«El rey ha muerto», le dijeron, sin saber que Joffrey no era sólo su soberano, era también su hijo.
—El Gnomo le rajó la garganta con una daga —declaró un vendedor callejero en la posada del camino donde se detuvieron para pasar la noche—. Y luego se bebió su sangre en un gran cáliz de oro.
Aquel hombre no reconoció al caballero manco de la barba con un murciélago en el escudo, igual que los demás, de manera que decía cosas que se habría cuidado muy bien de decir si hubiera sabido quién lo estaba escuchando.
—Qué va, fue con veneno —insistió el posadero—. Por lo visto al chico se le puso la cara más negra que una ciruela.
—Que el Padre lo juzgue con justicia —murmuró un septon.
—La esposa del enano lo ayudó a asesinarlo —juraba un arquero con la librea de Lord Rowan—. Luego se esfumó del salón en medio de una nube de azufre, y desde entonces se ha visto un huargo fantasmal que ronda por la Fortaleza Roja con las fauces llenas de sangre.
Jaime escuchó los comentarios en silencio, dejándose empapar por el alcance de la noticia, el cuerno de cerveza olvidado en su única mano.
«Joffrey. Mi sangre. Mi primogénito. Mi hijo. —Trató de visualizar el rostro del chico, pero sus rasgos enseguida se transformaban en los de Cersei—. Estará de duelo, con los cabellos revueltos, los ojos enrojecidos de tanto llorar, la boca le temblará cada vez que intente hablar. Cuando me vea llorará otra vez, aunque tratará de contener las lágrimas. —Su hermana rara vez lloraba delante de alguien que no fuera él. No soportaba que los demás pensaran que era débil. Sólo le mostraba las heridas a su gemelo—. Acudirá a mí en busca de consuelo y venganza.»
Al día siguiente, por insistencia de Jaime, cabalgaron sin descanso. Su hijo había muerto y su hermana lo necesitaba.
Cuando divisaron la ciudad, con sus atalayas como moles negras ante el cielo del ocaso, Jaime Lannister se puso al medio galope junto con Walton Patas de Acero, detrás de Nage, que llevaba el estandarte de paz.
—Qué peste, ¿a qué huele? —se quejó el norteño.
«A muerte», pensó Jaime.
—A humo, a sudor y a mierda —dijo—. En pocas palabras, a Desembarco del Rey. Si tenéis buen olfato, os llegará también el olor de la traición. ¿Nunca habíais olido una ciudad?
—Olí Puerto Blanco, pero no apestaba de esta manera.
—Puerto Blanco es a Desembarco del Rey lo que mi hermano Tyrion es a Ser Gregor Clegane.
Nage los precedió en el ascenso de una pequeña colina, con el estandarte de paz de las siete colas ondeando al viento y la brillante estrella de siete puntas bien visible en la parte superior. Pronto vería a Cersei, a Tyrion y a su padre.
«¿Será posible que mi hermano haya matado al chico?» A Jaime no le parecía posible.
Era extraño, pero estaba tranquilo. Sabía que, cuando un hombre pierde a su hijo, enloquece de dolor. Se arranca los cabellos de raíz, maldice a los dioses y jura venganza. Entonces, ¿por qué no sentía nada virulento? «El chico vivió y murió creyendo que Robert Baratheon era su padre.»
Sí, Jaime lo había visto nacer, aunque lo hizo más por Cersei que por el niño. Pero no lo llegó a tener en brazos. «¿Qué dirá la gente? —le advirtió su hermana cuando por fin los dejaron solos—. Ya es bastante grave que Joff se parezca a ti, sólo falta que te dediques a hacerle monerías.» Jaime se rindió sin presentar batalla. El crío no había sido más que una cosita rosada y berreante que exigía demasiada parte del tiempo de Cersei, del amor de Cersei y de las tetas de Cersei. Por lo que a él respectaba, se lo podía quedar Robert.
«Y ahora está muerto.» Se imaginó a Joff tendido, frío e inmóvil, con el rostro ennegrecido por el veneno, y siguió sin sentir nada. Tal vez era cierto que era un monstruo, como decían. Si el Padre se le apareciera en aquel momento y le ofreciera recuperar su mano o a su hijo, Jaime sabía qué elegiría. Al fin y al cabo tenía otro hijo y semilla suficiente para muchos más. «Si Cersei quiere otro bebé, se lo daré… y esta vez lo cogeré en brazos, y que los Otros se lleven al que no le guste.» Robert se pudría ya en su tumba y Jaime estaba harto de mentiras.
