—¿Qué, son grandes o no?
Los copos de nieve salpicaban el rostro ancho de Tormund y se le derretían en el cabello y en la barba.
Los gigantes se mecían lentamente a lomos de los mamuts mientras avanzaban en fila de a dos. El caballo de Jon se encabritó aterrado por lo extraño del espectáculo, pero no se sabía si lo que lo asustaban eran los mamuts o sus jinetes. El propio Fantasma retrocedió un paso y enseñó los dientes en un gruñido silencioso. El huargo era grande, pero más grandes aún eran los mamuts, y además eran muchos.
Jon tiró de las riendas del caballo para detenerlo y así poder contar los gigantes que emergían entre los copos de nieve y las nieblas del Agualechosa. Iba por más de cincuenta cuando Tormund dijo algo y perdió la cuenta. «Debe de haber cientos.» Su número no parecía tener fin.
En los cuentos de la Vieja Tata, los gigantes eran hombres de gran tamaño que vivían en castillos colosales, peleaban con espadas inmensas, y calzaban unas botas en las que se podría esconder un niño. Como iban sentados, no era fácil calcular su estatura.
«Unos tres metros, más o menos —pensó—. Tres metros y medio como mucho.» Tenían un pecho que podría pasar por el de un hombre, pero en cambio los brazos eran demasiado largos, y la parte inferior del torso parecía la mitad de ancha que la superior. Las piernas eran más cortas que los brazos, aunque muy gruesas, y no llevaban botas: los pies eran anchos, desparramados, duros, callosos y negros. Carecían de cuello, las enormes cabezas sobresalían hacia delante directamente de los omoplatos, y los rostros eran aplastados y brutales. Entre los pliegues de piel callosa se veían ojillos de rata, apenas del tamaño de unas cuentas, y no dejaban de husmear, como si se guiaran tanto por el olfato como por la vista.
«No van vestidos con pieles —se dio cuenta Jon—. Es vello. —La piel de los cuerpos estaba cubierta de pelo, muy espeso de cintura para abajo, más escaso de cintura para arriba. El hedor que despedían era asfixiante, aunque tal vez procediera de los mamuts—. Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra. —Buscó con la vista enormes espadas de tres metros de longitud, pero lo único que vio fueron garrotes. Muchos eran, sencillamente, ramas de árboles secos, algunos aún con ramitas que iban arrastrando por el suelo. Algunos llevaban bolas de piedra atadas a un extremo, lo que los convertía en martillos colosales—. La canción no dice si el Cuerno los puede dormir de nuevo.»
Uno de los gigantes que se acercaban parecía más viejo que los demás. Tenía el pelaje gris salpicado de blanco, y el mamut que montaba era más grande que ninguno de los otros, también gris y blanco. Tormund le gritó algo al pasar, unas palabras ásperas y repicantes en un idioma que Jon no conocía. Los labios del gigante se separaron y dejaron al descubierto una boca de dientes grandes y cuadrados, y emitió un sonido a medio camino entre un rugido y un eructo. Jon tardó un instante en darse cuenta de que se estaba riendo. El mamut volvió un momento hacia ellos dos la enorme cabeza y uno de los colmillos le pasó a Jon por encima de la capucha mientras la bestia volvía a ponerse en marcha dejando huellas profundas en el barro blando y la nieve recién caída a lo largo de la orilla del río. El gigante gritó algo en el mismo idioma bronco que había utilizado Tormund.
—¿Ése era su rey? —preguntó Jon.
—Los gigantes no tienen reyes, igual que los mamuts, los osos de las nieves o las grandes ballenas del mar gris. Ése era Mag Mar Tun Doh Weg. Mag el Poderoso. Si quieres te puedes arrodillar ante él, no le importará. Me imagino que ya te picarán las rodillas de ganas, te mueres por un rey ante el que inclinarte. Pero ten cuidado, no te vaya a arrollar. Los gigantes tienen mala vista, puede que no vea a un cuervecito que está tan abajo, junto a sus pies.
—¿Qué le has dicho? ¿Eso que hablabas era la antigua lengua?
—Sí. Le he preguntado si ése al que espoleaba era su padre porque se parecían mucho, aunque su padre olía mejor.
—Y él ¿qué te ha dicho?
—Que si la que cabalgaba junto a mí era mi hija, con unas mejillas tan rosadas y suaves. —Tormund Puño de Trueno mostró los huecos de la dentadura en una sonrisa. Se sacudió la nieve del brazo e hizo dar la vuelta a su caballo—. Puede que sea la primera vez que ve a un hombre sin barba. Vamos, tenemos que volver. Mance se enfada si no me encuentra en mi lugar habitual.
Jon dio la vuelta y siguió a Tormund de regreso a la cabeza de la columna. La capa nueva le pesaba sobre los hombros. Estaba hecha de pieles de oveja sin lavar, con el lado de la lana hacia adentro, tal como le habían recomendado los salvajes. Lo resguardaba bastante de la nieve y lo abrigaba por las noches, pero también conservaba la capa negra, doblada debajo de la silla de montar.
—¿Es verdad que en cierta ocasión mataste a un gigante? —preguntó a Tormund mientras cabalgaban.
Fantasma trotaba en silencio junto a ellos, sus patas iban dejando huellas en la nieve recién caída.
—¿Acaso dudas de un hombre poderoso como yo? Era invierno, y yo era casi un crío, tan idiota como son los críos. Me alejé demasiado, se me murió el caballo y me encontré en medio de una tormenta. Una tormenta de verdad, no cuatro copos mal contados, como ahora. ¡Ja! Sabía que moriría congelado antes de que amaneciera. Así que busqué a una giganta que estaba durmiendo, le abrí la barriga y me metí dentro. Me dio calor, sí, pero casi me mata de la peste que despedía. Lo peor fue que, cuando llegó la primavera y se despertó, me confundió con su bebé. Me estuvo dando el pecho tres meses enteros, hasta que conseguí escapar. ¡Ja! Aún a veces echo de menos el sabor de la leche de giganta.
