A dos días a caballo del camino real atravesaron una amplia franja de destrucción: kilómetros de campos ennegrecidos y huertos donde los troncos de los árboles muertos hendían el aire como las saetas de un arquero. Los puentes también estaban destrozados y los arroyos bajaban crecidos con las aguas del otoño, así que tuvieron que recorrer las orillas en busca de vados. Las noches cobraban vida con el aullido de los lobos, pero no vieron a nadie.
En Poza de la Doncella, el salmón rojo de Lord Mooton ondeaba todavía sobre el castillo de la cima de la colina, pero las murallas de la ciudad estaban desiertas, las puertas destrozadas, y la mitad de las casas y comercios quemados o saqueados. No vieron más ser vivo que unos cuantos perros salvajes que se escabullían en cuanto los oían acercarse. El estanque del que tomaba su nombre la ciudad, donde según contaba la leyenda el bufón Florian había visto por primera vez a Jonquil mientras se bañaba con sus hermanas, estaba tan lleno de cadáveres putrefactos que el agua se había convertido en un engrudo color verde grisáceo.
—«Seis doncellas había en la poza de aguas cristalinas…» —empezó a cantar Jaime al echarle un vistazo.
—¿Qué hacéis? —preguntó Brienne.
—Estoy cantando «La poza de las seis doncellas». Seguro que la conocéis. Y eran doncellas muy tímidas, al igual que vos. Aunque me imagino que bastante más bonitas.
—Callaos —ordenó la moza con una mirada que daba a entender que le encantaría dejarlo flotando en el estanque con los cadáveres.
—Por favor, Jaime —le suplicó su primo Cleos—. Lord Mooton es vasallo de Aguasdulces, no nos conviene que salga del castillo. Y puede que haya otros enemigos escondidos entre las ruinas…
—¿Enemigos de quién, de esta mujer o nuestros? No son los mismos, primo. Tengo un deseo ardiente de ver si esta moza sabe manejar la espada que lleva.
—Si no guardáis silencio no me dejaréis más alternativa que amordazaros, Matarreyes.
—Desatadme las manos y permaneceré mudo todo el camino hasta Desembarco del Rey. ¿No os parece un trato justo, moza?
—¡Brienne! ¡Me llamo Brienne!
Tres cuervos salieron volando, sobresaltados por el ruido.
—¿Os apetece un baño, Brienne? —Se echó a reír—. Sois una doncella y ahí tenéis la poza. Yo os enjabonaré la espalda.
Siempre le enjabonaba la espalda a Cersei cuando eran niños en Roca Casterly.
La moza hizo dar la vuelta al caballo y se alejó al trote. Jaime y Ser Cleos la siguieron y salieron de las cenizas de Poza de la Doncella. Un kilómetro más adelante el verde empezó a regresar al mundo. Jaime se alegró. Las tierras quemadas le recordaban demasiado a Aerys.
—Va a tomar el camino del Valle Oscuro —murmuró Ser Cleos—. Por la costa sería más seguro.
—Más seguro, pero también más lento. Yo también prefiero por el Valle Oscuro, primo. Si quieres que te diga la verdad, me aburre tu compañía.
«Puede que seas medio Lannister, pero no tienes nada que ver con mi hermana.»
No había soportado nunca estar mucho tiempo lejos de su gemela. Ya siendo niños se metían juntos en la cama y dormían abrazados. «Hasta en el vientre materno.» Mucho antes de que su hermana floreciera, o de que él alcanzara la virilidad, habían visto yeguas y sementales en los prados, perros y perras en las perreras, y habían jugado a hacer lo mismo. En cierta ocasión la doncella de su madre los vio… No recordaba qué estaban haciendo en aquel momento, pero fuera lo que fuera horrorizó a Lady Joanna. Despidió a la doncella, trasladó el dormitorio de Jaime a la otra punta de Roca Casterly, puso un guardia ante el de Cersei y les dijo que no debían repetirlo jamás, o no le quedaría más remedio que contárselo a su señor padre. Pero no había nada que temer para ellos. Poco después su madre murió al dar a luz a Tyrion. Jaime apenas recordaba su aspecto.
