JON

La yegua estaba reventada, pero Jon no le podía dar descanso. Tenía que llegar al Muro antes que el Magnar. Habría dormido en la silla de tenerla; careciendo de ella ya le costaba bastante mantenerse sobre el caballo cuando estaba despierto. La pierna le dolía cada vez más. No se atrevía a descansar lo suficiente para que se le cerrara la herida, de manera que se le abría de nuevo cada vez que volvía a montar.

Cuando llegó a la cima de una pendiente y vio ante él la estela serpenteante entre llanuras y colinas que era el camino real dio unas palmadas a la yegua en el cuello.

—Ahora sólo tenemos que seguirlo, preciosa. Pronto llegaremos al Muro.

Para entonces tenía la pierna tan rígida como si fuera de palo, y la fiebre lo había aturdido tanto que en dos ocasiones se encontró cabalgando en la dirección que no debía.

«Pronto llegaremos al Muro.» Se imaginó a sus amigos bebiendo vino especiado en la sala común. Hobb estaría entre sus pucheros, Donal Noye en la forja, el maestre Aemon en sus habitaciones bajo la pajarera… «¿Y el Viejo Oso? ¿Y Sam, Grenn, Edd el Penas y Dywen con su dentadura de madera…?» Jon rezaba por que alguno hubiera conseguido escapar del Puño.

Ygritte también ocupaba buena parte de sus pensamientos. Recordaba el olor de su cabello, la calidez de su cuerpo… y la expresión de su rostro mientras degollaba al anciano.

«No debiste amarla —le susurraba una voz—. No debiste abandonarla —insistía una voz diferente. Se preguntaba si su padre se habría sentido así de desgarrado cuando abandonó a la madre de Jon para volver con Lady Catelyn—. Estaba comprometido con Lady Stark, igual que yo estoy comprometido con la Guardia de la Noche.»

Estaba tan trastornado por la fiebre que casi pasó de largo Villa Topo sin darse cuenta. La mayor parte del pueblo estaba bajo tierra, a la escasa luz de la luna sólo se veían unas cuantas casuchas de pequeño tamaño. El burdel era un cobertizo poco más grande que una letrina, el farol rojo crujía sacudido por el viento, era un ojo ensangrentado que escudriñaba la oscuridad. Jon se detuvo en el establo contiguo y estuvo a punto de caerse de la yegua mientras desmontaba, antes de conseguir despertar a gritos a dos mozos.

—Necesito un caballo descansado, con silla y riendas —les dijo en un tono que no admitía discusión. Le llevaron lo que pedía y también un odre de vino y media hogaza de pan moreno—. Despertad a todo el pueblo —les ordenó—. Dad la alarma. Hay salvajes al sur del Muro. Recoged vuestras cosas e id al Castillo Negro.

Montó en la silla del caballo negro que le habían entregado, apretó los dientes para soportar el dolor de la pierna y emprendió el galope hacia el norte.

A medida que las estrellas se iban difuminando en el cielo del este, el Muro apareció ante él, por encima de los árboles y las nieblas matutinas. La luz de la luna brillaba clara sobre el hielo. Espoleó al capón por el camino embarrado y resbaladizo hasta que vio las torres de piedra y los edificios de madera del Castillo Negro amontonados como juguetes rotos contra el gran acantilado de hielo. Para entonces el Muro brillaba ya rosado y púrpura con las primeras luces del amanecer.

No había centinelas que le dieran el alto cuando pasó por las edificaciones más periféricas. Nadie le impidió el paso. El Castillo Negro parecía casi tan ruinoso como Guardiagrís. En las grietas de las losas de los patios crecían hierbajos oscuros y quebradizos. El tejado de los Barracones de Pedernal estaba cubierto de nieve vieja, que también se amontonaba contra la cara norte de la Torre de Hardin, donde había dormido Jon antes de pasar a ser el mayordomo del Viejo Oso. Largos dedos de tizne veteaban la Torre del Lord Comandante allí donde el humo había salido por las ventanas. Después del incendio, Mormont se había trasladado a la Torre del Rey, pero Jon tampoco vio luces allí. Desde donde se encontraba no alcanzaba a ver si había centinelas en el Muro, a doscientos metros de altura, pero no vio a nadie en la zigzagueante escalera que ascendía por la cara sur del hielo como un relámpago de madera gigantesco.

