Por un instante pareció que el rey no lo había oído. Stannis no mostró alegría ante las noticias, tampoco ira ni incredulidad, ni siquiera alivio. Se quedó mirando su Mesa Pintada con los dientes apretados.
—¿Estáis seguro? —preguntó.
—No he visto el cadáver en persona, no, no, Vuestra Majestad —dijo Salladhor Saan—. Pero en la ciudad los leones bailan y se pavonean. El pueblo ya la llama «la Boda Roja». Se dice que Lord Frey ordenó que le cortaran la cabeza al chico y le cosieran la de su huargo, y luego le clavaron una corona alrededor de las orejas. A su señora madre también la asesinaron y la tiraron desnuda al río.
«En una boda —pensó Davos—. Mientras estaba sentado a la mesa de su asesino, cuando era un huésped, un invitado bajo su techo. Esos Frey están malditos para siempre.» Otra vez le llegó el olor de la sangre ardiendo y oyó el siseo y el chisporroteo de la sanguijuela entre los carbones del brasero.
—Ha sido la ira del Señor la que lo ha matado —afirmó Ser Axell Florent—. ¡Ha sido la mano de R'hllor!
—¡Alabado sea el Señor de la Luz! —entonó la reina Selyse, una mujer menuda y flaca con las orejas grandes y el labio superior cubierto de vello.
—¿Acaso la mano de R'hllor es temblorosa y está llena de manchas y arrugas? —preguntó Stannis—. Más parece cosa de Walder Frey que de ningún dios.
—R'hllor elige los instrumentos que quiere. —El rubí de la garganta de Melisandre centelleaba con chispas rojas—. Sus caminos son misteriosos, pero no hay hombre que no se doblegue a su llameante voluntad.
—¡No hay hombre que no se doblegue ante él! —exclamó la reina.
—Cállate de una vez, mujer. Ahora no estás bailando alrededor de una hoguera. —Stannis siguió mirando la Mesa Pintada—. El lobo no deja herederos y el kraken deja demasiados. Los leones los devorarán a menos que… Saan, voy a necesitar que tus barcos más veloces lleven mensajeros a las Islas del Hierro y a Puerto Blanco. Ofreceré el perdón. —Por su manera de apretar los dientes era obvio que aquella palabra le gustaba muy poco—. El perdón absoluto para los que se arrepientan de su traición y juren lealtad a su legítimo rey. Tienen que ver…
—No lo harán. —La voz de Melisandre era suave—. Lo siento, Alteza. Esto no es el fin. Pronto se alzarán más falsos reyes para apoderarse de las coronas de los que han caído.
—¿Más? —Parecía que Stannis la habría estrangulado de buena gana allí mismo—. ¿Más usurpadores? ¿Más traidores?
—Lo he visto en mis llamas.
—El Señor de la Luz envió a Melisandre para que te guiara hacia tu momento de gloria. —La reina Selyse se puso al lado del rey—. Escúchala, te lo suplico. Las llamas sagradas de R'hllor no mienten.
—Hay mentiras y mentiras, mujer. Me parece que esas llamas resultan engañosas hasta cuando dicen la verdad.
—Una hormiga que oyera las palabras de un rey tal vez no comprendería qué dice —replicó Melisandre—, y todos los hombres somos hormigas ante el rostro llameante de dios. Si alguna vez he confundido una advertencia con una profecía o una profecía con una advertencia, la culpa es del lector, no del libro. Pero una cosa sí sé a ciencia cierta: los mensajeros y los perdones no os servirán de nada, igual que las sanguijuelas. Debéis mostrar al reino una señal. ¡Una señal como prueba de vuestro poder!
—¿Mi poder? —El rey soltó un bufido—. Tengo mil trescientos hombres en Rocadragón y otros trescientos en Bastión de Tormentas. —Barrió con la mano la Mesa Pintada—. El resto de Poniente está en manos de mis enemigos. No tengo más flota que la de Salladhor Saan, ni dinero para contratar mercenarios. No hay saqueos ni gloria en perspectiva, que es lo que atraería a los jinetes libres a mi causa.
—Mi señor esposo —intervino la reina Selyse—, tienes más hombres de los que tenía Aegon hace trescientos años. Sólo te faltan los dragones.
—Nueve magos cruzaron el mar para empollar la reserva de huevos de Aegon III. —Lord Stannis le lanzó una mirada sombría—. Baelor el Santo rezó más de medio año sobre el suyo. Aegon IV construyó dragones de hierro y madera. Aerion Llamabrillante bebió fuego valyrio para transformarse. Los magos fracasaron, las plegarias del rey Baelor quedaron sin respuesta, los dragones de madera se quemaron y el príncipe Aerion murió entre gritos de dolor.
—Ninguno de ellos era el elegido de R'hllor. —La reina Selyse se mantenía firme—. No hubo ningún cometa rojo que cruzara los cielos para anunciar su llegada. Ninguno esgrimía la Dueña de Luz, la Espada Roja de los Héroes. Y ninguno de ellos pagó el precio. Lady Melisandre te lo ha dicho, mi señor. Sólo la muerte puede comprar la vida.