Guiado por un impulso, se dio media vuelta y cabalgó en busca de Brienne.
«Los dioses sabrán por qué me molesto. Es la criatura menos sociable que he tenido la desgracia de conocer.» La moza cabalgaba muy atrás y a unos metros a un lado de la columna, como para dejar bien claro que no era parte del grupo. Por el camino habían ido encontrando atuendos masculinos para ella: una túnica aquí, un manto allí, unos calzones y una capa con capucha, incluso una vieja coraza de hierro. Parecía más cómoda vestida de hombre, pero nada la haría parecer atractiva. «Ni feliz.» Una vez lejos de Harrenhal, no había tardado en recuperar su tozudez.
—Quiero recuperar mis armas y mi armadura —había insistido.
—Oh, por los dioses, volvamos a vestirla de acero —replicó Jaime, harto—. El yelmo, sobre todo. Todos estaremos mucho mejor si mantenéis la boca cerrada y el visor bajado. —En eso Brienne pudo complacerlo, pero sus silencios hoscos no tardaron en minar el buen humor de Jaime, casi tanto como los interminables intentos de Qyburn por adularlo.
«Los dioses me ayuden, nunca imaginé que acabaría extrañando la compañía de Cleos Frey.» Empezaba a pensar que habría sido mejor dejarla con el oso.
—Desembarco del Rey —anunció Jaime cuando la encontró—. Nuestro viaje ha terminado, mi señora. Habéis cumplido vuestro juramento, me habéis traído a Desembarco del Rey. A falta de unos cuantos dedos y una mano.
—Eso era sólo la mitad del juramento. —Los ojos de Brienne sólo mostraban indiferencia—. Le prometí a Lady Catelyn que le llevaría de vuelta a sus hijas. Al menos a Sansa. Y ahora…
«No llegó a conocer a Robb Stark, pero llora su muerte más que yo la de Joff.» O quizá lloraba por Lady Catelyn. Fue en Bosquepinto donde se enteraron de aquella otra noticia, de labios de un caballero gordo y de rostro rubicundo llamado Ser Bertram Beesbury, cuyo blasón eran tres colmenas sobre un campo de franjas negras y doradas. Según Beesbury, el día anterior una tropa de hombres de Lord Piper había pasado por Bosquepinto al galope hacia Desembarco del Rey bajo un estandarte de paz.
—Una vez muerto el Joven Lobo, Piper cree que no tiene sentido seguir luchando —comentó Beesbury—. Su hijo está prisionero en Los Gemelos.
Brienne abrió y cerró la boca como una vaca a punto de ahogarse con el bolo regurgitado, de manera que le correspondió a Jaime sonsacarle toda la historia de la Boda Roja.
—Todo gran señor tiene vasallos rebeldes que lo envidian —dijo más tarde a Brienne—. Mi padre tenía a los Reyne y los Tarbeck, los Tyrell tienen a los Florent, Hoster Tully tenía a Walder Frey… Lo único que mantiene en su sitio a esos hombres es la fuerza. En el momento que huelen la menor debilidad… Durante la Edad de los Héroes, los Bolton tenían la costumbre de desollar a los Stark y ponerse sus pieles a modo de capas.
Estaba tan desolada que a Jaime casi le dieron ganas de intentar consolarla.
Desde aquel día era como si Brienne estuviera medio muerta. Ni siquiera llamarla «moza» provocaba en ella ninguna respuesta. «La han abandonado las fuerzas.» Aquella mujer había dejado caer una roca sobre Robin Ryger, había peleado contra un oso con una espada de torneo, le había arrancado la oreja de un mordisco a Vargo Hoat, había luchado contra Jaime hasta la extenuación… y ahora estaba acabada, rota.
—Hablaré con mi padre para que os devuelva a Tarth, si lo deseáis —le dijo—. O, si preferís quedaros, tal vez os pueda encontrar un lugar en la corte.
—¿Como dama de compañía de la reina? —dijo ella con amargura.
Jaime la recordó con aquella túnica de seda rosa y trató de no imaginar lo que diría su hermana de semejante compañera.
—Tal vez haya un puesto en la Guardia de la Ciudad.
—No serviré con perjuros y asesinos.
«Entonces, ¿para qué te molestaste en aprender el manejo de la espada?», podría haberle dicho. Pero se tragó las palabras.
—Como queráis, Brienne.
Con una mano, hizo dar la vuelta al caballo y se alejó.
