Jaime fue el primero en divisar la posada. El edificio principal estaba en la orilla meridional del recodo del río. Tenía unas largas alas de poca altura extendidas a lo largo del agua, como para abrazar a los viajeros que iban corriente abajo. El piso inferior era de piedra gris; el superior, de madera encalada, y el techo, de pizarra. También se veían establos, así como un árbol cubierto de enredaderas.
—No sale humo de las chimeneas —señaló mientras se aproximaban—. Ni hay luces en las ventanas.
—La última vez que recorrí este camino, la posada estaba abierta —dijo Ser Cleos Frey—. Tenían una cerveza excelente. Quizá todavía les quede un poco en la bodega.
—Podría haber gente —dijo Brienne—. Escondida. O muerta.
—¿Os asustan unos cadáveres, moza? —preguntó Jaime.
—Me llamo… —dijo ella, clavándole los ojos.
—Brienne, lo sé. ¿No os gustaría dormir en una cama por una noche, Brienne? Estaríamos más seguros que en el río, y sería prudente averiguar qué ha ocurrido aquí.
Ella no respondió, pero un momento después empujó la barra del timón para que el esquife se dirigiera hacia el muelle de madera desgastada por la intemperie. Ser Cleos se precipitó a arriar la vela. Cuando chocaron suavemente contra el embarcadero, saltó a tierra para amarrar el bote. Jaime lo siguió, moviéndose con torpeza a causa de las cadenas.
Al final del muelle, una tablilla deteriorada colgaba de una barra de hierro; tenía pintado algo que parecía un rey arrodillado con las manos muy juntas, como entonando una plegaria. Jaime echó un vistazo y soltó una carcajada.
—Imposible encontrar una posada mejor.
—¿Se trata de algún lugar especial? —preguntó la mujer, suspicaz.
—Es la Posada del Hombre Arrodillado, mi señora —respondió Ser Cleos—. Está en el mismo lugar donde el último Rey en el Norte se arrodilló frente a Aegon el Conquistador como muestra de sumisión. Supongo que el de la tablilla es él.
—Torrhen trajo a sus fuerzas al sur tras la caída de los dos reyes en el Campo de Fuego —dijo Jaime—, pero cuando vio el dragón de Aegon y el tamaño de su ejército, escogió el camino de la sabiduría y dobló sus rodillas congeladas. —Se detuvo, al oír el relincho de un caballo—. Hay caballos en el establo. Al menos, uno. —«Y uno es todo lo que necesito para dejar atrás a la mujer»—. Veamos quién está en casa, ¿no os parece?
Sin esperar respuesta, Jaime recorrió tintineando el embarcadero, apoyó el hombro contra la puerta, la abrió de un empujón… y se encontró de frente con una ballesta cargada. Detrás, había un chico rechoncho de unos quince años.
—¿León, pez o lobo? —preguntó el chico.
—Preferiríamos un capón. —Jaime oyó cómo sus acompañantes entraban detrás de él—. La ballesta es un arma de cobardes.
—Pero igual atraviesa el corazón con una flecha.
—Quizá. Mas antes de que puedas volverla a cargar, mi primo hará que las tripas se te derramen por el suelo.
—No asustes al chico —dijo Ser Cleos.
—No queremos hacerte ningún daño —intervino la mujer—. Y tenemos monedas para pagar la comida y la bebida. —Sacó una pieza de plata de la bolsa.
El chico miró la moneda con suspicacia, y después se fijó en los grilletes de Jaime.
—¿Por qué lleva cadenas ése?
—Maté a varios ballesteros —replicó Jaime—. ¿Tienes cerveza?
—Sí. —El chico bajó la ballesta un par de centímetros—. Quitaos los cinturones con las espadas, dejadlos caer y quizá os demos de comer. —Volvió la cabeza para mirar por los cristales de la ventana, gruesos y con forma de rombo, para ver si había alguien más fuera—. Esa vela es de los Tully.
—Venimos de Aguasdulces.
Brienne se soltó la hebilla del cinturón y lo dejó caer al suelo. Ser Cleos la imitó.
Un hombre cetrino, de rostro enfermizo y picado de viruelas, salió por la puerta que daba al sótano con una hachuela de carnicero en la mano.
—¿Sois tres? Tenemos carne de caballo suficiente para vosotros. El animal era viejo y estaba duro, pero la carne todavía está reciente.
—¿Hay pan? —preguntó Brienne.
