Llegaron con los cadáveres cargados a hombros y los depositaron ante el estrado. El silencio se hizo en toda la estancia iluminada por antorchas, y Catelyn alcanzó a oír el aullido de Viento Gris a medio castillo de distancia.
«Huele la sangre —pensó—. A través de muros de piedra y puertas de madera, a través de la noche y la lluvia, le llega el olor de la muerte y la desgracia.»
Se encontraba a la izquierda de Robb, junto al trono elevado, y por un momento se sintió como si estuviera contemplando a sus muertos, a Bran y a Rickon. Aquellos chicos eran mucho mayores, pero la muerte los había encogido. Desnudos y empapados, parecían muy pequeños, y su inmovilidad hacía que costara recordarlos vivos.
El muchacho rubio había estado intentando dejarse crecer la barba. Una pelusilla amarilla como la de un melocotón le cubría las mejillas y la barbilla por encima de la devastación roja que le había dejado el cuchillo en la garganta. Tenía el pelo dorado aún húmedo, como si lo hubieran sacado de una bañera. Por su aspecto había muerto en paz, tal vez mientras dormía, pero su primo de cabello castaño había luchado para evitar la muerte. Tenía cortes en ambos brazos, así que había tratado de parar los tajos, y la sangre seguía manando despacio de las heridas que le cubrían el pecho, el vientre y la espalda como bocas sin lengua, aunque la lluvia las había limpiado casi por completo.
Robb se había puesto la corona antes de entrar en la sala, y el bronce brillaba apagado a la luz de las antorchas. Las sombras le ocultaban los ojos mientras contemplaba a los muertos.
«¿También él estará viendo a Bran y a Rickon?» Sentía deseos de echarse a llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Los muchachos muertos estaba muy pálidos tras un largo tiempo prisioneros, y los dos habían sido de piel muy clara; sobre aquella blancura la sangre destacaba con su rojo violento, era una visión insoportable. «¿Pondrán a Sansa desnuda ante del Trono de Hierro cuando la maten? ¿Se verá igual de blanca su piel, igual de roja su sangre?» En el exterior se oía el repiqueteo constante de la lluvia y el aullido inquieto de un lobo.
Su hermano Edmure estaba a la derecha de Robb, con una mano sobre el respaldo del trono de su padre, con el rostro todavía abotargado. Lo habían despertado igual que a ella, con golpes en la puerta en medio de la noche para arrancarlo bruscamente de sus sueños.
«¿Eran sueños agradables, hermano? ¿Soñabas con la luz del sol, las risas y los besos de una doncella? Lo deseo de todo corazón.» Sus sueños en cambio eran oscuros y plagados de terrores.
Los capitanes y señores vasallos de Robb estaban también en la estancia, unos con cotas de mallas y espadas, otros en diferentes estadios de atavío. Ser Raynald y su tío, Ser Rolph, estaban entre ellos, pero Robb había preferido ahorrarle a su reina aquel espectáculo.
«El Risco no está lejos de Roca Casterly —recordó Catelyn—. Es posible que Jeyne jugara con estos muchachos cuando todos eran niños.»
Volvió a contemplar los cadáveres de los escuderos Tion Frey y Willem Lannister, y esperó a que su hijo hablara.
Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que Robb alzara los ojos de los cadáveres ensangrentados.
—Pequeño Jon —dijo—, decid a vuestro padre que los haga pasar.
Pequeño Jon Umber, enmudecido, se dio media vuelta para cumplir la orden. Sus pisadas levantaron ecos en las paredes de piedra.
Cuando el Gran Jon cruzó las puertas con sus prisioneros, Catelyn se fijó en que algunos de los otros hombres retrocedían un paso para dejarles sitio, como si la traición pudiera contagiarse por un roce, una mirada o un estornudo. Captores y cautivos tenían un aspecto muy semejante: eran hombres corpulentos todos ellos, de barbas espesas y cabelleras largas. Dos de los hombres del Gran Jon estaban heridos, así como tres de sus prisioneros. Lo único que parecía diferenciarlos era que unos tenían lanzas y los otros las vainas vacías. Todos vestían cotas de mallas o jubones de argollas, botas pesadas y capas gruesas, unas de lana y otras de pieles. «El norte es frío, duro e inclemente», le había dicho Ned cuando Catelyn llegó a Invernalia para vivir allí hacía un millón de años.
