BRAN

La torre se alzaba sobre una isla; su gemela se reflejaba en las tranquilas aguas azules. Cuando soplaba el viento las ondas del agua recorrían la superficie del lago y se perseguían como chiquillos juguetones. A lo largo de la orilla los robles crecían gruesos, muy juntos, con un lecho de bellotas bajo ellos. Más allá estaba la aldea, o más bien lo que quedaba de ella.

Era la primera aldea que veían desde que habían dejado atrás la base de las colinas. Meera se había adelantado para asegurarse de que no acechaba nadie en las ruinas. Se deslizó entre los robles y los manzanos con la red y la lanza en la mano y asustó a tres ciervos de pelaje rojizo, que escaparon a saltos entre la maleza. Verano vio el relámpago de movimiento y al instante se abalanzó hacia ellos. Bran observó cómo se lanzaba a la caza el lobo huargo y, por un momento, lo que más deseó en el mundo fue meterse en su piel y correr con él, pero Meera les estaba haciendo señales para que se acercaran. Se apartó de Verano de mala gana y ordenó a Hodor que echara a andar hacia la aldea; Jojen los siguió de cerca.

Bran sabía que desde allí hasta el Muro sólo encontrarían pastizales, campos sin cultivar, colinas de pendientes suaves y poca altura, con prados en la parte superior y zonas encharcadas en la inferior. El camino sería mucho más sencillo que el que habían recorrido por las montañas, pero a Meera la intranquilizaba tanto espacio abierto.

—Me siento como desnuda —confesó—. No hay lugar donde esconderse.

—¿A quién pertenecen estas tierras? —preguntó Jojen a Bran.

—A la Guardia de la Noche —le respondió—. Esto es el Agasajo. El Nuevo Agasajo, y al norte está el Agasajo de Brandon. —El maestre Luwin le había enseñado la historia—. Brandon el Constructor entregó a los hermanos negros todas las tierras al sur del Muro hasta una distancia de veinticinco leguas. Para su… para su sustento y subsistencia. —Se sintió orgulloso de acordarse de una frase tan difícil—. Algunos maestres creen que fue otro Brandon, no el Constructor, pero sigue llamándose el Agasajo de Brandon. Miles de años después, la Bondadosa Reina Alysanne visitó el Muro a lomos de su dragón Ala de Plata y le pareció que los hombres de la Guardia de la Noche eran tan valientes que hizo que el Viejo Rey duplicara la extensión de sus tierras hasta cincuenta leguas. Así que eso fue el Nuevo Agasajo. —Señaló a su alrededor—. Esto. Todo esto.

A Bran le resultaba evidente que en aquella aldea no vivía nadie desde hacía años. Todas las casas se estaban derrumbando, hasta la posada. Por su aspecto como posada nunca había sido gran cosa, pero en aquellos momentos lo único que quedaba en pie era una chimenea de piedra y dos paredes llenas de grietas que se alzaban entre una docena de manzanos. Uno crecía en el suelo de la sala común, rodeado de una alfombra de hojas marrones húmedas y manzanas podridas. Su olor denso, de un aroma dulzón y empalagoso, resultaba casi insoportable. Meera pinchó unas cuantas manzanas con la fisga en busca de alguna que todavía fuera comestible, pero todas estaban demasiado podridas y agusanadas.

Era un lugar tranquilo, silencioso, pacífico y de una belleza innegable, pero a Bran le pareció que una posada abandonada tenía un aire triste y, por lo visto, Hodor también sentía lo mismo.

—¿Hodor? —dijo con tono confuso—. ¿Hodor? ¿Hodor?

—Esta tierra es buena. —Jojen cogió un puñado y la frotó entre los dedos—. Una aldea, una posada, un torreón resistente junto al lago, todos estos manzanos… pero ¿dónde está la gente, Bran? ¿Por qué abandonarían un sitio así?

—Seguro que tenían miedo de los salvajes —dijo Bran—. Los salvajes vienen por el Muro o por las montañas para saquear, robar y llevarse a las mujeres. Si te cogen te convierten el cráneo en una copa para beber sangre. Eso nos decía la Vieja Tata. La Guardia de la Noche no es tan fuerte como en tiempos de Brandon ni de la reina Alysanne, así que cada vez vienen más. Los lugares más cercanos al Muro sufrían saqueos tan frecuentes que la gente se trasladó más al sur, a las montañas o a las tierras de los Umber, al este del camino real. A los vasallos del Gran Jon también los saqueaban, pero no tanto como a los que vivían antes en el Agasajo.