—Si te amamantó, no es posible que la mataras.
—No la maté, pero que no corra la voz. Tormund Matagigantes suena mejor que Tormund Bebé de Giganta.
—¿Y cómo te ganaste los otros nombres? —quiso saber Jon—. Mance te llamó Soplador del Cuerno, ¿no? Rey del Aguamiel en el Salón Rojo, Marido de Osas, Padre de Ejércitos…
En realidad, lo único que le interesaba era lo relativo al Cuerno, pero no se atrevía a preguntar de manera demasiado directa. «Y Joramun hizo sonar el Cuerno del Invierno y despertó a los gigantes de la tierra.» ¿De allí habrían llegado, tanto ellos como sus mamuts? ¿Había encontrado Mance Rayder el Cuerno de Joramun y se lo había entregado a Tormund Puño de Trueno para que lo hiciera sonar?
—¿Todos los cuervos sois igual de curiosos? —preguntó Tormund—. En fin, ahí va la historia. Hubo otro invierno, un invierno aún más frío que el que pasé en la barriga de aquella giganta, nevaba día y noche, caían unos copos del tamaño de tu cabeza, no estas menudencias. Nevaba tanto que el poblado entero estaba medio enterrado. Yo me encontraba en mi Salón Rojo, sin más compañía que la de un barril de aguamiel y sin nada que hacer aparte de beberla. Cuanto más bebía, más pensaba en una mujer que vivía cerca, una buena mujer, fuerte ella, con las tetas más grandes que has visto en tu vida. Menudo genio tenía, ni te imaginas, pero también era cálida cuando quería, y en lo más crudo del invierno a uno le hace falta calor.
»Cuanto más bebía, más pensaba en ella, y cuando más pensaba más dura se me ponía, hasta que ya no aguanté más. Idiota de mí, voy y me envuelvo en pieles de la cabeza a los pies, me pongo un trapo de lana en torno a la cara y allá que voy a buscarla. Nevaba mucho, y el viento me derribó dos veces, estaba helado hasta los huesos, pero al final llegué a su casa, envuelto como un fardo.
»Qué genio tan espantoso tenía aquella mujer, no veas cómo se resistió cuando la agarré. Casi no pude arrastrarla hasta casa y quitarle las pieles, cuando lo conseguí… Increíble, era aún más caliente de lo que recordaba y pasamos un buen rato, luego me quedé dormido. Por la mañana, cuando me desperté, había dejado de nevar, y el sol brillaba, pero yo no estaba para disfrutarlo. Estaba lleno de golpes y desgarrones, me había arrancado medio miembro de un bocado, y allí, en el suelo, había una piel de osa. Así que el pueblo libre empezó enseguida a hablar de una osa despellejada que vivía en los bosques, y que tenía un par de cachorros rarísimos. ¡Ja! —Se dio una palmada en uno de los carnosos muslos—. Ya me gustaría volver a tropezarme con ella. Menudo polvo tiene esa osa. Nunca una mujer me ha presentado tanta batalla, ni me ha dado hijos tan fuertes.
—¿Qué harías si te la tropezaras? —preguntó Jon con una sonrisa—. Has dicho que te arrancó medio miembro de un bocado.
—Sólo medio. Y medio miembro mío sigue siendo el doble de largo que el de cualquier otro hombre —resopló Tormund—. Venga, ahora cuenta tú. ¿Es verdad que cuando os llevan al Muro os cortan el miembro?
—No —replicó Jon, ofendido.
—Seguro que es verdad. Si no, ¿por qué rechazas a Ygritte? Me huelo que no te pondría muchas pegas. A esa chica le gustas, salta a la vista.
«Vaya si salta a la vista —pensó Jon—, tanto que la mitad de la columna se ha dado cuenta. —Se concentró en los copos de nieve que caían para que Tormund no viera que se había puesto rojo—. Soy un hombre de la Guardia de la noche —se recordó—. Entonces, ¿por qué me sonrojo como una doncella?»
Se pasaba la mayor parte de los días en compañía de Ygritte, y también la mayor parte de las noches. Mance Rayder no estaba ciego, había visto bien clara la desconfianza de Casaca de Matraca con respecto al cuervo desertor, de manera que, después de entregar a Jon la nueva capa de piel de oveja, le había sugerido la posibilidad de cabalgar con Tormund Matagigantes. Jon había accedido de buena gana, y al día siguiente Ygritte, Lanzalarga y Ryk dejaron también el grupo de Casaca de Matraca para pasarse al de Tormund.
—El pueblo libre cabalga con quien quiere —le dijo la chica—, y ya estábamos hartos de Saco de Huesos.
Cada noche, cuando acampaban, Ygritte tiraba sus pieles para dormir junto a las de Jon, tanto si se ponía cerca de una hoguera como si se ponía muy lejos. Una noche se despertó y la encontró acurrucada contra él, con un brazo sobre su pecho. Se quedó tendido largo rato, escuchando su respiración y tratando de no sentir aquella tensión en las ingles. Los exploradores de la Guardia de la Noche compartían las pieles a menudo para darse calor, pero tenía la sospecha de que lo que Ygritte buscaba no era sólo eso. Después de aquello adoptó la costumbre de utilizar a Fantasma para que no se le acercara tanto. En los cuentos de la Vieja Tata, había caballeros y damas que dormían en la misma cama con una espada entre ellos para salvaguardar su honor, pero estaba seguro de que era la primera vez que un huargo ocupaba el lugar de la espada.