—Pan duro y tortas de avena también duras.
—Aquí tenemos a un posadero honesto —dijo Jaime con una sonrisa—. Todos sirven pan duro y carne correosa, pero la mayoría no se atreve a decirlo con tanta claridad.
—No soy el posadero. Lo enterré ahí detrás, con sus mujeres.
—¿Los mataste tú?
—¿Te lo diría si lo hubiera hecho? —El hombre escupió—. Parece que lo hicieron los lobos, o quizá los leones. ¿Qué importa eso? Mi mujer y yo los encontramos muertos. Y por eso consideramos que ahora el sitio nos pertenece.
—¿Dónde está esa mujer tuya? —preguntó Ser Cleos.
—¿Y para qué quieres saberlo? —preguntó a su vez el hombre, mirándolo con suspicacia—. Ella no está aquí… como no estaréis vosotros tres a no ser que me guste el sabor de vuestra plata.
Brienne le lanzó la moneda. El hombre la atrapó en el aire, la mordió y se la guardó.
—Tiene más —comentó el chico de la ballesta.
—Claro que sí. Chico, baja y tráeme unas cebollas.
El muchacho se colgó la ballesta del hombro, les echó una última mirada malhumorada y desapareció en el sótano.
—¿Tu hijo? —preguntó Ser Cleos.
—Es sólo un niño que mi mujer y yo recogimos. Teníamos dos hijos, pero los leones mataron a uno, y el otro murió de colerina. Los Titiriteros Sangrientos asesinaron a la madre de ese chico. En estos tiempos, para dormir se necesita alguien que monte guardia. —Con la hachuela les indicó la mesa—. Será mejor que os sentéis.
La chimenea estaba apagada, pero Jaime eligió la silla más cercana a las cenizas y estiró las largas piernas bajo la mesa. El tintineo de las cadenas acompañaba cada uno de sus movimientos.
«Un sonido irritante. Antes de que termine todo esto, enroscaré esas cadenas en el cuello de la moza, a ver si le gusta.»
El hombre que no era el posadero asó tres enormes chuletones de caballo y frió las cebollas en grasa de cerdo, lo que estuvo a punto de compensar las tortas duras de avena. Jaime y Cleos bebieron cerveza, y Brienne tomó una copa de sidra. El chico mantuvo la distancia y se apostó encima del barril de sidra con la ballesta sobre las rodillas, cargada y lista para disparar. El cocinero se sirvió un pichel de cerveza y se sentó con sus huéspedes.
—¿Qué noticias hay de Aguasdulces? —preguntó a Cleos, tomándolo por el jefe.
Ser Cleos miró a Brienne antes de responder.
—Lord Hoster está enfermo, pero su hijo defiende los vados del Forca Roja contra los Lannister. Se han librado varias batallas.
—Hay batallas por todas partes. ¿Adónde os dirigís, ser?
—A Desembarco del Rey. —Ser Cleos se limpió la grasa de los labios.
—Entonces, sois tres tontos —resopló el anfitrión—. Lo último que escuché es que el rey Stannis está ante las murallas de la ciudad. Dicen que tiene cien mil hombres y una espada mágica.
Las manos de Jaime se cerraron en torno a la cadena que unía sus manos y la retorció, deseando tener fuerzas para partirla en dos.
«Entonces le enseñaría a Stannis dónde puede envainarse su espada mágica.»
—En vuestro lugar —siguió diciendo el hombre—, me mantendría bien lejos de ese camino real. He oído que es muy peligroso. Hay lobos y leones, y bandas de mendigos que asaltan a todo el que encuentran.
—Miserables —dijo Ser Cleos, con desprecio—. Gente como ésa no se atreverá a molestar a hombres armados.
—Con vuestro perdón, ser, pero veo sólo a un hombre armado, que viaja con una mujer y un prisionero encadenado.
Brienne clavó una mirada sombría en el cocinero.
«A la moza la irrita que le recuerden que es una mujer», reflexionó Jaime, mientras retorcía de nuevo las cadenas. Notaba los eslabones duros y fríos sobre la carne, y el hierro, implacable. Las esposas le habían despellejado las muñecas.
—Quiero seguir el Tridente hasta el mar —le dijo la moza al anfitrión—. Conseguiremos monturas en Poza de la Doncella, y cabalgaremos por el Valle Oscuro y Rosby. Eso nos mantendrá lejos de lo peor de la batalla.