En cambio sí había humo en la chimenea de la armería, apenas un jirón casi invisible ante el cielo gris del norte; pero con eso bastaba. Jon desmontó y cojeó hacia allí. Una ola de calor salió por la puerta abierta como el aliento cálido del verano. Dentro, el manco Donal Noye manejaba los fuelles junto al fuego. Al oírlo llegar alzó la vista.

—¿Jon Nieve?

—El mismo.

Pese a la fiebre, el agotamiento, la pierna, el Magnar, el anciano, Ygritte, Mance, pese a todo, Jon sonrió. Era agradable estar de vuelta, era agradable ver a Noye con su barrigón, su manga sujeta con un alfiler y la mandíbula erizada por la negra barba incipiente.

—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó el herrero soltando el fuelle.

—Un cambiapiel intentó sacarme el ojo. —Casi se le había olvidado aquello.

—Con o sin cicatrices es una cara que no creía volver a ver. —Noye tenía el ceño fruncido—. Nos enteramos de que te habías pasado al bando de Mance Rayder.

—¿Quién os ha dicho eso? —Jon se agarró a la puerta para mantenerse en pie.

—Jarman Buckwell. Volvió hace dos semanas. Sus exploradores aseguran que te vieron con sus propios ojos, que cabalgabas con la columna de salvajes y que llevabas una capa de piel de oveja. —Noye se quedó mirándolo—. Ya veo que al menos lo último es verdad.

—Todo es verdad —confesó Jon—. En cierto modo.

—Entonces, ¿debería clavarte una espada en las tripas?

—No. Obedecía órdenes. Las últimas órdenes de Qhorin Mediamano. ¿Dónde está la guarnición, Noye?

—Defendiendo el Muro de tus amigos los salvajes.

—Sí, pero ¿dónde?

—Por todas partes. Harma Cabeza de Perro ha sido vista en Guardiabosque del Lago, Casaca de Matraca en Túmulo Largo y el Llorón en Marcahielo. Están por todo el Muro, aquí y allá, están escalando cerca de Puerta de la Reina, intentan derribar las puertas de Guardiagrís, se agrupan en Guardiaoriente… pero en cuanto ven una capa negra se marchan, y al día siguiente aparecen en otra parte.

—Es una estratagema. —Jon tuvo que contenerse para no gemir—. Mance quiere que nos dispersemos, ¿no te das cuenta? —«Y Bowen Marsh lo ha complacido»—. La puerta está aquí. El ataque será aquí.

—Tienes la pierna empapada de sangre —dijo Noye cruzando la estancia.

—Una herida de flecha… —Jon bajó la vista. Era verdad. La herida se le había vuelto a abrir.

—Una flecha salvaje. —No era una pregunta. Noye sólo tenía un brazo, pero de buenos músculos. Lo deslizó bajo el de Jon para que se apoyara—. Estás blanco como la leche y ardiendo de fiebre. Te voy a llevar con Aemon.

—No tenemos tiempo. Hay salvajes al sur del Muro, vienen de Corona de la Reina para abrir la puerta.

—¿Cuántos? —Noye casi tuvo que sacar en volandas a Jon.

—Ciento veinte, y bien armados para ser salvajes. Armaduras y armas de bronce, algunas piezas de acero. ¿Cuántos hombres quedan aquí?

—Cuarenta y tantos —dijo Donal Noye—. Los tullidos, los enfermos, unos cuantos novatos que aún se están entrenando…

—Si no está Marsh, ¿a quién nombró castellano?

El herrero se echó a reír.

—A Ser Wynton, los dioses lo guarden. El último caballero del castillo y todo eso. Pero por lo visto a Stout se le ha olvidado, y ninguno tenemos prisa por recordárselo. Me imagino que soy lo más parecido a un comandante que tenemos ahora mismo. El mejor de los tullidos.

Eso al menos era una buena noticia. El armero manco era testarudo, duro y curtido en la batalla. En cambio Ser Wynton Stout… en fin, todo el mundo estaba de acuerdo en que había sido un buen hombre en otros tiempos, pero llevaba ochenta años en la Guardia y ya había perdido las fuerzas y los sesos. En cierta ocasión se había quedado dormido mientras cenaba y estuvo a punto de ahogarse en un cuenco de sopa de guisantes.