La Puerta de los Dioses estaba abierta cuando llegaron junto a ella, pero había dos docenas de carromatos alineados a lo largo del camino, cargados de barriles de sidra, bidones de manzanas, balas de heno y algunas de las calabazas más grandes que Jaime había visto en su vida. Casi todos los carromatos estaban vigilados por soldados con los blasones de señores menores, por mercenarios con cotas de mallas y corazas, o sencillamente por el rubicundo hijo de un campesino armado con una lanza de fabricación casera, con la punta endurecida al fuego. Jaime les sonrió cuando pasó junto a ellos al trote. En la puerta, los capas doradas cobraban unas monedas a cada conductor antes de permitir la entrada de los carromatos.
—¿Qué pasa aquí? —exigió saber Patas de Acero.
—Tienen que pagar por el derecho a entrar en la ciudad para vender su mercancía. Por orden de la Mano del Rey y el consejero de la moneda.
Jaime contempló la larga cola de carros, carromatos y caballos cargados.
—¿Y aun así hacen cola para pagar?
—Aquí se puede ganar mucho, ahora que han acabado las batallas —les comentó alegre el molinero del carro más cercano—. Los Lannister defienden la ciudad, nada menos que el viejo Lord Tywin de la Roca. Se dice que caga plata.
—Oro —lo corrigió Jaime con tono seco—. Y supongo que Meñique acuña las monedas a partir de pétalos de margarita.
—Ahora el consejero de la moneda es el Gnomo —dijo el capitán de la puerta—. Mejor dicho, lo era hasta que lo arrestaron por asesinar al rey. —Miró a los norteños con gesto de desconfianza—. ¿Quiénes sois vosotros?
—Hombres de Lord Bolton, venimos a ver a la Mano del Rey.
El capitán echó un vistazo a Nage, con su estandarte de paz.
—Querrás decir que venís a doblar la rodilla. No sois los primeros. Id directos al castillo y nada de altercados.
Les hizo un gesto para que entraran y volvió a concentrarse en los carromatos.
Si Desembarco del Rey estaba de luto por la muerte del niño rey, Jaime no vio muestras de ello. En la calle de las Semillas, un hermano mendicante con su túnica raída rezaba en voz alta por el alma de Joffrey, pero los transeúntes no le prestaban más atención que a un postigo suelto azotado por el viento. Por lo demás, la ciudad estaba como siempre: capas doradas con sus armaduras negras, aprendices de panadero que vendían panes, empanadas y pasteles calientes; putas asomadas por las ventanas con los corpiños a medio atar, y alcantarillas hediondas con los residuos de la noche. Pasaron junto a cinco hombres que intentaban sacar a rastras un caballo muerto de un callejón y, más adelante, con un malabarista que hacía girar cuchillos en el aire para deleite de un grupo de niños pequeños y soldados borrachos de los Tyrell.
Al atravesar aquellas calles conocidas en compañía de doscientos norteños, un maestre sin cadena y una mujer de increíble fealdad, Jaime descubrió que nadie lo miraba dos veces. No supo si sonreír o sentirse molesto.
—No me conocen —le dijo a Patas de Acero mientras cruzaban la plaza de los Zapateros.
—Vuestro rostro es diferente, y también vuestro blasón —señaló el norteño—. Además, ahora tienen un nuevo Matarreyes.
Las puertas de la Fortaleza Roja estaban abiertas, pero una docena de capas doradas armados con picas cerraban el paso. Bajaron las puntas cuando Patas de Acero se acercó al trote, pero Jaime reconoció al caballero blanco que estaba al mando.
—Ser Meryn —saludó.
—¿Ser Jaime? —Los ojos caídos de Ser Meryn Trant se abrieron como platos.
—Menos mal que alguien me recuerda. Decid a los hombres que se hagan a un lado.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que alguien se precipitara a obedecer una orden suya. Jaime había olvidado lo grata que era aquella sensación.
En el patio de armas encontraron a otros dos caballeros de la Guardia Real, que no vestían capas blancas la última vez que Jaime sirviera allí.
«Muy propio de Cersei, me nombra Lord Comandante y luego elige a mis hombres sin consultarme.»
—Por lo que veo me han dado dos nuevos hermanos —dijo al tiempo que desmontaba.
—Tenemos ese honor, ser.
El Caballero de las Flores estaba tan deslumbrante y puro con sus sedas y su armadura blanca que, en comparación, Jaime se sintió sucio y andrajoso. Se volvió hacia Meryn Trant.
—Por lo visto no habéis explicado bien sus deberes a nuestros nuevos hermanos, ser.