—No podréis llegar a Poza de la Doncella por el río —dijo el anfitrión, negando con la cabeza—. A menos de cincuenta kilómetros de aquí, el canal está bloqueado por un par de naves que ardieron y naufragaron. Allí hay una banda de forajidos que atacan a todo el que intenta pasar, y lo mismo ocurre río abajo, en torno a las Piedras Saltarinas y la isla del Ciervo Rojo. Y también han visto por allí al señor del relámpago. Cruza el río cuando quiere y cabalga en una u otra dirección, no se queda nunca quieto.
—¿Y quién es ese señor del relámpago? —preguntó Ser Cleos Frey.
—Lord Beric, si así os gusta más, ser. Lo llaman así porque golpea con mucha celeridad, como un relámpago que cae de un cielo sin nubes. Se dice que es inmortal.
«Todos mueren cuando se los atraviesa con una espada», pensó Jaime.
—¿Sigue acompañándolo Thoros de Myr?
—Sí. El mago rojo. He oído que tiene extraños poderes.
«Bueno, tenía el poder de beber tanto como Robert Baratheon, y eran muy pocos los que podían decir eso.» En cierta ocasión Jaime había oído a Thoros decirle al rey que se había convertido en un sacerdote rojo porque las túnicas de ese color ocultaban bien las manchas de vino. Robert se había reído tanto que había escupido cerveza sobre todo el vestido de seda de Cersei.
—No seré yo quien objete —dijo—, pero quizá el Tridente no sea el camino más seguro para nosotros.
—Lo mismo opino —asintió el cocinero—. Incluso si lográis llegar más allá de la isla del Ciervo Rojo y no os tropezáis con Lord Beric y el mago rojo, aún tendríais por delante el Vado Rubí. Lo último que oí fue que los lobos del Señor Sanguijuela eran los dueños del vado, pero eso fue hace bastante tiempo. Ahora, podrían ser de nuevo los leones, Lord Beric o cualquier otro.
—O nadie —sugirió Brienne.
—Si mi señora quiere dejarse la piel ahí, yo no diré nada… pero en vuestro lugar, yo abandonaría el río y atajaría por tierra. Si os mantenéis lejos de la carretera principal y os refugiáis bajo los árboles… Bueno, de todos modos no me gustaría ir con vosotros, pero podríais tener una oportunidad contra los titiriteros.
—Necesitaríamos caballos —dijo la mujer corpulenta, dubitativa.
—Aquí hay —señaló Jaime—. Oí relinchar a uno en el establo.
—Sí —dijo el posadero que no era posadero—. Hay tres bestias, pero no están a la venta.
—Claro que no. —Jaime tuvo que reírse—. Pero, de todos modos, nos las enseñarás.
Brienne lo miró con cara de pocos amigos, pero el hombre que no era un posadero le mantuvo la mirada sin parpadear.
—Enséñamelas —dijo ella a disgusto tras un momento de silencio. Y todos se levantaron de la mesa.
No habían limpiado los establos en mucho tiempo, a juzgar por el olor. Centenares de moscas negras y gordas formaban un enjambre sobre la paja, zumbaban de cuadra en cuadra, y cubrían los montones de boñiga de caballo que había por todas partes, aunque sólo se veía a las tres bestias. Eran un trío muy desigual: un caballo de tiro color marrón, que se movía con lentitud; un anciano penco blanco, tuerto, y un corcel pinto color gris, muy brioso.
—No se venden a ningún precio —anunció su presunto dueño.
—¿Cómo has llegado a ser dueño de esas bestias? —quiso saber Brienne.
—Cuando mi mujer y yo llegamos a la posada —dijo el hombre—, el caballo de tiro estaba en el establo, junto con el que os habéis comido. El penco blanco llegó una noche, y el chico atrapó al corcel, que corría libre, llevando aún los arreos y la montura. Mirad, os los mostraré.
La silla que les mostró estaba decorada con plata repujada. La manta del forro había sido originalmente de cuadros rosados y negros, pero ya era casi toda de color pardo. Jaime no reconoció los colores originales, pero no le costó ningún esfuerzo distinguir las manchas de sangre.
—Bueno, no creo que su dueño venga a reclamarlo. —Examinó las patas del corcel y contó los dientes del penco—. Dadle una pieza de oro por el corcel, si la silla va incluida —le aconsejó a Brienne—. Una de plata por el caballo de tiro. Y debería pagarnos por quitarle el penco blanco de las manos.
