se quejó Grenn, pero como aquello parecía elevar la moral de sus hermanos, Jon dejó siguieran con el juego de los nombres y las apuestas.

Al borde del Muro había un ornamentado ojo myriense de bronce que se erguía sobre tres patas largas y finas. El maestre Aemon lo había usado tiempo atrás para mirar a las estrellas antes de que los ojos le fallaran. Jon apuntó el tubo hacia abajo para ver mejor al adversario. Incluso a esa distancia era inconfundible la enorme tienda de campaña blanca de Mance Rayder, confeccionada con pieles de osos de las nieves. Las lentes myrienses acercaban lo suficiente a los salvajes para verles las caras. Esa mañana no vio al propio Mance, pero Dalla, su mujer, estaba fuera atendiendo el fuego mientras que su hermana Val ordeñaba una cabra junto a la tienda. Dalla estaba tan grande que era un milagro que pudiera moverse.

«El niño debe de estar a punto de nacer», pensó Jon. Desplazó el ojo hacia el este y buscó entre las tiendas de campaña y los árboles hasta encontrar a la tortuga. «Eso también llegará pronto.» Los salvajes habían desollado a uno de los mamuts muertos durante la noche y estaban extendiendo la piel sanguinolenta por encima del techo de la tortuga, una capa más encima de los pellejos y las pieles de oveja. La tortuga tenía una cima redonda y ocho ruedas grandes, y bajo las pieles había un robusto armazón de madera. Cuando los salvajes comenzaron a armarla, Seda pensó que estaban construyendo una nave. «No se equivocaba mucho.» La tortuga era como un casco puesto al revés y abierto por proa y popa, una verdadera edificación sobre ruedas.

—¿Ya está a punto? —preguntó Grenn.

—Casi. —Jon apartó el ojo—. Parece que la terminarán hoy. ¿Has llenado los toneles?

—Hasta el último. Se han congelado por la noche. Pyp los acaba de revisar.

Grenn había cambiado mucho, ya no era el chaval grande, torpe y congestionado del que Jon se había hecho amigo. Había crecido medio palmo, se le habían ensanchado el pecho y los hombros, y no se había cortado el cabello ni arreglado la barba desde el Puño de los Primeros Hombres. Eso lo hacía parecer tan corpulento y greñudo como un uro, el apodo que le había colgado Ser Alliser Thorne durante los entrenamientos. Sin embargo, en aquel momento parecía muy cansado. Asintió al oír la respuesta de Jon.

—He estado oyendo sus hachas toda la noche. No han parado de talar, no me han dejado dormir.

—Entonces vete a dormir ahora.

—No me hace falta.

—Sí. Quiero que estés descansado. Vete, diré que te despierten para que no te pierdas la batalla. —Se obligó a sonreír—. Eres el único capaz de mover esos toneles.

Grenn se marchó refunfuñando y Jon volvió a concentrarse en el ojo para examinar el campamento de los salvajes. De vez en cuando una flecha le pasaba por encima de la cabeza, pero había aprendido a no prestarles atención. La distancia era grande y el ángulo no resultaba favorable, por lo que eran pocas las posibilidades de que le acertaran. Seguía sin ver rastro alguno de Mance Rayder en el campamento, pero divisó a Tormund Matagigantes y a dos de sus hijos en torno a la tortuga. Los hijos se afanaban con la piel del mamut mientras Tormund roía la pata asada de una cabra y daba órdenes a gritos. En otra parte encontró a Varamyr Seispieles, el cambiapiel salvaje, que caminaba entre los árboles con su gatosombra pisándole los talones.

Cuando oyó el traqueteo de las cadenas del cabestrante y el gruñido metálico de la puerta de la jaula al abrirse, supo que se trataba de Hobb, que les llevaba el desayuno como lo hacía cada mañana. La visión de la tortuga de Mance le había quitado el apetito. El aceite se les había terminado y el último barril de brea había salido disparado del Muro dos días atrás. Pronto escasearían también las flechas y no había armeros que fabricaran más. Y dos noches antes, había llegado un cuervo del oeste, de Ser Denys Mallister. Al parecer Bowen Marsh había perseguido a los salvajes hasta la Torre Sombría y más allá, hasta la oscuridad de la Garganta. En el Puente de los Cráneos se había enfrentado al Llorón y trescientos salvajes y había vencido en un combate sangriento. Pero la victoria había sido muy cara. Más de cien hermanos muertos, entre ellos Ser Endrew Tarth y Ser Aladale Wynch. Llevaron al Viejo Granada, gravemente herido, a la Torre Sombría. El maestre Mullin los atendía pero pasaría algún tiempo antes de que estuviera en condiciones de volver a Castillo Negro.