—¿Qué deberes? —preguntó Meryn Trant a la defensiva.
—El de mantener con vida al rey, por ejemplo. ¿Cuántos monarcas habéis perdido desde que me fui de la ciudad? Dos, ¿no?
Fue entonces cuando Ser Balon le vio el muñón.
—Vuestra mano…
—Ahora lucho con la izquierda. —Jaime se forzó a sonreír—. Así resulta más emocionante. ¿Dónde puedo encontrar a mi señor padre?
—En sus habitaciones, con Lord Tyrell y el príncipe Oberyn.
«¿Ahora Mace Tyrell y la Víbora Roja comparten el pan? Esto es cada vez más extraño.»
—¿La reina también está con ellos?
—No, mi señor —respondió Ser Balon—. La podéis encontrar en el sept, rezando por el rey Joff…
—¡Vos!
Jaime se volvió. El último de los norteños había descabalgado, y por fin Loras Tyrell había divisado a Brienne. Ella lo miró con gesto estúpido, agarrada a las riendas.
—Ser Loras…
—¿Por qué? —exigió Loras Tyrell avanzando a zancadas hacia ella—. ¿Por qué, decidme, por qué? Él os trató bien, os dio la capa arco iris. ¿Por qué lo matasteis?
—No lo maté. Habría muerto por él.
—Por él moriréis. —Ser Loras desenvainó la espada larga.
—No fui yo.
—Con su último aliento, Emmon Cuy juró que sí.
—Estaba fuera de la tienda, no pudo ver nada…
—Porque dentro de la tienda sólo estabais Lady Stark y vos. ¿Queréis decir que esa vieja fue capaz de atravesar el acero de un tajo?
—¡Había una sombra! Sé que parece cosa de locos, pero… Yo estaba ayudando a Renly a ponerse la armadura y de repente se apagaron las velas, y había sangre por todas partes… Lady Catelyn dijo que fue Stannis… No, su sombra. Yo no tuve nada que ver, lo juro por mi honor.
—Vos no tenéis honor. Desenvainad la espada. No quiero que se diga que os maté mientras estabais indefensa.
—Guardad la espada, ser —ordenó Jaime interponiéndose entre ellos.
Ser Loras dio un paso a un lado para esquivarlo.
—¿Sois cobarde, además de asesina, Brienne? ¿Por eso escapasteis, con su sangre en las manos? ¡Desenvainad la espada, mujer!
—Más os vale que no lo haga. —Jaime volvió a cerrarle el paso—. De lo contrario, será vuestro cadáver el que tengamos que retirar. La moza es tan fuerte como Gregor Clegane, aunque no sea tan bonita.
—Esto no os concierne, ser. —Ser Loras lo apartó a un lado.
—Soy el Lord Comandante de la Guardia Real, mocoso arrogante. —Jaime agarró al muchacho con la mano buena y lo zarandeó—. Soy tu comandante, al menos mientras vistas esa capa blanca. Ahora, envaina esa espada de mierda, o te la quitaré y te la meteré hasta un lugar que ni siquiera Renly encontró jamás.
El muchacho titubeó un segundo, lo necesario para que Ser Balon Swann interviniera.
—Haced lo que os dice el Lord Comandante, Loras.
Algunos capas doradas desenvainaron el acero, y en respuesta unos cuantos hombres de Fuerte Terror hicieron lo mismo.
«Espléndido —pensó Jaime—. Apenas desmonto del caballo y ya organizo un baño de sangre en el patio.»
Ser Loras Tyrell volvió a envainar la espada con un movimiento rabioso.
—Vaya, no ha sido tan difícil, ¿eh?
—Quiero que sea arrestada —señaló Ser Loras—. Lady Brienne, os acuso del asesinato de Lord Renly Baratheon.
—Por si os sirve de algo —dijo Jaime—, la moza tiene honor. Más honor del que he visto en vos. Y es posible que diga la verdad. Por mi vida que no es lo que se dice lista, pero hasta a mi caballo se le ocurriría una mentira mejor, si fuera una mentira lo que hubiera querido contar. Pero, dado que insistís… Ser Balon, escoltad a Lady Brienne a una celda de la torre y retenedla allí con vigilancia. Buscad también alojamientos adecuados para Patas de Acero y sus hombres, hasta que mi padre considere oportuno recibirlos.
—Sí, mi señor.
Los grandes ojos azules de Brienne lo miraban ofendidos mientras una docena de capas doradas al mando de Balon Swann se la llevaban.