Tal vez Stannis Baratheon y los Stark le hubieran hecho un favor. Habían difundido el relato de su incesto por los Siete Reinos, de modo que ya no había nada que ocultar. «¿Por qué no puedo casarme con Cersei abiertamente y compartir su lecho todas las noches? Los dragones siempre se casaban con sus hermanas.» Los septones, los señores y los plebeyos habían mirado para otro lado ante la costumbre de los Targaryen durante cientos de años, pues que hicieran lo mismo por la Casa Lannister. Sin duda sería un golpe para las pretensiones de Joffrey a la corona, sí, pero en realidad habían sido las espadas las que habían ganado el Trono de Hierro para Robert, y las espadas podrían conservarlo para Joffrey, fuera hijo de quien fuera. «Podríamos casarlo con Myrcella en cuanto enviemos a Sansa Stark de vuelta con su madre. Así vería el reino que los Lannister están por encima de las leyes, igual que los dioses y los Targaryen.»
Jaime había decidido que devolvería a Sansa, y también a la más pequeña, si es que la encontraba. No era tanto por recuperar su honor perdido como porque la idea de cumplir con su palabra cuando todo el mundo esperaba que la violase le producía una enorme diversión.
Cabalgaban a lo largo de un trigal pisoteado, junto a un muro bajo de piedra cuando Jaime oyó un sonido tras ellos, como si una docena de pájaros hubiera levantado el vuelo a la vez.
—¡Agachaos! —gritó al tiempo que se lanzaba sobre el cuello de su montura.
El caballo relinchó y se encabritó cuando una flecha se le clavó en la grupa. Otras saetas pasaron silbando. Jaime vio a Ser Cleos caer de la silla, pero se quedó con el pie enganchado en el estribo. Su palafrén se puso al galope y arrastró al hombre, que gritaba mientras se golpeaba una y otra vez la cabeza contra el suelo.
El caballo de Jaime se alejaba con torpeza, piafando y relinchando de dolor. Jaime giró la cabeza para buscar a Brienne con la mirada. Seguía a caballo, con una flecha clavada en la espalda y otra en la pierna, pero no parecía haberse dado cuenta. La vio desenvainar la espada y girar en círculo, en busca de los arqueros.
—¡Detrás del muro! —gritó Jaime mientras trataba de hacer girar su montura tuerta hacia la lucha. Se le habían enredado las riendas en las malditas cadenas, y las flechas volvían a silbar por el aire—. ¡A ellos! —gritó de nuevo al tiempo que espoleaba a su caballo para demostrar a la moza cómo se hacía.
El ridículo jamelgo tuvo fuerzas para emprender el galope. De repente se encontró cruzando el trigal mientras levantaba nubes de paja a su paso. Jaime apenas tuvo tiempo de pensar.
«Más vale que la moza me siga, antes de que se den cuenta de que los ataca un hombre desarmado y encadenado.» Entonces la oyó galopar a sus espaldas.
—¡Tarth! —gritó mientras lo adelantaba blandiendo ante ella la espada—. ¡Tarth! ¡Tarth!
Las últimas flechas pasaron entre ellos, inofensivas. Luego los arqueros huyeron en desbandada, igual que huyen siempre en desbandada todos los arqueros que no cuentan con refuerzos ante la carga de la caballería. Al llegar al muro, Brienne tiró de las riendas. Cuando Jaime la alcanzó, los arqueros ya habían desaparecido en el bosque, a veinte metros de distancia.
—¿Qué pasa, no os gusta luchar?
—Estaban huyendo.
—Ése es el mejor momento para matarlos.
—¿Por qué cargasteis? —Brienne envainó la espada.
