La corona nueva que su padre había regalado a la Fe era el doble de alta que la destrozada por la turba, una maravilla de cristal y oro batido. Rayos de todos los colores del arco iris relampagueaban y centelleaban cada vez que el Septon Supremo movía la cabeza, pero Tyrion no dejaba de preguntarse cómo podría soportar el peso. Y hasta él tenía que reconocer que Joffrey y Margaery formaban una pareja regia allí de pie, juntos, entre las imponentes estatuas doradas del Padre y la Madre.
La novia estaba preciosa con su vestido de seda color marfil y encaje myriense; la falda estaba decorada con dibujos florales hechos con perlas pequeñas. Como viuda de Renly podría haberse presentado con los colores de la Casa Baratheon, oro y negro, pero llegó como una Tyrell, con una capa de doncella con un centenar de rosas de hilo de oro bordadas sobre terciopelo verde. Tyrion se preguntó si sería doncella de verdad.
«Aunque Joffrey no notaría la diferencia.»
El rey estaba casi tan esplendoroso como su novia con su jubón color rosa oscuro bajo una capa de terciopelo carmesí en la que se veían los emblemas del venado y el león. La corona le enmarcaba los rizos, oro sobre oro.
«Yo salvé esa mierda de corona para él. —Tyrion cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, incómodo. No podía estarse quieto—. Demasiado vino.»
Se le tendría que haber ocurrido ir a orinar antes de salir de la Fortaleza Roja. La noche sin dormir que había pasado con Shae también se dejaba notar, pero lo que más deseaba en el mundo era estrangular al imbécil de su regio sobrino.
«No es la primera vez que veo acero valyrio», había alardeado el chico. Los septones siempre hablaban de cómo el Padre en las alturas nos juzga a todos.
«Si el Padre tuviera la bondad de caerse y aplastar a Joff como si fuera un escarabajo pelotero, hasta recuperaría la fe.»
Lo tendría que haber sabido desde el principio. Jaime jamás enviaría a otro hombre a matar por él, y Cersei era demasiado astuta para emplear un cuchillo que había sido visto en sus manos, pero Joff, aquel canalla arrogante, cruel, idiota…
Recordó la fría mañana en que había bajado por los peldaños del edificio de la biblioteca de Invernalia y se encontró al príncipe Joffrey bromeando con el Perro acerca de matar lobos.
«Mandar un perro para matar a un lobo», había dicho. Pero ni siquiera Joffrey era tan idiota como para ordenar a Sandor Clegane que matara a un hijo de Eddard Stark; el Perro se lo habría contado a Cersei de inmediato. El chico habría buscado su herramienta entre el desagradable grupo de jinetes libres, comerciantes y seguidores de campamento que se habían pegado al séquito del rey durante el viaje hacia el norte.
«Cualquier estúpido con la cara picada de viruelas, dispuesto a jugarse la vida para conseguir el favor de un príncipe y un puñado de monedas. —Tyrion se preguntó a quién se le habría ocurrido esperar a que Robert saliera de Invernalia antes de cortarle el cuello a Bran—. A Joff, probablemente. Seguro que le pareció el colmo de la astucia.»
Tyrion recordó que la daga del príncipe tenía el pomo cubierto de piedras preciosas e incrustaciones de oro en la hoja. Al menos Joff no había sido tan cretino como para utilizar aquella arma. En vez de eso buscó entre las de su padre. Robert Baratheon era un hombre de generosidad descuidada, habría dado a su hijo cualquier daga que hubiera querido… Pero Tyrion se imaginó que el chico se había limitado a coger una. Robert había llegado a Invernalia con un largo séquito de caballeros y criados, una enorme casa con ruedas y todo un convoy de equipamiento. Sin duda algún criado diligente se habría asegurado de que las armas del rey viajaran con él por si quería utilizar alguna.
El cuchillo que había elegido Joff era sencillo, nada de filigranas de oro, piedras preciosas en la empuñadura ni incrustaciones de plata en la hoja. El rey Robert no lo utilizaba nunca, probablemente hasta se había olvidado de que lo tenía. Pero el acero valyrio tenía un filo mortífero, tanto como para atravesar la piel, la carne y el músculo en un golpe rápido. «No es la primera vez que veo acero valyrio.» Pero es muy probable que todavía no lo hubiera visto nunca en aquella ocasión. De lo contrario no habría cometido la estupidez de elegir el cuchillo de Meñique.
Lo que aún no sabía era por qué. ¿Tal vez por simple crueldad? Si algo le sobraba a su sobrino era eso. Tyrion tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar todo el vino que había bebido, para no mearse en los calzones, o para no hacer ambas cosas. Cambió de pie, incómodo. Tendría que haber cerrado la boca en el desayuno.
«Ahora el chico sabe que lo sé. Esta lengua mía me va a llevar a la muerte.»
Se formularon los siete votos, se invocaron las siete bendiciones y se intercambiaron las siete promesas. Una vez terminó la canción nupcial y nadie se alzó para impedir el matrimonio llegó el momento del intercambio de capas. Tyrion se apoyó sobre la otra pierna atrofiada y trató de ver algo entre su padre y su tío Kevan.
«Si los dioses son justos, Joff hará una chapuza. —Evitó por todos los medios mirar a Sansa para que la amargura no le aflorase a los ojos—. Maldita sea, podrías haberte arrodillado. Joder, ¿tanto te habría costado doblar esas rígidas rodillas Stark y permitirme que conservara un poco de dignidad?»
Mace Tyrell le quitó la capa de doncella a su hija con gesto tierno, al tiempo que Joffrey aceptaba la capa de desposada que le tendía su hermano Tommen y la desplegaba con un movimiento. A sus trece años, el niño rey era tan alto como su esposa de dieciséis; no le haría falta subirse a la espalda de un bufón. Cubrió a Margaery con el tejido dorado y carmesí, y le abrochó la capa sobre la garganta. Y así la muchacha pasó de estar bajo la protección de su padre a estar bajo la de su esposo.
«Pero ¿quién la protegerá de Joff? —Tyrion miró al Caballero de las Flores, que estaba con el resto de la Guardia Real—. Más os vale tener siempre la espada bien afilada, Ser Loras.»
—¡Con este beso te entrego en prenda mi amor! —exclamó Joffrey con voz retumbante.
Margaery repitió las palabras, y entonces la atrajo hacia él y le dio un largo beso en la boca. Los destellos de colores volvieron a danzar en torno a la corona del Septon Supremo mientras declaraba que Joffrey de las Casas Baratheon y Lannister y Margaery de la Casa Tyrell eran una sola carne, un solo corazón, una sola alma.
«Bien, ya se acabó. Ahora volvamos al castillo, a ver si puedo mear de una vez.»
Ser Loras y Ser Meryn, ataviados con sus armaduras blancas y sus capas níveas, encabezaron la procesión que salió del sept. Tras ellos, precediendo al rey y a la reina, iba el príncipe Tommen, cuya misión era arrojar al suelo pétalos de rosa de la cesta que llevaba. Después de la pareja real iban la reina Cersei con Lord Tyrell, y tras ellos la madre de la desposada del brazo de Lord Tywin. Un poco más atrás cojeaba la Reina de Espinas, con una mano en el brazo de Ser Kevan Lannister y la otra en su bastón, con los guardias gemelos siguiéndola de cerca por si se caía. Después iban Ser Garlan Tyrell y su señora esposa, y por fin les tocó a ellos.