—¿El chico? —El rey casi escupió las palabras.
—El chico —asintió la reina.
—El chico —repitió Ser Axell.
—Ya estaba harto de ese maldito chaval aun antes de que naciera —se quejó el rey—. Su simple nombre es un rugido en mis orejas y una nube oscura sobre mi alma.
—Entregádmelo a mí y no volveréis a oír su nombre —le prometió Melisandre.
«No, pero oiréis sus gritos cuando lo queme en la hoguera.» Davos se mordió la lengua. Era mejor no decir nada hasta que el rey lo ordenara.
—Entregadme al chico para R'hllor y la antigua profecía se cumplirá —insistió la mujer roja—. Vuestro dragón despertará y extenderá sus alas de piedra. El reino será vuestro.
—De rodillas os lo suplico, señor —dijo Ser Axell dejándose caer sobre una rodilla—. Despertad al dragón de piedra y haced que tiemblen los traidores. Al igual que Aegon, empezáis como señor de Rocadragón. Al igual que Aegon, conquistaréis la victoria. Que los falsos y los desleales prueben vuestras llamas.
—Tu esposa también te lo suplica, mi señor esposo. —La reina Selyse se dejó caer sobre ambas rodillas ante el rey con las manos juntas como si rezara—. Robert y Delena mancillaron nuestro lecho y así maldijeron nuestra unión. El chico es el fruto podrido de su fornicación. Quita su sombra de mi vientre y te daré muchos hijos varones, estoy segura. —Le rodeó las piernas con los brazos—. No es más que un muchacho, hijo de la lujuria de tu hermano y de la vergüenza de mi prima.
—Es de mi sangre. Y deja de agarrarme, mujer. —El rey Stannis le puso una mano en el hombro para tratar de librarse de ella—. Puede que sea cierto que Robert maldijo nuestro lecho nupcial. Me juró que no había pretendido avergonzarme, que aquella noche estaba borracho y no sabía en qué dormitorio se metía. ¿Y qué más da? Sea cual sea la verdad, el chico no tiene la culpa.
—El Señor de la Luz ama a los inocentes. —Melisandre puso una mano en el brazo del rey—. No hay para él sacrificio más preciado. De su sangre real y su fuego inmaculado nacerá un dragón.
Stannis no apartó a Melisandre como había hecho con la reina. La mujer roja era todo lo contrario de Selyse: joven, de formas redondeadas y de una extraña belleza con aquel rostro en forma de corazón, aquel cabello cobrizo y aquellos ojos rojos de otro mundo.
—Sería maravilloso ver cobrar vida a la piedra —reconoció de mala gana—. Y cabalgar a lomos de un dragón… Recuerdo la primera vez que mi padre me llevó a la corte. Robert me tuvo que dar la mano. Yo tendría cuatro años, así que él tendría cinco, como mucho seis. Más tarde estuvimos de acuerdo en que el rey parecía tan noble como terroríficos los dragones. —Stannis soltó un bufido—. Años después nuestro padre nos dijo que Aerys se había cortado con el trono aquella mañana, de manera que la Mano había ocupado su lugar. El hombre que tanto nos había impresionado era Tywin Lannister. —Rozó con los dedos la superficie de la mesa, recorriendo un camino entre las colinas barnizadas—. Robert hizo retirar los cráneos cuando subió al trono, pero no quiso que los destruyeran. Alas de dragón sobre Poniente… sería una…
—¡Alteza! —Davos dio un paso adelante—. ¿Me dais permiso para hablar?
Stannis cerró la boca con tanta fuerza que le entrechocaron los dientes.
—Mi señor de La Selva, ¿para qué creéis que os nombré Mano si no es para que hablarais? —El rey hizo un gesto con los dedos—. Decid lo que queráis.
«Guerrero, dame valor.»
—No sé mucho sobre dragones y menos aún sobre dioses… pero la reina ha hablado de maldiciones. No hay hombre más maldito ante los ojos de los hombres y los dioses que quien mata a los de su sangre.
—No hay más dioses que R'hllor y el Otro, aquel cuyo nombre no se debe pronunciar. —Los labios de Melisandre formaron una dura línea roja—. Y los hombres pequeños maldicen lo que no alcanzan a comprender.
—Soy un hombre pequeño —reconoció Davos—, de manera que decidme por qué necesitáis a ese chico, Edric Tormenta, para despertar al gran dragón de piedra, mi señora. —Estaba decidido a llamar al muchacho por su nombre tan a menudo como le fuera posible.
—Sólo la muerte puede comprar la vida, mi señor. Un gran regalo requiere un gran sacrificio.
—¿Qué grandeza hay en un niño ilegítimo?
—Por sus venas corre la sangre de reyes. Ya habéis visto lo que puede hacer tan sólo un poco de esa sangre…
—Os he visto quemar unas cuantas sanguijuelas.