—Los arqueros no tienen miedo mientras se puedan esconder detrás de muros y disparar desde lejos, pero si uno se lanza a la carga, huyen. Saben qué les pasará cuando los alcancen. Por cierto, tenéis una flecha en la espalda. Y otra en la pierna. Permitidme que os cure las heridas.
—¿Vos?
—¿Quién si no? La última vez que vi a mi primo Cleos, su palafrén estaba arando un surco con su cabeza. Aunque claro, habría que buscarlo. Es un Lannister, más o menos.
Cuando encontraron a Cleos todavía estaba atrapado por la espuela. Tenía una flecha clavada en el brazo derecho y otra en el pecho, pero lo que lo había matado había sido el suelo. La parte superior de su cabeza era un amasijo sanguinolento, y bajo la presión de la mano de Jaime los trocitos de hueso se movieron bajo la piel.
Brienne se arrodilló a su lado y le cogió la mano.
—Todavía está caliente.
—No tardará en estar frío. Quiero su caballo y sus ropas. Estoy harto de harapos y pulgas.
—Era vuestro primo. —La moza parecía horrorizada.
—Exacto, era —asintió Jaime—. No temáis, estoy bien provisto de primos. También me quedaré con su espada. Tendréis que compartir las guardias con alguien.
—Podéis montar guardia sin armas —dijo la moza levantándose.
—¿Encadenado a un árbol? Es posible. Y también es posible que haga un trato con la próxima banda de forajidos y les permita que os corten ese cuello gordo que tenéis, moza.
—No os daré armas. Y me llamo…
—Brienne, lo sé. Os juraré no causaros daño, si eso calma vuestros temores infantiles.
—Vuestros juramentos no tienen ningún valor. También le hicisteis un juramento a Aerys.
—Que yo sepa, hasta ahora no habéis cocido a nadie dentro de su armadura. Además, a ambos nos interesa que yo llegue sano y salvo a Desembarco del Rey, ¿verdad? —Se acuclilló junto a Cleos y empezó a desabrocharle el cinto de la espada.
—Alejaos de él. Ahora mismo. Deteneos.
Jaime estaba harto. Harto de su desconfianza, harto de sus insultos, harto de sus dientes torcidos, de aquel rostro aplastado lleno de manchas y de aquel cabello fino y lacio. Sin hacerle el menor caso, agarró con ambas manos la empuñadura de la espada larga de su primo, sujetó el cadáver con un pie y tiró. Apenas hubo salido la hoja de la vaina él ya giraba, describiendo un arco rápido y mortífero con la espada. El acero chocó contra el acero con un clamor estrepitoso. Brienne se las había arreglado para desenvainar también su espada justo a tiempo.
—Muy bien, moza —dijo Jaime riéndose.
—Dadme la espada, Matarreyes.
—Ahora mismo.
Se puso en pie de un salto y la espada cobró vida en sus manos cuando le lanzó una estocada. Brienne dio un paso atrás y la detuvo, pero él siguió presionando y atacando. En cuanto detenía un golpe ya tenía encima el siguiente. Las espadas se besaban, se repelían y volvían a besarse. A Jaime le bullía la sangre. Para aquello había nacido; jamás se sentía tan vivo como cuando estaba luchando, cuando la vida y la muerte dependían de cada golpe.
«Y tengo las manos encadenadas, esta moza me puede hacer frente un rato.» Las cadenas lo obligaban a coger la espada larga con ambas manos, pero los golpes no tenían la misma fuerza y alcance que los de un espadón, aunque ¿qué importaba? La espada de su primo tenía longitud suficiente como para poner punto final a la historia de la tal Brienne de Tarth.
Golpes altos, golpes bajos, estocadas… hizo caer sobre ella una lluvia de acero. A la izquierda, a la derecha, de frente… con choques tan violentos que cuando las dos espadas se encontraban saltaban chispas. Hacia arriba, hacia abajo, por encima de la cabeza… atacando sin tregua, avanzando sin cesar, paso y estocada, estocada y paso, cada vez más deprisa, más deprisa…
Hasta que, sin aliento, dio un paso atrás y bajó la punta de la espada hacia el suelo, con lo que le dio un momento de respiro.