—¿Dónde está tu lobo? —le preguntó Noye mientras cruzaban el patio.

Fantasma. Lo tuve que dejar atrás cuando escalamos el Muro. Tenía la esperanza de que hubiera vuelto aquí.

—Lo siento, muchacho. No hemos visto ni rastro de él. —Subieron cojeando por las escaleras hasta la puerta del maestre que daba a la alargada estancia de madera bajo la pajarera. El armero le dio una patada—. ¡Clydas!

Tras unos momentos un hombre menudo, encorvado, de hombros caídos y vestido de negro asomó la cabeza. Los ojillos rosados se abrieron de par en par al ver a Jon.

—Acuesta al chico, voy a buscar al maestre.

En la chimenea ardía un fuego y la habitación era casi demasiado calurosa. El calor adormiló a Jon. En cuanto Noye lo tumbó de espaldas tuvo que cerrar los ojos para que el mundo dejara de dar vueltas. Oía los graznidos de los cuervos, que protestaban arriba, en la pajarera.

Nieve —chillaba un pájaro—. Nieve, nieve, nieve.

Jon recordó que aquello había sido obra de Sam. Se preguntó si Samwell Tarly habría logrado regresar sano y salvo, o sólo sus pájaros.

El maestre Aemon no tardó en llegar. Caminaba despacio, con una mano llena de manchas en el brazo de Clydas mientras arrastraba los pies con pasos lentos y cautelosos. Llevaba en torno al flaco cuello la cadena con sus pesados eslabones, los de oro y los de plata relucientes entre los de hierro, plomo, estaño y otros metales de baja ley.

—Jon Nieve —dijo—, cuando estés más fuerte tienes que contarme todo lo que has visto y todo lo que has hecho. Donal, pon vino a calentar, también mis hierros. Los necesito al rojo. Clydas, me va a hacer falta tu cuchillo, el más afilado.

El maestre tenía más de cien años. Estaba encorvado, frágil, calvo y casi ciego. Pero aunque sus ojos lechosos apenas veían, tenía la mente tan despierta y viva como siempre.

—Vienen los salvajes —le dijo Jon mientras Clydas le cortaba la pernera de los calzones y apartaba la gruesa tela negra llena de costras de sangre vieja y empapada de la fresca—. Desde el sur. Escalamos el Muro…

El maestre Aemon olfateó el rudimentario vendaje de Jon cuando Clydas lo terminó de cortar.

—¿Escalamos?

—Yo iba con ellos. Qhorin Mediamano me ordenó que me uniera a su grupo. —Jon hizo una mueca cuando el dedo del maestre exploró la herida, hurgó y sondeó—. El Magnar de Thenn… ¡aaah, cómo duele! —Apretó los dientes—. ¿Dónde está el Viejo Oso?

—Jon… Siento tener que decírtelo, pero sus propios hermanos juramentados asesinaron al Lord Comandante Mormont en el Torreón de Craster.

—Herma… ¿los nuestros?

Las palabras de Aemon dolían cien veces más que sus dedos. Jon recordó al Viejo Oso tal como lo había visto por última vez, de pie delante de su tienda con el cuervo en el hombro pidiendo maíz a graznidos. «Mormont… ¿muerto?» Se lo había temido desde que vio los resultados de la batalla en el Puño, pero no por eso sentía menos el golpe.

—¿Quién fue? ¿Quién se volvió contra él?

—Garth de Antigua, Ollo Manomocha, el Daga… ladrones, cobardes y asesinos. Lo tendríamos que haber visto venir. La Guardia ya no es lo que era. Hay muy pocos hombres honrados que mantengan en su sitio a los canallas. —Donal Noye removió las hierbas del maestre que estaban al fuego—. Una docena de buenos hermanos consiguieron volver. Edd el Penas, Gigante, tu amigo el Uro… Ellos fueron los que nos lo contaron todo.

«¿Sólo una docena?» Habían sido doscientos los que salieron del Castillo Negro con el Lord Comandante Mormont, doscientos de los mejores hombres de la Guardia.

—Entonces, ¿Marsh es ahora el Lord Comandante?

El Viejo Granada era un hombre afable y muy diligente como capitán de los Mayordomos, pero no se le ocurría nadie menos apto para enfrentarse a un ejército de salvajes.