Pese a todo, Ygritte no se daba por vencida. Hacía dos días, Jon había cometido el error de decir cuánto le gustaría poder bañarse en agua caliente.
—La fría es mejor —dijo ella al momento—, si tienes a alguien que te dé calor después. El río sólo está helado en parte, ve a bañarte.
—Ni hablar —contestó Jon riéndose—, me congelaría.
—¿Todos los cuervos sois igual de frioleros? Un poco de hielo no hace daño a nadie. Te lo voy a demostrar, me bañaré contigo.
—¿Y luego cabalgaremos todo el resto del día con la ropa mojada, congelada sobre la piel? —objetó.
—Qué tonterías dices, Jon Nieve. Nadie se baña con ropa.
—Yo no me baño, y punto —replicó con firmeza, justo antes de oír a Tormund Puño de Trueno que lo llamaba a gritos (no lo había llamado, pero tampoco importaba).
Por lo visto los salvajes consideraban que Ygritte era una auténtica belleza, debido a su cabello. El pelo rojo no era común entre el pueblo libre y se decía que, los que lo tenían, habían recibido el beso del fuego y que daba buena suerte. Tal vez diera suerte, y de que era rojo no cabía duda, pero el cabello de Ygritte era una maraña tal que Jon sentía la tentación de preguntarle si sólo se lo cepillaba cada cambio de estación.
Sabía muy bien que, en la corte de cualquier señor, sería considerada una chica corriente. Tenía un rostro redondo de campesina, la nariz respingona, los dientes un poco torcidos y los ojos muy separados. Jon se había fijado en todos esos detalles la primera vez que la había visto, cuando le puso la daga en la garganta. Pero en los últimos días se estaba fijando en otras cosas. Cuando Ygritte sonreía, no se le notaban los dientes torcidos. Y sí, tenía los ojos muy separados, pero eran de un color gris azulado muy bonito, y los más vivaces que había visto nunca. A veces cantaba con una voz grave, ronca, que lo hacía estremecer. Y a veces, cuando se sentaba junto a la hoguera y se abrazaba las rodillas, y las llamas despertaban destellos en su melena rojiza, y lo miraba, y le sonreía… En fin, eso también lo hacía estremecer.
Pero era un hombre de la Guardia de la Noche y había hecho un juramento. No tendría esposa, tierras ni hijos. Había pronunciado el juramento ante el arciano, ante los dioses de su padre. No podía retractarse… Igual que no podía explicar la razón de su reluctancia a Tormund Puño de Trueno, Padre de Osos.
—¿No te gusta esa chica? —le preguntó Tormund mientras pasaban junto a otra veintena de mamuts, éstos montados por salvajes en altas torres de madera, en vez de por gigantes.
—Sí, pero… —«¿Qué puedo decirle que sea creíble?»—. Todavía soy demasiado joven para casarme.
—¿Casarte? —Tormund se echó a reír—. ¿Y para qué te vas a casar? ¿Qué pasa, en el sur los hombres tienen que casarse con todas las chicas que se llevan a la cama?
Jon notó que volvía a ponerse rojo.
—Intercedió en mi favor cuando Casaca de Matraca quería matarme. No la puedo deshonrar.
—Ahora eres un hombre libre e Ygritte es una mujer libre. ¿Qué tiene de deshonroso que os acostéis juntos?
—Podría dejarla embarazada.
—Sí, ojalá. Un hijo fuerte o una hija vivaracha y risueña besada por el fuego, ¿hay algo de malo en eso?
Por un momento no supo qué decir.
—El chico… el bebé sería un bastardo.
—¿Y qué pasa, los bastardos son más débiles que los otros niños? ¿Más enfermizos, más inútiles?
—No, pero…
—Tú mismo eres bastardo. Y si Ygritte no quiere tener un hijo, acudirá a alguna bruja de los bosques y beberá una taza de té de la luna. Una vez plantada la semilla, tú ya no pintas nada.
—No engendraré a un bastardo.
—Los que os arrodilláis sois muy idiotas. —Tormund sacudió la melena enmarañada—. Si no querías a la chica, ¿por qué la secuestraste?
—¡Yo no la secuestré!
—Claro que sí —replicó Tormund—. Mataste a los dos que la acompañaban y te la llevaste: eso es secuestrar, ¿qué si no?
—Lo que hice fue tomarla prisionera.
—La obligaste a rendirse a ti.
—Sí, pero… te juro que no le puse un dedo encima, Tormund.
—¿Seguro que no te cortaron el miembro? —Tormund se encogió de hombros, como dando a entender que aquellas locuras no había quien las comprendiera—. En fin, ahora eres un hombre libre, pero si no quieres a la chica al menos búscate una osa. El miembro que no se utiliza se va haciendo cada vez más pequeño, hasta que llega el día en que quieres mear y no lo encuentras.
Jon no supo qué decir. No era de extrañar que en los Siete Reinos se creyera que los del pueblo libre no eran humanos.
«No tienen leyes, ni honor, ni la decencia más básica. Se pasan el día robándose unos a otros, se aparean como animales, prefieren la violación al matrimonio y llenan el mundo de niños bastardos. —Pero, pese a todo, le estaba tomando cariño a Tormund Matagigantes, por fanfarrón y mentiroso que fuera. Y también a Lanzalarga—. Y a Ygritte… No, en Ygritte no quiero pensar.»