—Mi señora…
Tyrion ofreció el brazo a Sansa. Ella lo tomó obediente, pero Tyrion advirtió su rigidez mientras recorrían juntos el pasillo. Ni por un momento bajó la vista hacia él.
Oyó los aplausos y las aclamaciones incluso antes de llegar a la puerta. El pueblo amaba tanto a Margaery que hasta estaban dispuestos a volver a amar a Joffrey. Había sido la esposa de Renly, el apuesto príncipe que los quería tanto que había vuelto de la tumba para salvarlos. Y con ella, por el camino de las rosas que venía desde el sur, habían llegado las riquezas de Altojardín. Los muy idiotas por lo visto no recordaban que había sido Mace Tyrell el que cerró el camino de las rosas y provocó la terrible hambruna.
Salieron al fresco aire del otoño.
—Ya pensaba que no íbamos a escapar —bromeó Tyrion.
—Sí, mi señor. —Sansa no tuvo más remedio que mirarlo—. Como vos digáis. —Parecía triste—. Pero la ceremonia ha sido muy hermosa.
«Y la nuestra, no.»
—Ha sido muy larga, dejémoslo ahí. Tengo que volver al castillo para echar una meada. —Tyrion se frotó el muñón de la nariz—. Ojalá me hubieran encargado cualquier misión fuera de la ciudad. Meñique fue muy listo.
Joffrey y Margaery seguían de pie en la cima de las escaleras desde donde se dominaba la gran plaza de mármol, rodeados por la Guardia Real. Ser Addam y sus capas doradas contenían a la multitud, mientras la estatua del rey Baelor el Santo los contemplaba benevolente. A Tyrion no le quedó más remedio que esperar junto con todos los demás para felicitar a los novios. Besó la mano de Margaery y le deseó toda la felicidad del mundo. Por suerte había más gente tras ellos esperando su turno, de manera que no tuvieron que entretenerse.
Su litera había quedado al sol, y entre las cortinas hacía mucho calor. Cuando se pusieron en marcha, Tyrion se reclinó y se apoyó sobre un codo mientras Sansa iba sentada mirándose las manos.
«Es tan bonita como la Tyrell.» Tenía una hermosa cabellera castaña rojiza y los ojos del azul oscuro de los Tully. El dolor le había dado un aspecto triste y vulnerable, que la hacía parecer aún más bella. Habría querido llegar a ella, romper la armadura de su cortesía. ¿Fue eso lo que lo hizo hablar? ¿O sólo la necesidad de olvidarse de su vejiga llena?
—He estado pensando que, cuando los caminos vuelvan a ser seguros, podríamos viajar a Roca Casterly. —«Lejos de Joffrey y de mi hermana.» Cuanto más pensaba en lo que había hecho Joff con Vidas de cuatro reyes, más preocupado estaba. «Seguro que significaba algo»—. Me encantaría enseñarte la Galería Dorada y la Boca del León, y también la Sala de los Héroes, donde Jaime y yo jugábamos cuando éramos niños. Se oye el retumbar del mar cuando las olas baten…
Sansa alzó la cabeza muy despacio. Tyrion sabía qué estaba viendo: el brutal ceño hinchado, el muñón de la nariz, la cicatriz rosada y los ojos desiguales. Los ojos de ella en cambio eran grandes, azules, vacíos.
—Iré a donde desee mi señor esposo.
—Esperaba que te agradara la idea, mi señora.
—Me agradará agradar a mi esposo.
«Eres un hombrecillo patético. —Tyrion apretó los labios—. ¿Pensabas que la harías sonreír diciendo tonterías sobre la Boca del León? ¿Cuándo has hecho sonreír a una mujer si no es con oro?»
—No, ha sido una idea tonta. Sólo un Lannister puede estar a gusto en la Roca.
—Sí, mi señor. Como quieras.
Tyrion alcanzó a oír los gritos de los ciudadanos que aclamaban al rey Joffrey.
«Dentro de tres años ese muchacho cruel será un hombre, gobernará por derecho propio… y los enanos inteligentes estarán a mucha distancia de Desembarco del Rey. Tal vez en Antigua. O quizá en las Ciudades Libres. Siempre había querido ver el Titán de Braavos. Puede que a Sansa le gustara.»
Le habló con dulzura de Braavos, y se encontró con un muro de cortesía hosca tan gélido e inexpugnable como el Muro que había visto en el norte. En ambas ocasiones lo invadió el desánimo.
El resto del viaje transcurrió en silencio. Al poco rato Tyrion descubrió que habría dado cualquier cosa por que Sansa dijera alguna palabra, cualquiera, pero la niña no hablaba nunca. Cuando la litera se detuvo en el patio del castillo se apoyó en el brazo de un mozo de cuadras para bajar.
—Tenemos que estar en el banquete dentro de una hora, mi señora. Enseguida volveré contigo.
Se alejó con pasos rígidos. Desde el otro lado del patio le llegó la carcajada sin aliento de Margaery mientras Joffrey la bajaba de la silla de montar.
«Algún día el chico será tan alto y fuerte como Jaime —pensó—, y yo seguiré siendo un enano entre sus pies. Y seguro que querrá hacerme aún más bajo…»
Encontró un retrete y dejó escapar un suspiro de alivio mientras orinaba el vino de la mañana. En ciertas ocasiones una meada era casi tan buena como una mujer, y aquélla era una de ellas. Deseó poder librarse de sus dudas y culpas con tanta facilidad.
Podrick Payne lo aguardaba ante sus habitaciones.
—Os he puesto el jubón nuevo. Aquí no. En la cama. En el dormitorio.
—Sí, ahí es donde guardamos la cama. —Sansa estaría allí adentro, vistiéndose para el banquete. Y Shae también—. Vino, Pod.
Tyrion bebió junto a la ventana, mientras contemplaba el caos en las cocinas, abajo. El sol no acariciaba todavía la parte superior de la muralla del castillo, pero ya le llegaba el olor de los panes horneados y las carnes asadas. Los invitados no tardarían en llenar el salón del trono, todos expectantes; aquélla sería una velada de canciones y esplendor, ideada no sólo para unir Altojardín con Roca Casterly, sino también para anunciar su poder y riqueza como lección para cualquiera que pudiera pensar en oponerse al reinado de Joffrey.
Pero ¿quién estaría tan loco como para cuestionar a Joffrey en aquel momento, después de lo que les había pasado a Stannis Baratheon y a Robb Stark? Todavía había escaramuzas en las tierras de los ríos, pero la pinza se cerraba por todas partes. Ser Gregor Clegane había cruzado el Tridente para apoderarse del Vado Rubí y luego tomó Harrenhal casi sin esfuerzo. Varamar se había rendido a Walder Frey el Negro y Poza de la Doncella estaba en manos de Lord Randyll Tarly, así como el Valle Oscuro y el camino real. En el oeste, Ser Daven Lannister se había unido a Ser Forley Prester en el Colmillo Dorado para marchar hacia Aguasdulces. Ser Ryman Frey avanzaba desde Los Gemelos con dos mil lanceros para reunirse con ellos. Y Paxter Redwyne aseguraba que su flota zarparía pronto del Rejo para emprender el largo viaje alrededor de Dorne y a través de los Peldaños de Piedra. Los piratas lysenos de Stannis estarían en inferioridad numérica de diez a uno. La contienda que los maestres empezaban a llamar la Guerra de los Cinco Reyes estaba a punto de terminar. Se decía que Mace Tyrell se quejaba de que Lord Tywin no había dejado ninguna victoria para él.