—No habléis con descortesía de vuestra montura, ser. —La mujer abrió la bolsa que le había dado Lady Catelyn y sacó tres monedas de oro—. Te pagaré un dragón por cada uno.
El hombre parpadeó y estiró la mano para coger las monedas de oro, pero vaciló y retiró la mano.
—No sé. No puedo montar un dragón de oro si tengo que huir. Ni comerme uno si tengo hambre.
—También puedes quedarte con nuestro esquife —dijo—. Podrás ir río arriba o abajo, como quieras.
—Dejadme probar un poco de ese oro. —El hombre tomó una de las monedas que ella tenía en la palma de la mano y la mordió—. Es bastante auténtico, diría yo. ¿Tres dragones y el esquife?
—Eso es un asalto descarado, moza —dijo Jaime, en tono amistoso.
—También necesitaré provisiones —le dijo Brienne a su anfitrión, soslayando a Jaime—. Cualquier cosa que podáis darnos.
—Hay más tortas de avena. —El hombre recogió los otros dos dragones de la mano de Brienne y los sacudió dentro del puño, sonriendo al oír el tintineo—. Sí, y pescado ahumado en salazón, pero eso te costará plata. Mis camas también tienen un precio. Querréis pasar la noche.
—No —respondió Brienne al instante.
El hombre la miró, intrigado.
—Mujer, no iréis a cabalgar de noche por lugares desconocidos, con caballos que acabáis de comprar. Lo más probable es que os metáis en el fango o que uno de los caballos se rompa una pata.
—La luna brillará esta noche —dijo Brienne—. No tendremos problemas para encontrar el camino.
—Si no tenéis plata —dijo el anfitrión tras pensar un instante—, podéis pagar las camas con unas monedas de cobre, así como una o dos mantas para abrigaros. Yo no dejo a un viajero a la intemperie.
—Eso me parece bastante correcto —dijo Ser Cleos.
—Las mantas están recién lavadas. Mi esposa se ocupó de ello antes de que tuviera que marcharse. No hallaréis ni una pulga, os doy mi palabra. —Hizo tintinear de nuevo las monedas, sonriendo.
—Mi señora, una buena cama nos haría mucho bien —le dijo Ser Cleos a Brienne; se sentía claramente tentado—. Si estamos descansados por la mañana, iremos más deprisa. —Miró a su primo, en busca de apoyo.
—No, primo, la moza tiene razón. Tenemos promesas que cumplir y muchos kilómetros por delante. Debemos continuar.
—Pero tú mismo dijiste… —objetó Cleos.
—Eso fue antes. —«Cuando creía que la posada estaba desierta»—. Ahora tengo la barriga llena y lo que hay que hacer es cabalgar bajo la luna. —Sonrió, mirando a la mujer—. Pero a no ser que tengáis la intención de llevarme sobre la espalda de ese caballo de tiro como un saco de harina, alguien tendría que hacer algo con respecto a estos grilletes. Es muy difícil cabalgar con los tobillos encadenados.
Brienne miró la cadena con el ceño fruncido. El hombre que no era un posadero se frotó la mandíbula.
—Hay una herrería al otro lado del establo.
—Enséñamela.
—Sí —dijo Jaime—, y cuanto antes, mejor. Detestaría pisar alguna boñiga. Para mi gusto, aquí hay demasiada mierda de caballo. Demasiada. —Clavó una mirada penetrante en la mujer, preguntándose si sería lo suficientemente lista para entender el significado.
Tenía la esperanza de que le quitara también los grilletes de las muñecas, pero Brienne todavía desconfiaba de él. Partió la cadena de los tobillos por el centro, con media docena de fuertes golpes de un martillo de herrero, dados sobre el extremo romo de un cincel de acero. Cuando sugirió que le liberara las manos, ella no le hizo el menor caso.
—A diez kilómetros río abajo, veréis una aldea quemada —dijo su anfitrión, mientras los ayudaba a ensillar los caballos y cargar los bultos. Esta vez, dirigió sus consejos a Brienne—. Allí se bifurca el camino. Si os dirigís hacia el sur, llegaréis al torreón de piedra de Ser Warren. Ser Warren se marchó y murió, así que no puedo deciros en poder de quién está ahora, pero es un sitio que hay que evitar. Lo mejor sería que siguierais el sendero entre los bosques, al sureste.