Pero, junto a Tormund y Lanzalarga, cabalgaban también otros salvajes. Hombres como Casaca de Matraca y el Llorón, a los que tanto les daba matarlo a uno como escupirle. Estaba Harma Cabeza de Perro, una mujer rechoncha y achaparrada con mejillas como tajadas de carne blanca, que no soportaba a los perros y cada dos semanas mataba uno para tener una cabeza reciente en su estandarte. Styr el Desorejado, Magnar de Thenn, cuya gente lo consideraba más dios que señor; Varamyr Seispieles, un hombrecillo menudo y ratonil cuyo corcel era un oso de las nieves salvaje que, cuando se alzaba sobre las patas traseras, medía casi cuatro metros. Allá donde iba Varamyr, siempre lo seguían tres lobos y un gatosombra. Jon sólo había estado una vez en su presencia y no le apetecía nada repetir; sólo con ver a aquel hombre se le ponía el pelo de punta, igual que a Fantasma se le había erizado el pelaje al ver al oso y al esbelto felino blanco y negro.
Y había hombres aún más fieros que Varamyr, habían llegado de las zonas más septentrionales del Bosque Encantado, de los valles escondidos en los Colmillos Helados, o hasta de lugares aún más extraños: los hombres de la Costa Helada, que viajaban en carros hechos de huesos de morsa tirados por manadas de perros salvajes; los terribles clanes del río de hielo, que según se decía se alimentaban de carne humana; los habitantes de las cuevas, con los rostros teñidos de azul, de púrpura y de verde… Jon había visto con sus propios ojos a los hombres Pies de Cuerno, que trotaban en columna, descalzos, con las plantas de los pies duras como el cuero endurecido. En cambio aún no había divisado snarks ni grumkins, pero por lo que había visto no le extrañaría que Tormund los hubiera invitado a cenar.
Jon calculaba que la mitad del ejército de salvajes no había visto el Muro en su vida, y de ellos muchos no sabían ni una palabra de la lengua común. No tenía importancia. Mance Rayder hablaba la antigua lengua, incluso sabía canciones; tañía las cuerdas de su laúd y llenaba la noche con una música extraña y salvaje.
Mance había pasado años reuniendo aquel ejército enorme que avanzaba lenta y pesadamente; había hablado con la madre de aquel clan o con aquel otro magnar, ganado una aldea a golpe de palabras bonitas, la siguiente con canciones, y la tercera con el filo de la espada; había puesto paz entre Harina Cabeza de Perro y el Señor de los Huesos, entre los Pies de Cuerno y los Corredores Nocturnos, entre los hombres morsa de la Costa Helada y los clanes caníbales de los grandes ríos de hielo. Había convertido cien dagas diferentes en una lanza enorme, dirigida contra el corazón de los Siete Reinos. No tenía corona ni cetro, ni vestiduras de terciopelo y seda, pero a Jon le resultaba evidente que Mance Rayder no era rey sólo de nombre.
Jon se había unido a los salvajes por orden de Qhorin Mediamano. «Cabalga con ellos, come con ellos y combate con ellos todo el tiempo que sea preciso —le había dicho el explorador la noche antes de morir—. Y observa.» Pero, por mucho que observaba, poco había descubierto. El Mediamano había sospechado que los salvajes habían ido a los gélidos y yermos Colmillos Helados en busca de algún arma, algún poder, algún hechizo destructor que les permitiera abrir una brecha en el Muro… Pero si lo habían encontrado, fuera lo que fuera, nadie alardeaba de ello abiertamente, ni se lo había mostrado a Jon. Mance Rayder no lo había hecho partícipe de ninguno de sus planes ni estrategias. Desde la primera noche, no lo había vuelto a ver más que de lejos.
«Si es necesario, lo mataré.» Era una perspectiva que a Jon no le proporcionaba el menor placer. Matar a alguien de esa manera no era honorable; además, también significaría la muerte para él. Pero no podía permitir que los salvajes traspasaran el muro, que amenazaran Invernalia y el norte, los Túmulos y los Riachuelos, Puerto Blanco y la Costa Pedregosa, o incluso el Cuello. Durante ocho mil años, los hombres de la Casa Stark habían vivido y habían muerto para proteger a su pueblo de aquellos pillajes y saqueos… Y, bastardo o no, por sus venas corría la misma sangre. «Además, Bran y Rickon siguen en Invernalia, con el maestre Luwin, Ser Rodrik, la Vieja Tata, Farnel y sus perros, Mikken y su forja, Gage y sus hornos… todas las personas que he conocido, todas las personas que he amado.» Si Jon tenía que matar a un hombre al que casi admiraba, que casi le caía bien, para salvarlos de las atenciones de Casaca de Matraca, de Harma Cabeza de Perro y del desorejado Magnar de Thenn, lo haría sin dudarlo.
Pero tenía la esperanza de que los dioses de su padre le evitaran una misión tan triste. El ejército avanzaba con gran lentitud, demorado por el ganado de los salvajes, sus niños y sus miserables riquezas, y la nieve los ralentizaba todavía más. La mayor parte de la columna se alejaba ya del pie de las colinas y avanzaba lentamente por la orilla oeste del Agualechosa, su movimiento era como el fluir denso de la miel en una mañana fría de invierno. Seguían el curso del río hacia el corazón del Bosque Encantado.
Y Jon sabía que, no muy lejos, el Puño de los Primeros Hombres se alzaba por encima de los árboles y que allí aguardaban trescientos hermanos negros de la Guardia de la Noche, armados y a caballo. El Viejo Oso había enviado otros exploradores aparte del Mediamano y, sin duda, Jarman Buckwell o Thoren Smallwood habrían regresado ya y les habrían contado qué estaba bajando de las montañas.
«Mormont no huirá —pensó Jon—. Es demasiado viejo y ha llegado demasiado lejos. Atacará, sin que le importe que nos superen en número. —El día menos pensado, más pronto que tarde, oiría el sonido de cuernos de guerra y vería una columna de jinetes que avanzaban contra ellos con las capas negras al viento y el acero frío desenvainado. Por supuesto, trescientos hombres no tenían la menor esperanza de acabar con un ejército que los superaba cien veces en número, pero Jon creía que no sería necesario—. No hace falta que mate a mil, sólo a uno. Lo único que los mantiene unidos es Mance.»