—¿Mi señor? —Pod estaba a su lado—. ¿Os vais a cambiar? Os he puesto el jubón. En la cama. Para la fiesta.
—¿La fiesta? —replicó Tyrion con amargura—. ¿Qué fiesta?
—La fiesta, el banquete de bodas. —A Pod se le escapó el sarcasmo, por supuesto—. El del rey Joffrey y Lady Margaery. Quiero decir, la reina Margaery.
—Muy bien, joven Podrick, vamos a ponernos festivos. —Tyrion decidió que aquella noche se iba a emborrachar a conciencia.
Shae estaba arreglándole el pelo a Sansa cuando entraron en el dormitorio. «Alegría y dolor —pensó al verlas juntas—. Risas y lágrimas.» Sansa lucía una túnica de raso plateado con ribetes de armiño y unas mangas tan amplias que casi tocaban el suelo con los puños de suave fieltro púrpura. Shae la había peinado con un gusto exquisito, recogiéndole el pelo en una redecilla de plata con gemas color púrpura. Tyrion nunca la había visto tan hermosa, aunque en aquellas mangas largas llevaba la señal del luto.
—Lady Sansa —le dijo—, esta noche vas a ser la mujer más hermosa del banquete.
—Mi señor es demasiado amable.
—Mi señora —dijo Shae implorante—, ¿no puedo ir a serviros en la mesa? Me muero por ver salir las palomas de la empanada.
—La reina ha elegido a todos los criados. —Sansa la miraba insegura.
—Y habrá demasiada gente en la sala. —Tyrion no tuvo más remedio que tragarse la contrariedad que sentía—. Pero habrá músicos por todo el castillo, y mesas en el patio exterior, con comida y bebida para todos.
Inspeccionó su jubón nuevo, de terciopelo carmesí con hombreras acolchadas y mangas abombachadas con cortes que dejaban ver la seda negra del forro. «Hermosa prenda. Sólo hace falta un hombre hermoso que la luzca.»
—Ven, Pod, ayúdame a ponerme esto.
Se bebió otra copa de vino mientras se vestía, luego tomó a su esposa por el brazo y la acompañó al exterior del Torreón para unirse a la marea de seda, satén y terciopelo que fluía hacia el salón del trono. Algunos invitados ya habían entrado para ocupar sus lugares en los bancos. Otros remoloneaban ante las puertas para disfrutar de aquella tarde cálida tan poco propia de la estación. Tyrion y Sansa recorrieron el patio para recitar las frases corteses de rigor.
«Se le da muy bien», pensó al verla decir a Lord Gyles que parecía mejor de su tos, alabar la túnica de Elinor Tyrell e interesarse por las costumbres matrimoniales en las Islas del Verano al hablar con Jalabhar Xho. Su primo Ser Lancel estaba allí, lo había llevado Ser Kevan, era la primera vez que abandonaba el lecho desde la batalla. «Parece un cadáver.» El pelo de Lancel se había vuelto blanco y quebradizo, y estaba flaco como un palo. Si no se hubiera apoyado en su padre se habría caído, seguro. Pero cuando Sansa ensalzó su valor y dijo cuánto se alegraba de verlo restablecido, tanto Lancel como Ser Kevan sonrieron. «Habría sido una buena reina para Joffrey, y una esposa aún mejor si hubiera tenido el sentido común de amarla.» Se preguntó si su sobrino sería capaz de amar a nadie.
—Esta noche estáis exquisita, pequeña —dijo Lady Olenna Tyrell a Sansa, cuando se acercó a ellos cojeando, con un traje de hilo de oro que debía de pesar más que ella—. Esperad, que el viento os ha revuelto el pelo. —La anciana le colocó unos cuantos mechones en su sitio y enderezó la redecilla del cabello de Sansa—. Sentí mucho enterarme de vuestras pérdidas —le dijo mientras—. Ya sé, ya sé, vuestro hermano era un traidor espantoso, pero si empezamos a matar hombres en las bodas les dará todavía más miedo contraer matrimonio. Así, ya está. —Lady Olenna sonrió—. Me complace deciros que partiré de vuelta a Altojardín pasado mañana. Ya estoy harta de esta ciudad hedionda, toda para vosotros. ¿Querréis acompañarme para ver aquello unos días, mientras los hombres están fuera en su guerra? Voy a echar muchísimo de menos a mi Margaery y a sus encantadoras damas. Vuestra compañía sería todo un consuelo.
—Sois muy buena conmigo, mi señora —dijo Sansa—, pero mi lugar está con mi señor esposo.
Lady Olenna dedicó a Tyrion una sonrisa arrugada, desdentada.
—¿Sí? Perdonad a esta vieja tonta, mi señor. No pretendía robaros a vuestra adorable esposa. Imaginé que partiríais al frente de un ejército Lannister contra algún terrible enemigo.
—Un ejército de dragones y venados. El consejero de la moneda debe permanecer en la corte para asegurarse de que los soldados reciben la paga.
—Claro. Dragones y venados, qué agudo. Y también centavos del enano. He oído hablar de esos centavos. Sin duda recolectarlos debe de ser un trabajo muy arduo.
—Dejo que sean otros quienes los recolecten, mi señora.
—¿De veras? Me imaginaba que os querríais encargar vos en persona. No podemos permitir que le roben a la corona sus centavos del enano, por supuesto que no. ¿Verdad?
—Los dioses no lo quieran. —Tyrion empezaba a preguntarse si Lord Luthor Tyrell no se habría tirado por el acantilado adrede—. Tendréis que disculparnos, Lady Olenna, tenemos que ocupar nuestros sitios.
—Yo también. Setenta y siete platos, nada menos. ¿No os parece un poco excesivo, mi señor? Yo no voy a comer más de tres o cuatro bocados, pero claro, vos y yo somos muy pequeños, ¿eh? —Volvió a acariciar el pelo de Sansa—. Venga, niña, seguid y tratad de ser más feliz —le dijo—. A ver, ¿dónde están mis guardias? Izquierdo, Derecho, ¿dónde os habéis metido? Venid, acompañadme al estrado.
Aunque aún quedaba una hora para la puesta del sol la sala del trono ya estaba iluminada con antorchas que ardían en todos los apliques de las paredes. Los invitados estaban junto a las mesas mientras los heraldos declamaban los nombres y títulos de las damas y señores que iban entrando. Pajes ataviados con la librea real los escoltaron por el ancho pasillo central. Arriba, la galería estaba abarrotada de músicos con tambores, flautas, violines, cuernos y gaitas.