Al leer aquello, Jon había despachado a Zei a Villa Topo en su mejor caballo para pedirles a los lugareños que mandaran gente al Muro. La muchacha no volvió. Cuando envió a Mully tras ella, el hombre regresó diciendo que toda la villa estaba desierta, incluyendo el burdel. Lo más probable era que Zei los hubiera seguido por el camino real.

«Quizá deberíamos hacer lo mismo», fue la sombría reflexión de Jon.

Se obligó a comer aunque no tenía hambre. Ya era bastante con no poder dormir, no podía seguir adelante sin comida. «Además, ésta podría ser mi última comida. Podría ser la última comida para todos nosotros.» Cuando Jon ya tenía el estómago lleno de pan, panceta, cebollas y queso, oyó un grito.

—¡Ahí viene! —exclamó Caballo.

Nadie tuvo que preguntar qué venía. A Jon no le hizo falta el ojo myriense del maestre para ver cómo avanzaba entre las tiendas de campaña y los árboles.

—No se parece mucho a una tortuga —comentó Seda—. Las tortugas no tienen pelo.

—La mayoría tampoco tiene ruedas —dijo Pyp.

—Que suene el cuerno de guerra —ordenó Jon, y Tonelete dio dos toques largos para despertar a Grenn y a otros que estaban dormidos porque habían hecho guardia durante la noche.

Si los salvajes atacaban, el Muro necesitaría de todos los hombres. «Bien saben los dioses que tenemos pocos.» Jon miró a Pyp, a Tonelete y a Seda, a Caballo y a Owen el Bestia, a Tim Lenguatrabada, a Mully, a Bota de Sobra y a los demás, y trató de imaginárselos marchando codo con codo, espada con espada, contra un centenar de salvajes aullantes en la gélida oscuridad de aquel túnel con unas pocas barras de hierro entre ellos. A eso se reduciría todo si no podían detener la tortuga antes de que abrieran una brecha en la puerta.

—Es muy grande —dijo Caballo.

—Piensa en toda la sopa que podremos hacer. —Pyp chasqueó los labios.

La broma murió sin nacer. Hasta Pyp sonaba agotado.

«Parece medio muerto —pensó Jon—, pero me imagino que todos estamos igual.» El Rey-más-allá-del-Muro disponía de tantos hombres que podía lanzar contra ellos fuerzas descansadas a cada momento, mientras que el mismo puñado de hermanos negros tenía que enfrentarse a todos los ataques y eso había minado sus energías.

Jon sabía que los hombres que iban bajo la madera y las pieles empujaban con fuerza, metían los hombros y se tensaban para que las ruedas siguieran girando, pero tan pronto lanzaran la tortuga contra la puerta cambiarían las cuerdas por hachas. Al menos, Mance no enviaba mamuts ese día. Para Jon era un alivio. La fuerza titánica de aquellas bestias no servía de nada contra el Muro, y sus dimensiones los convertían en blancos fáciles. El último había tardado día y medio en morir y sus trompetazos agónicos eran un sonido espantoso.

La tortuga avanzaba lenta por encima de piedras, tocones y arbustos. Los primeros ataques le habían costado al pueblo libre cien hombres o más. La mayoría aún yacía donde había caído. En las treguas los cuervos se posaban sobre ellos y les rendían tributo, pero en aquellos momentos los pájaros levantaban el vuelo entre graznidos. No les gustaba el aspecto de aquella tortuga, a él tampoco.

Seda, Caballo y los demás lo estaban mirando, Jon lo sabía, esperaban sus órdenes. Estaba tan cansado que apenas se daba cuenta de nada.

«El Muro está en mis manos», se recordó.