—No está mal —reconoció—, sobre todo para ser una moza.
Ella respiró hondo, despacio, mientras lo miraba con desconfianza.
—No os haré daño, Matarreyes.
—Como si pudierais.
Volvió a hacer girar la espada por encima de la cabeza y la atacó de nuevo, acompañado por el tintineo de las cadenas.
Jaime no habría sabido decir durante cuánto tiempo siguió atacando. Tal vez fueron minutos, tal vez horas. Cuando las espadas despertaban, el tiempo se echaba a dormir. La hizo alejarse del cadáver de su primo, la hizo cruzar el camino, la hizo retroceder hacia los árboles… En un momento dado la moza tropezó con una raíz que no había visto y por un instante creyó que ya era suya, pero en vez de desplomarse cayó sobre una rodilla, y paró con la espada el tajo que la tendría que haber abierto desde el hombro hasta la ingle. Luego fue su turno de lanzar una estocada, y otra, y otra, mientras se ponía en pie golpe a golpe.
La danza continuó. La acorraló contra un roble, lanzó una maldición cuando se le escapó y la siguió al cruzar un arroyo medio seco lleno de hojas caídas. El acero brillaba, el acero cantaba, el acero gritaba y resonaba, y la mujer empezó a gruñir como una cerda con cada golpe, pero no conseguía alcanzarla. Era como si estuviera metida en una jaula de hierro que detenía todos los golpes.
—No está nada mal —dijo al hacer la segunda pausa para recuperar el aliento, al tiempo que se movía hacia la derecha de la mujer.
—¿Para ser una moza?
—Digamos que para ser un escudero. Novato. —Dejó escapar una carcajada ronca, jadeante—. Vamos, vamos, querida, la música sigue sonando. ¿Me concedéis este baile, mi señora?
Se abalanzó contra él con un gruñido blandiendo la espada, y de repente era Jaime el que tenía que impedir que el acero le besara la piel. Una de las estocadas le rozó la frente, y la sangre se le metió en el ojo derecho. «Los Otros se la lleven, y también a todo Aguasdulces.» Su habilidad se había oxidado en aquella mazmorra de mierda, y las cadenas tampoco le ponían las cosas fáciles. Tenía un ojo cerrado, los hombros se le empezaban a entumecer por el esfuerzo y las muñecas le dolían por el peso de las cadenas, los grilletes y el acero. La espada larga le pesaba más con cada golpe, y Jaime sabía que no lo blandía tan deprisa como al principio, que no lo levantaba tan alto.
«Es más fuerte que yo.»
Al darse cuenta, se le heló la sangre. Robert había sido más fuerte que él, sí. Y también Gerold Hightower, llamado el Toro Blanco, al menos en sus mejores días, y Ser Arthur Dayne. De los vivos, Gran Jon Umber era más fuerte que él, probablemente también el Jabalí de Crakehall y, sin duda, los dos Clegane. La fuerza de la Montaña era inhumana. Pero no importaba. Con velocidad y habilidad, Jaime los podía derrotar a todos. Pero ella era una mujer. Una mujer enorme como una vaca, sí, pero de todos modos… Debería ser ella la que estuviera ya agotada.
Y en vez de eso lo había hecho retroceder otra vez hasta el arroyo.
—¡Rendíos! —le gritó—. ¡Soltad la espada!
Jaime notó bajo el pie una piedra resbaladiza. Cuando se sintió caer, convirtió el accidente en una estocada baja. La punta de la espada salvó la guardia de la moza y la hirió en la parte superior del muslo. Apareció una flor roja, y Jaime tuvo un instante para saborear la visión de la sangre antes de que la rodilla se le estampara contra una roca. El dolor fue atroz. Brienne chapoteó hacia él y alejó su espada de un puntapié.
—¡Rendíos!