Tyrion se agarró del brazo de Sansa e hizo el recorrido andando peor que nunca sobre las piernas torcidas. Sentía todos los ojos clavados en él, picoteándole la nueva cicatriz que lo había dejado aún más feo que antes. «Que miren —pensó mientras se subía a su asiento—. Que miren y murmuren cuanto quieran hasta hartarse, no me voy a esconder para darles un gusto.»
La Reina de Espinas fue la siguiente, arrastrando los pies con pasitos cortos. Tyrion no habría sabido decir cuál de los dos tenía un aspecto más absurdo, si él con Sansa o la menuda anciana entre sus dos guardias gemelos de más de dos metros.
Joffrey y Margaery entraron en el salón del trono a lomos de sendos corceles blancos. Los pajes corrían ante ellos y arrojaban pétalos de rosa bajo sus cascos. También el rey y la reina se habían cambiado de ropa para el banquete. Joffrey vestía calzones a rayas color negro y carmesí y un jubón de hilo de oro con mangas de satén negro e incrustaciones de ónice. Margaery había cambiado la recatada túnica que luciera en el sept por otra mucho más reveladora, un vestido de brocado color verde claro con el corpiño de encaje muy ceñido que le dejaba al descubierto los hombros y el nacimiento de los menudos pechos. Llevaba suelta la cabellera castaña, que le caía en cascada sobre los blancos hombros y le llegaba casi hasta la cintura. Se ceñía las sienes con una delicada corona de oro. Su sonrisa era tímida y dulce.
«Es una chica encantadora —pensó Tyrion—, y un destino mucho mejor del que merece mi sobrino.»
La Guardia Real los escoltó hasta el estrado, hacia los asientos de honor situados a la sombra del Trono de Hierro, que para la ocasión estaba cubierto de largos gallardetes de seda color oro Baratheon, carmesí Lannister y verde Tyrell. Cersei abrazó a Margaery y la besó en ambas mejillas. Lord Tywin hizo lo mismo, y luego Lancel y Ser Kevan. Joffrey recibió besos cariñosos del padre de su esposa y de sus dos nuevos hermanos, Loras y Garlan. Nadie parecía tener prisa por besar a Tyrion. Cuando el rey y la reina ocuparon sus asientos, el Septon Supremo se levantó para bendecir la mesa.
«Por lo menos no babea tanto como el anterior», se consoló Tyrion.
A Sansa y a él les habían asignado asientos en el lado de la derecha del rey, muy lejos de él, junto a Ser Garlan Tyrell y su esposa, Lady Leonette. Había una docena de invitados sentados más cerca de Joffrey, cosa que un hombre más susceptible habría considerado un insulto, dado que hacía muy poco tiempo había sido la Mano del Rey. Pero Tyrion habría estado más satisfecho si en vez de una docena hubieran sido un centenar.
—¡Que se llenen las copas! —proclamó Joffrey después de recibir el permiso de los dioses. Su copero vertió una jarra entera de un espeso tinto del Rejo en el cáliz dorado que Lord Tyrell le había regalado aquella mañana. El rey tuvo que cogerlo con ambas manos—. ¡Por mi esposa, la reina!
—¡Margaery! —gritó todo el salón—. ¡Margaery! ¡Margaery! ¡Por la reina!
Un millar de copas entrechocaron y el banquete se consideró iniciado. Tyrion Lannister bebió con todos los demás, vació su copa en aquel primer brindis e hizo señal de que se la volvieran a llenar en cuanto estuvo sentado de nuevo.
El primer plato era una crema de champiñones y caracoles rehogados en mantequilla que se sirvió en cuencos dorados. Tyrion apenas si había probado el desayuno y el vino ya se le había subido a la cabeza, de manera que agradeció mucho la comida. Terminó su plato enseguida.
«Uno menos, sólo quedan setenta y seis. Setenta y siete platos cuando todavía hay niños hambrientos en la ciudad, hombres que matarían por un rábano. Si nos pudieran ver ahora tal vez no les tendrían tanto cariño a los Tyrell.»
Sansa probó una cucharada de crema y apartó el cuenco a un lado.
—¿No es de tu gusto, mi señora? —preguntó Tyrion.
—Va a haber tantos platos, mi señor… Tengo el estómago pequeño.
Jugueteó nerviosa con el pelo y miró hacia donde estaba Joffrey con su reina Tyrell. «¿Le gustaría estar en el lugar de Margaery? —Tyrion frunció el ceño—. Hasta una niña debería tener más sentido común.»
Se dio la vuelta para distraerse con algo, pero mirase hacia donde mirase había mujeres, mujeres hermosas y felices que eran de otros hombres. Margaery, claro, que sonreía con dulzura mientras Joffrey y ella bebían del gran cáliz matrimonial de siete caras. Su madre, Lady Alerie, canosa y atractiva, todavía orgullosa al lado de Mace Tyrell. Las tres primitas de la reina, vivarachas como pajarillos. La morena esposa myriense de Lord Merryweather, con sus grandes ojos negros como nubes de tormenta. Ellaria Arena, sentada entre los dornienses (Cersei les había dado una mesa propia justo bajo el estrado, en un lugar de gran honor pero tan lejos de los Tyrell como permitía la anchura del salón), que en aquel momento se reía de algo que le había dicho la Víbora Roja.
Y había una mujer sentada casi al final de la tercera mesa por la izquierda… la mujer de uno de los Fossoway, según creía, con un embarazo avanzado. El vientre abultado no menguaba en absoluto su delicada belleza, ni tampoco su disfrute de la comida y de las caricias. Tyrion la observó mientras su esposo le daba los mejores pedacitos de comida de su plato. Bebían de la misma copa y, a menudo, se besaban sin motivo aparente. Siempre que lo hacían, él le ponía la mano sobre el vientre en gesto cariñoso, tierno y protector.
¿Qué haría Sansa si se inclinaba sobre ella y la besaba en aquel momento? «Apartarse, probablemente. O aguantar con valor, como era su deber. Si de algo sabe esta esposa mía es de cumplir con su deber.» Si le decía que aquella noche quería desvirgarla también lo soportaría porque era su deber y no lloraría más de lo justo.
Indicó por gestos que quería más vino. Cuando se lo vertieron ya se estaba sirviendo el segundo plato, un pastel de hojaldre relleno de cerdo, huevos y piñones. Sansa no probó más que un mordisco del suyo mientras los heraldos anunciaban al primero de los siete bardos.
Hamish el Arpista, con su barba blanca, anunció que ejecutaría «para los oídos de dioses y hombres una canción jamás antes escuchada en los Siete Reinos». Según dijo, su título era «Lord Renly cabalgó de nuevo».
Acarició con los dedos las cuerdas del arpa y el salón del trono se llenó de un dulce sonido.
—«Desde su trono de huesos el Señor de la Muerte contempló al caballero asesinado» —empezó Hamish.
Luego siguió cantando cómo Renly, arrepentido de su intento de usurpar la corona de su sobrino, desafió al mismísimo Señor de la Muerte y volvió a la tierra de los vivos para defender el reino del ataque de su hermano.
«Y por esto tuvo que acabar el pobre Symon en un caldero», meditó Tyrion. Al final, cuando la sombra del valiente Lord Renly voló hasta Altojardín para ver por última vez el rostro de su amada, la reina Margaery tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Renly Baratheon no se arrepintió de nada en toda su vida —le dijo el Gnomo a Sansa—, pero si algo entiendo de esto, Hamish acaba de ganar un laúd dorado.