—Owen, Caballo, a las catapultas. Tonelete, tú y Bota de Sobra, a los escorpiones. Los demás, tensad los arcos. Disparad las flechas. A ver si la podemos quemar.

Jon sabía que, con toda probabilidad, era un gesto fútil, pero aun así era mejor que quedarse allí de pie impotentes.

La tortuga, lenta y voluminosa, era un blanco fácil y sus arqueros y ballesteros la convirtieron enseguida en un puercoespín de madera… pero los pellejos húmedos la protegían, igual que habían hecho con los manteletes, y las flechas ardientes se apagaban casi al instante de clavarse. Jon soltó un taco para sus adentros.

—Escorpiones —ordenó—. Catapultas.

Los proyectiles de los escorpiones se hundieron profundos en los pellejos, pero no hicieron más daño que las flechas ardientes. Las rocas rebotaron en el techo de la tortuga y dejaron abolladuras en las gruesas capas de pieles. Una roca lanzada por alguno de los grandes trabuquetes la hubiera aplastado, pero una de las máquinas con que contaban todavía estaba rota y los salvajes se habían apartado del sitio donde caían los proyectiles de la otra.

—Jon, sigue avanzando —dijo Owen el Bestia.

Ya se había dado cuenta. Palmo a palmo, la tortuga se aproximaba; reptaba, se abría camino y se balanceaba mientras atravesaba el terreno de la carnicería. Cuando los salvajes lograran alinearla contra el Muro, les proporcionaría toda la protección que necesitaban mientras empleaban las hachas contra la puerta exterior que tan precipitadamente habían reparado. En el interior, bajo el hielo, apenas tardarían unas horas en quitar los escombros dispersos del túnel, y entonces lo único que se interpondría entre ellos y el reino serían dos verjas de hierro, unos pocos cadáveres medio congelados y todos los hermanos que Jon pudiera poner en su camino para pelear y morir abajo en la oscuridad.

A su izquierda se oyó el sonido de la catapulta y el aire se llenó de piedras voladoras. Cayeron sobre la tortuga como granizo y rebotaron hacia un lado sin causar el menor daño. Los arqueros de los salvajes seguían disparando flechas desde debajo de sus manteletes. Una se clavó en el rostro de un hombre de paja.

—¡Cuatro para Watt de Lago Largo! —gritó Pyp—. ¡Tenemos un empate! —La siguiente silbó junto a su oído—. ¡Eh! —gritó mirando hacia abajo—. ¡Yo no participo en el torneo!

—Las pieles no arden —dijo Jon, tanto para sí como para los otros. Su única esperanza era intentar aplastar la tortuga cuando llegara al pie del Muro. Para eso necesitaban rocas. No importaba cuán robusta fuera la estructura de la tortuga, si desde doscientos metros de altura caía sobre ella una roca grande, algún daño le tendría que causar—. Grenn, Owen, Tonelete, ha llegado el momento.

A lo largo del cobertizo habían alineado una docena de toneles de roble grandes. Estaban llenos de piedra molida, la gravilla que los hermanos negros esparcían habitualmente por los caminos para tener mejor agarre al caminar por la parte superior del Muro. El día anterior, después de ver cómo el pueblo libre cubría la tortuga con pieles de oveja, Jon había ordenado a Grenn que vertiera agua en los toneles, toda la que cupiera. El agua llenaría los intersticios entre la piedra molida y durante la noche todo aquello se congelaría hasta formar una masa sólida. Era lo más parecido a una gran roca que podían conseguir.

—¿Por qué tenemos que congelarlos? —le había preguntado Grenn—. ¿Por qué no hacemos rodar los toneles tal como están?

—Si golpean el Muro en la caída se reventarán y la gravilla suelta caerá como una lluvia. Y no nos va a bastar con una simple lluvia para detener a esos hijoputas —fue la respuesta de Jon.

Arrimó el hombro a un tonel para ayudar a Grenn, mientras Tonelete y Owen se ocupaban de otro. Lograron balancearlo adelante y atrás, para romper las tenazas del hielo que se había formado en torno a la base.

—Esta mierda pesa una tonelada —dijo Grenn.

—Derríbalo y hazlo rodar —dijo Jon—. Con cuidado, si te pasa por encima de un pie terminarás como Bota de Sobra.