—Y dos falsos reyes han muerto.
—Robb Stark ha sido asesinado por Lord Walder del Cruce, y según las noticias, Balon Greyjoy se cayó de un puente. ¿A quién han matado las sanguijuelas?
—¿Acaso dudáis del poder de R'hllor?
«No. —Davos recordaba demasiado bien la sombra viviente que había salido del vientre de la mujer roja aquella noche bajo Bastión de Tormentas, las manos negras que le habían separado los muslos para emerger—. Tengo que ir con cuidado o puede que venga alguna sombra a buscarme a mí.»
—Hasta un contrabandista de cebollas sabe distinguir dos cebollas de tres. Os falta un rey, mi señora.
—Ahí os ha pillado, mi señora. —Stannis soltó una carcajada seca—. Dos no son tres.
—Claro, Alteza. Un rey puede morir por casualidad, tal vez dos, pero… ¿tres? Si Joffrey muriera en medio de todo su poder, rodeado por sus ejércitos y su Guardia Real, ¿no sería eso una muestra del poder del Señor?
—Quizá sí —dijo el rey de mala gana.
—O quizá que no. —Davos hacía todo lo posible por ocultar su miedo.
—Joffrey morirá —declaró la reina Selyse, serena en su confianza.
—Puede que ya esté muerto —apuntó Ser Axell.
—¿Acaso sois cuervos amaestrados que me graznáis por turno? —Stannis los miraba asqueado—. Es suficiente.
—Esposo, escúchame… —suplicó la reina.
—¿Por qué? Dos no son tres. Los reyes saben contar tan bien como los contrabandistas. Os podéis retirar.
Stannis les dio la espalda. Melisandre ayudó a la reina a ponerse en pie. Selyse salió muy rígida de la estancia, seguida por la mujer roja. Ser Axell se demoró lo suficiente como para lanzar a Davos una última mirada.
«Una mirada torva en una cara torva», pensó cuando sus ojos se encontraron.
Cuando estuvieron a solas, Davos carraspeó para aclararse la garganta. El rey alzó la vista.
—¿Por qué seguís aquí?
—Señor, acerca de Edric Tormenta…
—No insistáis. —Stannis hizo un gesto airado.
—Vuestra hija estudia con él —siguió Davos sin ceder—, juega con él todos los días en el Jardín de Aegon.
—Lo sé de sobra.
—A Shireen se le rompería el corazón si le sucediera algo malo…
—Eso también lo sé.
—Me gustaría que lo vierais.
—Ya lo he visto. Se parece a Robert. Sí, y también lo adora. ¿Queréis que le diga cuán a menudo pensaba en él su idolatrado padre? A mi hermano le gustaba mucho hacer hijos, pero después del parto no eran más que un estorbo.
—Pregunta por vos todos los días, es…
—Me estáis haciendo enfadar, Davos. No quiero oír más sobre el chico bastardo.
—Su nombre es Edric Tormenta, señor.
—Ya sé cuál es su nombre, y le queda de maravilla. Proclama a gritos su condición de ilegítimo, su noble cuna y el caos que lo acompaña. Edric Tormenta. Ya lo he dicho, ¿satisfecho, mi señor Mano?
—Edric… —empezó.
—¡No es más que un chico! Podría ser el mejor muchacho que jamás ha pisado la tierra y tampoco tendría importancia. Mi deber es para con el reino. —Barrió con la mano la Mesa Pintada—. ¿Cuántos muchachos viven en Poniente? ¿Cuántas niñas? ¿Cuántos hombres, cuántas mujeres? Ella dice que la oscuridad los devorará a todos, que caerá la noche que no acaba jamás. Habla de profecías… un héroe renacido en el mar, dragones vivos que nacen de la piedra muerta… Habla de señales y jura que todas apuntan hacia mí. Yo no pedí esto igual que no pedí ser rey. Pero ¿puedo echar en saco roto lo que me dice? —Rechinó los dientes—. Nosotros no elegimos nuestro destino, pero tenemos… tenemos que cumplir con nuestro deber, ¿no? Grandes o pequeños, tenemos que cumplir con nuestro deber. Melisandre jura que me ha visto en sus llamas enfrentándome a la oscuridad con la Dueña de Luz alzada en la mano. ¡La Dueña de Luz! —Stannis soltó un bufido despectivo—. Reconozco que tiene un brillo bonito, pero en el Aguasnegras esta espada mágica no hizo nada que no hubiera hecho un vulgar acero. Un dragón habría cambiado el rumbo de esa batalla. Hace muchos años, Aegon estuvo donde yo estoy ahora mismo, contemplando esta misma mesa. ¿Creéis que hoy lo llamaríamos Aegon el Conquistador si no hubiera tenido dragones?
