Muy lejos, al otro lado de la ciudad, una campana empezó a tañer.
Sansa se sentía como si estuviera viviendo en un sueño.
—Joffrey ha muerto —le dijo a los árboles para ver si así despertaba.
No estaba muerto aún cuando salió del salón del trono. La última vez que lo vio había caído de rodillas con las manos en la garganta y se arrancaba la piel mientras luchaba por respirar. El espectáculo era tan espantoso que tuvo que huir corriendo entre sollozos. Lady Tanda también había huido.
—Tenéis muy buen corazón, mi señora —le dijo a Sansa—. Pocas doncellas llorarían así por el hombre que las rechazó y las casó con un enano.
«Muy buen corazón. Tengo muy buen corazón.» Una carcajada histérica le subió por la garganta, pero Sansa la consiguió reprimir. Las campanas tañían lentas y pesarosas. Dong… dong… dong… Habían sonado igual cuando murió el rey Robert. Joffrey estaba muerto, estaba muerto, estaba muerto, muerto, muerto. ¿Por qué lloraba cuando de lo que tenía ganas era de bailar? ¿Eran lágrimas de alegría?
La ropa estaba donde la había dejado escondida la noche anterior. Sin doncellas que la ayudaran tardó más que de costumbre en desatarse las lazadas del vestido. Sentía una extraña torpeza en las manos, aunque no estaba tan asustada como debería dadas las circunstancias.
—Los dioses son crueles al llevárselo tan joven y tan guapo, en el banquete de su boda —le había dicho Lady Tanda.
«Los dioses son justos —pensó Sansa. Robb también había muerto en un banquete nupcial, por quien lloraba era por él—. Por él y por Margaery.» Pobre Margaery, dos veces casada y dos veces viuda. Sansa sacó un brazo de la manga, se bajó el vestido y se lo sacudió de las piernas. Lo dobló como mejor pudo y lo metió en el hueco de un roble, y sacudió la ropa que había tenido escondida allí.
—Ropa abrigada —le había dicho Ser Dontos—, y que sea oscura.
No tenía nada de color negro, de modo que había elegido un vestido marrón de lana gruesa. Lo malo era que el corpiño estaba decorado con perlas de agua dulce. «La capa las tapará.» La capa era verde, con una capucha amplia. Se puso el vestido por la cabeza y se echó la capa sobre los hombros, aunque por el momento no se subió la capucha. También se puso los zapatos, sencillos y resistentes, sin tacón y con la puntera cuadrada. «Los dioses han escuchado mis plegarias —pensó. Se sentía torpe y aturdida—. Mi piel se ha vuelto de porcelana, de marfil, de acero…» Movía las manos como si las tuviera entumecidas, como si fuera la primera vez que se arreglaba el pelo. Por un momento deseó tener allí a Shae para que la ayudara a quitarse la redecilla.
Cuando se la consiguió soltar la larga cabellera castaño rojiza le cayó sobre los hombros. El entramado de hilo de plata le brilló entre los dedos, las piedras relucían negras a la luz de la luna. «Amatistas negras de Asshai.» Faltaba una. Sansa se acercó la redecilla a los ojos para verlo mejor. Había una mancha negra en la cavidad de plata de la que se había desprendido la gema.
De repente le entró pánico, el corazón le golpeó contra las costillas y contuvo la respiración un instante.
«¿Por qué tengo tanto miedo? No es más que una amatista, una amatista negra de Asshai, nada más. Se debe de haber soltado del engarce, no pasa nada. Estaba floja y se cayó, y ahora estará tirada en cualquier parte, en el salón del trono, en el patio, a no ser que…»
Ser Dontos le había dicho que la redecilla era mágica, que la llevaría a casa. Le había dicho que la tenía que lucir aquella noche en el banquete nupcial de Joffrey. Tensó el entramado de hilo de plata sobre los nudillos. Frotó con el pulgar una y otra vez el agujero donde había estado la gema. Trató de detenerse, pero los dedos no la obedecían. Su pulgar se veía atraído hacia el agujero como la lengua hacia el hueco que ha dejado un diente. «¿Qué clase de magia?» El rey estaba muerto, el rey cruel que mil años antes había sido su príncipe azul. Si Dontos había mentido en lo de la redecilla para el pelo, ¿no habría mentido también en todo lo demás? «¿Y si no viene a buscarme? ¿Y si no hay barco, ni bote en el río, ni manera de escapar?» ¿Qué sería de ella entonces?