«Me deberías estar lanzando besos, moza —habría querido decirle. ¿Por qué todo el mundo tenía que malinterpretar todo lo que hacía?—. Aerys. Siempre igual. Todo se remonta a Aerys.»
Jaime le dio la espalda y cruzó el patio a zancadas.
Otro caballero de armadura blanca guardaba las puertas del sept real. Era un hombre alto, de barba negra, hombros anchos y nariz aguileña. Al ver a Jaime esbozó una sonrisa agria.
—¿Adónde crees que vas?
—Al sept. —Jaime señaló con el muñón—. A ese sept. Quiero ver a la reina.
—Su Alteza está de luto. ¿Por qué querría recibir a alguien como tú?
«Porque soy su amante y porque soy el padre de su hijo asesinado», habría querido decir.
—Por los siete infiernos, ¿quién sois vos?
—Un caballero de la Guardia Real, y más te valdría aprender un poco de respeto, tullido, o te cortaré la otra mano y mañana te tendrás que tomar las gachas a sorbos.
—Soy el hermano de la reina, ser.
—¿Qué, habéis escapado? —Al caballero blanco le parecía de lo más divertido—. ¿Y de paso habéis crecido, mi señor?
—Su otro hermano, imbécil. Y el Lord Comandante de la Guardia Real. Venga, échate a un lado o lo lamentarás.
—Si sois… —El imbécil lo miró con más atención—. Ser Jaime. —Se irguió—. Os ruego que me perdonéis, mi señor. No os había reconocido. Tengo el honor de ser Ser Osmund Kettleblack.
«¿Y qué tiene eso de honorable?»
—Quiero estar un rato a solas con mi hermana. Encargaos de que nadie entre en el sept, ser. Si nos molestan, os cortaré la cabeza.
—Sí, señor. Como digáis, señor.
Ser Osmund le abrió la puerta.
Cersei estaba de rodillas delante del altar de la Madre. El féretro de Joffrey estaba a los pies del Desconocido, encargado de guiar al otro mundo a los que acaban de morir. El olor del incienso era tan denso que el aire se podía cortar; había un centenar de velas ardiendo, que elevaban otras tantas plegarias.
«Joff va a necesitar de todas y cada una de ellas.»
—¿Quién es? —Su hermana giró la cabeza. Después, cuando lo vio, preguntó—: ¿Jaime? —Se levantó, los ojos rebosantes de lágrimas—. ¿Eres tú de verdad? —Pero no fue hacia él.
«Nunca viene a mí —pensó Jaime—. Siempre espera, siempre deja que vaya a ella. Ella otorga, pero yo se lo tengo que pedir.»
—Tendrías que haber venido antes —murmuró cuando la tomó entre sus brazos—. ¿Por qué no pudiste venir antes, para salvarlo? Mi hijo…
«Nuestro hijo.»
—Vine tan pronto como pude. —Se liberó del abrazo y retrocedió un paso—. Ahí afuera hay una guerra, hermana.
—Qué delgado estás. Y tu pelo, tu pelo dorado…
—El pelo me volverá a crecer. —Jaime alzó el muñón. «Tiene que verlo cuanto antes»—. Esto no.
—Los Stark… —dijo Cersei abriendo los ojos como platos.
—No. Ha sido cosa de Vargo Hoat.
—¿De quién? —Aquel nombre no le decía nada.
—La Cabra de Harrenhal. Por poco tiempo.
Cersei desvió la mirada hacia el ataúd de Joffrey. Habían vestido al rey difunto con una armadura dorada que recordaba a la de Jaime de una manera escalofriante. El visor del yelmo estaba cerrado, pero las velas arrancaban suaves destellos del oro, de manera que el chico parecía luminoso y valiente en la muerte. La luz de las velas jugaba también con los rubíes que decoraban el corpiño del vestido de luto de Cersei, hacía que parecieran llamas diminutas. El cabello le caía sobre los hombros, sin peinar, desarreglado.
—Él lo mató, Jaime. Me lo había advertido. Me dijo que un día, cuando me sintiera segura y feliz, haría que mi alegría se me convirtiera en cenizas en la boca.
—¿Tyrion te dijo eso? —Jaime no lo quería creer. A los ojos de los dioses y de los hombres, matar a alguien de la misma sangre era peor que matar a un rey. «Él sabía que era hijo mío. Yo quería a Tyrion. Siempre fui bueno con él. Bueno, excepto en una ocasión… pero él no sabía la verdad acerca de aquello. ¿O sí?»—. ¿Por qué iba a matar a Joff?