—Alteza —dijo Davos—, el precio…
—¡Ya sé cuál es el precio! Anoche miré en la chimenea y volví a ver cosas en las llamas. Vi a un rey con una corona de fuego en la cabeza, ardiendo… Ardiendo, Davos. Su corona lo devoró y lo transformó en cenizas. ¿Creéis que necesito que Melisandre me diga qué significa? ¿O que me lo digáis vos? —El rey se movió y su sombra fue a caer sobre Desembarco del Rey—. Si Joffrey muriera… ¿qué importaría la vida de un chico bastardo comparada con la de un reino?
—Mucho. Todo —dijo Davos con voz suave.
Stannis lo miró con los dientes apretados.
—Marchaos —dijo al final el rey—. Marchaos antes de que digáis algo que os haga volver a la mazmorra.
A veces los vientos tormentosos son tan fuertes que el marinero no tiene más remedio que recoger velas.
—Como Vuestra Alteza ordene.
Davos se inclinó, pero al parecer Stannis ya se había olvidado de él.
Cuando salió del Tambor de Piedra al patio hacía mucho frío. Un viento fuerte soplaba del este, con lo que los estandartes ondeaban y restallaban contra los muros. A Davos el aire le olía a sal. «El mar.» Le encantaba aquel olor. Le daba ganas de volver a caminar sobre una cubierta, de izar las velas y navegar hacia el sur para reunirse con Marya y sus dos pequeños. Cada día que pasaba pensaba más en ellos y por las noches era aún peor. Una parte de él no quería otra cosa que volver a su casa con Devan. «No puedo. Por ahora no. Soy un señor, soy la Mano del Rey, no le puedo fallar.»
Alzó los ojos para contemplar las murallas. Un millar de gárgolas y figuras grotescas le devolvieron la mirada desde arriba, todas diferentes: wyverns, grifos, demonios, manticoras, minotauros, basiliscos, sabuesos infernales, dragones alados, dragones con cabeza de ave y otras muchas criaturas extrañas que brotaban de las almenas del castillo como si hubieran nacido allí. Y no sólo había dragones en las gárgolas, estaban por todas partes. La sala principal era un dragón tendido sobre el vientre, se entraba a él por la boca abierta. Las cocinas eran un dragón enroscado sobre sí mismo, el humo y el vapor de los hornos salía por las fosas nasales. Las torres eran dragones acuclillados sobre las murallas o a punto de emprender el vuelo; el Dragón del Viento parecía rugir desafiante, mientras que la Torre del Dragón Marino miraba serena hacia las olas. Otros dragones más pequeños enmarcaban las puertas, de las paredes salían zarpas de dragón para sujetar las antorchas, grandes alas de piedra envolvían la herrería y la armería, las colas formaban arcos, puentes y escaleras exteriores.
Davos había oído decir muchas veces que los magos de Valyria no tallaban y cincelaban como vulgares albañiles, sino que trabajaban la piedra con fuego y magia igual que haría un alfarero con la arcilla. Ya no sabía qué pensar.
«¿Y si eran dragones de verdad y por algún motivo se transformaron en piedra?»
—Si la mujer roja les devuelve la vida el castillo se derrumba, creo yo. ¿Qué dragones irían por ahí llenos de habitaciones, escaleras y muebles? Y ventanas. Y chimeneas. Y desagües para los retretes.
Davos se dio la vuelta para mirar a Salladhor Saan.
—¿Significa esto que me has perdonado por mi traición, Salla?
—Perdonado, sí; olvidado, no. —El viejo pirata le agitaba un dedo ante la nariz—. Todo ese oro bonito de Isla Zarpa podría haber sido mío, sólo de pensarlo me siento viejo y cansado. Cuando muera pobre, mis esposas y concubinas te maldecirán, Caballero de las Cebollas. Lord Celtigar tenía muchos vinos buenos que no estoy bebiendo, un águila marina que había entrenado para que se le posara en la muñeca y un cuerno mágico para invocar a los krakens de las profundidades. Muy útil me resultaría un cuerno así para acabar con los tyroshis y otras criaturas molestas. Pero ¿podré hacer sonar ese cuerno? No, porque el rey nombró Mano a mi viejo amigo. —Entrelazó su brazo con el de Davos—. Los hombres de la reina no te tienen ningún afecto, viejo amigo. He oído por ahí que cierta Mano está haciendo nuevas amistades. ¿Es verdad, sí?
«Sabes demasiado, viejo pirata.» Un contrabandista tenía que conocer a los hombres tan bien como las mareas o no duraba mucho tiempo en el negocio. Los hombres de la reina eran seguidores fervorosos del Señor de la Luz, pero el pueblo de Rocadragón volvía poco a poco a los dioses que habían conocido toda la vida. Decían que Stannis estaba hechizado, que Melisandre lo había apartado de los Siete y lo hacía inclinarse ante un demonio salido de las sombras… y, lo peor de todo, que tanto ella como su dios le habían fallado. Y había caballeros y señores menores que pensaban lo mismo. Davos los había buscado y los había elegido uno a uno con el mismo cuidado con que en otros tiempos seleccionaba sus tripulaciones. Ser Gerald Gower peleó con decisión en el Aguasnegras, pero después le habían oído decir que R'hllor debía de ser un dios muy débil si dejaba que un enano y un muerto derrotaran a sus seguidores. Ser Andrew Estermont era primo del rey, años atrás le había servido como escudero. El Bastardo de Canto Nocturno había estado al frente de la retaguardia que permitió que Stannis se pusiera a salvo en las galeras de Salladhor Saan, pero adoraba al Guerrero con una fe tan fiera como su temperamento. «Hombres del rey, no de la reina.» Pero no le convenía alardear de ellos.
