«Arbolblanco —pensó Sam—. Por favor, que sea Arbolblanco.» Se acordaba de ese poblado, estaba en los mapas que había dibujado cuando viajaban hacia el norte. Si aquella aldea era Arbolblanco, sabría dónde estaba. «Por favor, tiene que ser Arbolblanco.» Lo deseaba con tanta intensidad que durante un rato se olvidó de sus pies, se olvidó del dolor en las pantorrillas y en la base de la espalda, de los dedos rígidos y helados que apenas notaba. Hasta se olvidó de Lord Mormont y de Craster, de los espectros y de los Otros. «Arbolblanco», rezó Sam a cualquier dios que pudiera estar escuchándolo.
Pero todas las aldeas de los salvajes se parecían mucho. En el centro de aquélla crecía un gran arciano… pero un árbol blanco no quería decir necesariamente que aquello fuera Arbolblanco. ¿El arciano de Arbolblanco no había sido un poco más grande que aquél? Tal vez no lo recordara bien. El rostro tallado en el tronco claro era alargado y triste; de los ojos brotaban lágrimas rojas de savia seca.
«¿Era así cuando pasamos por aquí?» Sam no conseguía recordarlo.
En torno al árbol había un puñado de chozas sin divisiones interiores con tejados de hierba, una edificación alargada de troncos cubiertos de musgo, un pozo de piedra, un redil… pero ni rastro de ovejas ni de personas. Los salvajes habían ido a reunirse con Mance Rayder en los Colmillos Helados, llevándose con ellos todo cuanto poseían excepto sus casas. Sam se lo agradeció en silencio. La noche se aproximaba, y sería agradable dormir bajo techo para variar. Estaba agotado. Se sentía como si llevara media vida caminando. Las botas se le caían a pedazos, y todas las ampollas de los pies se le habían reventado y convertido en callos, aunque ya tenía ampollas nuevas debajo de los callos, y los dedos se le empezaban a congelar.
Pero se trataba de caminar o morir, Sam lo sabía muy bien. Elí seguía débil después del parto, además, llevaba al bebé; necesitaba la montura mucho más que él. El segundo caballo se les había muerto tres días después de abandonar el Torreón de Craster. Era increíble que la pobre yegua medio muerta de hambre hubiera aguantado tanto. Probablemente el peso de Sam la había terminado de matar. Podrían haber intentado ir los dos en el mismo caballo, pero tenía miedo de que corriera el mismo destino.
«Es mejor que camine.»
Sam dejó a Elí en la edificación alargada para que encendiera un fuego mientras él se asomaba a las chozas. Las hogueras se le daban mejor que a él, que nunca conseguía que la incendaja prendiera, y la última vez que intentó arrancar una chispa del pedernal y el acero se había cortado con el cuchillo. Elí le vendó la herida, pero tenía la mano dolorida y rígida, y aún más torpe que de costumbre. Sabía que debería lavarse la herida y cambiarse el vendaje, pero le daba miedo mirarse la mano. Además, hacía tanto frío que no quería ni pensar en quitarse los guantes.
Sam no sabía qué esperaba encontrar en las casas vacías. Tal vez los salvajes se hubieran dejado allí algo de comer. Tenía que echar un vistazo. Jon había registrado las chozas de Arbolblanco cuando iban de camino hacia el norte. En el interior de una, Sam oyó el correteo de ratas en un rincón oscuro, pero por lo demás, nada, sólo paja vieja, olores viejos y cenizas frías bajo el agujero de ventilación.
Se volvió hacia el arciano y estudió un instante el rostro. «No es la cara que vimos —tuvo que reconocerse para sus adentros—. El árbol no es ni la mitad de grande que el de Arbolblanco.» Los ojos rojos lloraban sangre, y eso tampoco lo recordaba. Sam se dejó caer de rodillas con torpeza.