—Por el momento, hasta que podamos elegir a alguien, sí —dijo el maestre Aemon—. Tráeme el frasco, Clydas.

«Elegir.» Qhorin Mediamano y Ser Jaremy Rykker habían muerto, Ben Stark seguía desaparecido, ¿quién quedaba? Bowen Marsh y Ser Wynton Stout no, desde luego. ¿Habría sobrevivido Thoren Smallwood en el Puño o tal vez Ser Ottyn Wythers? «No, la cosa será entre Cotter Pyke y Ser Denys Mallister. Pero ¿cuál de los dos ganará?» Los comandantes de la Torre Sombría y de Guardiaoriente eran buenos hombres, pero muy diferentes; Ser Denys era cortés y cauteloso, tan caballeroso como anciano. Pyke era más joven, bastardo de nacimiento, brusco al hablar y temerario en exceso. Lo peor era que entre ellos se detestaban. El Viejo Oso siempre los había mantenido bien alejados, en extremos opuestos del Muro. Jon sabía que los Mallister desconfiaban de los hijos del hierro.

Un latigazo de dolor le recordó sus problemas. El maestre le apretó la mano.

—Clydas te va a traer la leche de la amapola.

—No me hace falta… —Jon trató de incorporarse.

—Sí te hace falta —replicó Aemon con firmeza—. Esto te va a doler.

—Estate quieto si no quieres que te ate. —Donal Noye cruzó la estancia y obligó a Jon a tumbarse de nuevo.

Hasta con un brazo el herrero lo manejaba como si fuera un niño. Clydas volvió con un frasco verde y una taza redonda de piedra. El maestre Aemon la llenó hasta el borde.

—Bébete esto.

Jon se había mordido el labio al debatirse. Sintió el sabor de la sangre mezclado con el de la pócima espesa y gredosa. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no vomitarla.

Clydas puso a su lado una palangana de agua caliente y el maestre Aemon le empezó a limpiar el pus y la sangre de la herida. Pese a que lo hacía con tanta suavidad como era posible, hasta el más ligero roce hacía que Jon tuviera que contenerse para no gritar.

—Los hombres del Magnar son disciplinados y tienen armas y armaduras de bronce —le dijo. Hablar lo ayudaba a no pensar en el dolor de la pierna.

—El Magnar es un señor de Skagos —dijo Noye—. Cuando llegué al Muro había isleños en Guardiaoriente, me acuerdo de que hablaban de él.

—Creo que Jon utiliza la palabra en un sentido más antiguo —dijo el maestre Aemon—. No como apellido, sino como título. Viene de la antigua lengua.

—Quiere decir «señor» —asintió Jon—. Styr es el Magnar de un lugar que se llama Thenn, muy al norte de los Colmillos Helados. Tiene un centenar de hombres y una veintena de salvajes que conocen el Agasajo casi tan bien como nosotros. Pero Mance no encontró el cuerno, menos es nada. El Cuerno del Invierno, eso es lo que buscaban a lo largo del Agualechosa.

—El Cuerno del Invierno es una leyenda muy antigua. —El maestre Aemon se detuvo con el paño en la mano—. ¿De verdad cree el Rey-más-allá-del-Muro que existe?

—Todos lo creen —asintió Jon—. Ygritte me contó que habían abierto un centenar de tumbas… tumbas de reyes y de héroes por todo el valle del Agualechosa, pero no…

—¿Quién es Ygritte? —preguntó Donal Noye con cierto retintín.

—Una mujer del pueblo libre. —¿Cómo podía describirles a Ygritte? «Es afectuosa, lista, divertida y puede besar a un hombre o cortarle la garganta»—. Va con Styr, pero no es… es joven, en realidad casi una niña, una salvaje, pero… —«Mató a un anciano porque había encendido fuego.» Sentía la lengua hinchada y torpe. La leche de la amapola le estaba nublando la mente—. Rompí mis votos con ella. No era mi intención, de verdad, pero… —«No debí hacerlo. No debí amarla, no debí abandonarla…»—. No fui fuerte. El Mediamano me lo ordenó, cabalga con ellos, obsérvalos, no te niegues a nada, no…

Se sentía como si tuviera la cabeza llena de algodón húmedo. El maestre Aemon olfateó de nuevo la herida de Jon. Luego dejó el paño ensangrentado en la palangana.