El Rey-más-allá-del-Muro hacía todo lo que podía, pero los salvajes eran indisciplinados hasta lo indescriptible, y ése era su principal punto débil. En la serpiente de leguas de longitud que era la columna, había guerreros tan valerosos como cualquier hombre de la Guardia, pero al menos un tercio de ellos iban agrupados al principio y al final, en la vanguardia de Harma Cabeza de Perro y en la salvaje retaguardia con sus gigantes, uros y lanzafuegos. Otro tercio cabalgaban con el propio Mance, en la parte central, para vigilar los carromatos, los trineos y las carretas tiradas por perros donde se transportaba la gran mayoría de las provisiones y suministros del ejército, lo único que quedaba de la última cosecha del verano. El resto iban divididos en pequeños grupos, bajo el mando de hombres como Casaca de Matraca, Jarl, Tormund Matagigantes o el Llorón, servían como exploradores, forrajeadores y arreadores, y se pasaban el día recorriendo la columna de arriba abajo para que avanzara de manera más o menos ordenada.
Y todavía más, sólo uno de cada cien salvajes iba a caballo.
«El Viejo Oso los atravesará como un cuchillo atraviesa unas gachas.» Cuando llegara ese momento, Mance tendría que movilizar el centro de la columna para tratar de paliar la amenaza. Habría un combate y si él cayera el Muro estaría a salvo por lo menos cien años más, en opinión de Jon. «Si no…»
Flexionó los dedos quemados de la mano con la que manejaba la espada. Llevaba colgada de la silla a Garra, la gran espada bastarda con el pomo tallado en forma de cabeza de lobo y la empuñadura cubierta de cuero suave. La tenía siempre al alcance.
Cuando alcanzaron al grupo de Tormund, varias horas más tarde, nevaba copiosamente. Durante el trayecto, Fantasma se alejó y desapareció en el bosque tras el rastro de una presa. El huargo regresaría cuando acamparan para pasar la noche, como muy tarde al amanecer. Por mucho que se alejara en sus merodeos, Fantasma siempre regresaba… y lo mismo pasaba con Ygritte.
—¿Qué? —preguntó la chica en cuanto lo vio—. ¿Nos crees ahora, Jon Nieve? ¿Has visto a los gigantes con sus mamuts?
—¡Ja! —rió Tormund antes de que Jon pudiera responder nada—. ¡El cuervo se ha enamorado! ¡Se va a casar con uno!
—¿Con un gigante? —rió también Lanzalarga Ryk.
—¡No, con un mamut! —rugió Tormund—. ¡Ja!
Ygritte trotó al lado de Jon, que había tirado de las riendas de su montura para ponerla al paso. La chica decía que tenía tres años más que él, aunque era un palmo más baja; pero, tuviera la edad que tuviera, era una muchacha tan dura como menuda. Cuando la capturaron en el Paso Aullante, Serpiente de Piedra había dicho que era una «mujer del acero». No estaba casada y su arma predilecta era un arco corto y curvo de cuerno y madera de arciano, pero el nombre le iba como anillo al dedo. Le recordaba a su hermanita Arya, aunque Arya era más joven, y quizá también más delgada. No era fácil saber si Ygritte era delgada o regordeta, llevaba demasiadas pieles encima.
—¿Te sabes «El último de los gigantes»? —Sin esperar respuesta, se apresuró a añadir—: Para cantarla bien hace falta una voz más grave que la mía. «Oooh, yo soy el último de los gigantes y los míos han desaparecido de la tierra» —entonó.
Tormund Matagigantes oyó los versos y sonrió.
—«El último de los grandes gigantes de la montaña que el mundo gobernaban cuando nací» —vociferó hacia atrás a través de la nieve.
Ryk Lanzalarga se les unió.
—«Me han robado mis bosques los pequeñines, han robado mis ríos y mis colinas.»
—«Y han cortado mis valles con un gran muro, y han pescado los peces de mis estanques» —le respondieron a su vez Ygritte y Tormund, con adecuadas voces de gigantes.
Toregg y Dormund, hijos de Tormund, añadieron también sus voces de bajo, y luego los siguieron Munda y todos los demás. Otros comenzaron a hacer chocar las picas contra los escudos de cuero para marcar burdamente el ritmo hasta que todo el destacamento guerrero se puso a cantar a medida que avanzaba.
En salones de piedra ellos encendieron grandes fogatas,
en salones de piedra ellos forjaron agudas lanzas.
Mientras, yo marcho solo por las montañas,
sin otro compañero salvo las lágrimas.
Por el día me persiguen con sus jaurías
me cazan con antorchas en las noches frías.
Porque quien es pequeño odia a los altos,
siempre que haya gigantes al sol andando.
Ooooh, yo soy el último de los gigantes,
aprende de memoria lo que yo cante.
Pues cuando me vaya y mi canto se hiele,
un silencio muy largo será lo que quede.
Cuando terminó la canción, Ygritte tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Jon—. No es más que una canción. Quedan cientos de gigantes, los acabo de ver.
—Bah, cientos —replicó ella, furiosa—. No sabes nada, Jon Nieve. No… ¡Jon!
Jon se dio la vuelta ante el sonido repentino de un batir de alas. Unas plumas azul grisáceo le cubrieron la vista al tiempo que unas garras afiladas se le hundían en el rostro. Un latigazo rojo de dolor lo recorrió, repentino y salvaje, mientras las enormes alas le batían contra la cabeza. Llegó a ver el pico, pero no le dio tiempo a protegerse con las manos ni a sacar un arma. Jon se echó hacia atrás, perdió pie en el estribo, se le encabritó la montura y cayó. Y el águila seguía aferrada a su cara, le desgarraba la piel, aleteaba, graznaba, lanzaba picotazos… El mundo se puso del revés en un caos de plumas, carne de caballo y sangre, y entonces el suelo se le estampó en la cara.