—Cinco —dijo Robb cuando los prisioneros estuvieron ante él, empapados y silenciosos—. ¿Nada más?
—Eran ocho —retumbó la voz del Gran Jon—. Matamos a dos antes de poder apresarlos y hay un tercero moribundo.
—Hacían falta ocho hombres para matar a dos escuderos desarmados —dijo Robb escudriñando los rostros de los cautivos.
—También asesinaron a dos de mis hombres para entrar en la torre —intervino Edmure Tully—. A Delp y a Elwood.
—No ha sido ningún asesinato, ser —dijo Lord Rickard Karstark, tan poco afectado por las cuerdas que le ataban las muñecas como por el hilillo de sangre que le corría por el rostro—. Cualquiera que se interponga entre un hombre y su venganza pide la muerte a gritos.
Sus palabras resonaron en los oídos de Catelyn duras, crueles como el redoble de un tambor de guerra. Tenía la garganta seca como una piedra.
«He sido yo. Estos dos muchachos han muerto para que mis hijas vivieran.»
—Vi morir a vuestros hijos aquella noche, en el Bosque Susurrante —dijo Robb a Lord Karstark—. Tion Frey no mató a Torrhen. Willem Lannister no mató a Eddard. ¿Cómo os atrevéis a llamar a esto venganza? Ha sido un asesinato, una locura. Vuestros hijos murieron con honor, en el campo de batalla y con las espadas en la mano.
—¡Murieron! —replicó Rickard Karstark sin ceder un ápice—. El Matarreyes los asesinó. Estos dos eran de su estirpe. La sangre sólo se paga con sangre.
—¿Con sangre de niños? —Robb señaló los cadáveres—. ¿Cuántos años tenían? ¿Doce, trece? Eran escuderos.
—En todas las batallas mueren escuderos.
—Mueren luchando, sí. Tion Frey y Willem Lannister rindieron sus espadas en el Bosque Susurrante. Estaban prisioneros, encerrados en una celda, dormidos, desarmados… Eran niños. ¡Miradlos!
En lugar de obedecer, Lord Karstark miró a Catelyn.
—Decidle a vuestra madre que los mire —replicó—. Es tan culpable de su muerte como yo.
Catelyn se aferró con una mano al respaldo del trono de Robb. La sala daba vueltas a su alrededor. Se sentía como si estuviera a punto de vomitar.
—Mi madre no ha tenido nada que ver con esto —respondió Robb, airado—. Ha sido obra vuestra. Vos sois el asesino. El traidor.
—¿Cómo puede ser traición matar a un Lannister si no es traición liberarlo? —preguntó Karstark con tono hosco—. ¿Ha olvidado Su Alteza que estamos en guerra contra Roca Casterly? En la guerra se mata a los enemigos. ¿Es que no te lo enseñó tu padre, niño?
—¿Niño?
El Gran Jon asestó a Rickard Karstark una bofetada con el puño enfundado en el guantelete. Karstark cayó de rodillas.
—¡Dejadlo! —La voz de Robb resonó imperiosa. Umber dio un paso atrás para alejarse del cautivo.
—Eso, Lord Umber, dejadme. —Lord Karstark escupió un diente roto—. El rey se encargará de mí. Me echará una reprimenda antes de perdonarme. Así trata a los traidores nuestro Rey en el Norte. —Esbozó una sonrisa húmeda, ensangrentada—. ¿O debería llamaros el Rey que Perdió el Norte, Alteza?
El Gran Jon le arrebató la lanza al hombre que tenía al lado y la levantó a la altura del hombro.
—Permitidme que lo ensarte, señor. Permitidme que le abra la barriga, a ver de qué color tiene las entrañas.
Las puertas de la estancia se abrieron de golpe, y el Pez Negro entró con la capa y el yelmo chorreantes. Lo seguían soldados de los Tully, mientras en el exterior los relámpagos hendían el cielo y una lluvia negra repiqueteaba contra las piedras de Aguasdulces. Ser Brynden se quitó el yelmo y se dejó caer sobre una rodilla.