Jaime proyectó un hombro contra sus piernas y la hizo caer encima de él. Rodaron entre patadas y puñetazos, y al final la moza quedó sentada a horcajadas sobre él. Consiguió sacarle la daga de la vaina, pero antes de que pudiera clavársela en el vientre, ella le agarró la muñeca y le golpeó la mano contra una piedra con tanta fuerza que Jaime pensó que le había descoyuntado un hombro. Le puso la otra mano, abierta, sobre el rostro.
—¡Rendíos! —Le metió la cabeza bajo el agua, lo mantuvo así un instante y lo sacó—. ¡Rendíos! —Jaime le escupió agua a la cara. Un empellón, un chapoteo, y volvió a estar sumergido, pataleando impotente, sin poder respirar. Luego, aire otra vez—. ¡Rendíos si no queréis que os ahogue!
—¿Vos? ¿Romper vuestro juramento? —se burló—. ¿Como yo?
Lo soltó y Jaime cayó hacia atrás con un chapuzón.
Y los bosques se llenaron de carcajadas.
Brienne se puso en pie. De cintura para abajo era todo barro y sangre, tenía la ropa echa un desastre y el rostro rojo como la grana. «Parece que nos hayan cogido follando, en vez de peleando.» Jaime se arrastró entre las rocas al tiempo que se limpiaba la sangre del ojo con las manos encadenadas. A ambos lados del arroyo había hombres armados. «No es de extrañar, hemos hecho ruido como para despertar a un dragón.»
—Bienhallados, amigos —les dijo en tono amistoso—. Mil perdones si os he molestado. Me habéis encontrado mientras disciplinaba a mi esposa.
—A mí me parece que era ella la que disciplinaba. —El hombre que había hablado era recio y fuerte, y la barra frontal del yelmo de hierro no ocultaba del todo el hecho de que le faltaba la nariz.
De repente, Jaime comprendió que aquéllos no eran los forajidos que habían matado a Ser Cleos. Estaban rodeados por la escoria de la tierra: dornienses atezados y lysenos rubios, dothrakis con campanas en las trenzas, ibbeneses peludos y también hombres de las Islas del Verano, negros como el carbón, con sus capas emplumadas. Sabía quiénes eran.
«La Compañía Audaz.»
—Tengo un centenar de venados… —comenzó Brienne al recuperar el habla.
—Nos los quedaremos para empezar, mi señora —la interrumpió, mirándola fijamente, un hombre de aspecto cadavérico con la capa de cuero hecha jirones.
—Luego nos quedaremos con vuestro coño —dijo el que no tenía nariz—. No puede ser tan feo como el resto de vos.
—Dale la vuelta y métesela por el culo, Rorge —sugirió un lancero dorniense que llevaba un pañuelo de seda roja atado en torno al yelmo—. Así no le tendrás que ver la cara.
—¿Y privarla del placer de verme la mía? —dijo el desnarigado, en medio de las carcajadas de los demás.
—¿Quién está aquí al mando? —exigió saber Jaime. Por fea y terca que fuera, la moza no se merecía que la violara una pandilla de animales como aquéllos.
—A mí me corresponde ese honor, Ser Jaime. —El cadáver tenía los ojos perfilados en rojo, y el cabello fino y seco. Las venas azules se le veían a través de la piel blanca de la cara y las manos—. Me llaman Urswyck. Urswyck el Fiel.
—¿Sabes quién soy?
—Hace falta algo más que una barba y una cabeza afeitada para engañar a los Compañeros Audaces —dijo el mercenario con un gesto de asentimiento.
«Querrás decir a los Titiriteros Sangrientos.» Jaime no sentía por ellos más afecto que por Gregor Clegane o Amory Lorch. Su padre decía que eran perros, y como perros los utilizaba para cazar a sus presas e inspirar temor.
—Si me conoces, Urswyck, sabes que tendrás una recompensa. Los Lannister siempre pagamos nuestras deudas. En cuanto a la moza, es de noble cuna, os darán un buen rescate por ella.