—Cierto pirata lyseno me dijo una vez que un buen contrabandista no se deja ver —replicó Davos con cautela—. Velas negras, remos envueltos en tela y una tripulación que sepa contener la lengua.
—Una tripulación sin lengua es todavía mejor. —El lyseno se echó a reír—. Un montón de mudos fuertes que no sepan leer ni escribir. —Se puso serio—. Pero me alegro de que alguien te vigile las espaldas, viejo amigo. ¿Qué opinas tú, el rey entregará el chico a la sacerdotisa roja? Un dragoncito podría poner fin a esta guerra.
Por la fuerza de la costumbre se llevó la mano al cuello para tocar su suerte, pero ya no tenía los huesos de las falanges y no encontró nada.
—No —respondió Davos—. No es capaz de hacer daño a los de su sangre.
—Lord Renly se alegrará mucho cuando se entere.
—Renly era un traidor que se había alzado en armas. Edric Tormenta es inocente de todo crimen. Su Alteza es un hombre justo.
—Ya veremos. —Salla se encogió de hombros—. O ya verás. En cuanto a mí, vuelvo al mar. Puede que haya viles contrabandistas navegando por la bahía del Aguasnegras que no quieran pagar los legítimos impuestos de su señor. —Dio una palmada en la espalda a Davos—. Cuídate. Y tus amigos mudos también. Ahora eres muy grande, pero cuanto más alto está un hombre desde más arriba cae.
Davos reflexionó sobre aquellas palabras mientras subía por los peldaños de la Torre del Dragón Marino hacia las habitaciones del maestre, debajo de las pajareras. No hacía falta que Salla le dijera que había ascendido demasiado.
«No sé leer, no sé escribir, los señores me desprecian, no sé nada de gobernar, ¿cómo puedo ser la Mano del Rey? Mi lugar está en la cubierta de un barco, no en la torre de un castillo.»
Eso mismo le había dicho al maestre Pylos.
—Sois un excelente capitán —fue la respuesta del maestre—. Un capitán gobierna su barco, ¿no? Tiene que navegar por aguas traicioneras, mover las velas para captar el viento, debe saber cuándo se acerca una tormenta y la mejor manera de capearla. Esto viene a ser lo mismo.
La intención de Pylos era buena, pero sus palabras tranquilizadoras no lo convencían.
—¡No es lo mismo! —protestó Davos—. Un reino no es un barco… y menos mal, porque en ese caso este reino se estaría hundiendo. Entiendo de tablones, de sogas y de agua, sí, pero ¿de qué me sirve eso ahora? ¿Cómo voy a dar con un viento que sople para llevar al rey Stannis a su trono?
El maestre se había reído.
—Ahí tenéis, mi señor. Las palabras son viento, ya lo sabéis, y vos habéis enviado muy lejos las mías con vuestro sentido común. Creo que Su Alteza sabe muy bien qué le podéis dar.
—Cebollas —dijo Davos, sombrío—. Eso es todo lo que le puedo dar. La Mano del Rey debería ser un señor de noble cuna, alguien sabio y culto, un buen comandante de batalla o un gran caballero…
—Ser Ryam Redwyne fue el caballero más grande de sus tiempos, y también una de las peores Manos que jamás han servido a un rey. Las plegarias del septon Murmison hacían milagros, pero cuando fue Mano, el reino entero no tardó en rezar pidiendo a los dioses que muriera pronto. Lord Butterwell era famoso por su ingenio, Myles Smallwood por su valor, Ser Otto Hightower por sus conocimientos, pero todos y cada uno de ellos fracasaron como Manos. En cuanto a la cuna, los reyes dragón solían elegir a las Manos entre los de su sangre, con resultados tan diversos como Baelor Rompelanzas y Maegor el Cruel. En cambio, tenemos al septon Barth, el hijo de un herrero, que el Viejo Rey encontró en la biblioteca de la Fortaleza Roja. Dio al reino cuarenta años de paz y abundancia. —Pylos sonrió—. Leed la historia, Lord Davos, descubriréis que vuestras dudas no tienen fundamento.
—¿Cómo voy a leer la historia si no sé leer?
—Cualquiera puede aprender, mi señor —dijo el maestre Pylos—. No hace falta ninguna magia ni haber nacido en una familia noble. Por orden del rey estoy enseñando ese arte a vuestro hijo. Dejad que os enseñe a vos también.