—Donal, el cuchillo caliente, por favor —dijo—. Me va a hacer falta que lo mantengas inmóvil.

«No voy a gritar», se dijo Jon cuando vio la hoja al rojo del cuchillo. Pero también rompió ese juramento. Donal Noye lo mantuvo tumbado mientras Clydas guiaba la mano del maestre. Jon no se movió excepto para dar puñetazos contra la mesa, una vez, y otra, y otra. El dolor era tan intenso que se sentía pequeño, débil e impotente, como un niño que sollozara en la oscuridad. «Ygritte —pensó cuando el hedor de la carne quemada le llegó a la nariz y su propio grito le retumbó en los oídos—. Ygritte, tuve que hacerlo.» Por un instante el espantoso dolor empezó a menguar. Pero el hierro le tocó la pierna de nuevo y Jon se desmayó.

Cuando abrió los ojos estaba envuelto en gruesas mantas de lana y se sentía flotar. No podía moverse, pero tampoco le importaba. Por un tiempo soñó que Ygritte estaba con él, que lo curaba con manos suaves. Por fin cerró los ojos y se durmió.

El siguiente despertar no fue tan dulce. La estancia estaba a oscuras, pero bajo las mantas el dolor había regresado, era un palpitar en la pierna que se convertía en un cuchillo al rojo al menor movimiento. Jon lo descubrió por las malas cuando trató de ver si conservaba la pierna. Ahogó un grito y dio otro puñetazo.

—¿Jon? —Apareció una vela, y un rostro bien conocido lo miró desde arriba enmarcado entre dos grandes orejas—. No debes moverte.

—¿Pyp? —Jon alzó el brazo y el otro muchacho le agarró la mano y le dio un apretón—. Pensaba que te habrías ido…

—¿Con el Viejo Granada? No, le parece que soy demasiado pequeño y novato. Grenn también está aquí.

—Yo también estoy aquí. —Grenn se acercó por el otro lado de la cama—. Me he quedado dormido.

—Agua —pidió Jon; tenía la garganta seca. Grenn se la llevó y le acercó el vaso a los labios—. Vi el Puño —dijo tras un largo trago—. La sangre, los caballos muertos… Noye dijo que una docena habían conseguido volver… ¿quiénes?

—Dywen, por ejemplo. Gigante, Edd el Penas, Donnel Hill el Suave, Ulmer, Lew Mano Izquierda, Garth Plumagrís… Cuatro o cinco más. Y yo.

—¿Sam?

—Mató a uno de los Otros, Jon —dijo Grenn apartando la vista—. Yo mismo lo vi. Lo apuñaló con aquel cuchillo de vidriagón que le hiciste y empezamos a llamarlo Sam el Mortífero. Le sentaba fatal.

«Sam el Mortífero.» A Jon no se le ocurría una persona menos agresiva que Sam Tarly.

—¿Qué le pasó?

—Lo dejamos allí. —La voz de Grenn estaba llena de tristeza—. Lo sacudí, le grité, hasta le di una bofetada. Gigante intentó obligarlo a levantarse, pero pesaba demasiado. ¿Te acuerdas de cuando nos estábamos entrenando, cómo se hacía un ovillo en el suelo y se quedaba ahí gimoteando? Pues en el Torreón de Craster ni siquiera gimoteaba. El Daga y Ollo estaban destrozando las paredes para buscar comida, Garth y Garth luchaban entre ellos, otros se dedicaban a violar a las esposas de Craster. Edd el Penas se imaginó que la banda del Daga mataría a todos los leales para que no contáramos lo que habían hecho y nos doblaban en número. Tuvimos que dejar a Sam con el Viejo Oso. Se negaba a moverse, Jon.

«Eras su hermano —estuvo a punto de decirle—. ¿Cómo pudiste abandonarlo allí, entre salvajes y asesinos?»

—Puede que aún esté vivo —dijo Pyp—. Puede que nos dé una sorpresa y llegue mañana.

—Sí, ¡con la cabeza de Mance Rayder! —Jon se dio cuenta de que Grenn quería parecer animado—. ¡Sam el Mortífero!

Jon trató de sentarse otra vez. Fue un error igual que en la primera ocasión. Dejó escapar un grito y una maldición.

—Grenn, ve a despertar al maestre Aemon —dijo Pyp—. Dile que Jon necesita más leche de la amapola.