—Alteza —fue lo único que dijo. Pero el tono sombrío de su voz contaba mucho más.
—Recibiré a Ser Brynden en privado en la sala de audiencias. —Robb se puso en pie—. Gran Jon, que Lord Karstark permanezca aquí hasta mi regreso. A los otros siete, ahorcadlos.
—¿A los muertos también? —preguntó el Gran Jon bajando la lanza.
—Sí. No permitiré que emponzoñen los ríos de mi señor tío. Que se los coman los cuervos.
—Piedad, señor. —Uno de los prisioneros se dejó caer de rodillas—. Yo no he matado a nadie. Me quedé en la puerta para vigilar por si venían guardias.
—¿Sabías lo que pretendía hacer Lord Rickard? —preguntó Robb tras meditar un instante—. ¿Viste cómo desenfundaban los cuchillos? ¿Oíste los gritos, los gemidos, las súplicas de piedad?
—Sí, pero no tomé parte, no hice más que mirar, lo juro…
—Lord Umber —dijo Robb—, éste no hizo más que mirar. Ahorcadlo el último, para que mire también cómo mueren los otros. Madre, tío, venid conmigo, por favor.
Se dio la vuelta mientras los hombres del Gran Jon se acercaban a los prisioneros y los sacaban de la estancia a punta de lanza. En el exterior, los truenos rugían y retumbaban, era como si el castillo se estuviera derrumbando en torno a ellos.
«¿Es éste el sonido de un reino al caer?», se preguntó Catelyn.
La sala de audiencias estaba a oscuras, pero al menos el sonido de los truenos quedaba amortiguado por el grosor de los muros. Un criado entró con una lámpara de aceite para encender el fuego, pero Robb lo hizo salir y se quedó con la lámpara. Había mesas y sillas, pero sólo Edmure se sentó y volvió a levantarse al darse cuenta de que los demás permanecían de pie. Robb se quitó la corona y la puso sobre la mesa, ante él.
El Pez Negro cerró la puerta.
—Los Karstark se han marchado.
—¿Todos? —¿Era rabia o desesperación lo que enronquecía la voz de Robb? Ni siquiera Catelyn lo habría sabido decir.
—Todos los hombres en condiciones de luchar —respondió Ser Brynden—. Han dejado a unos cuantos seguidores de campamento y criados con los heridos. Hemos interrogado a cuantos ha sido necesario para descubrir qué había sucedido. Empezaron a marcharse al anochecer, al principio de uno en uno o de dos en dos, y luego ya en grupos. A los heridos y a los criados les ordenaron que mantuvieran encendidas las hogueras para que nadie supiera qué estaban haciendo, pero cuando empezó a llover ya no importó.
—¿Se reagruparán lejos de Aguasdulces? —preguntó Robb.
—No. Se han dispersado, van de caza. Lord Karstark ha prometido la mano de su hija doncella a cualquier hombre, noble o plebeyo, que le lleve la cabeza del Matarreyes.
«Que los dioses nos protejan.» Catelyn volvió a sentir ganas de vomitar.
—Cerca de trescientos jinetes y el doble de monturas han desaparecido en medio de la noche. —Robb se frotó las sienes, allí donde la corona le había dejado una marca en la delicada piel sobre las orejas—. Hemos perdido toda la caballería de Bastión Kar.
«La he perdido yo. Yo. Que los dioses me perdonen.» Catelyn lo veía, no hacía falta ser un estratega para comprender que Robb estaba en una trampa. Por el momento, las tierras de los ríos seguían en su poder, pero su reino estaba rodeado de enemigos por todos lados excepto por el este, donde Lysa se encontraba en la cima de la montaña. Ni siquiera el Tridente se podía considerar seguro mientras el señor del Cruce les negara su alianza. «Y ahora hemos perdido también a los Karstark…»
—La noticia de lo que ha pasado no debe salir de Aguasdulces —dijo su hermano Edmure—. Lord Tywin… Los Lannister siempre pagan sus deudas, es lo que dicen siempre. La Madre se apiade, cuando se entere…
«Sansa.» Catelyn apretó las manos con tal fuerza que se clavó las uñas en las palmas.