Oyó un tenue crujido de hojas y se guardó la redecilla de plata en lo más hondo del bolsillo de la capa.
—¿Quién anda ahí? —llamó—. ¿Quién va?
El bosque de dioses estaba sombrío y penumbroso, y las campanas tañían marcando el camino de Joff hacia la tumba.
—Yo. —Salió de entre los árboles tambaleándose, borracho perdido. La agarró del brazo para recuperar el equilibrio—. Ya he venido, dulce Jonquil. Aquí está vuestro Florian, no tengáis miedo.
—Dijisteis que tenía que llevar la redecilla del pelo. —Sansa dio un paso atrás para librarse de su mano—. La redecilla de plata con… ¿qué piedras son éstas?
—Amatistas. Amatistas negras de Asshai, mi señora.
—No son amatistas. ¿Verdad? ¿Verdad? ¡Me habéis mentido!
—Amatistas negras —le juró—. Eran mágicas.
—¡Eran asesinas!
—Más bajo, mi señora, más bajo. No fue ningún asesinato. Se ahogó con la empanada de paloma. —Dontos soltó una carcajada—. Qué empanada tan sabrosa. Plata y gemas, nada más, plata, gemas y magia.
Las campanas tañían, el silbido del viento era como el ruido que había hecho Joff al intentar respirar.
—Vos lo envenenasteis. Fuisteis vos. Me cogisteis una gema del pelo…
—Callad, vais a hacer que nos maten. Yo no he hecho nada. Vamos, nos tenemos que marchar, os estarán buscando. Han arrestado a vuestro esposo.
—¿A Tyrion? —preguntó, consternada.
—¿Acaso tenéis otro esposo? El Gnomo, el enano, ella cree que fue quien mató al rey. —La tomó de la mano y tiró de ella—. Por aquí, nos tenemos que marchar, daos prisa, no tengáis miedo.
Sansa lo siguió sin oponer resistencia. «No soporto los llantos de las mujeres», había dicho Joff en cierta ocasión, pero en aquel momento el único llanto era el de su madre. En los cuentos de la Vieja Tata, los grumkins creaban objetos mágicos que podían convertir los deseos en realidad.
«¿Fue mi deseo de que muriera lo que lo mató?», se preguntó antes de recordar que ya era demasiado mayor para creer en grumkins.
—¿Tyrion lo envenenó?
Sabía que su señor esposo odiaba a su sobrino, ¿sería posible que lo hubiera matado? «¿Sabía lo de la redecilla del pelo, lo de las amatistas negras? Él le servía el vino a Joff.» ¿Cómo se podía hacer que alguien se ahogara poniéndole una amatista en el vino? «Si ha sido Tyrion, pensarán que fui su cómplice», comprendió con un estremecimiento de pánico. ¿De qué otra manera podía ser? Eran marido y mujer, Joff había matado a su padre y se había burlado de ella con la muerte de su hermano. «Una sola carne, un solo corazón, una sola alma.»
—No habléis, querida —dijo Dontos—. Fuera del bosque de dioses no podemos hacer ningún ruido. Subíos la capucha para que os oculte el rostro.
Sansa asintió y obedeció.
Estaba tan borracho que a veces le tenía que dar el brazo para que no se cayera. Las campanas tañían por toda la ciudad, eran cada vez más numerosas. Caminó con la cabeza gacha y siempre entre las sombras, siguiendo a Dontos de cerca. Mientras estaban bajando por las escaleras de mármol se dejó caer de rodillas y vomitó. «Mi pobre Florian», pensó Sansa mientras el bufón se limpiaba la boca con una manga ancha. «Ropa oscura», le había dicho él, pero bajo la capa marrón llevaba su antigua sobrevesta: franjas horizontales rojas y rosas bajo un yelmo negro y tres coronas de oro, las armas de la Casa Hollard.