Cuando el tonel quedó acostado, Jon agarró una antorcha y la hizo oscilar sobre la superficie del Muro, de un lado a otro, lo suficiente para derretir levemente el hielo. La fina capa de agua ayudó a que el tonel rodara con más facilidad. De hecho con demasiada, estuvieron a punto de perderlo. Pero finalmente, uniendo las fuerzas de los cuatro, rodaron su gran roca hasta el borde y la pusieron de nuevo en vertical.

En el momento en que Pyp los llamó a gritos tenían ya alineados encima de la puerta cuatro de los enormes toneles de roble.

—¡Tenemos una tortuga en la puerta! —avisó.

Jon ancló bien la pierna herida y se inclinó para echar un vistazo.

«Parapetos, Marsh tendría que haber construido parapetos.» Tendrían que haber hecho tantas cosas… Los salvajes arrastraban a los gigantes muertos para apartarlos de la puerta. Caballo y Mully les lanzaban rocas y a Jon le pareció ver que un hombre caía, pero las piedras eran demasiado pequeñas para tener algún efecto sobre la tortuga. Se preguntó qué haría el pueblo libre con el mamut muerto del camino, pero pronto se dio cuenta. La tortuga era casi del ancho de un gran salón, así que se limitaron a pasar por encima del cadáver. La pierna se le movió, pero Caballo le agarró el brazo y tiró de él hasta dejarlo en lugar seguro.

—No deberías asomarte tanto —dijo el muchacho.

—Tendríamos que haber construido parapetos. —A Jon le pareció oír el golpe de hachas contra la madera, pero probablemente no fuera más que el miedo que le zumbaba en las orejas. Miró a Grenn—. Adelante.

Grenn se colocó detrás de un tonel, apoyó el hombro, gruñó y comenzó a empujar. Owen y Mully se movieron para ayudarlo. Desplazaron el tonel un palmo, después otro, después otro, hasta que de pronto desapareció.

Oyeron el impacto cuando golpeó el Muro en su caída y después hubo un estruendo mayor, el sonido de la madera al partirse, seguido por chillidos y alaridos. Seda gritó y Owen el Bestia se puso a bailar en círculos mientras Pyp se asomaba.

—¡La tortuga estaba rellena de conejos! —gritó—. ¡Mirad cómo salen corriendo!

—¡Otra vez! —ladró Jon.

Grenn y Tonelete apoyaron los hombros contra el tonel siguiente y lo lanzaron al vacío.

Cuando terminaron, la parte delantera de la tortuga de Mance era una ruina aplastada y hecha astillas, y los salvajes salían a toda prisa por el otro extremo en busca de su campamento. Seda apuntó su ballesta y les envió cuatro dardos para que corrieran más deprisa. Grenn sonreía debajo de la barba, Pyp gastaba bromas y ninguno de ellos moriría ese día.

«Pero mañana…» Jon echó una mirada al cobertizo. Donde poco antes había doce toneles llenos de gravilla ya sólo quedaban ocho. Sólo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba y cuánto le dolía la herida. «Necesito dormir. Aunque sea unas horas.» Podía ir a ver al maestre Aemon para que le diera vino del sueño.

—Voy a bajar a la Torre del Rey —les dijo—. Llamadme si a Mance se le ocurre cualquier cosa. Pyp, estás al mando del Muro.

—¿Yo? —dijo Pyp.

—¿Él? —dijo Grenn.

Sonrió y los dejó allí perplejos mientras se dirigía hacia la jaula.

Desde luego, la copa de vino le fue de gran ayuda. Tan pronto se tendió en el estrecho camastro, el sueño se apoderó de él. Sus sueños fueron extraños e informes, llenos de voces desconocidas, de llantos y gritos, con el sonido de un cuerno de guerra que sonaba grave y alto, una nota retumbante que flotaba en el aire.

Cuando despertó el cielo estaba negro al otro lado de la aspillera que le servía de ventana y cuatro hombres que no conocía estaban de pie junto a él. Uno de ellos llevaba una lámpara.

—Jon Nieve —dijo bruscamente el de mayor estatura—, ponte las botas y ven con nosotros.