—Por una puta. —Le agarró la mano buena y la sostuvo entre las suyas—. Me dijo que lo iba a matar. Joff lo supo. Mientras agonizaba, señaló a su asesino. Nuestro hermanito es un monstruo retorcido. —Besó los dedos de Jaime—. Lo matarás, ¿verdad?, lo matarás por mí. Vengarás a nuestro hijo.
Jaime apartó la mano.
—Sigue siendo mi hermano. —Le agitó el muñón ante la cara, por si no lo había visto bien—. Y no estoy precisamente en condiciones de matar a nadie.
—Tienes otra mano, ¿no? Y tampoco te estoy pidiendo que derrotes al Perro en combate. Tyrion es un enano encerrado en una celda. Si se lo ordenas, los guardias te dejarán pasar.
—Tengo que saber más. —La sola idea le revolvía el estómago—. Tengo que saber cómo fue.
—Lo sabrás —le prometió Cersei—. Habrá un juicio. Cuando sepas todo lo que hizo, desearás su muerte tanto como yo. —Le acarició el rostro—. Sin ti estaba perdida, Jaime. Tenía miedo de que los Stark me enviaran tu cabeza. No lo habría soportado. —Lo besó. Fue un beso ligero, apenas un roce de los labios sobre los suyos, pero cuando la rodeó con los brazos la sintió temblar—. Sin ti no estoy entera, Jaime.
En el beso que él le devolvió no había ternura, sólo hambre. Cersei abrió la boca para dejar paso a su lengua.
—No —protestó débilmente cuando los labios bajaron hacia el cuello—. Aquí no. Los septones…
—Los Otros se lleven a los septones.
La besó de nuevo, la besó en silencio, la besó hasta que empezó a gemir… Entonces barrió las velas con el brazo y la subió al altar de la Madre, le levantó las faldas y las mudas de seda. Ella lo golpeaba en el pecho con puños débiles, murmuraba algo sobre el riesgo, el peligro, sobre su padre, sobre los septones, sobre la ira de los dioses… Jaime no la oía. Se desanudó los calzones, se subió al altar y le abrió las blancas piernas. Deslizó una mano por el muslo y le arrancó la ropa interior. Vio entonces que tenía la sangre lunar, pero no le importó.
—Deprisa —le susurraba ella—, deprisa, deprisa, sigue, no pares, deprisa. Jaime, Jaime, Jaime. —Lo guió con las manos—. Sí —gimió Cersei ante su embestida—, mi hermano, mi querido hermano, sí, así, así, te tengo, ya estás en casa, ya estás en casa, ya estás en casa…
Le besó la oreja y le acarició el pelo corto, hirsuto. Jaime se perdió en su carne. Sentía cómo el corazón de Cersei latía al mismo ritmo que el suyo, y notaba la humedad de la sangre y la semilla allí donde se unían.
Pero, en cuanto hubieron terminado, la reina se lo quitó de encima.
—Déjame levantarme. Si nos encuentran así…
De mala gana, rodó hacia un lado y la ayudó a bajarse del altar. El mármol blanquecino estaba manchado de sangre. Jaime lo limpió con la manga y recogió las velas que había derribado. Por suerte, todas se habían apagado al caer.
«Si el sept se hubiera incendiado, no me habría dado ni cuenta.»
—Esto ha sido una locura. —Cersei se estiró el vestido—. Nuestro padre está en el castillo… Hemos de tener cuidado.
—Estoy harto de tener cuidado. Los Targaryen se casaban entre hermanos, ¿por qué nosotros no podemos hacer lo mismo? Cásate conmigo, Cersei. Ponte en pie ante todo el reino y di que es a mí a quien quieres. Celebraremos un banquete de bodas y tendremos otro hijo para sustituir a Joffrey.
—No tiene gracia. —Cersei dio un paso atrás.
—¿Acaso me estoy riendo?
—¿Es que te has dejado el cerebro en Aguasdulces? —La tensión se palpaba en su voz—. El derecho de Tommen al trono deriva de Robert, lo sabes muy bien.
—Heredará Roca Casterly, ¿no le basta con eso? Deja que sea nuestro padre quien se siente en el trono. Yo lo único que quiero es a ti.
Hizo ademán de acariciarle la mejilla. Por la fuerza de la costumbre, el brazo que alzó fue el derecho. Cersei se apartó del muñón.
—No… No digas esas cosas. Me estás asustando, Jaime. No seas idiota. Una palabra nos lo podría costar todo. ¿Qué te han hecho?