—Antiguos dioses, escuchad mi plegaria. Los Siete eran los dioses de mi padre, pero cuando me uní a la Guardia presté juramento ante vosotros. Ayudadnos ahora. Tengo miedo de que nos hayamos perdido. También tenemos hambre y frío. Ya no sé en qué dioses creo, pero… por favor, si estáis ahí, ayudadnos. Elí tiene un hijito.
No se le ocurrió qué más decir. El ocaso era cada vez más oscuro, las hojas del arciano susurraban y las ramas se movían como un millar de manos ensangrentadas. No habría sabido decir si los dioses de Jon lo habían escuchado o no.
Cuando llegó a la edificación alargada Elí ya había encendido una hoguera. Estaba sentada junto a ella, con las pieles abiertas y el bebé al pecho.
«El pobre tiene tanta hambre como nosotros», pensó Sam. Las ancianas habían conseguido sacar algo de comida de las despensas para ellos, pero ya la habían consumido casi toda. Sam había sido un cazador nefasto incluso en Colina Cuerno, donde había caza en abundancia y contaba con la ayuda de sabuesos y oteadores. Allí, en aquel bosque desierto e interminable, las posibilidades de que atrapara una presa eran remotas. Sus intentos de pescar en los lagos y los arroyos medio helados también habían terminado en fracasos estrepitosos.
—¿Queda mucho, Sam? —preguntó Elí—. ¿Estamos todavía muy lejos?
—No tan lejos. No tan lejos como antes. —Sam se quitó la mochila de los hombros, se dejó caer sentado en el suelo y trató de cruzar las piernas. La espalda le dolía muchísimo de tanto caminar, habría preferido recostarse contra uno de los pilares de madera tallada sobre los que descansaba el tejado, pero el fuego estaba en el centro de la estancia, bajo el agujero de ventilación, y en aquellos momentos el calor le era más necesario que la comodidad—. Estaremos allí en pocos días.
Sam tenía mapas, pero si aquello no era Arbolblanco no le iban a resultar de ninguna utilidad.
«Nos desviamos demasiado hacia el este para rodear aquel lago —se temía—, o tal vez demasiado hacia el oeste cuando quise desandar el camino.» Había llegado a detestar los lagos y los ríos. Allí no había transbordadores ni puentes, así que tenían que rodear lagos enteros y buscar vados para cruzar los ríos. Era más sencillo seguir las sendas de los animales que pelearse con la maleza, era más sencillo rodear un risco que tratar de escalarlo. «Si Bannen o Dywen estuvieran con nosotros, ya habríamos llegado al Castillo Negro y nos estaríamos calentando los pies en la sala común.» Pero Bannen había muerto y Dywen había huido con Grenn, Edd el Penas y los demás.
«El Muro tiene quinientos kilómetros de longitud y doscientos metros de altura», se recordó Sam. Si seguían avanzando hacia el sur tenían que encontrarlo tarde o temprano. Y si de algo estaba seguro era de que iban hacia el sur. Durante el día se guiaba por el sol, y en las noches despejadas podían seguir la cola del Dragón de Hielo, aunque la verdad era que no habían podido viajar mucho de noche desde que muriera el segundo caballo. Ni siquiera la luz de la luna llena se colaba entre los árboles, y tanto Sam como el caballo que les quedaba se habrían podido romper una pierna. «Ya tenemos que estar muy al sur, seguro, seguro…»
Lo que no tenía tan claro era hasta qué punto se habían desviado hacia el este o hacia el oeste. Llegarían al Muro, sí… en un día o en quince, no podían estar más lejos, seguro, seguro… Pero ¿a qué punto del muro? Lo que tenían que encontrar era la puerta cercana al Castillo Negro, era la única entrada en cien leguas.
—¿El Muro es tan grande como nos contaba Craster? —preguntó Elí.