—¿De veras? —preguntó el otro inclinando la cabeza hacia un lado—. Qué suerte. —En la sonrisa de Urswyck había un matiz taimado que a Jaime no le gustó lo más mínimo.
—Ya me has oído. ¿Dónde está la Cabra?
—A pocas horas de camino. No me cabe duda de que estará encantado de veros, pero yo que vos no lo llamaría «cabra» a la cara. Lord Vargo es muy susceptible en lo relativo a su dignidad.
«¿Y desde cuándo ese salvaje babeante tiene dignidad?»
—Trataré de no olvidarlo cuando esté con él. ¿Has dicho lord? ¿Lord de qué?
—De Harrenhal. Le ha sido prometido.
«¿Harrenhal? ¿Acaso mi padre se ha vuelto loco?»
—Quitadme estas cadenas. —Jaime alzó las manos.
La risita de Urswyck resonó seca como un pergamino.
«Algo falla, algo va muy mal.» Jaime no dejó que trasluciera su inquietud, sino que se limitó a sonreír.
—¿He dicho algo gracioso?
—Sois lo más gracioso que he visto desde que Mordedor le arrancó los pezones a mordiscos a aquella septa —dijo el desnarigado con una sonrisa.
—Vuestro padre y vos habéis perdido demasiadas batallas —lo informó el dorniense—. Nos vimos obligados a cambiar nuestras pieles de león por pieles de lobo.
—Lo que Timeon quiere decir —aclaró Urswyck con un gesto de las manos— es que los Compañeros Audaces ya no trabajan para la Casa Lannister. Ahora servimos a Lord Bolton y al Rey en el Norte.
—Y luego dicen que yo no tengo honor. —Jaime le lanzó una mirada gélida, despectiva.
A Urswyck no le gustó aquel comentario. Hizo una seña, dos de los Titiriteros agarraron a Jaime por los brazos, y Rorge le asestó un puñetazo en el estómago con el guantelete. Mientras se doblaba con un gruñido, oyó las protestas de la moza.
—¡Alto, no se le debe causar daño alguno! Lady Catelyn nos envió, se trata de un intercambio de prisioneros, está bajo mi protección…
Rorge lo golpeó de nuevo, el aire se le escapó de los pulmones. Brienne se lanzó a las aguas del arroyo para buscar su espada, pero los Titiriteros cayeron sobre ella antes de que la encontrara. Era tan fuerte que hicieron falta los golpes de cuatro para someterla.
Al final, la moza acabó con el rostro tan tumefacto y ensangrentado como debía de estar el de Jaime. Le habían saltado dos dientes, cosa que no mejoraba su aspecto. Cubiertos de sangre, los dos prisioneros se vieron arrastrados a trompicones entre los árboles hacia los caballos. Brienne cojeaba por la herida del muslo que le había hecho en el arroyo. Jaime sentía lástima por ella. No le cabía duda de que iba a perder la virginidad aquella noche. El cabrón desnarigado la violaría, seguro, y lo más probable era que algunos de los otros se apuntaran también.
El dorniense los montó espalda contra espalda a lomos del caballo de tiro de Brienne, mientras el resto de los Titiriteros desnudaban a Cleos Frey para repartirse sus posesiones. Rorge se quedó el jubón ensangrentado con los orgullosos emblemas de Lannister y de Frey. Las flechas habían perforado leones y torres por igual.
—Estaréis contenta, moza —susurró Jaime a Brienne. Tosió y escupió sangre—. Si me hubierais dado un arma, no nos habrían cogido prisioneros. —Ella no respondió. «Es una zorra testaruda —pensó—. Pero valiente, desde luego.» Eso no lo podía negar—. Esta noche, cuando acampemos, os van a violar, y más de una vez —le advirtió—. Lo mejor será que no os resistáis. Si tratáis de resistiros, perderéis algo más que un par de dientes.
Sintió cómo la espalda de Brienne se tensaba junto a la suya.
—¿Eso haríais vos si fuerais una mujer?