Fue una oferta generosa, y Davos no podía rechazarla, de manera que todos los días visitaba las habitaciones del maestre en la Torre del Dragón Marino para romperse la cabeza sobre rollos, pergaminos y grandes tomos encuadernados en cuero, intentando desentrañar unas pocas palabras más. El esfuerzo a menudo le provocaba jaquecas y encima lo hacía sentir tan grotesco como Caramanchada. Su hijo Devan aún no tenía doce años y ya iba mucho más adelantado que su padre, y para la princesa Shireen y Edric Tormenta el hecho de leer era tan natural como respirar. Cuando de libros se trataba, Davos era más niño que cualquiera de ellos, pero perseveró. Ahora era la Mano del Rey, y la Mano del Rey tenía que saber leer.
La estrecha escalera de caracol de la Torre del Dragón Marino había sido una dura prueba para el maestre Cressen después de que se rompiera la cadera. Davos todavía echaba de menos al anciano. Pensaba que a Stannis le pasaba lo mismo. Pylos era listo, diligente y bienintencionado, pero también muy joven, y el rey no confiaba en él como había confiado en Cressen. El anciano había estado tanto tiempo con Stannis…
«Hasta que se enfrentó a Melisandre, y por ello murió.»
En la cima de las escaleras, Davos oyó el tintineo de unas campanillas que sólo podían pertenecer a Caramanchada. El bufón de la princesa estaba esperándola ante la puerta del maestre como un perro fiel. Gordo, fofo, de hombros caídos y con el rostro amplio cubierto por un tatuaje de escaques rojos y verdes, Caramanchada lucía un yelmo que en realidad eran unas astas de ciervo atadas a un cubo de hojalata. De las puntas colgaban una docena de cascabeles que tintineaban cuando se movía… es decir, constantemente, ya que el bufón no sabía estarse quieto. El tintineo lo acompañaba siempre, no era de extrañar que Pylos le hubiera prohibido estar presente durante las clases de Shireen.
—Bajo el mar los peces viejos se comen a los peces jóvenes —farfulló el bufón al ver a Davos. Inclinó la cabeza y las campanillas entrechocaron y tintinearon de nuevo—. Lo sé, lo sé, je, je, je.
—Aquí arriba el pez joven enseña al pez viejo —dijo Davos, que no se sentía nunca tan anciano como cuando se sentaba para intentar leer.
La cosa habría sido muy diferente si el viejo maestre Cressen le hubiera dado las lecciones, pero Pylos era tan joven que podría ser su hijo. Cuando entró, el maestre estaba sentado junto a la mesa larga de madera cubierta de libros y pergaminos, frente a los tres niños. La princesa Shireen estaba entre los dos muchachitos. Ver a un descendiente suyo en compañía de una princesa y el bastardo de un rey proporcionaba a Davos una gran alegría.
«Devan será algún día un señor, no un simple caballero. El señor de La Selva. —A Davos aquello lo hacía más feliz que el hecho de ostentar él mismo el título—. Y sabe leer. Leer y escribir, como si hubiera nacido para ello. —Pylos no hacía más que alabarlo por su diligencia, y el maestro de armas decía que Devan parecía muy prometedor también con la espada y con la lanza—. Además es un chico piadoso.»
—Mis hermanos han subido al Salón de Luz —había dicho Devan cuando su padre le contó cómo habían muerto sus cuatro hermanos mayores—. Rezaré por ellos junto a las hogueras nocturnas y también por ti, padre, para que camines bajo la Luz del Señor hasta el fin de tus días.
«Se parece mucho a Dale cuando tenía su edad», pensó Davos. Su primogénito no había tenido nunca ropa tan elegante como el atuendo de escudero de Devan, claro, pero compartían el mismo rostro cuadrado, los mismos ojos castaños de mirada franca, el mismo cabello castaño fino y alborotado… Las mejillas y la barbilla de Devan estaban salpicadas de vello rubio, una pelusa que no habría sido digna ni de un melocotón, pero el muchacho estaba orgullosísimo de su barba. «Igual que Dale de la suya hace años.» De los tres niños sentados a la mesa, Devan era el mayor, pero Edric Tormenta era medio palmo más alto y tenía el pecho más amplio y los hombros más anchos. En eso era igual que su padre, además de que ninguna mañana se perdía los ejercicios con la espada y el escudo. Los que habían conocido a Robert y a Renly de niños decían que el bastardo se parecía a ellos mucho más de lo que nunca se había parecido Stannis: en el pelo negro como el carbón, los ojos azul oscuro, la boca, la mandíbula, los pómulos… Sólo sus orejas daban testimonio de que su madre había sido una Florent.
—Buenos días, padre —lo saludó el muchacho.
—Buenos días, mi señor —saludó también Edric. El muchacho era impetuoso y orgulloso, pero los maestres, los castellanos y los maestros de armas que lo habían criado le habían inculcado modales corteses—. ¿Venís de ver a mi tío? ¿Cómo está Su Alteza?