—Más. —Sam trataba de parecer animado—. Es tan grande que ni siquiera se ven los castillos que hay detrás. Pero están allí, ya verás. El Muro es todo de hielo, en cambio los castillos son de piedra y de madera. Hay torres altas y criptas muy profundas, y una sala muy grande donde siempre hay fuego en la chimenea, de día y de noche. Ni te imaginas qué calor hace allí, Elí, no te lo vas a creer.
—¿Podré ponerme al lado del fuego? ¿Con el niño? No será mucho tiempo, sólo hasta que entremos en calor.
—Te podrás poner al lado del fuego tanto tiempo como quieras. Te darán de comer y de beber. Vino especiado caliente y un cuenco de guiso de venado con cebollas, y el pan que prepara Hobb, recién salido del horno, que hasta quema los dedos. —Sam se quitó un guante para flexionar los dedos junto a las llamas, y al instante se arrepintió. El frío se los había entumecido, pero cuando recuperó las sensaciones le dolieron tanto que estuvo a punto de gritar—. A veces hay algún hermano que canta —dijo para distraerse del dolor—. El que mejor voz tiene es Dareon, pero lo enviaron a Guardiaoriente. Luego está Halder, que también canta muy bien. Y luego Sapo. En realidad se llama Todder, pero parece un sapo, por eso le pusimos el apodo. Le gusta cantar, pero tiene una voz horrorosa.
—¿Tú cantas? —Elí se reacomodó las pieles y se pasó el bebé de un pecho al otro. Sam se sonrojó ante la pregunta.
—Pues… me sé algunas canciones. Cuando era pequeño me gustaba cantar. También bailaba, pero a mi señor padre no le gustaba. Decía que, si quería hacer cabriolas, que las hiciera en el patio con una espada en la mano.
—¿Me cantas una canción sureña? ¿Para el bebé?
—Si quieres… —Sam pensó un instante—. Había una canción que nuestro septon nos cantaba a mis hermanas y a mí, cuando éramos pequeños y llegaba la hora de acostarnos. Se llama «La canción de los Siete».
Carraspeó para aclararse la garganta y empezó a cantar:
El rostro del Padre es fuerte y severo,
juzga certero el bien y el mal.
Sopesa las vidas, las largas, las breves,
y ama a los niños.
La Madre regala el don de la vida,
vela por toda esposa y mujer.
Su sonrisa dulce aplaca la ira,
y ama a sus niños.
El fuerte Guerrero enfrenta enemigos,
nos protege siempre en el vivir.
Con espada, escudo, con arco y lanza,
él guarda a los niños.
La Vieja es anciana y muy sabia,
y nuestros destinos contempla pasar.
Levanta su lámpara de oro rutilante
y guía a los niños.
El Herrero trabaja sin descanso,
para nuestro mundo enderezar.
Usa su martillo, enciende su fuego,
todo para los niños.
La Doncella baila por nuestros cielos,
ella vive en todo suspiro de amor.
Su sonrisa bella da vuelo a las aves,
y sueños a los niños.
Son los Siete Dioses, nos hacen a todos,
escuchan tus ruegos al rezar.
Cerrad pues los ojos, os cuidan, niños,
cerrad pues los ojos, vuestro sueño velarán.
Solo cerrad los ojos, ellos os cuidarán
y vuestro sueño velaran.
Sam recordaba la última vez que había cantado aquella canción con su madre para dormir al bebé Dickon. Su padre oyó las voces y entró furioso en la habitación.
—Esto se tiene que acabar —recriminó Lord Randyll a su esposa—. Ya has estropeado a un niño con esas canciones blandengues de septones, ¿qué quieres, hacer lo mismo con el bebé? —Se volvió hacia Sam—. Ve a cantarles a tus hermanas si quieres, pero no te quiero ver cerca de mi hijo.
El bebé de Elí se había quedado dormido. Era una cosita diminuta y tan tranquilo que a veces Sam temía por él. Ni siquiera tenía nombre todavía. Le había dicho a Elí que eligiera uno, pero ella respondió que poner nombre a un niño antes de que tuviera dos años traía mala suerte. Muchos morían.