«Si yo fuera una mujer, sería Cersei»
—Si fuera una mujer los obligaría a matarme. Pero no lo soy. —Jaime puso el caballo al trote—. ¡Urswyck! ¡Hablemos!
El cadavérico mercenario de la capa de cuero hecha jirones tiró de las riendas un instante para ponerse al paso de Jaime.
—¿Qué queréis de mí, ser? Y cuidado con lo que decís o haré que os castiguen de nuevo.
—Oro —dijo Jaime—. ¿Te gusta el oro?
—Reconozco que resulta útil. —Urswyck lo miraba con los ojos enrojecidos.
—Todo el oro de Roca Casterly —dijo Jaime con una sonrisa cómplice—. ¿Por qué lo va a disfrutar la Cabra? ¿Por qué no nos llevas a Desembarco del Rey y te quedas tú con mi rescate? Y también con el de ella si quieres. Una vez una doncella me dijo que a Tarth la llamaban la Isla Zafiro.
Al oír aquello la moza se retorció, pero no dijo nada.
—¿Me tomáis por un cambiacapas?
—Desde luego. ¿Acaso no lo sois?
—Desembarco del Rey está muy lejos —respondió Urswyck tras sopesar la proposición un instante—, y vuestro padre se encuentra allí. Lord Tywin nos tendrá inquina por haber vendido Harrenhal a Lord Bolton.
«Es más listo de lo que parece.» Jaime había albergado la esperanza de ahorcar a aquel miserable con los bolsillos a reventar de oro.
—De mi padre me encargaré yo. Os conseguiré el indulto real por todos los crímenes que hayáis cometido, y para ti el honor de caballero.
—Ser Urswyck —paladeó el hombre—. Qué orgullosa estaría mi mujer. Ojalá no la hubiera matado. —Suspiró—. ¿Y qué será del valiente Lord Vargo?
—¿Queréis que os cante alguna estrofa de «Las lluvias de Castamere»? Cuando mi padre le ponga las manos encima, la Cabra no será tan valiente.
—¿Y cómo lo va a hacer? ¿Acaso vuestro padre tiene los brazos tan largos como para pasar por encima de las murallas de Harrenhal y sacarnos de allí?
—Si hace falta… —La monstruosa locura del rey Harren había caído en el pasado y podía volver a caer—. ¿Eres tan estúpido como para creer que una cabra puede derrotar al león?
Urswyck se inclinó hacia él y le dio una bofetada despectiva, desganada. La pura insolencia fue mucho peor que el golpe en sí.
—Ya os he escuchado suficiente, Matarreyes. Muy idiota tendría que ser para creer en las promesas de quien con tanta facilidad rompe sus juramentos. —Espoleó al caballo y se adelantó.
«Aerys —pensó Jaime, resentido—. Siempre igual. Todo se remonta a Aerys.» Se dejó mecer por el movimiento del caballo. Habría dado cualquier cosa por una espada. «O mejor, por dos espadas. Una para la moza y otra para mí. Nos matarían, pero al menos nos llevaríamos con nosotros a la mitad de ellos al infierno.»
—¿Por qué le habéis dicho que Tarth era la Isla Zafiro? —susurró Brienne cuando Urswyck estuvo a distancia suficiente—. Ahora pensará que mi padre posee muchas piedras preciosas…
—Rezad para que así sea.
—¿Es que no decís ni una palabra que no sea mentira, Matarreyes? A Tarth lo llaman la Isla Zafiro por el azul de sus aguas.
—Gritad un poco más alto, moza, creo que Urswyck no os ha oído. Cuanto antes se den cuenta de lo poco que valéis como rehén, antes empezarán las violaciones. Os montarán todos y cada uno de ellos, pero qué os importa, ¿no? Cerrad los ojos, abríos de piernas y haced como si todos fueran Lord Renly.
Por suerte, aquello la dejó callada un buen rato.