—Lo haremos —respondió ella—. Tenéis mi gratitud.
«Sería más exacto decir que tiene tu oro», pensó Jaime para sus adentros. Estaba cansado de que aquella enorme vaca con cara de mujer lo despreciara constantemente.
Ella tomó para sí el caballo de tiro y cedió el corcel a Ser Cleos. La amenaza se cumplió, y a Jaime le correspondió el penco tuerto, lo que puso fin a cualquier esperanza que pudiera haber albergado de espolear a su caballo y dejar a la mujer sumida en una nube de polvo.
El hombre y el chico salieron para verlos partir. El hombre les deseó suerte y les dijo que volvieran en tiempos mejores, mientras que el chico se mantuvo en silencio, con la ballesta bajo el brazo.
—Lleva una lanza o una maza —le dijo Jaime—, te servirán mejor.
«Mira lo que se gana con consejos amistosos», pensó cuando el chico lo miró con desconfianza. Se encogió de hombros, hizo girar a su caballo y no volvió la vista atrás.
Mientras se alejaban, Ser Cleos era una queja ambulante, de luto aún por la pérdida de su lecho de plumas. Cabalgaron hacia el este, siguiendo la orilla del río bañado por la luna. El Forca Roja era allí muy ancho pero de poca profundidad, sus orillas eran puro cieno y maleza. La bestia de Jaime caminaba plácidamente, aunque el pobre bruto viejo tenía tendencia a desviarse hacia el lado de su ojo sano. Le gustaba cabalgar de nuevo. No había montado un caballo desde que los arqueros de Robb Stark mataran debajo de él a su corcel en el Bosque Susurrante.
Cuando llegaron a la aldea quemada, se encontraron con dos caminos igualmente desalentadores: dos senderos estrechos, con profundas marcas dejadas por los carretones de los campesinos que llevaban su grano al río. Uno de ellos se dirigía al sureste y desaparecía pronto entre los árboles que podían divisar en la distancia, mientras el otro, más recto y pedregoso, apuntaba directamente al sur. Brienne los consideró un instante y después dirigió su caballo al camino del sur. Jaime se sintió gratamente sorprendido; era la misma elección que él hubiera hecho.
—Pero éste es el sendero contra el que nos ha prevenido el posadero —objetó Ser Cleos.
—No era posadero. —La mujer se encorvaba sin gracia sobre la silla, pero de todos modos parecía montar con seguridad—. El hombre se interesó demasiado por la ruta que íbamos a elegir, y esos bosques… son famosos escondites de bandidos. Podría haber intentado que nos metiéramos en una trampa.
—Moza lista. —Jaime miró sonriendo a su primo—. Me atrevería a aventurar que nuestro anfitrión tiene amigos más adelante en ese sendero. Ésos, cuyas bestias dejaron tan memorable aroma en el establo.
—También puede haber mentido con respecto al río, para que le compráramos estos caballos —dijo la mujer—, pero yo no me arriesgaría. Habrá soldados en el Vado Rubí y donde lo crucen los caminos.
«Será fea —pensó Jaime sonriendo de mala gana—, pero no es estúpida del todo.»
El resplandor rojizo que salía por las ventanas superiores del torreón de piedra los avisó con suficiente antelación, y Brienne los hizo marchar campo a través. Sólo cuando dejaron muy atrás el torreón, giraron de nuevo y regresaron al camino.
Transcurrió la mitad de la noche antes de que la mujer considerara seguro detenerse. Para entonces, los tres cabalgaban medio dormidos. Se detuvieron en una pequeña arboleda de robles y fresnos junto a una corriente perezosa. La mujer no permitió que encendieran fuego, por lo que compartieron una cena fría: tortas duras de avena y pescado salado. La noche era extrañamente serena. De un negro cielo de fieltro colgaba una media luna, rodeada de estrellas. En la distancia aullaban unos lobos. Uno de los caballos resoplaba, nervioso. No había ningún otro sonido.
«La guerra no ha tocado este sitio», pensó Jaime. Estaba satisfecho de encontrarse allí, contento de estar vivo y de hallarse en el camino que lo llevaría de vuelta a Cersei.
—Me encargaré de la primera guardia —le dijo Brienne a Ser Cleos, que al momento comenzó a roncar con suavidad.
Jaime se recostó en el tronco de un roble y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento Cersei y Tyrion.