Jojen Reed giró la cabeza muy despacio, escuchando una música que sólo él oía.

—Tenemos que refugiarnos aquí. Se acerca una tormenta. Muy fuerte.

Bran alzó la vista hacia el cielo. Había sido un día otoñal claro y luminoso, soleado, casi cálido, pero era cierto que se empezaban a acumular nubes oscuras en el cielo del oeste y el viento soplaba cada vez más fuerte.

—La posada no tiene tejado y sólo le quedan dos paredes —señaló—. Deberíamos ir al torreón.

—Hodor —dijo Hodor.

Tal vez estuviera de acuerdo.

—No tenemos bote, Bran. —Meera pinchaba las hojas con la fisga, distraída.

—Hay un camino, un sendero de piedra bajo el agua. Podríamos llegar andando. —Bueno, ellos podrían llegar andando, él tendría que ir cargado a la espalda de Hodor, pero al menos así no se mojaría.

Los Reed se miraron.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Jojen—. ¿Habías estado antes aquí, mi príncipe?

—No, me lo contó la Vieja Tata. La parte de arriba del torreón es una corona dorada, ¿veis? —Señaló hacia el otro lado del lago. Entre las almenas se veían restos de pintura color oro descascarillada—. La reina Alysanne durmió allí, de manera que en su honor pintaron las almenas de dorado.

—¿Un camino? —Jojen escudriñó el lago—. ¿Estás seguro?

—Segurísimo —dijo Bran.

Sabiendo dónde buscar, Meera lo encontró enseguida: era un camino de piedras de un metro de ancho que se metía directamente en el lago. Los guió paso a paso, tanteando frente a ella con la fisga. Alcanzaban a ver el punto donde el sendero emergía de nuevo al llegar a la isla y se transformaba en un corto tramo de peldaños que llevaban a la puerta del torreón.

Sendero, peldaños y puerta estaban en línea recta, lo que podía hacer pensar que el camino no tenía curvas, pero no era así. Zigzagueaba bajo el lago y rodeaba un tercio de la isla antes de regresar al que parecía su curso inicial. Los giros eran traicioneros, y la longitud del camino hacía que cualquiera que se acercara a la torre estuviera expuesto a las flechas que le dispararan desde allí durante mucho rato. Las piedras escondidas, además, eran resbaladizas y estaban cubiertas de lodo; Hodor casi perdió pie en dos ocasiones.

—Hodor —gritó alarmado antes de recuperar el equilibrio.

La segunda vez Bran se asustó mucho. Si Hodor se caía al lago mientras lo llevaba a él en la cesta era muy posible que se ahogara, sobre todo si el corpulento mozo de cuadras se ponía nervioso y se olvidaba de dónde estaba Bran, cosa que pasaba de vez en cuando.

«Tendríamos que habernos quedado en la posada, bajo aquel manzano», pensó, pero ya era demasiado tarde.

Por suerte no hubo una tercera vez, y a Hodor el agua no le pasó de la cintura en ningún momento, aunque los Reed estaban empapados casi hasta el cuello. No tardaron mucho más en llegar a la isla y en subir por los peldaños que llevaban al torreón. La puerta seguía siendo recia, aunque los gruesos tablones de roble se habían combado con los años y ya no cerraba bien. Meera la abrió del todo con el gemido de las bisagras de hierro oxidadas. El dintel era muy bajo.

—Agáchate, Hodor —dijo Bran. El gigante obedeció, pero no lo suficiente para evitar que Bran se golpeara la cabeza—. Qué daño —se quejó.

—Hodor —dijo Hodor al tiempo que se erguía.

Se encontraron en una cámara aislada en penumbra, tan pequeña que apenas cabían los cuatro juntos. Los peldaños excavados en la pared interior de la torre subían describiendo una curva a su izquierda y bajaban a su derecha detrás de verjas de hierro. Bran alzó la vista y divisó otra verja justo encima de él. «Un matacán.» Se alegró de que arriba no hubiera nadie dispuesto a arrojar aceite hirviendo sobre ellos.