Su primer pensamiento aturdido fue que, de alguna manera, el Muro había caído mientras él dormía, que Mance Rayder había mandado más gigantes u otra tortuga y habían irrumpido por la puerta. Pero cuando se frotó los ojos vio que los extraños vestían todos de negro.

«Son hombres de la Guardia de la Noche», comprendió.

—¿Adónde? ¿Quiénes sois?

El hombre alto hizo un gesto y dos de los otros levantaron a Jon del lecho. Con la lámpara abriendo camino lo sacaron de su celda y le hicieron subir medio tramo de escaleras, hasta llegar a las habitaciones privadas del Viejo Oso. Vio al maestre Aemon de pie junto al fuego, con las manos cruzadas sobre el puño de un bastón de endrino. El septon Cellador estaba medio borracho como siempre, y Ser Wynton Stout dormía en un asiento junto a la ventana. Los demás hermanos le resultaban desconocidos. Todos menos uno.

Ser Alliser Thorne, inmaculado en su capa con ribetes de piel, se volvió hacia él.

—Aquí tienes al cambiacapas, mi señor. El bastardo de Ned Stark, de Invernalia.

—No soy ningún cambiacapas, Thorne —dijo Jon con frialdad.

—Eso ya lo veremos. —En el sillón de cuero tras el escritorio sobre el que el Viejo Oso escribía sus cartas se sentaba un hombre corpulento, ancho y de papada colgante, a quien Jon no conocía—. Sí, ya lo veremos —repitió—. Supongo que no negarás que eres Jon Nieve, el bastardo de Stark, ¿no?

—Prefiere que lo llamen Lord Nieve. —Ser Alliser era un hombre enjuto y esbelto, compacto y nervudo, y en ese momento sus ojos de pedernal parecían burlarse de él.

—Fuiste tú quien me apodó Lord Nieve —dijo Jon. A Ser Alliser le encantaba ponerles motes a los chicos que entrenaba cuando había sido maestro de armas en el Castillo Negro. El Viejo Oso había enviado a Thorne a Guardiaoriente del Mar. «Esos hombres deben de ser de Guardiaoriente. El pájaro ha llegado hasta Cotter Pyke y nos ha mandado ayuda»—. ¿Cuántos hombres habéis traído? —le preguntó al hombre sentado al otro lado del escritorio.

—Aquí las preguntas las hago yo —respondió el hombre de la papada—. Se te acusa de violar los votos, de cobardía y deserción, Jon Nieve. ¿Niegas haber abandonado a la muerte a tus hermanos en el Puño de los Primeros Hombres y haberte unido al salvaje Mance Rayder, que se hace llamar Rey-más-allá-del-Muro?

—¿Abandonado? —Jon estuvo a punto de atragantarse con la palabra.

—Mi señor —intervino el maestre Aemon—, Donal Noye y yo discutimos este asunto cuando Jon Nieve volvió con nosotros y consideramos satisfactorias las explicaciones que nos dio.

—Pues yo aún no estoy satisfecho, maestre —dijo el hombre de la papada—. Quiero oír personalmente esas explicaciones. Y las oiré.

—Yo no abandoné a nadie —dijo Jon tragándose la rabia—. Dejé el Puño con Qhorin Mediamano para explorar el Paso Aullante. Me uní a los salvajes siguiendo órdenes. El Mediamano temía que Mance hubiera encontrado el Cuerno del Invierno…

—¿El Cuerno del Invierno? —Ser Alliser rió entre dientes—. ¿También te ordenaron contar sus snarks, Lord Nieve?

—No, pero conté sus gigantes lo mejor que pude.

—Ser —espetó el hombre de la papada—. Te dirigirás a Ser Alliser como «ser», y a mí como «mi señor». Soy Janos Slynt, señor de Harrenhal y comandante aquí, en el Castillo Negro, hasta el momento en que Bowen Marsh regrese con su guarnición. Nos tratarás con la debida cortesía, sí. No voy a permitir que un caballero ungido, como el noble Ser Alliser, sea insultado por el bastardo de un traidor. —Levantó una mano y apuntó un dedo grueso al rostro de Jon—. ¿Niegas haber llevado a tu lecho a una mujer salvaje?