—¿Quieres que me convierta en mentiroso, además de en asesino, tío? —Robb lanzó una mirada gélida a Edmure.
—No tenemos por qué decir ninguna mentira, basta con que no digamos nada. Enterremos a los chicos y cerremos la boca hasta que termine la guerra. Willem era hijo de Ser Kevan Lannister y sobrino de Lord Tywin. Tion era hijo de Lady Genna y encima era también un Frey. Y hay que impedir que la noticia llegue a Los Gemelos hasta…
—¿Hasta que podamos devolver la vida a los muertos? —le espetó Brynden el Pez Negro con brusquedad—. La verdad escapó junto con los Karstark, Edmure. Es tarde para esos jueguecitos.
—Les debo a sus padres la verdad —dijo Robb—. Y justicia. Eso también se lo debo. —Contempló su corona, el brillo oscuro del bronce, el círculo de espadas de hierro—. Lord Rickard me ha desafiado. Me ha traicionado. No tengo más remedio que condenarlo. Sólo los dioses saben qué harán los soldados Karstark de a pie que van con Roose Bolton cuando se enteren de que he ejecutado a su señor por traición. Hay que avisar a Bolton.
—El heredero de Lord Karstark estaba también en Harrenhal —le recordó Ser Brynden—. El hijo mayor, el que los Lannister tomaron como prisionero en el Forca Verde.
—Harrion. Se llama Harrion. —Robb soltó una carcajada amarga—. Un rey tiene que saber los nombres de sus enemigos, ¿no te parece?
—¿Estás seguro de lo que dices? —El Pez Negro lo miraba con astucia—. ¿De que esto convertirá en tu enemigo al joven Karstark?
—¿Qué otra cosa puede pasar? Estoy a punto de matar a su padre, no creo que vaya a darme las gracias.
—Puede que sí. Hay hijos que odian a sus padres, y de un plumazo lo vas a convertir en señor de Bastión Kar.
—Aunque Harrion fuera de ese tipo de hombres —dijo Robb con un gesto de negación—, no podría perdonar nunca de manera abierta al que mató a su padre. Sus hombres se volverían contra él. Son norteños, tío. Y el norte siempre recuerda.
—Entonces, perdónalo —sugirió apremiante Edmure Tully. Robb se quedó mirándolo con franca incredulidad. Bajo aquella mirada, Edmure se puso rojo—. Quiero decir que le perdones la vida. A mí tampoco me hace gracia: mató a mis hombres. El pobre Delp acababa de recuperarse de la herida que le causó Ser Jaime. Karstark debe recibir un castigo, sin duda. Yo digo que lo hagáis encerrar.
—¿Como rehén? —preguntó Catelyn.
«Tal vez fuera lo mejor…»
—¡Sí, como rehén! —Su hermano se tomó la pregunta como señal de apoyo—. Dile al hijo que, mientras se mantenga leal, su padre no sufrirá ningún daño. De lo contrario… Con los Frey ya no nos resta nada que hacer, ni aunque me ofreciera a casarme con todas las hijas de Lord Walder y a mantener su progenie. Si perdemos también a los Karstark, ¿qué esperanza nos queda?
—¿Qué esperanza…? —Robb se quedó sin palabras, y se apartó el pelo de los ojos—. No hemos tenido noticias de Ser Rodrik en el norte, ni tampoco respuesta de Walder Frey a nuestra nueva oferta y sólo silencio del Nido de Águilas. —Miró a su madre—. ¿Es que tu hermana no nos va a responder nunca? ¿Cuántas veces le tengo que escribir? No me creo que ninguno de los pájaros haya llegado a sus manos.
Catelyn comprendió que su hijo quería que lo consolara. Quería que le dijera que todo iba a salir bien. Pero su rey necesitaba saber la verdad.
—Los pájaros le han llegado. Aunque, si alguna vez se lo preguntas, seguramente ella te dirá que no. Por ese lado no esperes ayuda, Robb. Lysa no ha sido valiente nunca. Cuando éramos niñas, siempre que hacía algo malo, huía y se escondía. Tal vez pensaba que, si no la encontraba, nuestro señor padre se olvidaría de enfadarse con ella. No creo que ahora sea diferente. Huyó de Desembarco del Rey porque tuvo miedo, corrió al lugar más seguro que conoce, y ahora está en la cima de su montaña, con la esperanza de que todos se olviden de ella.