—Bien —mintió Davos. A decir verdad el rey estaba demacrado y macilento, pero no consideró necesario cargar al niño con sus temores—. Espero no haber interrumpido la lección.
—Acabamos de terminar, mi señor —dijo el maestre Pylos.
—Hemos leído cosas sobre el rey Daeron I. —La princesa Shireen era una niña triste, dulce y gentil, pero en absoluto bonita. Había heredado la mandíbula cuadrada de Stannis y las orejas Florent de Selyse, y los dioses, en su cruel sabiduría, habían considerado oportuno empeorar su fealdad aquejándola de psoriagris cuando aún era un bebé. La enfermedad le había dejado una mejilla y la mitad del cuello de color gris y con la piel dura y agrietada, aunque no le había arrebatado la vida ni la vista—. Fue a la guerra y conquistó Dorne. Lo llamaban el Joven Dragón.
—Adoraba a falsos dioses —apuntó Devan—, pero por lo demás fue un gran rey y muy valiente en las batallas.
—Es verdad —asintió Edric Tormenta—, pero mi padre era más valiente aún. El Joven Dragón no ganó nunca tres batallas el mismo día.
—¿El tío Robert ganó tres batallas en un día? —La princesa lo miraba con los ojos muy abiertos.
—Fue cuando vino para convocar a sus señores vasallos —dijo el bastardo con un gesto de asentimiento—. Los señores Grandison, Cafferen y Fell planeaban unir sus fuerzas en Refugio Estival y atacar Bastión de Tormentas, pero mi padre se enteró gracias a un informador y enseguida se puso en marcha con sus caballeros y escuderos. A medida que los conspiradores iban llegando a Refugio Estival uno a uno, los fue derrotando por turnos antes de que pudieran reunirse con los otros. Mató a Lord Fell en combate singular y capturó a su hijo Hacha de Plata.
—¿Fue así de verdad? —preguntó Devan a Pylos.
—Ya te he dicho que sí —respondió Edric Tormenta antes de que el maestre pudiera decir nada—. Los derrotó a los tres y luchó con tanto valor que luego Lord Grandison y Lord Cafferen se pasaron a su bando, igual que Hacha de Plata. A mi padre no lo pudo vencer nadie jamás.
—No está bien fanfarronear, Edric —le dijo el maestre Pylos—. El rey Robert sufrió derrotas igual que cualquier otro hombre. Lord Tyrell lo venció en Vado Ceniza, y más de una vez lo descabalgaron en los torneos.
—Pero ganó más veces de las que perdió. Además, mató al príncipe Rhaegar en el Tridente.
—Eso es verdad —asintió el maestre—. Bueno, ahora tengo que atender a Lord Davos, que está teniendo mucha paciencia. Mañana seguiremos leyendo La conquista de Dorne, del rey Daeron.
La princesa Shireen y los muchachos se despidieron con cortesía. En cuanto salieron, el maestre Pylos se acercó a Davos.
—Tal vez vos también deberíais probar con La conquista de Dorne, mi señor. —Empujó sobre la mesa el libro encuadernado en cuero—. El rey Daeron escribía con elegante sencillez, y la historia está llena de sangre, batallas y hazañas valerosas. Vuestro hijo está fascinado.
—Mi hijo aún no tiene doce años. Yo soy la Mano del Rey. Dadme otra carta, por favor.
—Como queráis, mi señor. —El maestre Pylos rebuscó en la mesa y desenrolló varios trozos de pergamino para luego descartarlos—. No hay cartas nuevas. A ver si aparece alguna vieja…
A Davos le gustaban las buenas historias tanto como a cualquiera, pero tenía la sensación de que Stannis no lo había nombrado Mano para que se divirtiera. Su principal obligación era ayudar al rey a gobernar, y para eso tenía que comprender las palabras que llevaban los cuervos. La mejor manera de aprender una cosa era hacerla, tanto si se trataba de velas como de pergaminos. Pylos le pasó una carta.
—Ésta nos puede servir.
Davos estiró el cuadrado de pergamino arrugado y escudriñó la letra menuda. Leer era un gran esfuerzo para los ojos, eso era lo primero que había aprendido. A veces se preguntaba si en la Ciudadela le daban un premio al maestre que escribiera con la caligrafía más pequeña. Pylos se rió cuando se lo dijo, pero…
—A los… cinco reyes —leyó Davos titubeando un instante con el «cinco», que no veía escrito muy a menudo. El rey… Ma… El rey… ¿masilla?
—Más allá —le corrigió el maestre.
—El rey más allá del muro avanza… —Davos hizo una mueca—. Avanza hacia el sur. Va al frente de un… un… grano…
—Gran.
—Un gran ejército de sal… sal… salvajes. Lord Mmmor… Mormont envió un… cuervo desde el bo… bo… bo…
—Bosque. El Bosque Encantado —dijo Pylos señalando las palabras con el dedo.