—¿Por qué lleváis el jubón de caballero? Joff dijo que os condenaría a muerte si os volvíais a vestir como tal, os van a… oh…
Nada de lo que hubiera decretado Joff tenía ya la menor importancia.
—Quería volver a ser un caballero. Al menos para esto. —Dontos se incorporó como pudo y la cogió del brazo—. Vamos. Y guardad silencio, nada de preguntas.
Siguieron bajando por las escaleras y cruzaron un patio pequeño. Ser Dontos abrió una puerta muy pesada y encendió una vela. Estaban en una galería larga. A lo largo de las paredes había armaduras vacías, oscuras y polvorientas, con los yelmos coronados por hileras de escamas que les caían por la espalda. Al pasar junto a ellas la luz de la vela hacía que las sombras de las escamas se retorcieran y giraran. «Los caballeros huecos se están transformando en dragones», pensó.
Un último tramo de escaleras los llevó hasta una puerta de roble con refuerzos de hierro.
—Ahora tenéis que ser fuerte, mi amada Jonquil, ya casi estamos.
Cuando Dontos levantó la tranca y abrió la puerta Sansa sintió una brisa fresca en el rostro. Atravesó cuatro metros de muralla y se encontró fuera del castillo, en la cima de un acantilado. El río estaba abajo, el cielo arriba, ambos igual de negros.
—Tenemos que bajar —dijo Dontos—. Os espera un remero que os llevará hasta el barco.
—Me voy a caer. —Bran se había caído, y a él le encantaba trepar.
—No, no caeréis. Hay una especie de escalerilla, una escalerilla secreta tallada en la piedra. Tocad aquí, mi señora, ¿la notáis? —Se arrodilló y la hizo mirar por el borde del acantilado, le tomó la mano y la ayudó a tantear hasta que sus dedos rozaron una oquedad excavada en la roca—. Es casi como una escalera de verdad.
Pero seguía siendo una caída muy larga.
—¡No puedo!
—Tenéis que hacerlo.
—¿No hay otro camino?
—Éste es el camino. Para una muchacha joven y fuerte como vos no será difícil. Agarraos bien y no miréis abajo, llegaréis al fondo enseguida. —Tenía los ojos brillantes—. En cambio, vuestro pobre Florian está viejo, gordo y borracho. Yo soy quien debería tener miedo. Siempre me caía del caballo, ¿recordáis? Así fue como empezó todo. Estaba borracho y me caí del caballo, Joffrey me quiso cortar la cabeza, pero vos me salvasteis. Vos me salvasteis, querida.
«Está llorando», advirtió.
—Y ahora vos me habéis salvado a mí.
—Sólo si bajáis. Si no, habré conseguido que nos maten a los dos.
«Ha sido él —pensó—. Ha matado a Joffrey.» Tenía que bajar, tanto por él como por ella misma.
—Vos primero, ser. —Si se caía al menos que no fuera sobre ella arrastrándola al fondo del acantilado.
—Como mi señora ordene. —Le dio un beso húmedo y se tumbó al borde del precipicio, donde movió las piernas con torpeza hasta que encontró un punto de apoyo para el pie—. Bajaré un poco y después me seguiréis. Vais a bajar, ¿verdad? Me lo tenéis que jurar.
—Bajaré —le prometió ella.
Ser Dontos desapareció. Sansa oía sus bufidos y jadeos a medida que descendía. Prestó atención al tañido de las campanas, contó los repiques. Al llegar a diez se tumbó al borde del acantilado y buscó con los dedos de los pies hasta encontrar un punto de apoyo. Las murallas del castillo se alzaban imponentes sobre ella, y por un momento deseó con todas sus fuerzas volver a subir y correr hacia sus cálidas habitaciones en el Torreón de la Cocina.
«Sé valiente —se dijo—. Sé valiente como las damas de las canciones.»