La chica se volvió a cubrir el pecho con las pieles.
—Qué bonito, Sam. Cantas muy bien.
—Tendrías que oír a Dareon. Tiene una voz tan dulce como el aguamiel.
—El aguamiel más dulce que he bebido lo probé el día en que Craster me convirtió en su esposa. Entonces era verano, no hacía tanto frío. —Elí le dirigió una mirada desconcertada—. Sólo has cantado sobre seis dioses, ¿no? Craster nos decía siempre que los sureños tienen siete.
—Siete —asintió—, pero al Desconocido no se le canta. —El rostro del Desconocido era el rostro de la muerte. Hasta el hecho de hablar de él incomodaba a Sam—. Tendríamos que comer algo. Aunque sólo sea un bocado.
Sólo les quedaban unas pocas salchichas negras, duras como un pedazo de madera. Sam cortó unas cuantas rodajas finas para cada uno. El esfuerzo hizo que le doliera la muñeca, pero tenía suficiente hambre para persistir. Si uno las masticaba mucho rato, las rodajas acababan por ablandarse, y sabían bien. Las esposas de Craster las condimentaban con ajo.
Después de terminar, Sam se disculpó un momento y salió para hacer sus necesidades y echar un vistazo al caballo. Un viento lacerante soplaba del norte, y las hojas de los árboles lo azotaron al pasar. Tuvo que romper la fina capa de hielo que cubría el arroyo para que el caballo pudiera beber.
«Será mejor que lo lleve adentro.» No quería despertarse al amanecer y encontrarse con que el caballo había muerto congelado durante la noche. «Aun así, Elí podría seguir adelante.» Era muy valiente, todo lo contrario que él. Le habría gustado saber qué pasaría con ella cuando llegaran al Castillo Negro. Ella no dejaba de decir que si Sam quería, sería su esposa, pero los hermanos negros no tenían esposas. Además, él era un Tarly de Colina Cuerno, no podría casarse con una salvaje.
«Tendrá que ocurrírseme alguna cosa. Con tal de que lleguemos vivos al Muro, el resto no importa, no importa lo más mínimo.»
Llevar el caballo a la edificación fue muy sencillo. Hacer que cruzara la puerta ya no tanto, pero Sam se empecinó. Cuando consiguió entrar con el animal, Elí ya estaba adormilada. Guió al animal hasta un rincón, echó un poco más de leña al fuego, se quitó la gruesa capa y se arrebujó bajo las pieles junto a la mujer salvaje. La capa de Sam era lo bastante grande para cubrirlos a los tres y no dejar escapar el calor de sus cuerpos.
Elí olía a leche, a ajo y a pieles húmedas, pero ya se había acostumbrado. Por lo que a Sam respectaba, eran olores agradables. Le gustaba dormir junto a ella, le hacía recordar tiempos pasados, cuando compartía un gran lecho de Colina Cuerno con dos de sus hermanas. Aquello había terminado cuando Lord Randyll decidió que así se ablandaba como una niña.
«Pero dormir solo en mi celda fría no me hizo más duro ni más valiente. —Se preguntó qué diría su padre si pudiera verlo en aquel momento—. He matado a uno de los Otros, mi señor —imaginó que le contaría—. Lo apuñalé con una daga de obsidiana, y mis hermanos juramentados me llaman ahora Sam el Mortífero.» Pero, hasta en sus fantasías, Lord Randyll se limitaba a fruncir el ceño, incrédulo.