—Los caballeros de Valle podrían decidir el curso de esta guerra —dijo Robb—, pero si no quiere pelear, lo acepto. Sólo le he pedido que nos abra la Puerta Sangrienta y que nos proporcione barcos en Puerto Gaviota para ir al norte. El camino alto será duro, pero no tanto como abrirnos paso luchando Cuello arriba. Si pudiera desembarcar en Puerto Blanco, podría flanquear Foso Cailin y expulsar a los hombres del hierro del norte en medio año.
—No será posible, señor —dijo el Pez Negro—. Cat tiene razón. Lady Lysa tiene demasiado miedo para permitir que entre un ejército en el Valle. Ningún ejército. La Puerta Sangrienta seguirá cerrada.
—¡Los Otros se la lleven! —maldijo Robb, furioso y desesperado—. Igual que al condenado Rickard Karstark. Y a Theon Greyjoy, y a Walder Frey, y a Tywin Lannister, y a todos los demás. Dioses, ¿por qué querrá nadie ser rey? Cuando todos me aclamaban «¡Rey en el Norte! ¡Rey en el Norte!», me dije… me juré… que sería un buen rey, tan honorable como mi padre, fuerte, justo, leal a mis amigos y valiente al enfrentarme a mis enemigos… Y ahora no distingo a unos de otros. ¿Cómo es posible que se haya vuelto todo tan confuso? Lord Rickard ha luchado a mi lado en una docena de batallas, sus hijos murieron por mí en el Bosque Susurrante. Tion Frey y Willem Lannister eran mis enemigos. Pero ahora, por ellos, tengo que matar al padre de mis amigos muertos. —Los miró a todos—. ¿Me darán las gracias los Lannister por entregarles la cabeza de Lord Rickard? ¿Me las darán los Frey?
—No —respondió Brynden el Pez Negro, brusco como siempre.
—Razón de más para perdonarle la vida a Lord Rickard y conservarlo como rehén —insistió Edmure.
Robb extendió ambas manos, cogió la pesada corona de hierro y bronce, y se la puso de nuevo en la cabeza. De repente volvió a ser el rey.
—Lord Rickard morirá.
—Pero ¿por qué? —preguntó Edmure—. Si acabas de decir…
—Ya sé qué acabo de decir, tío. Eso no cambia lo que he de hacer. —Las espadas de la corona se alzaban lúgubres y oscuras sobre su frente—. En la batalla, yo mismo podría haber matado a Tion y a Willem, pero esto no ha sido una batalla. Estaban dormidos en sus catres, desnudos y desarmados, en la celda donde yo los hice encerrar. Rickard Karstark no se limitó a matar a un Frey y a un Lannister. Ha matado mi honor. Me encargaré de él al amanecer.
Cuando llegó el alba, gris y gélida, la tormenta había amainado y sólo quedaba una lluvia constante; aun así el bosque de dioses estaba atestado de gente. Señores de los ríos y señores del norte, nobles y plebeyos, caballeros, mercenarios y mozos de cuadras, todos se encontraban entre los árboles para presenciar el final de aquella noche oscura. Edmure había dado instrucciones, y un tocón para la decapitación se alzaba junto al tronco del árbol corazón. La lluvia y las hojas caían en torno a los hombres del Gran Jon cuando llevaron hacia allí a Lord Rickard Karstark con las manos todavía atadas. Sus hombres estaban ya colgados de las murallas de Aguasdulces y se mecían al final de largas cuerdas mientras las gotas de lluvia les corrían por los rostros cada vez más ennegrecidos.
Lew el Largo aguardaba junto al tocón, pero Robb le tomó el hacha de la mano y le ordenó que se hiciera a un lado.
—Es mi trabajo —dijo—. Muere por orden mía. Debe morir por mi mano.
—Os doy las gracias por eso. —Lord Rickard Karstark hizo un gesto rígido con la cabeza—. Pero por nada más.
Se había ataviado para morir con una larga sobrevesta de lana negra adornada con el rayo blanco de sol de su Casa.