No se atrevía a mirar abajo. Mantenía la vista fija en la pared del acantilado, se aseguraba cada asidero antes de buscar el siguiente. La piedra era basta y fría. A veces se le resbalaban los dedos, y las oquedades no estaban distribuidas a intervalos tan regulares como habría sido de desear. Las campanas no dejaban de sonar. A mitad del trayecto los brazos le temblaban y supo que se iba a caer.
«Un paso más —se dijo—. Un paso más. —Tenía que seguir bajando. Si se detenía sabía que no volvería a ponerse en marcha, y el amanecer la encontraría aún aferrada a la pared del acantilado, paralizada por el pánico—. Un paso más, un paso más.»
El suelo la cogió desprevenida. Tropezó y cayó con el corazón latiéndole a toda velocidad. Cuando rodó sobre la espalda y vio el trayecto que había recorrido, sintió que la cabeza se le llenaba de brumas y clavó los dedos en la tierra del suelo.
«Lo he logrado. Lo he logrado, no me he caído, he conseguido bajar y ahora me voy a casa.»
Ser Dontos la ayudó a ponerse en pie.
—Por aquí. Ahora mucho silencio, silencio, silencio…
Caminaron protegidos por las densas sombras negras al pie de los acantilados. Por suerte no tuvieron que recorrer mucho trayecto. Cincuenta metros río abajo aguardaba un hombre sentado en un pequeño esquife, casi oculto por los restos de una galera de gran tamaño que había varado allí después de arder. Dontos cojeó hacia él jadeante.
—¿Oswell?
—Nada de nombres —dijo el otro—. Al bote. —Se sentó a los remos. Era de edad avanzada, alto y flaco, con el pelo largo blanco, la nariz ganchuda y los ojos escondidos bajo la capucha—. Subid, deprisa —masculló—. Nos tenemos que marchar.
Cuando ambos estuvieron a bordo, el hombre de la capucha metió las palas en el agua y empezó a remar hacia el canal. Tras ellos las campanas seguían tañendo para anunciar la muerte del niño rey. Aparte de ellos no había nadie más en el oscuro río.
Avanzaban río abajo al ritmo lento y firme de los remos, se deslizaron sobre galeras hundidas, pasaron junto a mástiles rotos, cascos quemados y velas desgarradas. Las palas de los remos estaban envueltas en trapos, de modo que se movían casi sin el menor ruido. Una neblina empezaba a alzarse de las aguas. Sansa divisó las murallas almenadas de una de las torres con cabestrantes del Gnomo, pero la gigantesca cadena estaba bajada y nada les impidió pasar por el lugar donde habían muerto un millar de hombres. La orilla se fue alejando, la niebla se hizo más espesa, el sonido de las campanas era cada vez más distante. Por fin hasta las luces desaparecieron, se perdieron a sus espaldas. Estaban en la bahía del Aguasnegras, el mundo allí se reducía a agua oscura, neblina serpenteante y su silencioso compañero a los remos.
—¿Tenemos que ir muy lejos? —preguntó.
—Silencio.
El remero era entrado en años, pero también más fuerte de lo que parecía y con una voz imperiosa. Tenía algo en el rostro que le resultaba familiar, aunque Sansa no habría sabido decir qué era.
—Ya queda cerca. —Ser Dontos le tomó una mano entre las suyas y se la acarició con gesto amable—. Vuestro amigo está cerca, os espera.
—¡Silencio! —volvió a gruñir el remero—. El sonido viaja mucho sobre el agua, Ser Bufón.
Sansa se sonrojó, se mordió el labio y guardó silencio. Desde entonces lo único que se oyó fue el sonido amortiguado de los remos contra el agua.
El cielo del este empezaba a mostrar los primeros atisbos de luz del amanecer cuando Sansa vio por fin una forma fantasmal que emergía en la oscuridad: era una galera mercante con las velas desplegadas, que avanzaba despacio con una sola hilera de remos. Cuando estuvieron más cerca alcanzó a distinguir el mascarón de proa, un tritón con una corona dorada que soplaba un cuerno en forma de concha marina. Oyó una llamada y la galera empezó a girar.
Se situaron a un costado, y desde arriba lanzaron una escalerilla por encima de la baranda. El remero soltó los remos dentro del bote y ayudó a Sansa a ponerse en pie.