Las verjas estaban cerradas, pero los barrotes de hierro estaban rojos de óxido. Hodor agarró la de la izquierda y le dio un tirón tan fuerte que gruñó por el esfuerzo. No consiguió nada. Trató de empujar, pero tampoco tuvo éxito. Sacudió los barrotes, les dio patadas, los embistió con el hombro, los sacudió y aporreó las bisagras con aquellas manos enormes hasta que el aire se llenó de fragmentos oxidados, pero la puerta de hierro no cedió. La que estaba bajo la bóveda tampoco cedió.

—No hay manera de entrar —dijo Meera, encogiéndose de hombros.

Bran, sentado en su cesta a la espalda de Hodor, tenía el matacán justo encima de la cabeza. Alzó los brazos y agarró los barrotes para darles un tirón. La reja se vino abajo en medio de una cascada de óxido y piedra desmenuzada.

—¡Hodor! —gritó Hodor.

La pesada verja de hierro golpeó a Bran en la cabeza y fue a estrellarse cerca de los pies de Jojen, que la apartó de una patada. Meera se echó a reír.

—Vaya, vaya, mi príncipe —dijo—. Si eres más fuerte que Hodor.

Bran se sonrojó.

Ya con el paso abierto Hodor no tuvo dificultades en aupar a Meera y a Jojen por el matacán. Luego los lacustres cogieron a Bran por los brazos y lo izaron. Lo difícil fue subir a Hodor, que pesaba demasiado para que los Reed lo levantaran como habían hecho con Bran. Al final el chico le dijo que saliera a buscar unas cuantas piedras grandes. En la isla las había en abundancia, así que Hodor no tuvo dificultad en hacer un montón lo suficientemente alto para subirse en él y auparse hasta el agujero.

—Hodor —jadeó feliz al tiempo que les sonreía.

Se encontraban en un laberinto de celdas pequeñas, oscuras y vacías, pero Meera siguió explorando hasta que encontró el camino que llevaba a las escaleras. Cuanto más subían, más luz había. En el tercer piso el grueso muro que daba al exterior estaba lleno de troneras, en el cuarto había ventanas de verdad, y el quinto, el más alto, era una gran estancia de forma redonda con tres puertas rematadas en arco que daban a balcones de piedra. También había una recámara con un excusado sobre un conducto de desagüe que iba a dar directamente al lago.

Cuando llegaron al tejado el cielo estaba encapotado por completo y las nubes que se divisaban hacia el oeste eran negras. El viento soplaba con tanta fuerza que hacía restallar la capa de Bran.

—Hodor —dijo Hodor al oír tanto ruido.

—Me siento casi como un gigante en lo más alto del mundo —dijo Meera, describiendo un círculo.

—En el Cuello hay árboles el doble de altos que esta torre —le recordó su hermano.

—Sí, pero tienen a su alrededor otros árboles igual de altos —dijo Meera—. En el Cuello el mundo está más apretado y el cielo es mucho más pequeño. En cambio aquí… ¿No notas ese viento, hermano? Y mira lo grande que se ha vuelto el mundo.

Era verdad, desde allí se divisaba una vasta extensión de tierra. Hacia el sur se alzaban las colinas y, detrás de ellas, las montañas grises y verdes. Las llanuras ondulantes del Nuevo Agasajo se extendían en el resto de las direcciones hasta donde alcanzaba la vista.

—Pensaba que desde aquí ya podríamos ver el Muro —dijo Bran, decepcionado—. Qué tontería, si debemos de estar aún a cincuenta leguas o más. —Sólo con pensarlo se sentía cansado y muerto de frío—. ¿Qué haremos cuando lleguemos al Muro, Jojen? Mi tío siempre decía que era muy grande. Tiene más de doscientos metros de alto y es tan grueso que las puertas que hay en la base más bien parecen túneles de hielo. ¿Cómo lo vamos a cruzar para buscar al cuervo de tres ojos?

—Tengo entendido que a lo largo del Muro hay castillos abandonados —respondió Jojen—. Son fuertes que construyó la Guardia de la Noche y que ahora están desiertos. Puede que podamos cruzar por uno de ellos.