—¿Tenéis parientes, mi señora? —preguntó.
—No —contestó Brienne mirándolo de reojo, con suspicacia—. Fui el… la única hija de mi padre.
Jaime soltó una risita burlona.
—Ibais a decir el único hijo. ¿Os considera un hijo? Está claro que como hija sois rara.
Sin decir una palabra, ella le dio la espalda, con los nudillos tensos sobre la empuñadura de la espada.
«Qué ser más infeliz, pobre criatura.» Le recordaba a Tyrion de alguna extraña manera, aunque a primera vista era difícil encontrar dos personas que fueran tan dispares. Quizá ese pensamiento sobre su hermano lo hizo disculparse.
—No tuve intención de ofenderos, Brienne. Perdonadme.
—Vuestros crímenes están más allá de cualquier perdón, Matarreyes.
—Otra vez ese apodo. —Jaime retorció ociosamente sus cadenas—. ¿Por qué os enojo tanto? Que yo sepa, no os he hecho daño alguno.
—Habéis hecho daño a otros. A aquellos a quienes jurasteis proteger. A los débiles, a los inocentes…
—Y… ¿al rey? —Siempre lo mismo. Todo se remontaba a Aerys—. No supongáis que podéis juzgarme por lo que no entendéis, moza.
—Me llamo…
—Brienne, sí. ¿Os ha dicho alguien que sois tan aburrida como fea?
—No provocaréis mi ira, Matarreyes.
—Sin duda podría hacerlo si me importara lo suficiente.
—¿Por qué hicisteis el juramento? —exigió ella—. ¿Por qué vestisteis la capa blanca si teníais la intención de traicionar todo lo que implicaba?
—¿Por qué? —¿Qué podía decirle que fuera capaz de entender?—. Era un niño, tenía quince años. Era un gran honor para alguien tan joven.
—Ésa no es respuesta —replicó Brienne, desdeñosa.
«No te gustaría oír la verdad.» Se había incorporado a la Guardia Real por amor, claro.
El padre de ambos había llevado a Cersei a la corte cuando ella tenía doce años, para arreglarle una boda real. Rechazó todo lo que le ofrecían por ella y prefirió mantenerla a su lado en la Torre de la Mano, para que madurara y se hiciera todavía más bella. Sin duda, estaba esperando a que creciera el príncipe Viserys o a que la esposa de Rhaegar muriera de parto. Elia de Dorne no había sido nunca una mujer con buena salud.
Mientras tanto, Jaime había pasado cuatro años como escudero de Ser Sumner Crakehall, y se había ganado las espuelas contra la Hermandad del Bosque Real. Pero cuando, de camino a Roca Casterly, hizo una corta escala en Desembarco del Rey, sobre todo para ver a su hermana, Cersei se lo llevó a un lado y le susurró que Lord Tywin quería casarlo con Lysa Tully y que incluso había invitado a Lord Hoster a la ciudad para negociar la dote. Pero si Jaime vestía el blanco, siempre podría estar cerca de ella. El anciano Ser Harlan Grandison había fallecido mientras dormía, como era propio de una persona cuyo blasón era un león dormido. Seguro que Aerys querría a un hombre joven para ocupar el lugar del difunto, ¿por qué no un león rugiente en lugar de uno dormido?
—Nuestro padre no lo consentirá —repuso Jaime.
—El rey no se lo va a preguntar. Y cuando esté hecho, nuestro padre no podrá oponerse, al menos no de manera abierta. Aerys ordenó arrancarle la lengua a Ser Ilyn Payne por jactarse de que quien verdaderamente gobernaba los Siete Reinos era la Mano. Era el capitán de la guardia de la Mano, pero nuestro padre no se atrevió a impedirlo. Tampoco podrá impedir esto.
—Pero… —dijo Jaime—. ¿Y Roca Casterly?
—¿Qué prefieres, una roca o a mí?
Recordaba aquella noche como si hubiera sido la noche anterior. Se habían alojado en una vieja posada, en el Valle de la Anguila, bien lejos de cualquier ojo vigilante. Cersei había ido a verlo vestida como una sencilla sirvienta, lo que de alguna manera lo excitó más aún. Jaime no la había visto nunca tan apasionada. Cada vez que intentaba dormir, ella lo despertaba de nuevo. Por la mañana, Roca Casterly parecía un precio insignificante por estar siempre cerca de ella. Dio su consentimiento y Cersei prometió encargarse del resto.