—El Bosque Encantado. Lo han… ¿atacado?
—Sí.
Siguió leyendo, satisfecho.
—Des… después llegaron otros pájaros sin mensajes. Te… tememos que… Mormont haya muerto con todos sus… todos sus… hombros… no, hombres. Tememos que Mormont haya muerto con todos sus hombres. —De repente Davos comprendió lo que estaba leyendo. Dio la vuelta a la carta y vio que la cera con la que la habían sellado era negra—. Esto es de la Guardia de la Noche. ¿La ha visto el rey Stannis, maestre?
—Se la llevé a Lord Alester en cuanto llegó. Por aquel entonces él era la Mano. Creo que habló del tema con la reina. Cuando le pregunté si quería enviar alguna respuesta, me dijo que no fuera idiota.
»—Su Alteza no tiene hombres para sus propias batallas, no le van a sobrar para desperdiciarlos con los salvajes —me respondió.
Era verdad. Además, la mención a los cinco reyes habría puesto furioso a Stannis.
—Sólo un hombre que se muere de hambre suplica pan a un mendigo —murmuró.
—¿Cómo decís, mi señor?
—Es una frase de mi esposa.
Davos tamborileó sobre la mesa con los dedos cortados. La primera vez que había visto el Muro no tenía ni la edad de Devan y viajaba en la Gata de piedra bajo las órdenes de Roro Uhoris, un tyroshi conocido en todo el mar Angosto como el Bastardo Ciego, aunque no era ni una cosa ni la otra. Roro había navegado más allá de Skagos hasta el mar de los Escalofríos, había visitado un centenar de calas que hasta entonces no habían visto una nave mercante. Llevaba acero; espadas, hachas, yelmos y buenas cotas de mallas que luego intercambiaba por pieles, marfil, ámbar y obsidiana. Cuando la Gata de piedra volvió hacia el sur llevaba las bodegas abarrotadas, pero en la bahía de las Focas tres galeras negras les cortaron el paso y los obligaron a poner rumbo a Guardiaoriente. Perdieron el cargamento y el Bastardo perdió la cabeza por el crimen de vender armas a los salvajes.
En sus tiempos como contrabandista, Davos había comerciado con Guardiaoriente. Los hermanos negros eran enemigos difíciles, pero buenos clientes para un barco que llevara la carga adecuada. Pero, aunque aceptaba sus monedas, no había olvidado cómo rodó la cabeza del Bastardo Ciego por la cubierta de la Gata de piedra.
—Cuando era niño conocí a algunos salvajes —dijo al maestre Pylos—. Eran buenos ladrones, pero nefastos regateando. Uno se escapó con nuestra chica de los camarotes. Parecían hombres como todos los demás, unos buenos y otros malos.
—Los hombres son hombres —asintió el maestre Pylos—. ¿Seguimos leyendo, mi señor Mano?
«Sí, soy la Mano del Rey.» Stannis podía hacerse llamar rey de Poniente, pero en realidad era el rey de la Mesa Pintada. Controlaba Rocadragón y Bastión de Tormentas, y tenía una alianza un tanto inestable con Salladhor Saan, pero nada más. ¿Cómo era posible que la Guardia le pidiera ayuda? «Tal vez no sepan que cuenta con muy pocos hombres ni que su causa está perdida.»
—¿Estáis seguro de que Stannis no llegó a ver esta carta? ¿Y tampoco Melisandre?
—No. ¿Creéis que se la debo llevar, aunque haya pasado mucho tiempo?
—No —replicó Davos al instante—. Cumplisteis con vuestro deber al llevársela a Lord Alester.
«Si Melisandre supiera lo que dice esta carta…» ¿Cómo había dicho la mujer roja? «Las fuerzas de aquel cuyo nombre no debe pronunciarse están tomando posiciones, Davos Seaworth. Pronto llegará el frío y la noche que no acaba jamás.» Y Stannis había tenido una visión en las llamas, un círculo de antorchas en la nieve y alrededor criaturas terroríficas.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó Pylos.
«Tengo miedo, maestre», podría haberle dicho. Davos estaba recordando una historia que le había contado Salladhor Saan, acerca de cómo Azor Ahai había templado la Dueña de Luz clavándola en el corazón de su amada esposa. «Mató a su esposa para combatir la oscuridad. Si Stannis es Azor Ahai renacido, ¿significa eso que Edric Tormenta debe ocupar el lugar de Nissa Nissa?»
—Estaba distraído, maestre. Disculpadme. —«¿Qué tendría de malo que un rey salvaje conquistara el norte?» El norte no estaba en poder de Stannis. No se podía pedir a Su Alteza que defendiera a unas personas que no lo reconocían como rey—. Dadme otra carta —pidió bruscamente—. Ésta es demasiado…
—¿Difícil? —sugirió Pylos.
«Pronto llegará el frío —susurró Melisandre—. Y la noche que no acaba jamás.»
—Problemática —dijo Davos—. Demasiado problemática. Otra carta, por favor.