—Me han cortado la mano.
—No, es algo más; has cambiado. —Retrocedió un paso—. Seguiremos hablando luego. Mañana. He mandado encerrar a las doncellas de Sansa Stark en una celda de la torre, tengo que ir a interrogarlas… y tú debes ver a nuestro padre.
—He viajado mil leguas para estar contigo, por el camino he perdido lo mejor de mí mismo. No me digas que me vaya.
—Vete —repitió ella al tiempo que se daba la vuelta.
Jaime se anudó los calzones e hizo lo que le ordenaba Cersei. Estaba agotado, pero no podía irse a la cama. A aquellas alturas su señor padre sabría ya que estaba de vuelta en la ciudad.
La Torre de la Mano estaba vigilada por guardias de la Casa Lannister, que lo reconocieron al instante.
—Los dioses son bondadosos por haberos devuelto a nosotros, ser —dijo uno al tiempo que le franqueaba el paso.
—Los dioses no han tenido nada que ver. La que me ha devuelto ha sido Catelyn Stark. Ella y el señor de Fuerte Terror.
Subió por las escaleras y entró en la estancia sin hacerse anunciar. Su padre estaba sentado junto a la chimenea, a solas, circunstancia que Jaime agradeció. No sentía el menor deseo de exhibir la mano mutilada ante Mace Tyrell o la Víbora Roja, y menos aún ante los dos juntos.
—Jaime —dijo Lord Tywin como si se hubieran visto por última vez durante el desayuno—. Lord Bolton me indujo a pensar que llegarías antes. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí para la boda.
—Me retrasaron. —Jaime cerró la puerta con suavidad—. Tengo entendido que mi hermana se superó a sí misma. Setenta y siete platos y un regicidio, nunca se había visto una celebración así. ¿Desde cuándo sabes que estoy libre?
—El eunuco me lo dijo a los pocos días de tu fuga. Envié hombres a buscarte por las tierras de los ríos. Gregor Clegane, Samwell Spicer, los hermanos Plumm… Varys también hizo correr la voz, pero con discreción. Estuvimos de acuerdo en que cuantas menos personas supieran que estabas libre, menos intentarían darte caza.
—¿Varys te mencionó también esto? —Jaime se acercó a la chimenea para que su padre lo viera mejor.
Lord Tywin se levantó bruscamente de la silla, el aliento se le escapó entre los dientes con un siseo.
—¿Quién te ha hecho eso? Si Lady Catelyn cree que…
—Lady Catelyn me puso una espada en la garganta y me obligó a jurar que le devolvería a sus hijas. Esto ha sido obra de tu Cabra. ¡De Vargo Hoat, el señor de Harrenhal!
—Ya no. —Lord Tywin apartó la vista, asqueado—. Ser Gregor ha tomado el castillo. Casi todos los mercenarios desertaron y abandonaron a su capitán, y algunos de los antiguos criados de Lady Whent les abrieron una poterna. Clegane encontró a Hoat a solas, en Sala de las Cien Chimeneas, medio enloquecido de dolor y fiebre por una herida que se le había infectado. Me dijeron que era una herida en la oreja.
Jaime no pudo contener una carcajada. «¡La oreja! ¡Es increíble!» Se moría de ganas de contárselo a Brienne, aunque seguro que a la moza no le haría ni la mitad de gracia que a él.
—¿Ha muerto ya?
—No tardará. Le han cortado las manos y los pies, pero por lo visto a Clegane le divierte el ceceo del qohoriense.
—¿Y qué hay de sus Compañeros Audaces? —A Jaime se le había borrado la sonrisa.
—Los pocos que se quedaron en Harrenhal están muertos. El resto se dispersó. Seguramente se dirigirán hacia los puertos o tratarán de ocultarse en los bosques. —Volvió a clavar los ojos en el muñón de Jaime y la rabia le tensó la boca—. Les cortaremos la cabeza. A todos, sin excepción. ¿Puedes manejar la espada con la mano izquierda?
«Apenas puedo vestirme solo por las mañanas.» Jaime alzó la mano en cuestión para que su padre se la inspeccionase.
—Cinco dedos, igual que la otra. No veo por qué no va a funcionar igual.
—Bien. —Su padre se sentó—. Me alegro. Tengo un regalo para ti. Por tu regreso. Desde que Varys me lo dijo.
—A menos que se trate de una mano nueva, puede esperar. —Jaime se sentó en una silla frente a él—. ¿Cómo murió Joffrey?