La Vieja Tata solía llamarlos «castillos fantasma». En cierta ocasión el maestre Luwin había hecho que Bran se aprendiera los nombres de todos y cada uno de los fuertes del Muro. Le había costado bastante porque había diecinueve, aunque no habían estado habitados a la vez más allá de diecisiete. Durante el banquete celebrado en honor de la visita del rey Robert a Invernalia, Bran le había recitado los nombres a su tío Benjen, primero de este a oeste y luego de oeste a este. Benjen Stark se había echado a reír.

—Te lo sabes mejor que yo, Bran —le había dicho—. Deberías ser tú el capitán de los exploradores. Si te parece bien yo me quedaré aquí y tú irás a sustituirme.

Eso había sido antes de que Bran se cayera, claro. Antes de que se rompiera. Cuando despertó convertido en un tullido, su tío ya había regresado al Castillo Negro.

—Mi tío me contó que cuando había que abandonar un castillo las puertas del Muro se sellaban con hielo y piedras —dijo.

—Pues tendremos que abrirlas —respondió Meera.

—No deberíamos abrirlas. —Aquello no le terminaba de gustar—. Pueden entrar cosas malas del otro lado. Tendríamos que ir al Castillo Negro y decirle al Lord Comandante que nos deje pasar.

—Alteza —objetó Jojen—, tenemos que evitar el Castillo Negro igual que evitamos el camino real. Allí hay cientos de hombres.

—Hombres de la Guardia de la Noche —dijo Bran—. Entre sus juramentos está el de no tomar parte en guerras y cosas de ésas.

—Sí —reconoció Jojen—, pero bastaría con un hombre que deseara dejar de vestir el negro para que se desvelara vuestro secreto; podría venderlo a los hombres del hierro o al Bastardo de Bolton. Además, no tenemos ninguna certeza de que la Guardia nos dejara pasar. Puede que nos retuvieran o que nos obligaran a retroceder.

—Pero mi padre era amigo de la Guardia de la Noche, y mi tío es el capitán de los exploradores. Quizá sepa dónde vive el cuervo de tres ojos. Además, en el Castillo Negro está Jon. —Bran albergaba la esperanza de volver a ver a Jon y a su tío. Los últimos hermanos negros que visitaron Invernalia contaron que Benjen Stark había desaparecido durante una exploración, pero a aquellas alturas seguro que ya había regresado—. Y apuesto a que la Guardia nos da caballos si se los pedimos —insistió.

—Silencio. —Jojen se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y escudriñó el horizonte en dirección al sol poniente—. Mirad. Allí hay algo… Creo que es un jinete. ¿Lo veis?

Bran se protegió los ojos también y hasta los tuvo que entrecerrar. Al principio no vio nada hasta que un movimiento lo hizo volverse. Primero pensó que podía tratarse de Verano, pero no. «Un hombre a caballo.» Estaba demasiado lejos para distinguir más detalles.

—¿Hodor? —Hodor también se había puesto la mano sobre los ojos, sólo que miraba hacia donde no era—. ¿Hodor?

—No tiene prisa —dijo Meera—, pero a mí me parece que viene hacia esta aldea.

—Será mejor que entremos antes de que nos vea —dijo Jojen.

Verano está cerca del pueblo —objetó Bran.

—No le pasará nada —prometió Meera—. No son más que un hombre y un caballo cansado.

Unas cuantas gotas empezaron a repiquetear contra la piedra mientras volvían al piso superior de la torre. Habían elegido bien el momento, la lluvia no tardó en caer con fuerza. A través de los gruesos muros la oían azotar la superficie del lago. Se sentaron en el suelo de la habitación redonda, en la creciente oscuridad. El balcón que daba hacia el norte les permitía divisar la aldea abandonada. Meera se arrastró sobre el vientre para echar un vistazo hacia el otro lado del lago y ver qué había sido del jinete.

—Se ha refugiado en las ruinas de la posada —les dijo al volver—. Me parece que ha encendido fuego en la chimenea.

—Ojalá tuviéramos fuego nosotros —dijo Bran—. Estoy helado. Antes he visto muebles rotos en el piso de abajo, le podríamos decir a Hodor que los subiera para entrar en calor.