Casi había terminado el día cuando encontraron a Vargo Hoat mientras saqueaba un pequeño sept en compañía de una docena de sus Compañeros Audaces. Habían destrozado las vidrieras y sacado al exterior las tallas en madera de los dioses. Cuando llegaron, el dothraki más gordo que Jaime había visto jamás estaba sentado en el pecho de la Madre y le sacaba los ojos de calcedonia con la punta del cuchillo. Cerca de él, un septon flaco y calvo colgaba cabeza abajo de la rama de un castaño. Tres de los Compañeros Audaces utilizaban el cadáver como blanco de entrenamiento. Al menos uno de ellos era buen arquero, el septon tenía flechas clavadas en ambos ojos.
Cuando los mercenarios vieron a Urswyck con sus prisioneros empezaron a gritar en una docena de idiomas. La Cabra estaba sentado junto a una hoguera, comiendo un ave medio asada directamente del espetón, con los dedos y la larga barba llenos de grasa y de sangre. Se limpió las manos en la ropa y se levantó.
—Matarreyez —ceceó—, azí que erez mi prizionero.
—Mi señor, me llamo Brienne de Tarth —lo interrumpió la moza—. Lady Catelyn Stark me ordenó entregar a Ser Jaime a su hermano en Desembarco del rey.
—Hacedla callar —ordenó la Cabra, mirándola sin mucho interés.
—Escuchadme —insistió Brienne con vehemencia mientras Rorge cortaba las cuerdas que la ataban a Jaime—. En nombre del Rey en el Norte, en nombre del rey al que servís, por favor, escuchadme…
Rorge la derribó del caballo y empezó a darle patadas.
—Ten cuidado no le vayas a romper un hueso —le avisó Urswyck—. Esa zorra con cara de caballo vale su peso en zafiros.
El dorniense llamado Timeon y un ibbenés maloliente bajaron a Jaime del caballo y lo empujaron sin miramientos hacia la hoguera. No le habría costado nada agarrar una de sus espadas por la empuñadura, pero eran demasiados y seguía encadenado. Se llevaría a dos o tres por delante, pero al final moriría. Jaime no estaba aún preparado para morir, y menos por alguien como Brienne de Tarth.
—Hoy ez un gran día —dijo Vargo Hoat.
Llevaba en torno al cuello una cadena de monedas entrelazadas, de todas las formas y tamaños, forjadas y acuñadas, con los rostros de reyes, magos, dioses, demonios y todo tipo de bestias fantásticas.
«Monedas de todas las tierras donde ha peleado», recordó Jaime. La codicia era la clave de aquel hombre. Si había traicionado una vez, podía volver a traicionar.
—Lord Vargo, fue una estupidez por vuestra parte abandonar el servicio de mi padre, pero no es demasiado tarde para rectificar. Os pagará bien por mí, ya lo sabéis.
—Dezde luego —dijo Vargo Hoat—. Me entregará la mitad del oro de Roca Cazterly. Pero antez, tengo que hacerle llegar un menzaje.
Añadió algo en un idioma ceceante. Urswyck dio a Jaime un empujón por la espalda, y un bufón con ropas verdes y rosas le dio una patada que lo hizo tropezar. Cuando cayó al suelo, uno de los arqueros le agarró la cadena de las muñecas y tiró con brusquedad para obligarlo a estirar los brazos. El dothraki gordo dejó a un lado el cuchillo para desenvainar un arakh, la cimitarra de filo mortífero que tanto gustaba a los señores de los caballos.
«Pretenden asustarme.» El bufón saltó sobre la espalda de Jaime entre risitas, mientras el dothraki avanzaba lentamente hacia él. «La Cabra quiere que me mee en los calzones y le suplique piedad, pero no le daré ese placer.» Era un Lannister de Roca Casterly, Lord Comandante de la Guardia Real. Ningún mercenario lo oiría gritar.
La luz del sol arrancó un destello plateado del filo del arakh cuando descendió, casi demasiado deprisa para verlo. Y Jaime gritó.