«Sí», pensó Jon.

—No —dijo en voz alta—. El Magnar…

—Ya lo sabemos —dijo Pyp—. Los centinelas del Muro tienen instrucciones de controlar también el sur, y Donal Noye ha enviado a varios hombres al Saliente de la Almenara para vigilar el camino real. Además, el maestre Aemon ha enviado pájaros a Guardiaoriente y a la Torre Sombría.

El maestre Aemon se acercó a la cama con una mano en el hombro de Grenn.

—No hagas esfuerzos, Jon. Está muy bien que te hayas despertado, pero tienes que tomarte tiempo para curarte. Hemos limpiado la herida con vino hirviendo y te la hemos cubierto con una cataplasma de agujas de pino, semillas de mostaza y pan enmohecido, pero si no descansas…

—No puedo. —Jon luchó contra el dolor para sentarse—. Mance no tardará en llegar… viene con miles de hombres, gigantes, mamuts… ¿Se ha avisado a Invernalia? ¿Al rey? —El sudor le corría por la frente. Tuvo que cerrar los ojos un instante.

Grenn y Pyp intercambiaron una mirada extraña.

—No lo sabe.

—Jon —dijo el maestre Aemon—, mientras estabas fuera han pasado muchas cosas, y ninguna buena. Balon Greyjoy volvió a coronarse rey y envió sus barcos contra el norte. Los reyes se multiplican como malas hierbas, hemos enviado peticiones de ayuda a todos, pero ninguno nos la manda. Tienen cosas más urgentes en las que ocupar sus espadas; nosotros estamos demasiado lejos, nos han olvidado. En cuanto a Invernalia… Sé fuerte, Jon… Invernalia ya no existe…

—¿Que ya no existe? —Jon se quedó mirando los ojos blancos y el rostro arrugado de Aemon—. Mis hermanos están en Invernalia. Bran y Rickon…

—Lo siento muchísimo, Jon. —El maestre se llevó una mano a la frente—. Tus hermanos murieron por orden de Theon Greyjoy después de que tomara Invernalia en nombre de su padre. Cuando los vasallos de tu padre amenazaron con recuperar el castillo, le prendió fuego.

—Tus hermanos han sido vengados —dijo Grenn—. El hijo de Bolton mató a todos los hombres del hierro y se dice que está desollando muy lentamente a Theon Greyjoy por lo que hizo.

—Lo siento, Jon. —Pyp le dio un apretón en el hombro—. Lo sentimos mucho.

A Jon nunca le había caído bien Theon Greyjoy, pero era el pupilo de su padre. Otro espasmo de dolor le recorrió la pierna, cuando se quiso dar cuenta volvía a estar tumbado.

—Tiene que ser un error —se empecinó—. En Corona de la Reina vi un huargo, un huargo gris… Era gris… Me conocía…

Si Bran estaba muerto, ¿era posible que parte de él siguiera viviendo en el lobo, igual que Orell vivía en su águila?

—Bébete esto.

Grenn le acercó una copa a los labios. Jon bebió. Tenía la cabeza llena de lobos y de águilas, y del sonido de las risas de sus hermanos. Los rostros que lo miraban desde arriba empezaron a difuminarse.

«No es posible que estén muertos. Theon jamás haría una cosa así. Invernalia… Granito gris, hierro y roble, cuervos que vuelan en torno a las torres, el vapor que sube de los estanques calientes del bosque de dioses, los reyes de piedra en sus tronos… ¿Cómo es posible que Invernalia ya no exista?»

Cuando el sueño se apoderó de él volvió a estar en casa una vez más, chapoteando en los estanques calientes bajo un enorme arciano blanco que tenía el rostro de su padre. Ygritte estaba con él, se reía de él, se iba quitando las pieles hasta quedar tan desnuda como en su día del nombre, intentaba darle un beso, pero él no podía permitírselo, no, su padre estaba mirando. Era de la sangre de Invernalia, era un hombre de la Guardia de la Noche.

—No engendraré un bastardo —le dijo a la muchacha—. Nunca. Nunca.

—No sabes nada, Jon Nieve —susurró ella mientras la piel se le disolvía en el agua caliente y la carne se le desprendía de los huesos hasta que sólo quedaban el cráneo y el esqueleto, y el estanque burbujeaba espeso y rojo.

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