Aquella noche tuvo sueños extraños. Volvía a estar en Colina Cuerno, en el castillo, pero su padre no estaba. Era el castillo de Sam. Lo acompañaban Jon Nieve, Lord Mormont, el Viejo Oso, Grenn, Edd el Penas, Pyp, Sapo y todos sus hermanos de la Guardia, pero en vez de ropas negras llevaban otras de colores vivos. Sam ocupaba el lugar de honor en la mesa y celebraba un festín. Cortaba gruesas tajadas de asado con Veneno de Corazón, el espadón de su padre. También había pastelillos dulces para comer y vino con miel para beber, había canciones y bailes, y nadie tenía frío. Cuando terminó el banquete se retiró a dormir; no a las estancias del señor donde vivían su madre y su padre, sino a la habitación que había compartido con sus hermanas. Sólo que, en vez de sus hermanas, la que aguardaba en el amplio lecho blando era Elí, vestida sólo con pieles, con los pechos rezumando leche.
Se despertó de repente, muerto de frío y de miedo.
El fuego se había consumido y sólo quedaban brasas rojas y humeantes. El mismo aire parecía congelado de tanto frío como hacía. En el rincón, el pequeño caballo relinchaba y coceaba los troncos con las patas traseras. Elí estaba sentada junto a los restos de la hoguera, abrazada a su bebé. Sam, adormilado, se incorporó. El aliento se le condensaba en nubes blancuzcas. La estancia estaba poblada de sombras, unas negras y otras más negras todavía. Tenía el vello de los brazos erizado.
«No es nada —se dijo—. Tengo frío, nada más.»
En aquel momento, junto a la puerta, se movió una sombra. Una de las grandes.
«Todavía estoy soñando. Por favor, que todavía esté soñando, que sea sólo una pesadilla —rezó Sam—. Está muerto, está muerto, yo lo vi morir.»
—Ha venido a por el bebé —sollozó Elí—. Lo ha olido. Un bebé recién nacido apesta a vida. Ha venido a por la vida.
La enorme sombra oscura se inclinó para pasar bajo el dintel, entró en la estancia y avanzó tambaleante hacia ellos. A la escasa luz del fuego, la sombra se convirtió en Paul el Pequeño.
—¡Vete! —graznó Sam—. ¡No te queremos aquí!
Las manos de Paul eran carbón; su rostro, leche, y sus ojos tenían un gélido brillo azul. La escarcha le blanqueaba la barba, y llevaba un cuervo posado en un hombro. El pájaro le picoteaba la mejilla para devorar la blanca carne muerta. A Sam se le aflojó la vejiga y sintió la humedad cálida que le corría por las piernas.
—Elí, tranquiliza al caballo y sácalo de aquí. Deprisa.
—Y tú… —empezó la chica.
—Yo tengo el cuchillo. La daga de vidriagón. —La sacó con torpeza al tiempo que se ponía en pie. La primera daga se la había dado a Grenn, pero por suerte se había acordado de coger la de Lord Mormont antes de huir del Torreón de Craster. La empuñó con fuerza al tiempo que se alejaba del fuego, de Elí y del bebé.
—¿Paul? —Trató de que su voz sonara valerosa, pero le salió chillona—. ¿Paul el Pequeño? ¿Me conoces? Soy Sam, Sam el gordo, Sam el Miedica, en el bosque me salvaste. Me llevaste en brazos cuando no podía dar un paso más. Nadie más lo podría haber hecho, sólo tú. —Sam retrocedió con el cuchillo en la mano, lloriqueando. «Qué cobarde soy»—. No nos hagas daño, Paul, por favor. ¿Por qué ibas a hacernos daño?
Elí retrocedió de espaldas por el suelo de tierra prensada y el espectro giró la cabeza para mirarla.
—¡No! —gritó Sam, y de nuevo se volvió hacia él.
El cuervo que llevaba en el hombro le arrancó una tira de carne de la destrozada mejilla blancuzca. Sam agitó la daga delante de él, jadeaba como el fuelle de un herrero. Al otro lado de la habitación, Elí había llegado junto al caballo.
«Dioses, dadme valor —rezó Sam—. Dadme un poco de valor, por una vez, lo justo para que Elí pueda escapar.»