—Venga, arriba. Ya os tengo, niña, arriba.
Sansa le dio las gracias por su amabilidad, pero no recibió más respuesta que un gruñido. Subir por la escalerilla de cuerda fue mucho más sencillo que el descenso por el acantilado. El remero llamado Oswell la seguía de cerca, mientras que Ser Dontos permanecía en el bote.
Junto a la baranda la esperaban dos marineros que la ayudaron a subir a la cubierta. Sansa estaba tiritando.
—Tiene frío —oyó decir a alguien. El hombre se quitó la capa y se la puso sobre los hombros—. Mejor así, ¿verdad, mi señora? Tranquila, lo peor ha pasado ya.
Reconoció la voz al instante. «Pero si está en el Valle», pensó. A su lado se encontraba Ser Lothor Brune con una antorcha.
—¡Lord Petyr! —llamó Dontos desde el bote—. Tengo que volver antes de que empiecen a buscarme.
—Pero antes vuestra recompensa —dijo Petyr Baelish poniendo una mano en la baranda—. Diez mil dragones, ¿verdad?
—Diez mil. —Dontos se frotó la boca con el dorso de la mano—. Tal como prometisteis, mi señor.
—Ser Lothor, la recompensa.
Lothor Brune bajó la antorcha. Tres hombres se adelantaron hasta la regala, levantaron las ballestas y dispararon. Uno de los dardos acertó a Dontos en el pecho mientras miraba hacia arriba y le perforó la corona de la izquierda del jubón. Los otros se le clavaron en la garganta y en el vientre. Todo sucedió tan deprisa que ni Dontos ni Sansa tuvieron tiempo de gritar. Cuando todo hubo terminado, Lothor Brune tiró la antorcha sobre el cadáver. El pequeño bote ardió mientras la galera se alejaba.
—¡Lo habéis matado! —Sansa se agarró a la baranda y vomitó. ¿Había escapado de los Lannister para caer en manos aún peores?
—Mi señora —murmuró Meñique—, desperdiciáis vuestro dolor con semejante hombre. Era un borracho, no vuestro amigo.
—Pero me salvó…
—Os vendió a cambio de la promesa de diez mil dragones. Vuestra desaparición os convertirá en sospechosa de la muerte de Joffrey. Los capas doradas empezarán a buscar y el eunuco hará tintinear las monedas. Dontos… Bueno, ya lo habéis oído. Os vendió a cambio de oro, y cuando se lo hubiera gastado en bebida os habría vendido de nuevo. Una bolsa de dragones compra el silencio de cualquiera por un tiempo, pero un dardo disparado con puntería lo compra para siempre. —Esbozó una sonrisa triste—. Todo lo que hizo fue por orden mía. Yo no me habría atrevido a ayudaros de manera abierta. Cuando me enteré de cómo le salvasteis la vida en el torneo de Joffrey, supe que sería el instrumento ideal.
—Decía que era mi Florian. —Sansa volvía a sentir náuseas.
—¿Por casualidad recordáis qué os dije aquel día en que vuestro padre se sentó en el Trono de Hierro?
Recordó el momento con toda claridad.
—Me dijisteis que la vida no era una canción. Que algún día lo descubriría y sería doloroso. —Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no habría sabido decir si lloraba por Ser Dontos Hollard, por Joff, por Tyrion o por ella misma—. ¿Es que todo son mentiras, siempre mentiras, es que nadie es sincero?
—Casi nadie. Excepto vos y yo, claro. —Sonrió—. Si queréis volver a casa, acudid esta noche al bosque de dioses.
—La nota… ¿era vuestra?
—Tenía que ser en el bosque de dioses. No hay otro lugar en la Fortaleza Roja fuera del alcance de los pajaritos del eunuco… las ratitas, como los llamo yo. En el bosque de dioses hay árboles en vez de paredes, cielo en vez de techo, raíces y tierra en vez de suelo. Las ratas no tienen por dónde corretear. Y las ratas tienen que esconderse, si no los hombres las ensartan con sus espadas. —Lord Petyr la cogió del brazo—. Permitidme que os muestre vuestro camarote. Habéis tenido un día muy largo y duro, debéis de estar agotada.