El Arpista les cantó luego varias canciones más conocidas. «Una rosa de oro» en honor a los Tyrell, sin duda, al igual que «Las lluvias de Castamere» tenía como objetivo adular a su padre. Con «Doncella, Madre y Vieja» deleitó al Septon Supremo, y «Mi señora esposa» sirvió para conquistar a todas las jovencitas románticas del salón, así como a algunos muchachitos. Tyrion apenas prestaba atención mientras probaba los buñuelos de maíz dulce y un pan de avena caliente con trocitos de dátil, manzana y naranja, además de mordisquear una costilla de jabalí.
Después de aquello los platos y los espectáculos se fueron sucediendo con asombrosa profusión, espoleados por una marea de vino y cerveza. Hamish dejó paso a un oso pequeño y viejo que bailaba con torpeza al ritmo de la flauta y el tambor mientras los invitados a la boda probaban la trucha preparada con una costra de almendras troceadas. El Chico Luna se subió a los zancos y caminó entre las mesas persiguiendo a Mantecas, el gordísimo bufón de Lord Tyrell, mientras los señores y las damas comían garzas asadas y empanadas de queso y cebolla. Los saltimbanquis de una compañía pentoshi dieron volteretas, caminaron sobre las manos, mantuvieron platos en equilibrio con los pies y se subieron unos encima de los hombros de otros para formar una pirámide. Sus proezas fueron acompañadas de cangrejos cocidos con picantes especias orientales, fuentes enteras de carnero guisado en leche de almendras con zanahorias, pasas y cebollas, y tartaletas de pescado recién salidas del horno, que se sirvieron tan calientes que no se podían coger con los dedos.
A continuación los heraldos convocaron a otro bardo: Collio Quaynis de Tyrosh, con una espesa barba color bermellón y un acento tan ridículo como había augurado Symon. Collio empezó con su versión de «La danza de los dragones», que en realidad se trataba de una composición para cantar a dúo un hombre y una mujer. Tyrion la soportó con una segunda ración de perdiz a la miel y varias copas de vino. La evocadora balada sobre dos amantes moribundos en medio de la Maldición de Valyria habría gustado mucho más a los asistentes si Collio no la hubiera cantado en alto valyrio, idioma que la mayoría desconocían. Pero se los volvió a ganar con «Bessa la tabernera» y su letra tan picante. Se sirvieron pavos reales con todo su plumaje, asados enteros y rellenos de dátiles, al tiempo que Collio llamaba a un tamborilero, hacía una marcada reverencia ante Lord Tywin y entonaba las primeras notas de «Las lluvias de Castamere».
«Si tengo que aguantar siete versiones, bajaré al Lecho de Pulgas a pedir perdón al guiso.» Tyrion se volvió hacia su esposa.
—¿Cuál prefieres?
—¿Cómo decís, mi señor? —Sansa lo miraba parpadeando.
—De los bardos, ¿cuál prefieres?
—Lo… Lo siento, mucho, mi señor. No estaba prestando atención.
Tampoco estaba comiendo.
—¿Sucede algo, Sansa?
Lo había preguntado sin pensar y al momento se sintió como un imbécil. «Toda su familia ha muerto, la han casado conmigo, y yo le pregunto que si sucede algo.»
—No, mi señor. —Apartó la vista de él y fingió un interés nada convincente en el Chico Luna, que en aquel momento lanzaba dátiles a Ser Dontos.
Cuatro maestros piromantes conjuraron bestias de llamas vivas que se desgarraron entre ellas con zarpas de fuego mientras los criados servían cuencos de sopa roja, una mezcla de caldo de carne con vino endulzado con miel y salpicado de almendras blanqueadas y trocitos de capón. Luego llegaron los flautistas, los perros amaestrados y los tragasables, además de los guisantes con mantequilla, frutos secos y trocitos de cisne escalfados en una salsa de azafrán y melocotones.
«Otra vez cisne no, por los dioses», murmuró Tyrion al recordar la cena que había compartido con su hermana la víspera de la batalla.
Un malabarista hacía girar por el aire media docena de hachas y espadas al tiempo que se servían brochetas de carne de la que goteaba sangre al cortarla, una yuxtaposición que Tyrion consideró aceptablemente ingeniosa, aunque tal vez no de muy buen gusto.
Los heraldos hicieron sonar las trompetas.
—Para competir por el laúd dorado —exclamó uno—, ¡aquí llega Galyeon de Cuy!
Galyeon era un hombretón de pecho amplio, barba negra, cráneo calvo y una voz retumbante que llegaba a todos los rincones del salón del trono. Lo acompañaban nada menos que seis músicos.
—Nobles señores y hermosas damas, esta noche sólo os voy a cantar una canción —anunció—. Es la canción de la batalla del Aguasnegras y de cómo se salvó el reino. —El tamborilero empezó a golpear el tambor con un ritmo lento, ominoso.
—«El sombrío señor recorría la torre —comenzó Galyeon— de su castillo negro cual noche umbría.»
—«Su cabello era negro y su alma negra era» —cantaron los músicos al unísono.
Se les sumó una flauta.
—«Sed de sangre y envidia eran sus atributos, y su alma rebosaba antipatía —cantó Galyeon—. “Mi hermano, en su tiempo, gobernó siete reinos. Tomaré lo que fue suyo y mío será. Que su hijo pruebe la punta de mi daga”, le dijo a su esposa malvada.»
—«Un joven muy valiente de rubia cabellera» —entonaron los músicos mientras un violín y un arpa empezaban a tocar.
—Si alguna vez vuelvo a ser la Mano, lo primero que haré será ahorcar a todos los bardos —comentó Tyrion en voz demasiado alta.
Lady Leonette rió con disimulo. Ser Garlan se inclinó hacia él.
—Una hazaña que no se cante no es menos hazaña —dijo.
—«El sombrío señor reunió sus legiones, que a su lado como cuervos formaron, y sedientos de sangre sus naves abordaron…»
—Y al pobre Tyrion la nariz cortaron —terminó Tyrion.
Lady Leonette se volvió a reír.
—Deberíais haceros bardo, mi señor. Vuestras rimas son tan buenas como las de ese Galyeon.
—No, mi señora —intervino Ser Garlan—. Mi señor de Lannister nació para hacer grandes cosas, no para cantar sobre ellas. De no ser por su cadena y su fuego valyrio el enemigo habría logrado cruzar el río. Y si los salvajes de Tyrion no hubieran matado a la mayoría de los exploradores de Lord Stannis, jamás los habríamos podido coger desprevenidos.
Tyrion sintió una oleada de absurda gratitud al oír aquello, que además sirvió para apaciguarlo mientras Galyeon cantaba interminables versos acerca del valor del niño rey y de su madre, la reina dorada.
—Eso que dice es mentira —dijo Sansa de repente.
—Nunca creas nada de lo que dice una canción, mi señora.