—Hodor —dijo Hodor esperanzado; le había encantado la idea.

—Si hay fuego, hay humo —dijo Jojen sacudiendo la cabeza—. El humo que saliera de esta torre se vería desde muy lejos.

—Si hubiera alguien para verlo —objetó su hermana.

—Está el hombre de la aldea.

—Sólo es uno.

—Basta con uno para entregar a Bran a sus enemigos. Aún nos queda medio pato de ayer. Vamos a comer y a descansar. Mañana por la mañana ese hombre seguirá su camino y nosotros también.

Jojen se salió con la suya; siempre se salía con la suya. Meera repartió el pato entre los cuatro. Lo había atrapado el día anterior con la red cuando intentó levantar el vuelo del pantano donde lo había encontrado. Frío no sabía tan bien como recién asado, crujiente y calentito, pero al menos no se quedarían con hambre. Bran y Meera se repartieron la pechuga y Jojen se comió el contramuslo. Hodor devoró el muslo y un ala, susurrando «Hodor» y lamiéndose la grasa de los dedos después de cada bocado. Le tocaba a Bran el turno de contar una historia, así que les habló de otro Brandon Stark, el llamado Brandon el Armador, que había navegado más allá del mar del Ocaso.

Cuando terminaron tanto la historia como el pato, la lluvia seguía cayendo. Bran se preguntó cuánto se habría alejado Verano y si habría atrapado a uno de los ciervos.

La torre estaba sumida en una penumbra gris que poco a poco se convirtió en oscuridad. Hodor empezó a inquietarse; no paraba de caminar y de dar vueltas por la habitación, siempre deteniéndose para echar un vistazo al excusado como si se hubiera olvidado qué había allí. Jojen estaba de pie en el balcón que daba al norte, oculto entre sombras, escudriñando la noche y la lluvia. Al norte, un relámpago hendió el cielo, y el interior de la torre se iluminó unos instantes. Hodor pegó un salto y dejó escapar un gemido de pánico. Bran contó hasta ocho a la espera del trueno.

—¡Hodor! —chilló Hodor cuando lo oyó retumbar.

«Espero que Verano no tenga tanto miedo —pensó Bran. Los perros de Invernalia siempre se aterrorizaban cuando había tormenta, igual que Hodor—. Tendría que ir a verlo para calmarlo…»

El relámpago rasgó el cielo de nuevo y en esa ocasión el trueno sonó antes de que contara hasta seis.

—¡Hodor! —chilló Hodor de nuevo—. ¡Hodor! ¡Hodor! —Desenvainó la espada como si quisiera luchar contra la tormenta.

—Silencio, Hodor —dijo Jojen—. Bran, dile que no grite. ¿Le puedes quitar la espada, Meera?

—Lo puedo intentar.

—Tranquilo, Hodor —dijo Bran—. Tienes que callarte. No sigas con lo de Hodor, ¿de acuerdo? Siéntate.

—¿Hodor? —Entregó la espada larga a Meera con docilidad, pero su rostro seguía reflejando un mundo de confusión.

Jojen se volvió de nuevo hacia la oscuridad y, de repente, le oyeron contener una exclamación.

—¿Qué pasa? —preguntó Meera.

—Hay hombres en la aldea.

—¿El que vimos antes?

—No, otros. Están armados. He visto un hacha y lanzas. —La voz de Jojen nunca había sonado tan infantil, tan propia de su edad—. Los he visto moverse entre los árboles a la luz del relámpago.

—¿Cuántos?

—Muchos, no sé. Demasiados para contarlos.

—¿A caballo?

—No.

—Hodor. —Hodor parecía muy asustado—. Hodor. Hodor.

—¿Y si vienen aquí? —Bran también tenía un poco de miedo, pero no quería reconocerlo delante de Meera.

—Qué va. —La jovencita se sentó a su lado—. ¿Para qué?

—Para refugiarse de la lluvia. —dijo Jojen con voz lúgubre—. Como no cese la tormenta… Meera, ¿por qué no bajas a atrancar la puerta?

—No se puede ni cerrar. La madera está muy combada. Pero no lograrán traspasar las verjas de hierro.

—Sí que podrían. A lo mejor rompen la cerradura o las bisagras. O suben por el matacán, como nosotros.