—La sangre de los primeros hombres corre por mis venas igual que por las vuestras, muchacho. Haríais bien en recordarlo. A mí me nombró vuestro abuelo. Alcé mis estandartes contra el rey Aerys por vuestro padre, y contra el rey Joffrey por vos. En el Cruce de Bueyes, en el Bosque Susurrante y en la batalla de los Campamentos cabalgué a vuestro lado, y al lado de Lord Eddard estuve en el Tridente. Somos de la misma raíz, Stark y Karstark.
—Esa raíz no os impidió traicionarme —dijo Robb—. Y no os va a salvar. Arrodillaos, mi señor.
Catelyn sabía que Lord Rickard había dicho la verdad. Los Karstark descendían de Karlon Stark, un hijo no primogénito de Invernalia, que había acabado con un señor rebelde hacía un millar de años y que, como recompensa por su valor, había recibido tierras. El castillo que construyó recibió el nombre de Bastión Kar y con los siglos los Stark de Bastión Kar pasaron a llamarse Karstark.
—Los antiguos dioses y los nuevos dicen lo mismo —dijo Lord Rickard a Robb—, no hay hombre más maldito que el que mata a otro de su sangre.
—Arrodillaos, traidor —dijo Robb de nuevo—. ¿O tendré que pedir que os obliguen a poner la cabeza en el tocón?
—Los dioses os juzgarán igual que vos me habéis juzgado —dijo Lord Karstark al arrodillarse, y puso la cabeza sobre la madera.
—Rickard Karstark, señor de Bastión Kar. —Robb alzó la pesada hacha con ambas manos—. Aquí, ante los ojos de hombres y dioses, os juzgo culpable de asesinato y alta traición. En mi nombre os condeno. Con mi mano os quito la vida. ¿Queréis decir vuestras últimas palabras?
—Matadme y seréis maldito. No sois mi rey.
El hacha descendió. Era pesada y tenía buen filo, bastó un golpe para matar, pero hicieron falta tres para separar la cabeza del cuerpo, y cuando hubo terminado, tanto los vivos como el muerto estaban empapados de sangre. Robb soltó el hacha, asqueado, y se volvió hacia el árbol corazón. Se quedó allí sin decir nada, tembloroso, con los puños entrecerrados y la lluvia corriéndole por las mejillas.
«Que los dioses lo perdonen —rezó Catelyn en silencio—. No es más que un muchacho, y no tenía alternativa.»
No volvió a ver a su hijo en todo el día. La lluvia siguió cayendo durante la mañana; azotaba la superficie de los ríos y convertía la hierba del bosque de dioses en un lodazal lleno de charcos. El Pez Negro congregó a un centenar de hombres y salió a caballo en pos de los Karstark, pero nadie esperaba que consiguiera regresar con muchos.
—Sólo pido a los dioses no verme obligado a ahorcarlos —dijo al partir.
Una vez se despidió de él, Catelyn se retiró a las habitaciones de su padre para sentarse una vez más junto a la cama de Lord Hoster.
—No le queda mucho tiempo —le advirtió el maestre Vyman cuando lo visitó aquella tarde—. Está perdiendo las últimas fuerzas, aunque todavía intenta luchar.
—Siempre ha sido un luchador —dijo ella—. El cabezota más adorable del mundo.
—Sí —asintió el maestre—, pero esta batalla no la puede ganar. Es hora de dejar la espada y el escudo. Es hora de rendirse.
«Hora de rendirse —pensó—, hora de buscar la paz.» ¿De quién hablaba el maestre, de su padre o de su hijo?
Al anochecer, Jeyne Westerling acudió a visitarla. La joven reina entró en la estancia con timidez.
—No quisiera molestaros, Lady Catelyn.
Catelyn estaba cosiendo, pero dejó la labor a un lado.
—Sois bienvenida aquí, Alteza.
—Por favor, llamadme Jeyne. No me siento nada «alteza».
—Pero lo sois. Sentaos, Alteza.
—Jeyne. —La muchacha se sentó junto a la chimenea y se estiró la falda con manos nerviosas.
—Como queráis. ¿En qué puedo serviros, Jeyne?