Tyrion hizo una señal a un criado para que les volviera a llenar las copas. No tardó en hacerse de noche al otro lado de los altos ventanales, y Galyeon seguía cantando. Su canción tenía setenta y siete versos, aunque más bien parecían un millar. «Uno por cada invitado presente en la sala.» Tyrion se pasó los últimos veinte bebiendo vino para reprimir el impulso de meterse champiñones en las orejas. Cuando el bardo terminó de hacer reverencias, algunos invitados estaban ya tan borrachos como para empezar a proporcionar diversiones alternativas de manera involuntaria a los demás. El Gran Maestre Pycelle se quedó dormido mientras unos bailarines de las Islas del Verano se cimbreaban y giraban vestidos con túnicas de sedas vaporosas y plumas de vivos colores. Se estaban sirviendo tajadas de alce relleno de queso azul cuando uno de los caballeros de Lord Rowan apuñaló a un dorniense. Los capas doradas se los llevaron a los dos, al primero a pudrirse en una celda y al otro a las dependencias del maestre Ballabar para que lo cosiera.
Tyrion jugueteaba con una rodaja de cabeza de jabalí especiada con canela, clavo, azúcar y leche de almendras cuando el rey Joffrey se puso de repente en pie.
—¡Haced entrar a los reales justadores! —gritó con la lengua trabada por el vino al tiempo que daba unas palmadas.
«Mi sobrino está aún más borracho que yo», pensó Tyrion al tiempo que observaba cómo los capas doradas abrían las grandes puertas del fondo del salón. Desde donde estaba sólo se vieron las puntas de dos lanzas cuando un par de jinetes entraron juntos. Los recibió una oleada de risas que recorrió el pasillo central hasta llegar al rey. «Deben de ir montados en ponis», pensó… hasta que los vio bien.
Los justadores eran una pareja de enanos. Uno iba montado en un perro gris muy feo, de patas largas y morro grueso. El otro cabalgaba a lomos de una enorme cerda de piel moteada. Las armaduras de madera pintada traqueteaban con el movimiento de los diminutos jinetes en sus sillas de montar. Llevaban escudos más grandes que ellos, y forcejeaban valerosos con sus lanzas mientras avanzaban tambaleantes en medio del regocijo general. Uno de los caballeros iba ataviado en oro con un venado negro pintado en el escudo; el otro vestía de gris y blanco, y su emblema era un lobo. Sus monturas lucían armaduras similares. Tyrion contempló los rostros divertidos a todo lo largo del estrado. Joffrey estaba congestionado y sin aliento, Tommen gritaba deleitado y saltaba en la silla, Cersei reía educada tapándose la boca con la mano, hasta Lord Tywin parecía entretenido. De todos los sentados en la mesa principal la única que no sonreía era Sansa Stark. Se lo habría agradecido de todo corazón, pero la verdad era que la mirada de la joven estaba perdida en la distancia, como si ni siquiera hubiera visto la entrada de los ridículos jinetes.
«La culpa no es de los enanos —decidió Tyrion—. Cuando terminen, alabaré su actuación y les regalaré una buena bolsa de plata. Mañana averiguaré quién ha planeado este espectáculo, y me encargaré de hacerle llegar otro tipo de gratitud.»
Cuando los enanos detuvieron sus monturas bajo el estrado para saludar al rey, al caballero del lobo se le cayó el escudo. Se inclinó a recogerlo, pero entonces el caballero del venado perdió el control sobre la pesada lanza y le dio un golpe en la espalda. El caballero del lobo se cayó de su cerdo y se le escapó la lanza de las manos; fue a rebotar contra la cabeza de su rival. Ambos acabaron en el suelo, en una maraña de brazos y piernas. Cuando se levantaron los dos intentaron montarse en el perro. Hubo muchos gritos y empujones, y al final volvieron a estar en las sillas, sólo que cada uno a lomos de la montura del otro, con los escudos cambiados y mirando hacia la cola de los animales.
Tardaron un buen rato en montar bien, cada uno en su montura y con el escudo correspondiente, pero al final se dirigieron hacia extremos opuestos del salón y emprendieron el galope para embestirse. En medio de las risas y carcajadas de las damas y los señores, los hombrecitos chocaron; la lanza del caballero del lobo acertó de pleno en el yelmo del caballero del venado y le arrancó la cabeza, que salió volando por los aires con una estela de sangre para ir a aterrizar en el regazo de Lord Gyles. El enano decapitado correteó alocado entre las mesas, agitando los brazos. Los perros ladraron, las mujeres gritaron y el Chico Luna se tambaleó en sus zancos hasta que Lord Gyles sacó del yelmo destrozado una sandía chorreante. En ese momento el caballero del venado sacó la cabeza de la armadura, y otra oleada de risas recorrió el salón. Los caballeros esperaron a que cesaran las carcajadas y trazaron círculos el uno en torno al otro gritándose insultos pintorescos. Cuando estaban a punto de separarse para otra justa, el perro derribó a su jinete y montó a la cerda. La enorme marrana chilló de angustia mientras los invitados chillaban de risa. Las carcajadas se redoblaron cuando el caballero del venado saltó sobre el caballero del lobo, se bajó los calzones de madera y empezó a bombear contra el trasero del otro con movimientos frenéticos.
—¡Me rindo, me rindo! —gritó el enano de abajo—. ¡Sacadme la espada, buen caballero!
—¡Lo intento, lo intento, pero no dejáis de mover la vaina! —replicó el enano de arriba para jolgorio de todos.
A Joffrey se le salía el vino por la nariz. Se puso en pie con dificultades y a punto estuvo de tirar el alto cáliz de vino.
—¡Es el campeón! —gritó—. ¡Ya tenemos campeón!
El silencio empezó a hacerse en el salón cuando los presentes vieron que el rey estaba hablando. Los enanos se separaron, sin duda a la espera del agradecimiento real.
—Aunque no es un verdadero campeón —siguió Joff—. Un verdadero campeón derrota a todos los que lo retan. —El rey se subió a la mesa—. ¿Quién podría desafiar a nuestro pequeño campeón? —Se volvió hacia Tyrion con una sonrisa alegre—. ¡Tío! Tú defenderás el honor del reino, ¿verdad? ¡Monta en la cerda!
Las carcajadas lo golpearon como una ola. Más tarde, Tyrion no recordaría haberse levantado, ni haberse subido a la silla, pero de súbito se encontró de pie sobre la mesa. La estancia era un borrón de rostros burlones iluminados por la luz de las antorchas. Retorció el rostro en una mueca, la imitación de sonrisa más espantosa que jamás se había visto en los Siete Reinos.
—Alteza —exclamó—, yo montaré en la cerda de buena gana… ¡pero sólo si tú montas en el perro!
—¿Por qué? —Joff frunció el ceño, confuso—. ¿Por qué yo? Yo no soy un enano.
«Has picado, Joff.»
—¿Por qué va a ser? ¡Porque de todos los hombres presentes en el salón eres el único al que puedo vencer sin esfuerzo!
No habría sabido decir qué le resultó más grato, si el instante de silencio estupefacto, la repentina carcajada general que lo siguió o la expresión de rabia ciega que vio en el rostro de su sobrino. El enano saltó al suelo y cuando volvió a mirar Ser Osmund y Ser Meryn estaban ayudando a Joff a bajar también. Cuando se dio cuenta de que Cersei lo miraba, Tyrion le lanzó un beso.