—Veneno. Se intentó que pareciera que se había ahogado con un trocito de comida, pero hice que los maestres le abrieran la garganta y no encontraron ninguna obstrucción.
—Cersei dice que fue Tyrion.
—Tu hermano sirvió al rey el vino envenenado, ante los ojos de un millar de personas.
—Qué estúpido por su parte, ¿no?
—He mandado detener al escudero de Tyrion. Y a las doncellas de su esposa. Veremos qué nos cuentan. Los capas doradas de Ser Addam están buscando a la Stark y Varys ha ofrecido una recompensa. Se hará la justicia del rey.
«La justicia del rey.»
—¿De verdad ejecutarías a tu hijo?
—Ha sido acusado de regicidio, con el agravante de que la víctima es pariente suyo. Si es inocente no tiene nada que temer. Lo primero que tenemos que hacer es valorar las pruebas que hay contra él.
«Pruebas.» Jaime se imaginaba el tipo de pruebas que se podían presentar en aquella ciudad de mentirosos.
—Renly también murió en circunstancias extrañas, justo cuando le convenía a Stannis.
—A Lord Renly lo asesinó uno de sus guardias, una mujer de Tarth.
—Esa mujer de Tarth es la que me ha traído aquí. La he encerrado en una celda para apaciguar a Ser Loras, pero antes creeré en el fantasma de Renly que en quien diga que ella le hizo el menor daño. En cambio, Stannis…
—Lo que mató a Joffrey fue el veneno, no la brujería. —Lord Tywin volvió a mirar el muñón de Jaime—. No puedes servir en la Guardia Real sin mano para manejar la espada…
—Sí puedo —interrumpió—. Y serviré. Hay precedentes. Si quieres consultaré el Libro Blanco y te los buscaré. Entero o mutilado, un caballero de la Guardia Real sirve de por vida.
—Eso lo cambió Cersei cuando sustituyó a Ser Barristan por motivos de edad. Un regalo adecuado a la Fe persuadirá al Septon Supremo para que te libere de los votos. Reconozco que tu hermana cometió una estupidez al prescindir de Selmy, pero ahora que ha abierto las puertas…
—Alguien las tiene que volver a cerrar. —Jaime se levantó—. Estoy harto de mujeres de noble cuna que me cubren de mierda, padre. A mí nadie me preguntó si quería ser Lord Comandante de la Guardia Real, pero por lo visto lo soy. Tengo un deber…
—Así es. —Lord Tywin se levantó también—. Un deber para con la Casa Lannister. Eres el heredero de Roca Casterly. Ahí es donde tienes que estar. Tommen te acompañará, como pupilo y escudero. En la Roca es donde aprenderá a ser un Lannister; quiero mantenerlo alejado de su madre. He decidido buscarle un nuevo esposo a Cersei. Puede que Oberyn Martell, en cuanto consiga convencer a Lord Tyrell de que ese matrimonio no supondría una amenaza para Altojardín. Y ya va siendo hora de que tú también te cases. Los Tyrell se empeñan ahora en casar a Margaery con Tommen, pero si te ofreciera a ti en su lugar…
—¡No! —Jaime había soportado todo lo soportable. No, más de lo soportable. Estaba harto, harto de los señores, de las mentiras, harto de su padre, de su hermana, harto de toda aquella mierda—. No. No. No. No. No. ¿Cuántas veces tengo que decir que no para que lo entiendas? ¿Oberyn Martell? Es infame, y no sólo porque pone veneno en su espada. Tiene más bastardos que Robert y se acuesta con muchachitos. Y si por un instante se te ha pasado por la cabeza que me iba a casar con la viuda de Joffrey…
—Lord Tyrell me asegura que sigue siendo doncella.
—Por lo que a mí respecta puede morir doncella. ¡No la quiero, y tampoco quiero tu Roca!
—Eres mi hijo…
—Soy un caballero de la Guardia Real. ¡Soy el Lord Comandante de la Guardia Real! ¡Y no pienso ser otra cosa!
Las llamas de la chimenea arrancaban destellos de las espesas patillas que enmarcaban el rostro de Lord Tywin. Una vena le latía en el cuello. Pero nada dijo. Y nada dijo. Y nada dijo.
El silencio se fue haciendo más y más tenso, hasta que por último Jaime no lo pudo soportar.
—Padre… —empezó.
—No sois mi hijo. —Lord Tywin se dio la vuelta—. Decís que sois el Lord Comandante de la Guardia Real y nada más. Muy bien, ser. Id a cumplir con vuestro deber.