Se encontró de bruces contra el fango, con la boca llena de barro y sangre, mientras Ygritte se arrodillaba a su lado para protegerlo, con una daga de hueso en la mano. Todavía se oía el batir de las alas, aunque ya no veía el águila. La mitad del mundo estaba a oscuras.
—¡Mi ojo! —gritó con pánico repentino, al tiempo que se llevaba la mano a la cara.
—No es más que sangre, Jon Nieve. No te ha picado el ojo, sólo te ha desgarrado la piel.
La cara le palpitaba. Mientras se limpiaba la sangre del ojo izquierdo, vio por el derecho que Tormund estaba de pie, rugiendo. Se oían las pisadas de los caballos, gritos y el entrechocar de huesos secos.
—¡Saco de Huesos! —retumbó la voz de Tormund—. ¡Quítanos de encima a tu pájaro de los infiernos!
—El único pájaro de los infiernos es ese cuervo. —Casaca de Matraca señaló en dirección a Jon—. ¡El que sangra en el barro, como un perro! —El águila bajó batiendo las alas y se posó sobre el cráneo de gigante que utilizaba como yelmo—. Vengo a por él.
—Pues acércate si te atreves —replicó Tormund—. Pero más vale que vengas con la espada desenvainada, porque así es como la voy a tener yo. A lo mejor luego hiervo tus huesos y me meo en tu cráneo. ¡Ja!
—En cuanto te pinche, se te escapará el aire y acabarás del tamaño de esa chica. Hazte a un lado o se lo diré a Mance.
—¿Qué? ¿Es Mance quien lo quiere ver? —preguntó Ygritte poniéndose en pie.
—Ya te lo he dicho, ¿estás sorda o qué? Levantadlo.
—Si te llama Mance —dijo Tormund, mirando a Jon con el ceño fruncido—, será mejor que vayas.
—Sangra como un jabalí desollado. —Ygritte lo ayudó a ponerse en pie—. Mirad cómo le ha dejado Orell la cara, con lo guapo que es.
«¿Es que un pájaro puede odiar?» Jon había matado al salvaje Orell, pero una parte de él vivía aún dentro del águila. Los ojos dorados lo miraban con maldad fría.
—Ya voy —dijo. La sangre le corría por la frente y le cegaba el ojo derecho, la mejilla era una llamarada de dolor. Cuando se la tocó, los guantes negros se le mancharon de rojo—. Espera que busque mi caballo.
No tenía tanta necesidad del caballo como de Fantasma, pero el huargo no aparecía por ninguna parte.
«Puede que esté a muchas leguas, le estará arrancando el cuello a algún alce.» Tal vez fuera lo mejor.
El caballo lo rehuyó cuando se acercó a él; sin duda la sangre del rostro lo asustaba, pero Jon lo tranquilizó con unas cuantas palabras susurradas, y por fin consiguió acercarse lo suficiente para coger las riendas. Cuando montó, la cabeza le dio vueltas un momento.
«Me tienen que curar esto —pensó—, pero luego. Que el Rey-más-allá-del-Muro vea qué me ha hecho su águila.» Flexionó los dedos de la mano derecha, se agachó para recoger a Garra y se colgó la espada bastarda del hombro antes de volver al trote adonde aguardaban el Señor de los Huesos y su grupo.
Ygritte aguardaba también, ya a lomos de su caballo y con una expresión fiera en el rostro.
—Voy con vosotros.
—Lárgate. —Los huesos de la coraza de Casaca de Matraca entrechocaron—. Me han enviado a buscar al cuervo desertor, y a nadie más.
—Una mujer libre va adonde quiere —replicó Ygritte.
El viento le metía nieve en los ojos a Jon. Sentía cómo se le congelaba la sangre en la cara.
—¿Qué vamos a hacer, cabalgar o parlotear?
—Cabalgar —replicó el Señor de los Huesos.
No fue un trayecto alegre. Cabalgaron tres kilómetros junto a la columna entre torbellinos de nieve, luego atajaron a través de un caos de carromatos de equipaje y cruzaron el Agualechosa en el punto donde describía una amplia curva hacia el este. Los bajíos del río estaban cubiertos por una fina capa de hielo; los cascos de los caballos la quebraban a cada paso, hasta que llegaron a aguas más profundas, diez metros río adentro. En la orilla este parecía nevar con más intensidad y la profundidad de la nieve era mayor.
«Hasta el viento es más frío.» Además, estaba anocheciendo.
Pero, pese a la tormenta de nieve, la forma de la gran colina blanca que surgía amenazadora por encima de los árboles era inconfundible.
«El Puño de los Primeros Hombres.» Jon oyó el graznido del águila que sobrevolaba al grupo. Un cuervo lo miró desde las ramas de un pino soldado y graznó a su paso. «¿Habrá atacado el Viejo Oso?» En lugar del entrechocar del acero y el silbar de las flechas, lo único que oía Jon era el crujido quedo del hielo bajo los cascos de su caballo.
Rodearon en silencio el Puño hasta la ladera sur, por donde la subida era más sencilla. Fue allí donde Jon vio el caballo muerto, al pie de la colina, casi enterrado en la nieve. Las entrañas le salían del vientre como serpientes congeladas, y le faltaba una de las patas.
«Han sido los lobos», pensó Jon, pero no podía ser. Los lobos devoraban las presas que mataban.