Un mes más tarde, un cuervo real llegó a Roca Casterly para informarle de que había sido elegido para la Guardia Real. Se le ordenaba presentarse al soberano durante el gran torneo de Harrenhal para hacer los votos y vestir la capa.
La investidura de Jaime lo liberó de Lysa Tully. Por lo demás, nada ocurrió como había sido planeado. Su padre no había estado nunca tan furioso. No podía oponerse abiertamente, Cersei había tenido razón en eso, pero renunció a su cargo como Mano con un pretexto poco convincente y volvió a Roca Casterly llevándose consigo a su hija. En lugar de estar juntos, Cersei y Jaime sólo cambiaron de sitio, y él se encontró solo en la corte, protegiendo a un rey loco, mientras cuatro hombres de poca valía se turnaron para ocupar sin éxito el peligroso cargo de su padre. Las Manos ascendían y caían con tanta rapidez que Jaime recordaba su heráldica mejor que sus rostros. La Mano cuerno de la abundancia y la Mano de los grifos bailarines fueron enviados al exilio, la Mano de la maza y la daga fue sumergido en fuego valyrio y quemado vivo. Lord Rossart había sido el último. Su blasón era una antorcha encendida; una elección desafortunada, dado el destino de su predecesor, pero habían ascendido al alquimista fundamentalmente por compartir la pasión del rey por el fuego.
«Debí haber ahogado a Rossart en lugar de destriparlo.»
Brienne aún esperaba su respuesta.
—No tenéis edad suficiente para haber conocido a Aerys Targaryen…
—Aerys estaba loco —lo interrumpió ella sin escucharlo— y era cruel, nadie lo ha negado nunca. Pero era el rey, coronado y ungido. Y vos habíais jurado protegerlo.
—Sé lo que juré.
—¿Y qué hicisteis? —Se inclinó sobre él, un metro ochenta de desaprobación, pecas, ceño fruncido y dientes caballunos.
—Lo mismo que hicisteis vos. Si lo que he oído es verdad, aquí los dos somos matarreyes.
—No hice ningún daño a Renly. Mataré al hombre que diga lo contrario.
—Pues empezad por Cleos. Y, después, todavía os quedarán muchos por ejecutar, a juzgar por lo que cuenta.
—Mentiras. Lady Catelyn estaba allí cuando asesinaron a Su Alteza. Ella lo vio. Había una sombra. Las velas parpadearon, el aire se enfrió y había sangre…
—Oh, qué bien. —Jaime se echó a reír—. Lo admito, sois más ocurrente que yo. Cuando me encontraron junto a mi rey muerto, no se me ocurrió decir: «No, no fui yo, fue una sombra, una terrible sombra fría». —Volvió a reírse—. Decidme, de matarreyes a matarreyes, ¿os pagaron los Stark para cortarle la garganta o fue Stannis? ¿Renly os despreció, fue eso? O quizás teníais vuestra luna de sangre. No des nunca una espada a una moza cuando está sangrando.
Por un instante, Jaime pensó que Brienne iba a golpearlo.
«Si se me acerca un paso más, le cogeré la daga de la vaina y se la clavaré en el vientre.» Puso en tensión una pierna bajo el cuerpo, listo para saltar, pero la mujer no se movió.
—Ser un caballero es un don valioso y singular —dijo—, y más aún ser un caballero de la Guardia Real. Es un don que pocos reciben, un don que tú rechazaste y mancillaste.
«Un don que anhelas con desesperación, moza, pero que no podrás tener nunca.»
—Me gané el título. No me regalaron nada. Gané un torneo a los trece años, cuando aún era escudero. A los quince, cabalgué con Ser Arthur Dayne contra la Hermandad del Bosque Real, y él me armó caballero en el campo de batalla. Fue esa capa blanca la que me mancilló, y no al revés. Así que ahorradme vuestra envidia. Fueron los dioses los que se negaron a daros una polla, no yo.
La mirada que Brienne le dedicó rebosaba aversión.
«De no ser por su preciado juramento, me haría pedazos aquí mismo —reflexionó—. Mejor, estoy harto de su patética devoción y de que me juzgue una doncella.» La moza se alejó sin añadir ni una palabra. Jaime se acurrucó bajo la capa, con la esperanza de ver a Cersei en sueños.