El pequeño esquife no era ya más que un jirón de humo y llamas tras ellos, casi perdido en la inmensidad del mar bajo el cielo del amanecer. No tenía vuelta atrás; el único camino que le quedaba era hacia delante.
—Sí, agotada —reconoció.
—Habladme del banquete —dijo mientras la acompañaba bajo la cubierta—. La reina se tomó muchas molestias. Los bardos, los malabaristas, el oso bailarín… ¿A vuestro pequeño esposo le gustaron mis enanos justadores?
—¿Eran vuestros?
—Tuve que mandar a buscarlos en Braavos y esconderlos en un burdel hasta el día de la boda. No sé qué ocasionaron más, si gastos o problemas. Os sorprendería saber lo difícil que es ocultar a un enano, y en cuanto a Joffrey… Bueno, se puede llevar a un perro hasta el agua, pero hacer que beba es otra cosa. Cuando le hablé de mi pequeña sorpresa me dijo «¿Para qué quiero enanos en mi banquete? Odio a los enanos». Lo tuve que coger por el hombro y susurrarle: «No tanto como los odiará vuestro tío».
La cubierta se mecía bajo sus pies y Sansa se sentía como si el mundo entero fuera inestable.
—Creen que Tyrion envenenó a Joffrey. Ser Dontos me dijo que lo habían hecho prisionero.
—La viudedad os sentará muy bien, Sansa —dijo Meñique con una sonrisa.
La sola idea le provocó una sensación extraña en la boca del estómago. Tal vez no tendría que volver a compartir una cama con Tyrion. Eso era lo que deseaba… ¿verdad?
El camarote era de techo bajo y tamaño reducido, pero en el estrecho saliente para el colchón habían puesto un lecho de plumas para hacerlo más cómodo, y encima pieles gruesas y abrigadas.
—No es gran cosa, ya lo sé, pero espero que estéis cómoda. —Meñique señaló un baúl de cedro situado bajo el ojo de buey—. Ahí tenéis ropa limpia. Vestidos, ropa interior, medias abrigadas, una capa… sólo lana y lino, lo siento, no son dignas de una doncella tan hermosa, pero os servirán hasta que os encontremos algo mejor.
«Lo tenía todo preparado para mí.»
—Mi señor, no… No comprendo… Joffrey os dio Harrenhal, os nombró Señor Supremo del Tridente… ¿por qué…?
—¿Por qué querría verlo muerto? —Meñique se encogió de hombros—. No tengo ningún motivo concreto. Además, estoy a un millar de leguas de distancia, en el Valle. Hay que confundir siempre a los enemigos. Si nunca están seguros de quién es uno ni de qué quiere, no tienen manera de saber qué será lo próximo que haga. A veces la mejor manera de desconcertarlos es hacer movimientos que no tienen sentido, o que incluso parece que van contra los intereses de uno. No lo olvidéis cuando juguéis al juego, Sansa.
—¿Qué… qué juego?
—El único juego que importa, el juego de tronos. —Le apartó un mechón de pelo de la cara—. Ya tenéis edad suficiente para saber que vuestra madre y yo fuimos más que amigos. Hubo un tiempo en que Cat era lo único que yo quería en este mundo. Me atreví a soñar con la vida que llevaríamos, los hijos que me daría… pero ella era hija de Aguasdulces, hija de Hoster Tully. Familia, Deber, Honor, Sansa. Familia, Deber, Honor; eso significaba que nunca tendría su mano. Pero ella me dio algo mejor, el regalo que una mujer sólo puede dar una vez. ¿Cómo podría darle la espalda a su hija? En un mundo mejor habríais sido hija mía, no de Eddard Stark. Mi querida hija, mi queridísima hija… Olvidaos ya de Joffrey, pequeña. De Dontos, de Tyrion, de todos. No volverán a molestaros. Ahora estáis a salvo, es lo único que importa. Estáis a salvo conmigo, en un barco rumbo a casa.