—No. —El dolor de Jon por la muerte de Ygritte era demasiado reciente como para negarla—. No, mi señor.

—Supongo que también fue el Mediamano quien te ordenó follar con esa puta asquerosa, ¿no? —preguntó Ser Alliser con una mueca.

—Ser. No era una puta, ser. El Mediamano me dijo que no importaba qué me exigieran los salvajes, que lo hiciera, pero… no negaré que fui más allá de lo que debía hacer, que… me encariñé con ella.

—Entonces admites haber roto tus votos —dijo Janos Slynt.

La mitad de los hombres del Castillo Negro visitaban Villa Topo de tiempo en tiempo para buscar tesoros escondidos en el burdel, Jon lo sabía, pero no deshonraría a Ygritte equiparándola a las rameras de Villa Topo.

—Rompí mis votos con una mujer. Lo admito. Sí.

—¡Sí, mi señor!

Cuando Slynt fruncía el ceño la papada se le estremecía. Era tan ancho como el Viejo Oso, y sin duda sería igual de calvo si llegaba a la edad de Mormont. Ya había perdido la mitad del pelo aunque no podía tener más de cuarenta años.

—Sí, mi señor —se corrigió Jon—. Cabalgué con los salvajes y comí con ellos, como me ordenó el Mediamano, y compartí mis pieles con Ygritte. Pero os juro que nunca cambié de capa. Huí del Magnar tan pronto pude y nunca tomé las armas contra mis hermanos ni contra el reino.

Los ojillos de Lord Slynt lo estudiaron.

—Ser Glendon —ordenó—, traed al otro prisionero.

Ser Glendon era el hombre alto que lo había sacado de la cama. Cuando dejó el recinto, lo hizo acompañado por otros cuatro hombres, pero regresaron enseguida con un cautivo, un hombrecillo cetrino y enjuto, atado de pies y manos. Tenía una sola ceja, un pico de pelo sobre la frente entre las entradas del cabello y un bigote que más bien parecía una salpicadura de lodo sobre el labio superior. Tenía el rostro hinchado y lleno de hematomas, y había perdido la mayoría de los dientes.

Los hombres de Guardiaoriente tiraron con rudeza al cautivo al suelo. Lord Slynt lo miró con el ceño fruncido.

—¿Es éste el hombre de quien hablaste?

—Sí. —Los ojos amarillos del cautivo parpadearon.

Sólo en ese instante Jon reconoció a Casaca de Matraca.

«Sin la armadura parece otro hombre», pensó.

—Sí —repitió el salvaje—, éste es el cobarde que mató al Mediamano. Fue allá arriba, en los Colmillos Helados, después de que hubiéramos cazado a otros cuervos y los hubiéramos matado a todos. También habríamos matado a éste, pero imploró por su despreciable vida y se ofreció a unirse a nosotros si lo aceptábamos. El Mediamano juró que antes mataría a este cuervo, pero el lobo destrozó a Qhorin y éste le cortó la garganta.

Le dedicó a Jon una sonrisa torcida y a continuación escupió sangre a sus pies.

—¿Bien? —le preguntó bruscamente Janos Slynt a Jon—. ¿Lo niegas? ¿O alegarás que Qhorin te ordenó que lo mataras?

—Me lo dijo… —Las palabras salieron con dureza—. Me dijo que hiciera cualquier cosa que me pidieran. Cualquier cosa.

La vista de Slynt paseó por los aposentos y se posó en los demás hombres de Guardiaoriente.

—¿Acaso este chico cree que me ha caído en la cabeza un carro lleno de nabos?

—Tus mentiras no te salvarán ahora, Lord Nieve —le avisó Ser Alliser Thorne—. Te vamos a sacar la verdad, bastardo.

—Os he dicho la verdad. Nuestros caballos estaban agotados y Casaca de Matraca nos alcanzaba. Qhorin me dijo que aparentara unirme a los salvajes. «No importa qué te exijan, hazlo», me dijo. Sabía que me obligarían a matarlo. Casaca de Matraca lo iba a matar de todos modos, eso también lo sabía.

—¿Así que ahora dices que el gran Qhorin Mediamano tenía miedo de este bicho? —Slynt miró a Casaca de Matraca y resopló.