Paul el Pequeño avanzó hacia él. Sam siguió retrocediendo hasta que tropezó contra la basta pared de troncos. Agarró la daga con ambas manos para que no le temblara. El espectro no parecía tener miedo del vidriagón. Tal vez no supiera qué era. Se movía despacio, pero Paul el Pequeño no había sido rápido ni cuando estaba vivo. Tras él, Elí murmuraba palabras tranquilizadoras al caballo mientras trataba de guiarlo hacia la puerta. Pero el animal debía de haber olido el extraño hedor frío del espectro. De pronto se paró en seco y pateó el aire gélido. Paul se volvió hacia la fuente del sonido y pareció perder todo interés en Sam.
No había tiempo para pensar, para rezar ni para tener miedo. Samwell Tarly se precipitó hacia delante y clavó la daga en la espalda de Paul el Pequeño. El espectro, que ya se había dado media vuelta, no lo vio venir. El cuervo lanzó un graznido y echó a volar.
—¡Estás muerto! —gritó Sam mientras lo apuñalaba—. ¡Estás muerto, muerto, muerto!
Apuñaló y gritó, una y otra vez, desgarrando la pesada capa negra de Paul. Las esquirlas de vidriagón saltaban por los aires cada vez que la hoja se resquebrajaba contra la cota de mallas de debajo de la capa.
El aullido de Sam lanzó una bocanada de vaho blanco al aire oscuro. Soltó la inútil empuñadura de la daga y dio un precipitado paso atrás mientras Paul el Pequeño se daba la vuelta. Antes de que pudiera sacar el otro cuchillo, el de acero que llevaban todos los hermanos, las manos negras del espectro se le cerraron bajo las papadas. Los dedos de Paul estaban tan fríos que casi quemaban. Se hundieron en la carne blanda de la garganta de Sam.
«Corre, Elí, corre», habría querido gritar, pero cuando abrió la boca sólo consiguió emitir un sonido ahogado.
Por fin se encontró la daga a tientas, pero cuando la clavó en el vientre del espectro las anillas de hierro desviaron la punta, y el arma salió despedida de la mano de Sam. Los dedos de Paul el Pequeño se tensaron, inexorables, y empezó a girarle la cabeza. «Me la va a arrancar», pensó Sam, desesperado. Sentía la garganta helada y los pulmones al rojo vivo. Golpeó las muñecas del espectro, intentó quitárselas de la garganta, pero fue inútil. Dio una patada a Paul entre las piernas, y tampoco sirvió de nada. El mundo se encogió hasta ser apenas dos estrellas azules, un dolor aplastante y un frío tan intenso que las lágrimas se le helaron en los ojos. Sam, desesperado, se debatía e intentaba retroceder… Entonces, se lanzó hacia delante.
Paul el Pequeño era corpulento y fuerte, pero aun así Sam pesaba más que él, y los espectros eran torpes, ya lo había visto en el Puño. El repentino cambio de impulso hizo que Paul se tambaleara y retrocediera un paso, y el hombre vivo y el muerto cayeron juntos al suelo. El impacto hizo que le quitara una de las manos del cuello, y consiguió inhalar una rápida bocanada de aire antes de que volvieran los dedos fríos y negros. El sabor a sangre le inundó la boca. Torció el cuello para buscar el cuchillo con los ojos y vio un tenue resplandor anaranjado. «¡El fuego!» Sólo quedaban brasas y cenizas, pero quizá… no podía respirar ni pensar… Sam se retorció hacia un lado arrastrando con él a Paul… agitó los brazos sobre el suelo de tierra… tanteando, buscando, registrando las cenizas, hasta que al final encontró algo caliente, un trozo de madera chamuscada, con un brillo rojo y anaranjado dentro del negro, cerró los dedos en torno a él y lo estrelló contra la boca de Paul con tanta fuerza que notó cómo se le rompían los dientes.
Pero el espectro no aflojó la presa. Los últimos pensamientos de Sam fueron para la madre que lo había amado y para el padre al que había fallado. La habitación le daba vueltas cuando vio el jirón de humo que salía de los dientes rotos de Paul. En aquel momento, el rostro del hombre muerto empezó a arder y las manos lo soltaron.