Fue un alivio que los músicos empezaran a tocar de nuevo. Los pequeños justadores salieron del salón llevándose al perro y a la cerda, los invitados se centraron de nuevo en sus platos de cabeza de jabalí y Tyrion pidió otra copa de vino. De repente sintió la mano de Ser Garlan en la manga.
—Cuidado, mi señor —le avisó el caballero—. El rey.
Tyrion se volvió en el asiento. Joffrey estaba casi encima de él, congestionado y tambaleante; el vino se derramaba por el borde del gran cáliz nupcial de oro que llevaba con ambas manos.
—Alteza…
Fue lo único que le dio tiempo a decir antes de que el rey le vaciara el cáliz por la cabeza. El vino le corrió por la cara como un torrente rojo. Le empapó el pelo, le escoció en los ojos, le hizo arder la herida, le bajó por las mejillas y caló el terciopelo de su jubón nuevo.
—¿Qué te ha parecido esto, Gnomo? —se burló Joffrey.
Los ojos de Tyrion echaban chispas. Se limpió la cara con la manga y parpadeó para intentar ver con claridad.
—Eso no ha estado bien, Alteza —oyó decir a Ser Garlan con voz tranquila.
—Claro que sí, Ser Garlan. —Tyrion no podía permitir que la situación se pusiera aún peor con la mitad del reino mirando—. No son muchos los reyes que honran a un humilde súbdito sirviéndole de su cáliz real. Lástima que el vino se haya derramado.
—No se ha derramado —replicó Joffrey, demasiado torpe para aceptar la salida que le ofrecía Tyrion—. Y no te estaba sirviendo.
La reina Margaery apareció de repente al lado de Joffrey.
—Mi amado rey —suplicó la joven Tyrell—, por favor, venid y volvamos a nuestro lugar, ya hay otro bardo esperando.
—Alaric de Eysen —dijo Lady Olenna Tyrell, apoyada en su bastón y prestando al enano empapado en vino tan poca atención como le prestaba su nieta—. Espero de todo corazón que nos toque «Las lluvias de Castamere». Hace casi una hora que no la oigo y se me está olvidando la letra.
—Además, Ser Addam quiere ofrecer un brindis —insistió Margaery—. Por favor, Alteza…
—No tengo vino —declaró Joffrey—. ¿Cómo voy a brindar sin vino? Ven a servirme, tío Gnomo. Ya que no quieres justar, serás mi copero.
—Lo considero todo un honor.
—¡No es ningún honor! —chilló Joffrey—. Agáchate y recoge mi cáliz. —Tyrion hizo lo que se le decía, pero cuando fue a coger el asa, Joff le dio una patada al cáliz—. ¡Que lo recojas! ¡No sé qué eres más, si torpe o feo! —Tuvo que arrastrarse por debajo de la mesa para coger la copa—. Bien, ahora llénalo de vino. —Pidió una jarra a una sirvienta y llenó la copa hasta sus tres cuartas partes—. No, enano, de rodillas. —Tyrion se arrodilló y alzó la pesada copa sin saber si iba a recibir un segundo baño, pero Joffrey cogió el cáliz con una mano, bebió un largo trago y lo puso en la mesa—. Ya te puedes levantar, tío.
Al tratar de levantarse tuvo un calambre en las piernas y casi volvió a caer de bruces, tuvo que agarrarse a una silla para guardar el equilibrio. Ser Garlan le tendió una mano. Joffrey se echó a reír y también Cersei. Luego otros. No veía quiénes eran, pero los oía.
—Alteza. —La voz de Lord Tywin era de una corrección impecable—. Van a traer la empanada. Se requiere vuestra espada.
—¿La empanada? —Joffrey cogió a su reina de la mano—. Vamos, mi señora, es la empanada.
Los invitados se levantaron entre gritos y aplausos, entrechocaron sus copas de vino a medida que media docena de cocineros sonrientes transportaban la inmensa empanada por el pasillo central. Medía dos metros de diámetro, tenía la corteza muy dorada, y en su interior se oían ruidos de aves encerradas.
Tyrion volvió a subirse a la silla. Lo único que le faltaba para tener un día completo era que una paloma se le cagara encima. El vino le había empapado el jubón y la ropa interior, sentía la humedad sobre la piel. Habría debido ir a cambiarse, pero no estaba permitido que nadie abandonara el banquete hasta la ceremonia del encamamiento. Calculó que para eso aún quedaban lo menos veinte o treinta platos.
El rey Joffrey y su reina bajaron del estrado para ir al encuentro de la empanada. Joff fue a desenvainar la espada, pero Margaery le puso una mano en el brazo para detenerlo.
—La Lamento de Viuda no se hizo para cortar empanadas.
—Cierto. —Joffrey alzó la voz—. ¡Ser Ilyn, vuestra espada!
«El espectro del banquete —pensó Tyrion cuando Ser Ilyn Payne salió de las sombras del fondo del salón. Observó cómo la Justicia del Rey, flaco y sombrío, avanzaba hacia allí. Tyrion era demasiado joven para haber conocido a Ser Ilyn antes de que perdiera la lengua—. Seguro que en aquellos tiempos era muy diferente, pero ahora el silencio forma parte de él, tanto como esos ojos vacíos, la cota de mallas oxidada y el espadón que lleva a la espalda.»
Ser Ilyn hizo una reverencia ante los reyes, se echó la mano detrás del hombro y desenvainó casi dos metros de reluciente plata ornamentada llena de runas. Se arrodilló para ofrecer la enorme espada a Joffrey con el puño por delante. El pomo era un pedazo de vidriagón tallado en forma de cráneo sonriente, con ojos de rubíes que centelleaban con fuego rojizo.
—¿Qué espada es ésa? —preguntó Sansa pegando un respingo en el asiento.
A Tyrion aún le escocían los ojos por el vino. Parpadeó y la volvió a mirar. El espadón de Ser Ilyn era tan largo y ancho como Hielo, pero demasiado plateado; el acero valyrio tenía una oscuridad propia, un alma de humo. Sansa le agarró el brazo.
—¿Qué ha hecho Ser Ilyn con la espada de mi padre?
«Debería haber devuelto la Hielo a Robb Stark», pensó Tyrion. Miró en dirección a su padre, pero Lord Tywin estaba observando al rey.
Joffrey y Margaery juntaron las manos para levantar el espadón, y juntos lo blandieron para trazar un arco plateado. Cuando la corteza de la empanada se rompió las palomas salieron volando en un remolino de plumas blancas y se dispersaron en todas las direcciones, aleteando hacia las ventanas y las vigas. Un grito de admiración subió de los bancos, y los violinistas y flautistas de la galería empezaron a tocar una briosa melodía. Joff tomó a su esposa en brazos y dio unas alegres vueltas con ella.
Un criado puso ante Tyrion un trozo de empanada caliente de paloma y lo cubrió con una cucharada de crema de limón. En aquella empanada las palomas estaban cocinadas de verdad, pero no le resultaban más apetitosas que las que revoloteaban por el salón. Sansa tampoco estaba comiendo.
—Estás muy pálida, mi señora —dijo Tyrion—. Te hace falta respirar aire fresco y yo necesito un jubón limpio. —Se levantó y le ofreció la mano—. Vamos.
Pero Joffrey regresó antes de que pudieran retirarse.