Pero cuando cerró los ojos, al que vio fue a Aerys Targaryen, que paseaba en solitario por el salón del trono mientras se miraba las manos arañadas y sangrantes. El idiota se cortaba constantemente con los filos y pinchos del Trono de Hierro. Jaime había entrado sigilosamente por la puerta del rey; llevaba la armadura dorada puesta y la espada empuñada.
«La armadura dorada, no la blanca, pero nadie se acuerda nunca de eso. Ojalá me hubiera quitado también la capa de mierda.»
Cuando Aerys vio sangre en la espada, preguntó si se trataba de la de Lord Tywin.
—Quiero muerto a ese traidor. Quiero su cabeza, tráeme su cabeza o arderás con los otros. Con todos los traidores. ¡Rossart dice que están dentro de las murallas! Va a darles una cálida bienvenida. ¿De quién es la sangre? ¿De quién?
—De Rossart —respondió Jaime.
Aquellos ojos violeta se abrieron como platos y la mandíbula real se descolgó del susto. Perdió el control del vientre, se volvió y corrió hacia el Trono de Hierro. Bajo las cuencas vacías de las calaveras de las paredes, Jaime arrastró por las escaleras el cuerpo del último rey dragón, que chillaba como un cerdo y hedía a letrina. Todo lo que necesitó para acabar con él fue un tajo en la garganta.
«Fue tan fácil… —recordó—. Un rey debería morir con más dignidad. —Rossart al menos había intentado pelear, aunque a decir verdad había luchado como un alquimista—. Qué raro que no preguntaran nunca quién había matado a Rossart… pero por supuesto, no era nadie, no era de noble cuna, fue la Mano durante dos semanas, otro loco capricho del Rey Loco.»
Ser Elys Westerling, Lord Crakehall y otros caballeros de su padre entraron al salón a tiempo para ser testigos de los últimos instantes, por lo que Jaime no tuvo manera de desaparecer y dejar que algún jactancioso cargara con las alabanzas o la culpa. Sería culpa, lo supo de inmediato cuando vio cómo lo miraban… aunque quizá se tratara de miedo. Daba lo mismo que fuera un Lannister o no, era uno de los siete de Aerys.
—El castillo es nuestro, ser, y la ciudad —le dijo Roland Crakehall, lo que era verdad a medias.
En aquel momento, los leales a Targaryen seguían muriendo en los peldaños de las sinuosas escaleras y en la armería, Gregor Clegane y Amory Lorch escalaban las murallas del Torreón de Maegor, y Ned Stark conducía a sus norteños a través de la Puerta del Rey, pero quizá Crakehall no lo sabía. No mostró sorpresa al encontrar a Aerys asesinado; Jaime era el hijo de Lord Tywin mucho antes de ser nombrado miembro de la Guardia Real.
—Decidles que el Rey Loco está muerto —ordenó—. Perdonad a todo el que se rinda y hacedlo prisionero.
—¿Debo también proclamar a un nuevo rey? —preguntó Crakehall.
Jaime entendió la pregunta con toda claridad: ¿será vuestro padre, Robert Baratheon, o tenéis la intención de nombrar un nuevo rey dragón? Pensó un momento en el joven Viserys, que había huido a Rocadragón, y en Aegon, el niño de Rhaegar, que se hallaba todavía en el Torreón de Maegor con su madre.
«Un nuevo rey Targaryen, y mi padre como Mano. Cómo aullarán los lobos, cómo se ahogará de rabia el señor de la tormenta.» Se sintió tentado un instante, hasta que echó de nuevo una mirada al cuerpo que yacía en el suelo en un charco de sangre cada vez mayor. «Los dos llevan su sangre», pensó.
—Proclamad a quien demonios os plazca —le dijo a Crakehall.
Entonces, subió al Trono de Hierro y se sentó con la espada sobre las piernas, para ver quién iría a reclamar el reino. Resultó ser Eddard Stark.
«Tampoco tú tienes derecho a juzgarme, Stark.»
En sus sueños, los muertos se le acercaban ardiendo, enfundados en un torbellino de llamas verdes. Jaime bailaba alrededor de ellos con una espada dorada, pero por cada uno que derribaba se levantaban dos para ocupar su lugar.
Brienne lo despertó, clavándole la bota en las costillas. El mundo aún estaba oscuro y había comenzado a llover. Desayunaron tortas de avena, pescado salado y unas zarzamoras que Ser Cleos había encontrado, y volvieron a montar los caballos antes de que saliera el sol.