Sam engulló aire y rodó hacia un lado. El espectro ardía, la escarcha se le derretía de la barba al tiempo que la carne se tornaba negra. Sam oyó el graznido del cuervo, pero Paul no hizo el menor ruido. Cuando abrió la boca, sólo salieron llamas. En cuanto a los ojos…
«Ha desaparecido, el brillo azul ha desaparecido.»
Se arrastró hacia la puerta. El aire estaba tan frío que hacía daño respirar, pero era un dolor bueno, dulce. Se agachó para salir.
—¿Elí? —llamó—. Elí, lo he matado, lo…
La chica estaba de pie con la espalda contra el arciano y el niño en brazos. Los espectros la rodeaban. Eran doce, veinte, más… Algunos habían sido salvajes, aún vestían pieles… pero la mayoría habían sido sus hermanos. Sam vio a Lark de las Hermanas, a Piesligeros, a Ryles. El quiste del cuello de Chett estaba negro y una fina película de hielo le cubría los forúnculos. Había uno que parecía Hake, aunque no se podía saber bien, ya que le faltaba la mitad de la cabeza. Habían despedazado al pobre caballo y le estaban sacando las entrañas con las manos ensangrentadas. Del vientre le salía un vapor blanquecino.
Sam dejó escapar un quejido gimoteante.
—No es justo…
—Justo. —El cuervo se le posó en el hombro—. Justo, justo, justo.
Batió las alas y graznó a la vez que Elí empezaba a gritar. Los espectros estaban casi encima de ella. Sam oyó cómo las hojas color rojo oscuro del arciano crepitaban y susurraban entre ellas en un idioma que no conocía. La misma luz de las estrellas parecía agitarse, y a su alrededor los árboles gemían y crujían. Sam se puso del color de la leche cortada, y abrió los ojos como platos. «¡Cuervos!» Estaban en el arciano, los había a cientos, a miles, posados en las ramas blancas como huesos, mirando entre las hojas. Vio los picos abiertos al graznar, los vio extender las alas negras… Entre graznidos y batir de alas, se cernieron sobre los espectros en nubes de furia. Revolotearon como un enjambre en torno al rostro de Chett y le picotearon los ojos azules, cubrieron como moscas al de las Hermanas, sacaron pedacitos de cerebro de la cabeza destrozada de Hake. Eran tantos que Sam, cuando alzó la vista, no pudo ver la luna.
—Corre —dijo el pájaro que tenía en el hombro—. Corre, corre, corre.
Sam corrió con bocanadas de vaho brotándole de la boca. A su alrededor los espectros se defendían a manotazos de las alas negras y los picos afilados que los atacaban, caían en un silencio escalofriante, sin un grito, sin un gruñido. Pero los cuervos no prestaron atención a Sam. Cogió a Elí de la mano y la alejó del arciano.
—Tenemos que irnos.
—¿Adónde? —Elí corrió tras él, abrazando al bebé—. Han matado al caballo, ¿cómo vamos a…?
—¡Hermano! —El grito cortó la noche y atravesó los graznidos de un millar de cuervos. Bajo los árboles, un hombre vestido de los pies a la cabeza con ropas negras y grises montaba a lomos de un alce—. Aquí —llamó el jinete, con el rostro oculto por una capucha.
«Viste el negro.» Sam corrió con Elí hacia él. El alce era grande, muy grande, de tres metros de altura hasta el lomo, con unas astas casi igual de amplias. El animal se dejó caer sobre las rodillas para que montaran.
—Sube —dijo el jinete al tiempo que tendía una mano enguantada a Elí para ayudarla a montar tras él. Luego fue el turno de Sam.
—Gracias —jadeó él.
Sólo cuando cogió la mano se dio cuenta de que el jinete no llevaba guante. La mano era fría y negra, con dedos duros como la piedra.