—¿Adónde vas, tío? ¿No te acuerdas de que eres mi copero?
—Tengo que cambiarme de ropa, Alteza. ¿Tenemos tu permiso para retirarnos?
—No. Me gustas así. Sírveme vino.
El cáliz del rey estaba sobre la mesa, donde lo había dejado. Tyrion tuvo que volverse a subir a la silla para alcanzarlo. Joff se lo quitó de las manos y bebió a tragos largos; se le movía la garganta mientras el vino púrpura le corría por la barbilla.
—Mi señor —dijo Margaery—, deberíamos volver a nuestro lugar. Lord Buckler quiere brindar por nosotros.
—Mi tío aún no se ha comido la empanada de paloma. —Joffrey sostuvo el cáliz con una mano y metió la otra en la ración de empanada de Tyrion—. No comerse la empanada trae mala suerte —le recriminó al tiempo que se llenaba la boca de paloma caliente y especiada—. Mira qué buena está. —Escupió los trozos de corteza, tosió y se metió en la boca otro puñado—. Aunque un poco seca. Habrá que pasarla con algo. —Joff bebió un trago de vino y volvió a toser, esa vez con más violencia—. Quiero verte… cof… montar en esa… cof, cof, cerda, tío. Quiero…
Un ataque de tos le impidió seguir hablando. Margaery lo miró con preocupación.
—¿Alteza?
—Es… cof… la empanada, no… cof… la empanada… —Joff bebió otro trago, o más bien lo intentó, porque escupió el vino cuando lo dominó otro ataque de tos que lo hizo doblarse por la cintura. Se le estaba poniendo la cara muy roja—. No… cof… no puedo… cof, cof…
El cáliz se le escapó de la mano y el oscuro vino tinto corrió por el estrado.
—¡Se está ahogando! —exclamó la reina Margaery.
Su abuela corrió a su lado.
—¡Ayudad al pobre muchacho! —gritó la Reina de Espinas con una voz que era diez veces su estatura—. ¡Imbéciles! ¿Os vais a quedar ahí mirando? ¡Ayudad a vuestro rey!
Ser Garlan empujó a Tyrion a un lado y empezó a golpear a Joffrey en la espalda. Ser Osmund Kettleblack le abrió el cuello del jubón. De la garganta del muchacho salió un sonido agudo espantoso, como el de alguien que tratara de sorber todo un río a través de un junco hueco; luego el sonido cesó y el silencio fue aún más espantoso.
—¡Dadle la vuelta! —gritó Mace Tyrell a nadie en concreto—. ¡Dadle la vuelta, sacudidlo por los tobillos!
—¡Agua, que beba agua! —pedía alguien más allá.
El Septon Supremo empezó a rezar en voz alta. El Gran Maestre Pycelle gritó pidiendo que lo llevaran a sus habitaciones para coger unas pócimas. Joffrey se llevó las manos engarfiadas a la garganta; las uñas dejaron surcos ensangrentados en la carne. Bajo la piel, tenía los músculos duros como piedras. El príncipe Tommen gritaba y lloraba.
«Va a morir», comprendió Tyrion. Sentía una extraña calma, aunque a su alrededor reinaba el caos. Otra vez estaban dando golpes en la espalda a Joff, pero tenía el rostro cada vez más oscuro. Los perros ladraban, los niños chillaban, los hombres se gritaban consejos inútiles unos a otros. La mitad de los invitados al banquete se habían puesto de pie, unos se empujaban para ver mejor, otros corrían hacia las puertas ansiosos por salir lo antes posible.
Ser Meryn le abrió la boca al rey para meterle una cuchara por la garganta. En aquel momento, los ojos del muchacho se cruzaron con los de Tyrion.
«Tiene los ojos de Jaime. —Aunque nunca había visto a Jaime tan asustado—. No tiene más que trece años. —Joffrey intentó hablar, pero sólo emitió un sonido seco como un chasquido. Tenía los ojos dilatados de terror y alzó una mano… en busca de la de su tío o señalando—. ¿Me está pidiendo perdón o cree que puedo salvarlo?»
—¡Nooo! —aulló Cersei—. Ayúdalo, padre, que alguien lo ayude, ¡mi hijo! ¡Mi hijo!
«Visto lo visto —Tyrion pensó en Robb Stark—, mi boda parece cada vez mejor.» Buscó con la mirada a Sansa para saber cómo se estaba tomando aquello, pero en el salón había demasiada confusión y no la vio. Lo que sí vio en cambio fue el cáliz nupcial, en el suelo, olvidado por todos. Se dirigió hacia donde estaba y lo recogió. Aun quedaba en el fondo un dedo de vino purpúreo. Tyrion pensó un momento y lo derramó en el suelo.
Margaery Tyrell lloraba abrazada a su abuela.
—Sé valiente, sé valiente —le repetía la anciana.
La mayor parte de los músicos habían huido, aunque en la galería quedaba un flautista que tocaba una marcha fúnebre. Al fondo del salón del trono los invitados se arremolinaban y se empujaban en torno a las puertas. Los capas doradas de Ser Addam se dirigieron hacia allí para restaurar el orden. Hombres y mujeres salían a la noche; unos lloraban, otros se tambaleaban y vomitaban, algunos estaban pálidos de miedo. Tyrion pensó demasiado tarde que tal vez habría sido mejor que él también se hubiera marchado.
Cuando oyó el grito de Cersei supo que todo había terminado.
«Debería marcharme —pensó Tyrion—. Ahora mismo.» En vez de eso se acercó hacia ella.
Su hermana estaba sentada en un charco de vino y acunaba el cadáver de su hijo. Tenía el vestido manchado y desgarrado, y el rostro blanco como la nieve. Un perro negro y flaco se acercó a ella y olfateó el cuerpo de Joffrey.
—El chico ha muerto, Cersei —dijo Lord Tywin. Puso una mano enguantada en el hombro de su hija al tiempo que uno de los guardias espantaba al perro—. Suéltalo. Déjalo ya.
Ella no lo oyó. Hicieron falta dos guardias reales para obligarla a aflojar los dedos de manera que el cadáver del rey Joffrey Baratheon cayera al suelo, inerte.
El Septon Supremo se arrodilló junto a él.
—Padre de los cielos, juzga con justicia a nuestro bondadoso rey Joffrey —entonó el comienzo de la plegaria por los muertos.
Margaery Tyrell empezó a sollozar, y Tyrion oyó a su madre, Lady Alerie, intentando consolarla.
—Se ha ahogado, cariño. Se ha ahogado con la empanada. No ha tenido nada que ver contigo. Se ha ahogado, lo hemos visto todos.
—No se ha ahogado. —La voz de Cersei era más afilada que la espada de Ser Ilyn—. Mi hijo ha sido envenenado. —Miró a los caballeros blancos, que la rodeaban sin saber qué hacer—. ¡Guardia real, cumplid con vuestro deber!
—¿Cómo decís, mi señora? —preguntó Ser Loras Tyrell, inseguro.
—¡Arrestad a mi hermano! —le ordenó Cersei—. ¡Ha sido él, el enano! ¡Y su mujer! Han matado a mi hijo, a vuestro rey. ¡Apresadlos! ¡Apresadlos a los dos!