Otro relámpago hendió el cielo, y Hodor empezó a gimotear. Enseguida, el trueno retumbó sobre el lago.

—¡Hodor! —rugió con las manos en las orejas mientras corría en círculos en medio de la oscuridad—. ¡Hodor! ¡Hodor! ¡Hodor!

—¡No! —le gritó Bran—. ¡Ya vale de Hodor!

No sirvió de nada.

—¡Hooodor! —gimió Hodor.

Meera trató de sujetarlo para tranquilizarlo, pero era demasiado fuerte, y la tiró a un lado con un simple empujón.

—¡Hooooodoooor! —aulló el mozo de cuadras cuando el relámpago volvió a rasgar el cielo, y hasta Jojen gritaba ya, gritaba a Bran y Meera para que lo hicieran callar.

—¡Silencio! —chilló Bran con voz aguda, asustada.

Buscó la pierna de Hodor con la mano cuando pasó junto a él, lo buscó, lo buscó, lo buscó…

Hodor se tambaleó y cerró la boca. Sacudió la cabeza muy despacio, de un lado a otro, se dejó caer sentado en el suelo y cruzó las piernas. Cuando el trueno retumbó fue casi como si no lo oyera. Los cuatro se quedaron en silencio en la oscura torre, apenas se atrevían a respirar.

—¿Qué has hecho, Bran? —susurró Meera.

—Nada. —Bran sacudió la cabeza—. No lo sé.

Pero no era verdad, sí lo sabía.

«Lo he buscado, me he metido en él como me meto en Verano.» Durante un instante él había sido Hodor. Aquello le daba mucho miedo.

—Al otro lado del lago pasa algo —dijo Jojen—. Me parece que he visto a un hombre señalando hacia aquí.

«No voy a tener miedo. —Era el príncipe de Invernalia, el hijo de Eddard Stark, casi un hombre, y además era un warg, no un bebé como Rickon—. Verano no tendría miedo.»

—Seguro que son hombres de los Umber —dijo—. O también pueden ser de los Knott, de los Norrey, o de los Flint que hayan bajado de las montañas, o hasta hermanos de la Guardia de la Noche. ¿Llevaban capas negras, Jojen?

—De noche todas las capas son negras, Alteza. El relámpago no ha durado tanto como para que me fijara en sus ropas.

—Si fueran hermanos negros irían a caballo, ¿no? —señaló Meera, cautelosa.

—No importa —dijo Bran con seguridad; se le había ocurrido algo de repente—. No podrían llegar aquí aunque quisieran. No tienen barca, ni creo que sepan lo del sendero.

—¡El sendero! —Meera le revolvió el pelo y le dio un beso en la frente—. ¡Mi querido príncipe! Tiene razón, Jojen, seguro que no saben lo del sendero. Y aunque supieran que existe no lo encontrarían en medio de la lluvia, y menos de noche.

—Pero la noche terminará. Si no se van por la mañana… —Jojen no concluyó la frase. Hubo un momento de silencio—. Están echando leña al fuego que encendió el primer hombre —dijo al final. Un relámpago restalló en el cielo, la luz inundó la torre y proyectó sus sombras en las paredes. Hodor se mecía de adelante atrás todo el tiempo canturreando entre dientes.

Bran percibió el miedo de Verano en aquel momento de brillo. Cerró los dos ojos, abrió un tercero y se desprendió de su piel de niño como si fuera una capa mientras dejaba atrás la torre…

Y se encontró fuera, bajo la lluvia, con la barriga llena de ciervo, acobardado entre los arbustos mientras el cielo se rompía y rugía sobre él. El olor de las manzanas podridas y las hojas húmedas casi ocultaba el del hombre, pero allí estaba. Oyó el tintineo y el roce de la pieldura, vio a los hombres moverse entre los árboles. Uno que portaba un palo se movía con torpeza, llevaba una piel en la cabeza que lo dejaba ciego y sordo. El lobo dio un rodeo para esquivarlo, se metió entre las ramas chorreantes de un espino y bajo las ramas desnudas de un manzano. Los oía hablar, y allí, por debajo de los olores de lluvia, hojas y caballo le llegó el hedor agudo, rojo, del miedo…

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