Había más caballos caídos por toda la ladera, con las patas retorcidas en posturas grotescas y los ojos ciegos mirando a la muerte. Los salvajes se movían entre ellos como moscas, les quitaban las sillas, las riendas, las alforjas y las protecciones, y los despedazaban con hachas de piedra.
—Arriba —dijo Casaca de Matraca a Jon—. Mance está en la cima.
Desmontaron junto al círculo de piedra y entraron por un hueco angosto entre las rocas. En las estacas afiladas que el Viejo Oso había hecho clavar junto a todas las entradas vio empalado el cadáver de un caballo pequeño, de pelo castaño e hirsuto.
«Estaba tratando de salir, no de entrar.» No había rastro de su jinete.
Dentro había más, y era peor. Era la primera vez que Jon veía nieve rosa. El viento soplaba a ráfagas en torno a él y le tironeaba de la pesada capa de piel de oveja. Los cuervos iban revoloteando de un caballo muerto a otro.
«¿Serán cuervos salvajes, o los nuestros?» No habría sabido decirlo. Se preguntó dónde estaría en aquel momento el pobre Sam. Y cómo.
Una costra de sangre congelada crujió bajo el talón de su bota. Los salvajes habían cogido hasta el último fragmento de cuero o acero de los caballos, hasta les estaban arrancando las herraduras. Unos cuantos registraban el contenido de mochilas que habían volcado en el suelo, en busca de armas y comida. Jon pasó junto a uno de los perros de Chett, o mejor dicho, de lo que quedaba de él, tendido en un charco de sangre fangosa semicongelada.
Todavía quedaban en pie unas cuantas tiendas al otro lado del campamento, y allí era donde los esperaba Mance Rayder. Bajo la capa rajada de lana negra y seda roja llevaba una cota de mallas negra y unos calzones de pelo largo, y se cubría la cabeza con un gran yelmo de hierro y bronce con alas de cuervo en las sienes. Con él estaba Jarl, así como Harma Cabeza de Perro. También vio a Styr y a Varamyr Seispieles con sus lobos y su gatosombra.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó Mance a Jon, echándole una mirada torva y fría.
—Orell le ha intentado sacar un ojo —dijo Ygritte.
—Le he preguntado a él. ¿Qué pasa, también se le ha comido la lengua? Sería lo mejor, así no nos volvería a mentir.
—A lo mejor el chico ve más claro con un ojo que con dos —dijo Styr el Magnar sacando un cuchillo largo.
—¿Quieres conservar el ojo, Jon? —preguntó el Rey-más-allá-del-Muro—. Si es así, dime cuántos eran. Y esta vez procura que sea verdad, bastardo de Invernalia.
—Mi señor… —Jon tenía la garganta seca—. ¿Qué…?
—No soy tu señor —replicó Mance—. Y no creo que haga falta explicar el «qué». Tus hermanos han muerto. La pregunta es, ¿cuántos eran?
A Jon le palpitaba el rostro, la nieve caía sin cesar, le costaba mucho pensar… «No importa qué te exijan, hazlo», le había dicho Qhorin. Las palabras se le trababan en la garganta, pero hizo un esfuerzo supremo y las pronunció.
—Éramos trescientos.
—¿Éramos? —restalló Mance.
—Eran. Eran trescientos. —«No importa qué te exijan», le había dicho Qhorin. «Entonces, ¿por qué me siento como un cobarde?»—. Doscientos del Castillo Negro y un centenar más de la Torre Sombría.
—Ésa es una canción mucho más interesante que la que me cantaste en la tienda. —Mance miró a Harma Cabeza de Perro—. ¿Cuántos caballos hemos encontrado?
—Más de cien —replicó la mujer corpulenta—. Menos de doscientos. Hay más muertos hacia el este, están cubiertos de nieve, no se sabe cuántos son.
Tras ella estaba su portaestandarte, que llevaba un asta con una cabeza de perro clavada en la punta. Era tan reciente que todavía chorreaba sangre.
—No deberías haberme mentido, Jon Nieve —dijo Mance.
—Ya… ya lo sé.
«¿Qué podía decir?»
—¿Quién estaba al mando? —El rey salvaje le escudriñó el rostro—. Y dime la verdad. ¿Era Rykker? ¿O Smallwood? Wythers no, seguro, es un blando. ¿De quién era esta tienda?
«Ya he dicho demasiado.»
—¿No encontrasteis su cadáver?
Harma soltó un bufido, el hálito desdeñoso se le congelaba en las fosas nasales.
—Estos cuervos negros son imbéciles.
—La próxima vez que me respondas con una pregunta, te entregaré al Señor de los Huesos —aseguró Mance Rayder a Jon. Se le acercó un poco—. ¿Quién estaba aquí al mando?
«Un paso más —pensó Jon—. Sólo un paso. —Acercó la mano a la empuñadura de Garra—. Si no digo nada…»
—Como se te ocurra echar mano a la espada te habré cortado la cabeza antes de que la consigas sacar de la vaina —dijo Mance—. Me estás agotando la paciencia a marchas forzadas, cuervo.
—Díselo —lo apremió Ygritte—. Fuera quien fuera, está muerto.
Al fruncir el ceño se le cuarteó la sangre seca de la mejilla.
«No puedo, es imposible —pensó Jon, desesperado—. ¿Cómo puedo hacerme pasar por cambiacapas sin convertirme en cambiacapas?» Qhorin no se lo había dicho. Pero el segundo paso siempre es más fácil que el primero.
—El Viejo Oso.
—¿Ese vejestorio? —Por el tono de Harma, era evidente que no lo creía—. ¿Vino él en persona? ¿Y quién está al mando del Castillo Negro?
—Bowen Marsh.
En esta ocasión Jon respondió al instante. «No importa qué te exijan, hazlo.»