—Todos los hombres temen al Señor de los Huesos —gruñó el salvaje.

Ser Glendon le pegó una patada y el prisionero volvió a sumirse en el silencio.

—No he dicho eso —insistió Jon.

—¡Ya te he oído! —exclamó Slynt dando un puñetazo sobre el escritorio—. Parece que Ser Alliser te ha tomado bien la medida. Mientes con esa boca de bastardo. No pienso tolerarlo. ¡Y no lo voy a tolerar! ¡Puede que engañaras a ese herrero tullido, pero no a Janos Slynt! Ah, no, ni hablar. Janos Slynt no se traga tus mentiras con tanta facilidad. ¿Crees que tengo la cabeza llena de coles?

—No sé de qué tenéis llena la cabeza, mi señor.

—Lord Nieve no es otra cosa que arrogante —dijo Ser Alliser—. Asesinó a Qhorin de la misma manera que sus compinches cambiacapas mataron a Lord Mormont. No me sorprendería saber que todo era parte del mismo complot. Es posible que Benjen Stark haya tenido algo que ver en esto. Por lo que sabemos, ahora mismo puede estar sentado en la tienda de Mance Rayder. Ya sabéis cómo son estos Stark, mi señor.

—Sí, lo sé demasiado bien —repuso Janos Slynt.

Jon se quitó el guante y les mostró su mano quemada.

—Me quemé la mano defendiendo a Lord Mormont de un espectro. Y mi tío era un hombre de honor. No hubiera violado sus votos jamás.

—¿Como tú? —se burló Ser Alliser.

—Lord Slynt —dijo el septon Cellador aclarándose la garganta—. Este muchacho se negó a hacer sus votos en el sept, como debe ser, y cruzó el Muro para pronunciar sus palabras ante un árbol corazón. Dijo que eran los dioses de su padre, pero también son los dioses de los salvajes.

—Son los dioses del norte, septon. —El maestre Aemon se mostró cortés, pero firme—. Mis señores, cuando Donal Noye fue asesinado quien se hizo cargo del Muro y lo defendió contra toda la furia del norte fue este joven, Jon Nieve. Ha mostrado ser un hombre valiente, leal y lleno de recursos. De no ser por él, vos, Lord Slynt, hubierais encontrado a Mance Rayder sentado en esa butaca. Estáis cometiendo un tremendo error. Jon Nieve era el mayordomo de Lord Mormont y su escudero. Fue elegido para esa misión porque el Lord Comandante lo consideraba muy prometedor. Y yo también.

—¿Prometedor? —dijo Slynt—. Bueno, la promesa puede resultar falsa. La sangre de Qhorin Mediamano lo salpica. Dices que Mormont confiaba en él, pero ¿de qué vale eso? Sé lo que es que a uno lo traicionen hombres en los que confiaba. Oh, sí. Y también sé cómo se comportan los lobos. —Señaló al rostro de Jon—. Tu padre murió como un traidor.

—Mi padre fue asesinado. —A Jon no le importaba ya qué le hicieran, pero no soportaría más mentiras sobre su padre.

—¿Asesinado? —Slynt enrojeció—. Cachorro insolente… El cadáver del rey Robert no se había enfriado cuando Lord Eddard se alzó contra su hijo. —Se levantó, era un hombre de menor estatura que Mormont, pero de pecho y brazos muy gruesos, con la barriga a juego. El broche de su capa sobre el hombro era una pequeña lanza dorada con la punta de esmalte rojo—. Tu padre murió por la espada, pero era de noble cuna, había sido Mano del Rey. Para ti bastará con una cuerda. Ser Alliser, llevaos a este cambiacapas a una celda de hielo.

—Mi señor es sabio —dijo Ser Alliser cogiendo a Jon del brazo.

Jon dio un paso atrás y agarró al caballero por la garganta con tal ferocidad que lo levantó del suelo. Lo habría estrangulado si los hombres de Guardiaoriente no lo llegan a detener. Thorne retrocedió tambaleándose y frotándose las marcas que los dedos de Jon habían dejado en su cuello.

—Ya lo habéis visto, hermanos. Este chico es un salvaje.

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