—Se trata de Robb. Está tan deprimido, tan… tan furioso, tan inconsolable… No sé qué hacer.
—Es duro quitarle la vida a un hombre.
—Lo sé. Le dije que utilizara los servicios de un verdugo. Cuando Lord Tywin condena a alguien sólo tiene que dar la orden. Así es más fácil, ¿no os parece?
—Sí —asintió Catelyn—. Pero mi señor esposo enseñó a sus hijos que matar no debería ser fácil.
—Ah. —La reina Jeyne se mordisqueó los labios—. Robb no ha comido nada en todo el día. Le dije a Rollam que le subiera una buena cena, costillas de jabalí con cebollas guisadas y cerveza, pero ni siquiera la ha probado. Se pasó toda la mañana escribiendo una carta y me dijo que no lo molestara, pero cuando la terminó la tiró al fuego. Ahora está sentado, consultando mapas. Le he preguntado qué buscaba, pero no me ha dicho nada. Me parece que ni me ha oído. Ni siquiera se ha cambiado de ropa. Lleva todo el día empapado y lleno de sangre. Quiero ser una buena esposa para él, de verdad, pero no sé cómo ayudarlo. No sé cómo animarlo ni cómo consolarlo. No sé qué necesita. Por favor, mi señora, vos sois su madre, decidme qué debo hacer.
«Dime tú a mí qué debo hacer yo.» Catelyn podría haber hecho la misma pregunta, si su padre hubiera estado en condiciones de responderle. Pero Lord Hoster se había ido, o casi. Ned también. «Y Bran, y Rickon, y mi madre, y Brandon, hace ya tanto tiempo.» Sólo le quedaba Robb. Robb y la cada vez más remota esperanza de recuperar a sus hijas.
—En ocasiones —empezó con voz pausada—, lo mejor es no hacer nada. Al principio, cuando llegué a Invernalia, me dolía ver que Ned se iba al bosque de dioses a sentarse bajo su árbol corazón. Parte de su alma estaba en aquel árbol, yo lo sabía, una parte que jamás sería mía. Pero pronto comprendí que, sin esa parte, no sería Ned. Jeyne, pequeña, os habéis casado con el norte, igual que hice yo. Y en el norte llegan los inviernos. —Trató de sonreír—. Sed paciente. Sed comprensiva. Os ama y os necesita, pronto volverá a vos. Puede que esta misma noche. Cuando eso suceda, estad allí. No puedo deciros más.
—Eso haré —dijo la joven reina cuando Catelyn hubo terminado; la había escuchado absorta—. Allí estaré. —Se puso en pie—. Tengo que volver, puede que me haya echado de menos. Iré a verlo. Pero si sigue con sus mapas, seré paciente.
—Bien —asintió Catelyn. Pero cuando la muchacha estaba ya junto a la puerta se le ocurrió algo más—. Jeyne —llamó—, hay otra cosa que Robb necesita de ti, aunque puede que él aún no lo sepa. Un rey necesita un heredero.
—Lo mismo dice mi madre. —La chica sonrió—. Me prepara una mezcla de hierbas, leche y cerveza para hacerme fértil, la bebo todas las mañanas. Le dije a Robb que seguro que le doy gemelos. Un Eddard y un Brandon. Creo que eso le gustó. Lo… lo intentamos casi todos los días, mi señora. En ocasiones, dos veces o más. —Se puso muy bonita al sonrojarse—. Pronto estaré embarazada, os lo prometo. Se lo pido todas las noches a la Madre en mis oraciones.
—Muy bien. Yo también rezaré. A los dioses antiguos y a los nuevos.
Una vez la chica hubo salido, Catelyn se volvió a su padre y le acarició el escaso pelo blanco que le caía sobre la frente.
—Un Eddard y un Brandon —suspiró—. Y quizá, con el tiempo, un Hoster. Te gustaría, ¿a que sí?
No respondió, pero tampoco había albergado esperanzas de que lo hiciera. Mientras el sonido de la lluvia contra el tejado se mezclaba con la respiración de su padre, pensó en Jeyne. La muchacha parecía tener buen corazón, tal como había dicho Robb.
«Y buenas caderas, lo que quizá sea más importante.»