—En ese caso ya hemos ganado la guerra. —Mance se echó a reír—. Bowen es mucho más eficaz contando espadas que utilizándolas.
—El Viejo Oso estaba al mando —dijo Jon—. Este punto estaba a buena altura y era fuerte, y él lo reforzó más aún. Hizo excavar zanjas y clavar estacas, almacenó alimentos y agua. Estaba preparado para…
—¿Mí? —terminó Mance Rayder—. Cierto, lo estaba. Si yo hubiera sido tan imbécil como para intentar tomar la colina por asalto, habría perdido cinco hombres por cada cuervo que consiguiera matar, y eso con suerte. —Apretó los labios—. Pero, cuando los muertos caminan, los muros, las estacas y las espadas no sirven de nada. No es posible luchar contra los muertos, Jon Nieve. Es algo que nadie sabe ni la mitad de bien que yo. —Alzó la vista hacia el cielo cada vez más oscuro—. Puede que los cuervos nos hayan ayudado más de lo que imaginan. Me preguntaba porqué no nos habían atacado. Pero aún tenemos cien leguas por delante y cada vez hace más frío. Varamyr, manda a tus lobos a rastrear a los espectros. No quiero que nos cojan desprevenidos. Mi Señor de los Huesos, dobla las patrullas y encárgate de que cada hombre tenga una antorcha y un pedernal. Styr, Jarl, partiréis a caballo en cuanto amanezca.
—Mance —dijo Casaca de Matraca—, quiero unos cuantos huesos de cuervo.
—No se puede matar a un hombre por mentir para proteger a los que fueron sus hermanos —dijo Ygritte dando un paso para ponerse delante de Jon.
—Todavía son sus hermanos —declaró Styr.
—Es mentira —insistió Ygritte—. Le dijeron que me matara y no me mató. En cambio sí mató al Mediamano, eso lo vimos todos.
«Si le miento, se dará cuenta», pensó Jon; el aliento se le condensaba en el aire. Miró a Mance Rayder a los ojos y flexionó los dedos de la mano quemada.
—Llevo la capa que me disteis vos, Alteza.
—¡Una capa de piel de oveja! —exclamó Ygritte—. ¡Y más de una noche bailamos bajo ella!
Jarl se echó a reír y hasta Harma Cabeza de Perro esbozó una mueca a modo de sonrisa.
—¿Así estamos, Jon Nieve? —preguntó Mance Rayder con voz suave—. ¿Tú y ella…?
Más allá del Muro era fácil extraviarse y perder el camino. Jon ya no sabía si era capaz de distinguir entre el honor y la vergüenza, entre el bien y el mal.
«Perdóname, padre.»
—Sí —dijo.
—De acuerdo —accedió Mance—. Mañana al amanecer partiréis los dos con Jarl y con Styr. Sí, los dos. Ni se me ocurriría separar dos corazones que laten como uno.
—¿Hacia dónde? —preguntó Jon.
—Hacia el Muro. Ya es hora de que demuestres tu lealtad con algo más que con palabras, Jon Nieve.
—¿De qué me sirve a mí un cuervo? —El Magnar no parecía nada satisfecho.
—Conoce a la Guardia y conoce el Muro —dijo Mance—. Y conoce el Castillo Negro mejor que ningún explorador. Si no le encuentras ninguna utilidad es que eres idiota.
—Puede que todavía tenga el corazón negro. —Styr tenía el ceño fruncido.
—Entonces se lo arrancas. —Mance se volvió hacia Casaca de Matraca—. Mi Señor de los Huesos, mantén la columna en marcha al precio que sea. Si llegamos al Muro antes que Mormont habremos vencido.
—Seguirá en marcha —respondió Casaca de Matraca con la voz ronca de ira.
Mance asintió y salió, seguido por Harma y Seispieles, con los lobos y el gatosombra de Varamyr pisándoles los talones. Jon e Ygritte se quedaron con Jarl, Casaca de Matraca y el Magnar. Los dos salvajes de más edad miraron a Jon con resentimiento mal disimulado.
—Ya habéis oído —dijo Jarl—, partiremos al amanecer. Cargad con todas las provisiones que podáis, no tendremos tiempo de cazar. Y que te echen un vistazo a la cara, cuervo. Das asco.
—Bien —dijo Jon.
—Más vale que no estés mintiendo, chiquilla —dijo Casaca de Matraca a Ygritte, con los ojos brillantes tras el cráneo de gigante.
Jon desenfundó a Garra.
—Apártate de nosotros o te llevarás lo mismo que se llevó Qhorin.
—Ahora no tienes a tu lobo para que te ayude, chico. —Casaca de Matraca fue a echar mano de su espada.
—¿Estás seguro? —rió Ygritte.
Sobre las piedras del muro en forma de anillo estaba Fantasma, al acecho, con el pelaje blanco erizado. No emitía el menor sonido, pero sus ojos color rojo oscuro hablaban de sangre. El Señor de los Huesos apartó la mano muy despacio de la espada, retrocedió un paso y se alejó mascullando maldiciones.
Fantasma caminó junto a sus monturas cuando Jon e Ygritte iniciaron el descenso del Puño. Hasta que no estuvieron en medio del Agualechosa Jon no se sintió a salvo para hablar con ella.
—No te he pedido que mintieras por mí.
—Y no he mentido —replicó ella—. He omitido algunas cosas, nada más.
—Pero has dicho…
—Que más de una noche follamos como locos debajo de tu capa. Pero no he dicho cuándo empezamos. —Le dirigió una sonrisa que era casi tímida—. Esta noche busca otro sitio para que duerma Fantasma, Jon Nieve. Ya has oído a Mance. Basta de palabras, pasemos a la acción.